Hija

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La búsqueda

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La búsqueda

Había una vez un rey y una reina que no podían tener un hijo y sólo en las culturas poligámicas quedaba públicamente en evidencia la esterilidad masculina. Para todas las demás, la mujer era la única responsable. Los chamanes guaraníes hacían ingerir a las mujeres polvo de rana, los sioux les introducían piedras con forma de falo, en Asia y África se utilizaban como remedio hígado, garras y huesos de tigre, o cuerno de rinoceronte. Los egipcios proponían verter sandía con leche sobre el cuerpo de la mujer mientras el hombre la penetraba. Los griegos suponían que cuando el cuello del útero estaba demasiado cerrado era posible abrirlo con una mezcla de nitro rojo, comino, resina y miel. Usaban también una técnica que consistía en dilatar el cérvix para insertar una sonda de plomo y verter en el útero sustancias emolientes. En Roma las patricias jóvenes acudían al templo de Juno para asegurarse su embarazo. Desnudas y postradas, eran flageladas por los sacerdotes del dios Pan con un látigo hecho de cuero de macho cabrío. En el siglo XIII el médico valenciano Arnau de Villanova insertaba un diente de ajo en la vagina; si el olor se transmitía a la boca de la mujer, su fertilidad quedaba demostrada. La frialdad de la mujer era tan culpable como los excesos del deseo. Ambroise Paré, en el siglo XVI, insistía en la dilatación del cérvix. Las mujeres hebreas seguían y honraban a los tzadikim milagrosos, las mujeres hindúes seguían y honraban a los derviches, las mujeres cristianas rogaban a los santos, a la virgen, al Señor, todas escuchaban con unción los cánticos y conjuros destinados a devolverles la fertilidad, ataban piedras con lana roja, besaban culebras, permanecían encerradas haciendo ayuno mientras duraba la menstruación, bebían o se insertaban pócimas a veces inocuas y a veces tan peligrosas como la que mató a la Eusebia, la emperatriz de Bizancio. Había una vez un rey y una reina que no podían tener un hijo y la conciencia de esta realidad, aunque hubiera cobrado forma lentamente a lo largo de los años, los tomaba siempre de sorpresa, les parecía tan increíble, tan inesperado, tan injusto.

Para Esmé, la histerosalpingografía es lo peor. Está en la camilla, con las piernas abiertas y atadas, mientras el médico inyecta con fuerza el líquido de contraste (dolor) que atraviesa el cuello del útero (dolor) llena el útero mismo (dolor) y avanza o debería avanzar penosamente por las trompas, provocándole el dolor más violento que haya sentido en su vida. Lanza un grito descontrolado y la vista se le nubla. El médico se oculta detrás de la pared de plomo que protege (¿injustamente?) sus propios genitales. Esmé escucha el clic de la radiografía. A continuación, se le permite entrar a Guido, que le acaricia la frente muy asustado. Esmé no llegó a desmayarse. Ahora se incorpora un poco y vomita en el suelo.

La histerosalpingografía es el nombre ridículo (que nunca olvidará) de la radiografía de útero y trompas y sin duda, hasta ahora, es lo peor. Mucho peor que la pequeña indignidad de tomarse todas las mañanas la temperatura rectal. Mucho peor que contestar a las preguntas invasivas del doctor Silverberg. Durante un tiempo Esmé creyó que no había nada peor que haber olvidado o dejado de lado la función primordial del sexo, que es el placer, para convertirlo en una tarea, en un deber pautado por la columna mercurial del termómetro, el deseo transformado en obligación, la intensidad y el temblor puestos en el resultado. Durante un tiempo creyó que era todavía peor comenzar a sentir los síntomas, la tensión en los pechos, el dolor en los muslos, los espasmos en el bajo vientre, tratando de no perder la ilusión, tratando de persuadirse de que los síntomas de embarazo son tan parecidos, son así, son iguales, tratando de persuadirse de que esas primeras gotas de sangre, precisamente en esa fecha, pueden deberse a que se está implantando el embrión, y acaso no hay tantas mujeres que siguen menstruando durante un tiempo o a veces durante todo el embarazo, pero no Esmé, ella no, y la sangre, entonces, tradicional, amarronada primero, enrojeciendo de a poco a medida que aumenta su caudal, los coágulos después, y la ilusión hecha harapos, convertida en decepción, en tristeza, destrozada otra vez la ilusión en el antiguo manantial de su sangre.

Pero la histerosalpingografía es todavía peor. Con la única ventaja de que no se repite. Esmé tiene la esperanza (va de esperanza en esperanza) de que no sea necesaria la insuflación, esa inyección de dióxido de carbono que se emplea, en ese momento de la medicina, para determinar si las trompas de Falopio son permeables o están obstruidas y para destaparlas si fuera necesario. ¡Ah, qué sinfonía la de sus trompas! En Pedro y el lobo (sus padres se la hacían escuchar una y otra vez en su infancia, con la firme determinación de despertar en ella la sensibilidad musical) las trompas son siniestras, amenazadoras, temibles: interpretan al lobo.

Guido y Esmé se habían presentado por primera vez en el consultorio del doctor Silverberg casi convencidos de que se trataba de una visita prematura. Después de todo, hacía sólo seis meses que estaban buscando sin resultados ese hijo que hasta entonces evitaban con todo cuidado. Pero el médico no consideró los seis meses de búsqueda sino, ofensivamente, los dos años de casados. Los llamó «pareja infértil» y ese nombre vergonzoso, que jamás se hubieran dado a sí mismos, ese nombre que los aunaba en el fracaso, fue lo que anotó en la ficha.

Y sin embargo, la parsimoniosa lentitud con que avanzaba el diagnóstico le hizo comprender rápidamente a Esmé que se trataba, sobre todo, de dejar obrar a esa entidad misteriosa que aparentemente no era posible endilgarle al ser humano, la vieja, negada, incomprensible naturaleza. No era tanto lo que podía hacer la medicina si la naturaleza no quería. La poco confiable curva de temperatura era la única forma de saber si había ovulación. Esmé se tuvo que acostumbrar a no levantarse de la cama cuando se despertaba sin antes insertarse el termómetro, esperar un par de minutos, anotar. Unos tres meses se fueron en calcular la curva, en asegurarse la duración de los ciclos. En esa primera etapa de la consulta, se estudiaba sólo a la mujer. Cuando la mujer era joven, los análisis, radiografías, estudios, se sucedían lentamente, visita a visita, dándole tiempo a la casualidad o a la suerte: a la naturaleza. Muchos meses, a veces años después, los médicos se decidían a pedir un espermograma.

Como cualquier mujer, como las reinas, las campesinas y las esclavas, como millones de mujeres a lo largo de la historia, Esmé avanzaba a través de los laberintos de la ciencia, a través del dolor, de la indignidad y los castigos, sostenida por ese afán quizá biológico, quizá cultural, que parecía ahora abarcar toda su vida: el deseo de hijo.

La histerosalpingografía es lo peor pero también lo más efectivo. El resultado muestra que el útero está intacto, sin bridas ni colgajos. Una de las trompas está obstruida. A la otra la ha destapado, probablemente, la presión del líquido de contraste. No es necesario hacer una insuflación porque unos días después del estudio Esmé queda embarazada.

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