Hija

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El reencuentro

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El reencuentro

Esmé lucha por encontrar un punto de relativa comodidad para poder dormir en el asiento del avión, que la constriñe angustiosamente. La laptop y la cartera ocupan buena parte del espacio previsto para sus pies, escaso y triste. La parte superior del respaldo tiene una suerte de solapas que pueden graduarse y sirven para apoyar la cabeza. Es decir, servirían, si ella midiera apenas diez centímetros más. No puede controlar el movimiento de sus piernas, que se cruzan y se descruzan y buscan con desesperación una posición que les permita descansar. Dormita con la cabeza apoyada en la mano y el codo sobre el apoyabrazos, pero se despierta enseguida con el brazo dormido, hormigueante. Intenta reclinar más el asiento, pero no es posible, el movimiento que tiene el respaldo es mínimo, casi simbólico. Sin embargo, es suficiente para que el asiento de adelante se le incruste casi en la cara. El espacio vital se reduce todavía más, incluso respirar se hace dificultoso. Con el despertar, la envuelve una ola de calor que sale de adentro de su cuerpo y la obliga a despegar del respaldo la espalda empapada de transpiración. Está claro que no se va a volver a dormir, es mejor, entonces, que trate de concentrarse en la película que están pasando en esas pantallas que cuelgan del techo del pasillo. No es uno de esos aviones nuevos que tienen la pantalla en el asiento de adelante. Se coloca los auriculares y busca el idioma español. Sabe que el sonido es malo y en inglés no va a entender nada. En español tampoco entiende nada. A su lado viaja una mujer curiosamente elegante, vestida con un traje bien cortado, una oficinista de alto rango que se destacaba ya en el aeropuerto, entre la muchedumbre de viajeros en zapatillas, con pantalones cómodos y remeras holgadas. Esmé inhala profundamente, deja salir un sonido que es casi una queja. Su compañera de viaje se hace cargo del suspiro.

—Y eso que vos podés viajar cómoda —le dice—. Yo llego y me llevan directamente a la empresa. —Es obvio que necesita justificar su atuendo.

—Yo voy a visitar a mi hija, que está haciendo el college en la Universidad de Virginia. No me espera. ¡Le voy a dar una sorpresa! —Y deseó que su compañera de viaje supiera, sin que ella tuviera necesidad de informarle, que la Universidad de Virginia estaba considerada como una de las veinte mejores universidades de Estados Unidos. Si sólo fuera Harvard, o Yale, no tendría necesidad de dar explicaciones.

Esmé quisiera darle más detalles, quisiera contarle que la chica no está sola, tan joven, en un país extranjero, que no es ella esa clase de madre, que el padre de su hija vive en Chicago, está lejos pero al menos está en el mismo hemisferio, en el mismo país, en esa mitad del continente a la que los americanos llaman América. Que el papá la invitó a vivir a con él y a los pocos meses su hija Natalia intentó y logró ingresar a la Universidad de Virginia, que es él, su ex marido, el que por fin se decidió a pagarle algo importante, y sólo espera que la plata le alcance hasta que Natalia termine el college, él fue siempre tan impredecible o quizá tan predecible, en fin, se enreda en pensamientos que nunca va a poder contarle a su compañera de viaje, quisiera decirle en cambio que su hija Natalia maneja perfectamente el inglés porque fue toda la vida a escuelas bilingües y que es muy pero muy inteligente, una muchacha grande ya, capaz de detectar que ciertas universidades necesitan completar un cupo de extranjeros, capaz de hacer trabajos comunitarios o participar activamente en asociaciones políticamente correctas para sumar los puntos que sus mediocres notas del secundario le restan. O tal vez no tenga por qué dar tanta información y en realidad no tiene que darla, porque su compañera de viaje le pide cortésmente que la deje pasar para ir al baño, es la única razón por la que se ha quitado los audífonos, y cuando vuelve se los coloca otra vez, con una sonrisa simpática, casi un pedido de disculpas, y se enfrasca en la película. Esmé mira un rato las imágenes sin sonido, que le resultan totalmente falsas, inverosímiles, puro artificio cinematográfico, y sin embargo sabe que si pudiera entender lo que dicen los personajes sería capaz de olvidarse de todo, de creer en la historia sin preguntas, enfrascarse en la trama con la misma pasión que otros pasajeros, inmóviles en sus asientos, a quienes sólo el movimiento de los ojos delata como vivos.

