Hija

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La culpa

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La culpa

Así comenzó para Esmé la peor de las culpas, la que se retroalimenta, la que no tiene límites ni puede ser controlada: la pesada culpa de sentirse siempre culpable y de encontrarse, así, en una situación de debilidad, de fragilidad, que convierte al culposo en alguien tan fácil de manipular, una marioneta dispuesta a bailar al son de cualquiera capaz de advertir sus dudas, sus miedos, su constante, aburrida, inagotable y agotadora sensación de culpa. La culpa de ser madre.

Todo empezó tan rápido, tan inesperadamente, apenas dejó la sala de terapia intensiva y la llevaron a su habitación, donde la estaba esperando su mamá, con anteojos negros y barbijo. Esmé estaba muy débil y le dio un poco de miedo.

—¡Mamá! ¿Por qué te tapás la cara?

—Me tuve que poner el barbijo porque vos estás anémica, con las defensas muy bajas.

—Todos los demás entran sin barbijo… Incluso a terapia.

—Pero yo soy tu mamá, Esmeralda. Yo te quiero más.

—¿Y los anteojos negros, aquí adentro?

—Son para que no te des cuenta de que estuve llorando. Ahora te van a traer a tu beba y tenés que prepararte para recibirla. Tenés que sacarte el camisón y apoyarla contra tu piel. Es muy importante, por estos dos días en que estuvieron separadas. Así me dijo Gloria.

Gloria era la psicóloga de Alcira. La había ayudado mucho después de la muerte de su hija. Alcira tomaba su palabra como ley.

—¿Dónde está Guido?

—Lo mandé a tomar un café. Esto tiene que ser sólo entre la hija y la madre. Y la beba se va a quedar con vos en la habitación para que empieces a hacerte cargo. Vas a tener que ponerla al pecho —dijo Alcira con voz exageradamente suave, exigente.

—Mamá, andá a buscarlo por favor. Quiero que esté conmigo. Me siento muy mal, vengo de terapia. No puedo hacerme cargo de nada.

—Yo te voy a ayudar.

—¡Por favor, mamá!

Y mientras su madre, con la cara cubierta con esa especie de extraña máscara, salía a buscar a Guido, Esmé se quedó por un momento sola y se dio cuenta de que no sabía qué estaba haciendo allí. Haciendo un esfuerzo, podía recordar para qué había ido al sanatorio, pero se sentía como si, en cierto modo, lo hubiera olvidado o por lo menos como si ya no tuviera la misma importancia. Ahora estaba un poco mejor y lo único que quería era recuperarse del todo y después volver a su casa, ella y su marido. Y nadie más. Que todo volviera a ser como siempre. ¿Quién era, qué era, de dónde había salido (y se miraba el cuerpo, desconcertada, la panza todavía hinchada, prominente) ese bebé que querían endilgarle para que ella lo cuidara cuando no se sentía ni siquiera en condiciones de cuidarse a sí misma?

Muchas veces había vuelto sobre ese sentimiento extraño, esa primera y terrible culpa, esa involuntaria negación de la maternidad que desapareció unas horas después, en cuanto tuvo a Natalia en sus brazos, contra su piel, las dos solas, y pudo darle el maldito biberón, el artilugio de plástico y de goma que iba a servir para separarlas, para interponerse entre las dos, ella hubiera deseado tanto poder alimentarla de su propio cuerpo, unirse con su hija en ese encuentro amoroso, sensual, entrar en la boca de su hija con un pecho cargado de leche. Pero se lo habían prohibido. La anemia provocada por la hemorragia, más la carga de antibióticos que había recibido, hacían que cada una de ellas, Esmé y su hija, fueran tóxicas para la otra. Su hija Natalia Regina: después de una ardua discusión con su marido Esmé había entendido que Regina debía ser el segundo nombre, el que se representa con la inicial, había entendido que no debía cargar a su bebé con el peso de la muerta.

¿Fue entonces cuando comenzó todo? ¿Fue ese rechazo incontrolable pero pasajero de lo que más había deseado en la vida? Muchas veces se lo preguntaría.

—Su nena tiene pasta de líder —le dijo una enfermera, mucho después, cuando ya la tenía contra su cuerpo, sobre su cuerpo, otra vez en su cuerpo, y ella recordaría después con orgullo ese comentario que en ese momento le había parecido tan terrible—. ¡Se larga a llorar ella y todos la siguen a coro!

¡Entonces lloraba! ¡Entonces a la noche, cuando se la llevaban a la nursery, lloraba! Había pedido que la dejaran con ella en su cuarto pero su médico fue inflexible: durante el día sí, pero a la noche la mamá tenía que dormir, recuperar fuerzas. Para Esmé imaginar a su hija llorando lejos de ella era una tortura casi física que se añadía a los muchos dolores (el parto, la episiotomía, la operación para extirparle el útero) que la castigaban, a pesar de los calmantes.

Y sin duda algo había empezado en ese momento, esa sensación que la arrasó durante mucho tiempo, durante el resto de su vida, el terror y la obsesión en relación con los muchos sufrimientos que acechaban a su hija, con los atroces peligros del mundo y de la vida. Vivir era terrible, vivir era llevar constantemente encima, adentro, la semilla de la muerte. Su beba era tan frágil, tan delicada, tan débil, tan expuesta… ¿Cómo la sostendría cuando estuviera en condiciones de pararse con Natalia en brazos? ¿Cómo se sostiene un bebé? ¿Cómo y por qué no se cae de los brazos de la madre?

—Como una radio —le dijo su suegra, que vino de Santa Fe para conocer a su milésima nieta. Ella había tenido siete hijos con alegre simplicidad. —Un bebé recién nacido es como una radio. Lo levantás así, ¿ves? como si fuera una radio: hace mucho ruido pero no se mueve, donde lo ponés se queda.

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