Hija

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Alcira y León

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Alcira y León

Los padres de Guido no tenían dinero para ir a visitarlos a París, o quizá sí lo tenían pero preferían usarlo de otro modo. Guido tenía muchos hermanos que se reproducían, desaprensivos y felices, en la ciudad de Santa Fe. Lejos del ambiente intelectual, lejos de la militancia, apenas se enteraban de lo que preferían no saber. Mandaban cartas breves y esporádicas, casi saludos, en las que hablaban del nacimiento de sus hijos, de sus trabajos y proyectos. Las cartas de la mamá de Guido empezaban con un breve recuento de sus males (dolor en las articulaciones, sobre todo en la inserción del pulgar, una hernia de hiato, sinusitis), rebosaban de nietos, pañales y mocos y jamás dejaban de incluir dos o tres anécdotas aburridísimas en que los sobrinos de Guido habían dado respuestas que sólo su abuela podía considerar ingeniosas, inesperadas e incluso geniales.

Las cartas de la madre de Esmé estaban dedicadas, sobre todo, al clima y los paisajes.

Hoy hace 20 grados, un día muy fresco para diciembre. Se está escondiendo el sol, hay nubes rosadas y rojas muy lindas. Por la ventana veo los edificios del barrio, un espectáculo bastante deprimente. Si yo fuera intendente, obligaría a los consorcios a pintar los frentes.

Y Esmé no tenía dudas de que lo lograría. Su madre tenía un talento natural para ejercer la autoridad. Al final venía una frasecita cariñosa de su papá, que no sabía ni podía llenar una página de palabras que no decían nada y escribía siempre en mayúscula porque se avergonzaba de su letra.

Ilusión, expectativa, decepción y desconsuelo era la progresión normal con que Guido y Esmé recibían, abrían y leían esas cartas que llegaban (o no llegaban) al buzón del departamento tres veces por día.

Por eso resultó tan inesperada la visita de los padres de Esmé, a pesar de haber sido muy anunciada. Era su primer viaje a Europa. Iban a Italia y a Inglaterra, pasarían unos días por París.

En esos días Guido manejaba una combi casi nueva, de color azul metalizado, recién llegada de Amsterdam, y Esmé, obsesivamente atenta a la mirada de su madre, se sintió orgullosa de tener algo que mostrar. Había limpiado con esmero el estudio y estaba lista para soportar comentarios malignos o sarcásticos pero no para la premura con que su madre preguntó por la heladera y metió adentro un paquete envuelto en papel metálico. Esmé se alegró, en todo caso, de tener una verdadera heladera, en lugar de la bolsa de plástico atada a la reja de la ventana que les había permitido pasar el primer otoño, el primer invierno en París, sin necesidad de meterse en gastos.

—Así que éste era el famoso estudio —dijo Alcira.

Y aunque no había sorna en su voz, Esmé sintió, de todos modos, que la visita comenzaba a encarrilarse por caminos previsibles. Se sintió casi aliviada.

—Qué lindo —dijo León, con indiferencia. Y se sentó en la cama, que de día, con almohadones, se convertía en sillón. Una tela gruesa y negra que colgaba del techo separaba el espacio que Guido dedicaba a la pintura, pero no detenía el olor que Esmé, casi acostumbrada, sentía ahora en toda su maldita fuerza.

Sólo entonces Esmé vio realmente a su padre, a quien había abrazado tanto que casi no había tenido distancia como para mirarle la cara. Le llamaron la atención los ojos acuosos, el vientre prominente, las facciones abotargadas. Estaba viejo, era viejo, mucho más de lo que correspondía a los años transcurridos, mucho más de lo que mostraban las malas fotos polaroid que les mandaban de vez en cuando.

—A ver, ¿dónde puedo hervir agua? —preguntó Alcira.

Y mientras ponía a hervir la jeringa y la aguja, le contó a Esmé lo que no decían los paisajes tan bien descriptos en sus cartas, lo que nunca había querido contarle por teléfono en esas llamadas escasas, confusas, con ecos y ruidos en la línea, que no servían más que para asegurarse de que todos estaban vivos. Desde hacía un año sabían que León era diabético, no fue posible controlar la enfermedad con dieta, ahora era insulinodependiente.

—Por suerte en el avión nos pusieron el paquete en la heladera. Por suerte no: porque llamé con tiempo a la aerolínea.

Alcira y León se quedaron sólo cuatro días en París. Muy poco, pero lo suficiente como para que Esmé pudiera comprobar hasta qué punto sus vidas se habían convertido ahora en el resto de sus vidas, hasta ese punto habían sido moldeadas por la muerte de su hermana. Utilizando todos los recursos de su voluntad, que no eran pocos, su madre se aferraba a la realidad como un ave rapaz a su presa: con esas garras. Estaba concentrada en vivir a toda costa, en darle sentido a cada uno de sus actos. Su voz era más enfática, su inteligencia estaba dedicada a encontrar razones para seguir adelante, para respirar, para enojarse, para reír, para hacer un café.

—¡Hay que pasarla bien! —decía.

Y con una energía feroz arrastraba a su marido, su hija y su yerno a todas las actividades que los manuales de turismo proponen como obligatorias. En cuatro días Guido y Esmé fueron a más restaurantes de los que habían conocido en tres años, dieron una vuelta en bateau-mouche, uno de esos barquitos que paseaban contingentes de turistas por el Sena, visitaron museos, palacios, monumentos y hasta fueron una noche a ver el espectáculo del Crazy Horse, donde mujeres jóvenes y desnudas hacían lo posible por eclipsar la antigua tradición turística de visitar el Lido. (Pero nunca, en los cuatro días que compartió con ellos, mencionó Alcira la palabra nieto, y ese silencio cuidadoso, protector, calculado, hacía que Esmé se sintiera casi desahuciada.)