En Atlanta tiene dos horas para cambiar de terminal y buscar el vuelo de conexión a Charlottesville, donde está la universidad. No es la primera vez que viaja a Estados Unidos y respira hondo para compenetrarse con ese olor tan particular, ese olor tan yanqui de los aeropuertos, mezcla de canela, pizza, plástico, pegamento, desodorante. Mientras corre innecesariamente (hay tiempo de sobra) por el aeropuerto, trata de imaginar la cara de su hija. Se comunican mucho, se ven en la pantalla, intercambian fotos y videos, pero hace más de un año, más de un año entero que no la ve y las fotos no lo dicen todo, hace mucho que Natalia no manda una foto de cuerpo entero y tiene la cara más rellenita, Esmé teme que haya engordado por culpa de la comida chatarra, de la excesiva oferta de comida que desborda por todos lados el mapa de los Estados Unidos.

Aborda el vuelo de conexión pensando por milésima vez que tal vez cometió un error, que sería tan lindo bajar del avión y encontrarse a Natalia esperándola, que quizá no haya sido buena idea llegar así, de sorpresa. En el breve vuelo entre Atlanta y Charlottesville sus piernas se tranquilizan, se relaja (ya está casi allí) y se queda, por fin, profundamente dormida.

Un taxi la lleva desde el aeropuerto hasta la dirección de su hija, esa dirección que ha acariciado tantas veces en los paquetes que le mandó por correo, Natalia pedía cosas tontas y tiernas que tenían que ver con su infancia, que la conmovían. Ropa vieja pero querida, el salto de cama fucsia, hecho ya un trapito, el payaso de vidrio que le había regalado la abuela, el tazón con forma de ardilla, vení a visitarme, decía siempre Natalia, vení cuando quieras, pero el cuando quieras se hacía difícil, Esmé está viviendo en economía de guerra, haciendo un part-time en una agencia de promoción y propaganda y completando el sueldo con free-lances que cada vez le cuesta más conseguir y le pagan peor. Alcira se ha convertido en una viejita imperiosa, todavía entera y al mando, pero debilitada, siempre difícil, dispuesta a despedir mucamas y/o enfermeras sin piedad por su hija, que debe hacerse cargo con su cuerpo y su vida cada vez que una de las chicas que cuidan a su mamá la llama para decirle que se va del trabajo. En el último año Alcira ha sufrido una caída que le provocó dos hernias de disco y una neumonía que la tuvo internada durante quince días, aunque ya está casi recuperada. A Esmé no le resultó fácil dejarla sola en la ciudad, también las amigas de su madre están viejas, más o menos inválidas, se visitan poco.

El taxista es negro, muy negro, lejos del café con leche de la mayor parte de los negros estadounidenses, y tiene ganas de conversar. Esmé comprueba, sorprendida, que le entiende casi todo. Su comprensión del inglés es relativa, ha estado esforzándose un poco con la televisión, pero nunca alcanza a entender completamente lo que dicen en el noticiero de la CNN, cuando pierde el hilo o no conoce el tema ya no tiene manera de retomar. Van conversando casi a la argentina, el taxista le cuenta que es senegalés, lo que explica su acento tan amable de extranjero, hace cinco años que está viviendo en Charlottesville, Esmé descubre que no sólo Nueva York es cosmopolita, en Estados Unidos los inmigrantes de todo el mundo se derraman por todas partes.

Llegan a la dirección de su hija. El barrio y el departamento modesto, en planta baja, parte de un complejo de viviendas, son casi familiares, Natalia le mandó muchas fotos. Rogó y obtuvo de su padre el permiso para vivir fuera del campus, donde están los estudiantes más jóvenes. Sólo los mejores, los que tienen notas más altas, ocupan esas habitaciones antiguas, diseñadas por Jefferson, sin baño privado, un lujo desconocido en el siglo XIX, dormitorios que comparten baños y duchas y se reconocen por su pila de leña en la puerta, porque tampoco tienen calefacción. Pero Natalia ya tiene veinte años, es mayor que la mayoría de sus compañeros de primer año y ha preferido alquilar un departamentito en el pueblo con una amiga, ni siquiera es más caro que vivir en el campus.

Esmé sabe que llegar de sorpresa tiene consecuencias y se prepara para soportarlas. Si su hija no está en casa, irá a instalarse en un Starbucks cercano, que ya encontró en el mapa, lleva poco equipaje, apenas su carry-on y la cartera. Y la llamará por teléfono desde allí. Qué bueno para Natalia, qué bueno para todos que Guido haya podido ofrecerle esa posibilidad de empezar de nuevo en otro país, en otro mundo, después de todo lo que sufrió, pobrecita.

Por más que trata de prepararse para no encontrarla, para golpear la puerta inútilmente, de todos modos siente que el corazón se le acelera parada allí, a la entrada de ese nuevo mundo independiente, propio, que su hija ya no comparte con ella. Y sin embargo se escuchan ruidos, pisadas, la puerta se abre, Natalia está allí, la mira boquiabierta, con los ojos agrandados por la sorpresa, la cara, en efecto, más llenita, y un embarazo de seis meses o tal vez siete. Tiene puesto un pantalón de jogging que se adhiere a la panza y una remera azul oscuro, holgada, que dice «I’m not fat, I’m pregnant».

