Hija

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La decisión

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La decisión

Esmé y Guido caminan por la calle de la Harpe, sinuosa y brillante. Es de noche, un frío estimulante les enrojece las mejillas. La calle está colmada de gente joven que hace cola a la entrada de los cines y llena los bistrots. Están contentos de vivir en París. El aire huele a crêpes y castañas asadas.

—Me cuenta Liliana que en Seattle la gente se encierra en su casa a partir de las cinco de la tarde. Calles vacías. Nadie camina. Así vayas a tres cuadras, es en auto —dice Esmé.

—Aquí, en cualquier barcito de morondanga, la comida es rica. Si pedís papas fritas, ¡qué papas fritas! —dice Guido, acompañando la ola de satisfacción.

El frío es algo más que estimulante y la temperatura se ha mantenido todo el día en los mismos valores. El día amaneció con tres grados. Al mediodía, con el cielo tan nublado como siempre, seguía haciendo tres grados, a media tarde tuvieron tres grados y ahora, a las once de la noche, la temperatura estaba aproximadamente en los tres grados. Con los años, en lugar de acostumbrarse, Esmé sufre el frío cada vez más.

—¿Y a vos no te pasa? —insiste.

—No me pasa qué —dice Guido, como si no supiera.

—Ganas. De tener hijos.

—Sí, pero por un ratito, ¿sabés? Porque, ¿y si después me canso? ¿Y si cambio de idea y ya está hecho? Lo hablamos mil veces, Esmé, ya vendrá pero todavía no me siento…

—No tenés que sentirte nada. Es algo que pasa. Es algo de la naturaleza…

—Pero vos y yo no creemos en la naturaleza, Esmé. Somos seres humanos, seres culturales, ¿no? Yo pienso en la palabra PADRE y la veo con letras mayúsculas, tan grande, tan importante…

—Por tu padre no será —pincha Esmé.

—Por el padre que me gustaría ser —evita Guido.

Una repentina ráfaga de viento le da pie a Esmé, que ha perdido esta escaramuza pero no la guerra, para cambiar de tema.

—¡Moi frío, moi! —se queja.

—Ponete mi campera —dice Guido, amoroso, paternal, compensatorio.

Esmé comprueba el abrigo de Guido, que además de los calzoncillos largos y la camiseta de frisa lleva puestos dos pulóveres y la bufanda. Está bien, puede aceptar la campera sin grave daño para la salud de su marido. Ya están cerca del estudio y vuelven a congratularse mutuamente de la felicidad que les produce París. Ella se alegra de que todo sea tan lindo, de que la belleza de la ciudad les corte el paso, de que no sea necesario ir a buscarla, estás en cualquier lado, mirás alrededor y ya está: ¡hermoso! Él recuerda muchas zonas de la ciudad que no tienen nada de hermoso pero no lo dice, sabe que ella también sabe. Se alegra, entonces, en voz alta, del estímulo artístico, de lo que significa vivir en una ciudad donde uno puede encontrarse con gente de todo el mundo con la que comparte miradas, intereses.

Esmé se arrebuja en la campera de Guido, mete la mano en el bolsillo y tantea un paquetito incómodo, sorprendente. Una cajita rectangular. La saca, la mira. Es una caja de preservativos. La sacude sin pensarlo. Las arandelas de látex, cada una en su bolsita de nailon, chocan contra el cartón produciendo un sonido opaco. Faltan unos años para que comience plenamente la era del SIDA, por el momento los preservativos sólo se usan para evitar embarazos en situaciones de emergencia. Esmé usa diafragma, con una maldita crema espermicida que funciona como un caldo de cultivo para los hongos, que a su vez la obligan a introducirse óvulos fungicidas. El diafragma debe quedar colocado hasta diez horas después de la relación sexual. Esmé lo odia. Ahora levanta la cajita y la exhibe con horror.

—¿Qué?…

—Nada, no, es porque… Es que… ¡Quería darte una sorpresa!

—¡Ya me la diste!

—Quiero decir… Es para vos. Porque vos siempre protestás contra el diafragma, ¿no? Entonces pensé que podríamos cambiar… De método. Digo. Ja ja. Volver a las fuentes… ¡A la antigua!

Pero ella no sonríe. No parece agradecida por la consideración de Guido, por el simpático regalo. Otra ráfaga helada la hace tiritar dentro de la campera. No habla. No se le ocurre nada que decir. A pesar de los guantes, tiene frío en las manos, pero no se atreve a meterlas otra vez en los bolsillos. Mira a Guido con intensa atención, como un pintor que estudia la cara de su modelo.

—Pero ¿sabés qué? —con una inspiración súbita, Guido cambia de táctica—: ¡Ya no nos va a hacer falta!

Le arrebata la cajita de las manos y la tira sin contemplaciones en una alcantarilla.

—Porque vamos a tener un hijo —asegura, con entusiasmo.

—¿De verdad? —Esmé casi no se atreve a creerlo.

—De verdad. Tenés razón. Tengo que crecer de una vez. Ya es hora.

—¿Aquí? ¿En París? ¿Un hijo francés?

—No, claro que no. ¿Vos querés un hijo francés? ¿Para que nazca con anteojitos redondos y sin marco?

—¡Y con los labios finitos! —Por primera vez desde el hallazgo, Esmé se está riendo.

París es sin duda un lugar hermoso, pero están hartos de ser extranjeros. Extrañan Buenos Aires. Extrañan incluso aquello de Buenos Aires que odiaban o creían odiar. Las veredas rotas con baldosas acanaladas. El olor a pizza. Los árboles: esos árboles y no otros. Los taxistas siempre curiosos, con ganas de conversar. La gente. Su gente querida en particular y la gente de Buenos Aires en general.

Así, en dos palabras, acaban de tomar varias decisiones fundamentales en sus vidas. Tener un hijo, volver a la Argentina. Lo han conversado otras veces. Perdida la Guerra de Malvinas, la dictadura se derrumba. Guido, que nunca fue militante, y Esmé, que fue una pieza menor en la militancia universitaria, ya no se sienten en peligro.

El frío vuelve a ser alegre, estimulante. Esmé mira otra vez a Guido con intensidad, pero de un modo completamente diferente, como si estuviera tratando de adivinar en su cara cuáles serán los rasgos que va a heredar ese hijo que por el momento está hecho sólo de palabras. Mientras se abrazan y se besan, Esmé trata de olvidar que la cajita de preservativos estaba abierta y casi vacía.

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