—Mi ginecólogo estuvo en París. Le pregunté si había ido al Crazy Horse y me dijo: «¿Mujeres desnudas? ¡No! ¡Yo no trabajo en vacaciones!»

Alcira contó esta anécdota muchas veces, siempre riéndose como si fuera la primera, con una carcajada forzada y estruendosa que su marido acompañaba como podía.

El padre de Esmé, en cambio, estaba vencido. Sus ojos celestes, siempre un poco enrojecidos, miraban sin ver. Lo único que le interesaba era la comida, en particular la que tenía prohibida. Su mujer le controlaba la dieta con enloquecida obsesión, con la misma concentración atroz con la que hacía todo lo demás. Él elaboraba artimañas de todo tipo, simples y complejas, para escapar a ese control. Los padres de Esmé habían desarrollado, como cualquier pareja de largo alcance, una sutil relación de poderes, la madre imponía su personalidad arrasadora, pero el padre hacía valer hábilmente la fuerza de su debilidad. Ahora esa complejidad, esa sutileza, se había achatado, simplificado, y todo el interjuego de la pareja había quedado reducido a una fórmula única: comer o no comer. Por supuesto, cada vez que se sentaban en el restaurante, se producía una situación penosa.

—Elegí bien —le advertía Alcira cuando les daban el menú.

—Elegí vos —contestaba León de mal humor.

—¡Ya sabés que esto no! —gritaba Alcira, cuando la mano de León comenzaba a arrastrarse disimuladamente hacia la panera.

Una vez llegó a pegarle en la mano que abrazaba ya la rebanada de pan tibio. León soltó el pan y Esmé, un poco asustada, miró a Guido, que había dado vuelta la cabeza y miraba aplicadamente para el otro lado.

En general, cuando su maniobra era descubierta, León cambiaba imperceptiblemente la dirección de la mano y se rascaba el brazo con entusiasmo, como si nunca hubiera pretendido otra cosa. Toda su energía de vivir estaba concentrada, ahora, en engañar a su mujer cada vez que podía. Ante los ojos angustiados de Esmé, aprovechaba el momento en que su madre iba al baño para zamparse un pedazo de pan. Los dos llevaban siempre encima unos terrones de azúcar, por si fuera necesario actuar en una crisis de hipoglucemia. Alcira controlaba un par de veces por día que León no se los hubiera comido y a veces sucedía.

—¿Vamos a tomar un cafecito juntos? ¿Los dos solos, vos y yo? ¿Nos dejás, Alcira? ¿Como hacíamos antes? —le propuso su papá a Esmé el segundo día.

Esmé sintió un ramalazo de alegría. Salieron los dos del brazo, Esmé tan orgullosa de poder mostrarle a su padre sus progresos en el francés, su familiaridad con el barrio, con el vendedor de pollos (al que le compraba día por medio un petit poulet, coupé en morceaux), con el mozo del café de la esquina, con la ciudad. Apenas se sentaron, León pidió un helado.

—¿Podés, papá?

—¡Seguro! Se aumenta un poquito la dosis de insulina y ya está.

Todo el peso de la conversación recayó sobre Esmé. Su padre se limitaba a mirar al camarero con urgencia, con desesperación. Cuando le trajeron el helado se dedicó a saborearlo como si esa copa de vidrio contuviera el sentido del universo.

—Se llevaron a toda la familia Kamensky —dijo, entre una cucharadita y otra—. Padre, madre, dos de los hijos. Uno alcanzó a escaparse a Bolivia y de ahí a España.

—Sabíamos. La gente que viene nos va trayendo noticias.

Con un trozo de helado en la boca, León inició un proceso de absorción lento, en el que la lengua cumplía un rol importante. A la vuelta se compró un beignet de chocolate en la panadería de la esquina y casi se atragantó tratando de terminarlo antes de entrar a la casa.

Esa noche el azúcar en sangre midió mal. Alcira aumentó un poco la dosis de insulina y miró a su hija de mala manera.

—¡No lo cuidaste! —dijo

—Es un adulto, mamá. A veces parece que te olvidás.

Y ese pequeño diálogo trajo a la presencia de todos el gran tema, el que estaban evitando, el nombre que no se pronunciaba. También ella era, había sido, una joven adulta. ¿Acaso yo soy el guardián de mi hermano? ¿De mi hermana? ¿De mi hija? Nadie había culpado jamás a Esmé. Alcira y León habían evitado cuidadosamente culparse entre ellos y sin embargo todo el peso de la culpa estaba allí, asfixiándolos.

Y como no la mencionaban, la ausencia de Regina se hacía más grande, por momentos insoportable, absorbía todo el aire, todo el oxígeno disponible. Otra vez, como siempre, quizá, sus padres estaban pendientes de su hermana, sintió Esmé. Y tuvo que hablar, para que no le estallara el pecho.

—¿La extrañan mucho?

Su madre la miró con sus ojos sabios, profundos. Le acarició la cara con una dulzura dolorosa y en su respuesta se reveló otra vez exigente, inteligente, maravillosa y terrible, capaz de saltar por encima del cerco de palabras para entrar en los campos del sentido.

—No estés celosa de los muertos, mi vida —le dijo, apretándole fuerte la mano—. Más te extrañamos a vos, que podrías estar con nosotros y no estás.

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