A Esmé se le descompone el alma, el amor le corre desesperado por las venas y se le sube a los ojos, la abraza como si no quisiera soltarla nunca. Natalia le devuelve el abrazo con cariño pero sin tanta emoción.

—¡Mamá! ¿Qué hacés acá? —sonríe, Natalia, qué suerte, qué alivio, había temido tanto su mala cara, su mal humor, el comentario agrio que la castigaría por haberse presentado así, sin avisar.

—Hijita, mi amor, mi vida, no me dijiste nada, por qué no me dijiste nada, ¿acaso yo…? ¿No me conocés? ¿Estás solita, tesoro, mi pichona, no tiene papá? ¿Guido sabe? —Esmé acaricia la panza de su hija, no puede quitar la mano de esa panza.

—No, no sabe, nos vimos hace un par de meses pero todavía no se me notaba. Pero sí, mamá, sí que tiene papá, ya lo vas a conocer.

—Pero por qué, por qué no me contaste… no me imaginaba…

—¡Ja ja, mirá quién habla! Yo tampoco me imaginaba que te iba a tener de repente por acá. Dale, vení que te acomodo y tomamos un tecito.

Esmé entra en una especie de extraño suspenso, una sensación eléctrica le recorre la piel, ya no siente el cansancio, esas ráfagas de agotamiento que siempre la abruman después de pasar la noche en un avión. Ahora no piensa en acostarse, en descansar, piensa solamente en todo lo que tienen que decirse, en esas palabras terribles y maravillosas que va a intercambiar con su hija, en el nieto que está creciendo en su nido cálido y seguro.

—¿Ya sabés si es varón o mujer?

—Por supuesto, es un varoncito. Se llama Timothy.

—¿Un nombre yanqui? ¿Entonces el papá también es de acá?

—El papá y la mamá.

—¡Pero la mamá sos vos!

—Bueno… no exactamente. En fin, hay un contrato… Mamá, vas a tener nietos, te prometo, pero no éste, ¿sabés? Éste no es tu nieto. —Natalia habla con calma, separando las palabras para obtener la mejor comprensión posible de lo que está diciendo.

—¿Un contrato? —repite tontamente Esmé.

Y entonces, de golpe, entiende. Y con la comprensión, una oleada de frío recorre su cuerpo, que estaba envuelto hasta ahora en una aterciopelada calidez de abuela, un viento helado, cargado de cristales de hielo, se le instala en los huecos del corazón y sopla desde allí hacia el resto su cuerpo, los dedos de las manos se le enfrían, no siente los pies.

—Natalia… pero no entiendo… Hijita, por qué…

—Por plata, mamá. Necesitaba plata.

—¡Plata! Pero yo te hubiera dado plata… tu papá…

—¿Cien mil dólares?

—¿Y para qué necesitabas cien mil dólares?

—¿Ves? Ni vos ni papá me podían dar esa plata. Pero aunque hubieran podido, mirá, no me diste nada y ya empezás con las preguntas. Yo necesito libertad, mamá. Y la libertad te la da la plata sin preguntas. Voy a entrar en un negocio muy interesante y necesitaba capital. Y no quiero hablar de eso.

—Pero vos… sos extranjera… ¡Vos no podés firmar un contrato! ¡Vendiste tu panza!

—No vendí nada, mamá, alquilé. Es un recurso renovable. Y sí puedo firmar un contrato porque ahora soy portorriqueña y tengo veinticuatro años.

—¿Estás con documentos falsos? ¿Estás en Estados Unidos, en la universidad con documentos falsos?

—No estoy en la universidad, mamá. Pensaba hablar con papá después que pasara esto. Y no te equivoques: los documentos no son falsos, son absolutamente auténticos. Me los vendió una chica portorriqueña y los pagué por buenos.

—Pero vos…

—El único problema fue que me pararon por un problema de tránsito y saltó un record de multas que no me esperaba, ahora tengo que hacer un cursito para poder seguir usando el registro. Y sin registro, aquí, no se puede estar, ya sabés, el auto es la vida.

—Pero los padres…

—Los padres vienen esta tarde, si querés te podés quedar, son buena gente. Les va a encantar conocer a mi mamá. Ni tenés que fingir acento portorriqueño, no distinguen.

Esmé se sienta en un sillón un poco bajo para sus rodillas, que van a protestar después de un rato en esa posición. Levanta la taza de té, que no tiene asa, y se quema la mano, pero agradece casi ese dolor que la saca por un momento de la angustia, que le recuerda que tiene cuerpo.

Mira a su alrededor y entiende de otra manera esa neutralidad que había notado al entrar al departamento de su hija. Los grabados de paisajes japoneses en las paredes, la moquette impecable, el reproductor de sonido, la computadora…

—¿Y el college? ¿Ya no pensás ir nunca más al college? ¿El año que viene? —pregunta, desalentada, porque ya sabe la respuesta.

Imbécil, se dice a sí misma, ¿por qué en esa circunstancia atroz le está dando importancia a algo tan tonto, tan secundario? Pero si al menos estudiara, si al menos siguiera estudiando… Como la mayoría de los padres, incluso los de su generación, Esmé le asigna a la universidad un valor mágico, indiscutible.

—Pensá en toda la plata que les ahorro, mamá. Y te lo digo en plural porque vos sabés tan bien como yo que papá no iba a seguir pagando solo, ya se está demorando en las cuotas. Al final te ibas a tener que poner vos.

Esmé trata de pensar en la plata y en los problemas de plata y en las discusiones con Guido que se ahorra pero solamente puede pensar en el bebé que crece dentro de la panza de su hija y en el misterioso emprendimiento de los cien mil dólares, ese negocio del que no se puede hablar. Tiene miedo, mucho miedo. El esfuerzo de la noche sin dormir cae sobre ella como un oso peludo, pesado, inmenso. Se le ocurren alternativas para quedarse con su nieto. Podría denunciarla, hablar con un abogado, firmado con documentos falsos ese contrato no puede ser legal. Y su hija sería deportada, pero eso no estaría mal, podría recuperarla, ¿o iría presa? Naty está en USA con visa de estudiante, no es una inmigrante ilegal, ¿entonces iría presa? Pero el bebé, cómo recuperar al bebé, está la cuestión del ADN. El padre reclamaría al bebé de todas maneras… Y quizá la madre, la otra… Pero además, ¿quién será la madre biológica? ¿Será Natalia la verdadera madre, la dueña del óvulo, de la panza? ¿O sólo de la panza? ¿Acaso la madre no podría ser también una tercera, una anónima donante de óvulos? ¿De quién era el óvulo, de quién eran los espermatozoides? ¿Del que los había comprado? Porque el embrión sí, aunque ya no era ningún embrión, casi siete meses ya, el feto, el bebé se sabía perfectamente de quién era, era del que pagaba, del que había extendido el contrato. No tiene que obligarse a callar su mente, el silencio interior la invade de a poco, tendría que cambiarse, deshacer la valija, acostarse en una cama pero es mejor así, es mejor irse de este mundo confuso, doloroso, escaparse, el sueño se la lleva por un camino oscuro y tranquilo y es mejor así, dejarse resbalar suavemente por el sofá, quedarse dormida sin esfuerzo, sin desabrocharse el corpiño, agradecida de estar usando un pantalón viejo y cómodo con elástico en la cintura, sumergirse sin pensar en un sueño sin sueños del que la saca brutal el sonido del timbre.

—Son los padres —dice Naty.

—Pero yo quería cambiarme, lavarme los dientes… —De golpe se le ocurre que quiere causar buena impresión, imponerse con cierta presencia ante esos desconocidos que vienen a robarle, convertirse por un momento en una mujer severa, alta, elegante.

—Estás muy bien así, mamá. —Naty le hace la seña internacional de silencio antes de abrir la puerta y Esmé entiende que para su hija es bueno presentar a una madre un poco desaliñada, vestida con ropa vieja, con los ojos colorados y mal aliento. Algo más parecido al cliché de una madre portorriqueña cuya hija ha tomado la decisión, dura pero necesaria, de alquilar su vientre.

Entran los padres, los verdaderos padres del bebé que Natalia lleva en su cuerpo, los padres que han pagado o se han comprometido a pagar por ese bebé (¿cómo será el contrato? ¿contemplará anticipos, pagos escalonados?), más que los padres, los dueños, y Esmé piensa que si esto fuera una novela, si sólo fuera una novela, lo que sigue se podría pasar por alto. En una novela, en una película no hay necesidad de soportar la maldita sucesión de segundos que constituyen cada minuto. Se podría saltar toda la escena y pasar a otra situación, saltar en el tiempo y ubicarse en unos meses después del parto, Natalia recuperada ya, quizás estudiando otra vez, en otra universidad, el salto podría ser geográfico, podría estar en Buenos Aires, podría no aparecer Natalia en la siguiente escena, podría no aparecer Esmé, que se pone de pie, sin embargo, para saludar cortésmente al señor y la señora Dobbs, él es un hombre bajo, morrudo, de ese rubio sanguíneo que enrojece el cutis con cada cambio de humor, la saluda con mucha amabilidad y una mirada curiosa pero no le extiende la mano, prefiere no tocarla, la señora Dobbs, en cambio, la abraza cálidamente, tiene el pelo lacio y la piel morena, está vestida con un sari, lo usa por identificación con la cultura de la India, un país en el que sin embargo no ha nacido ella, aclara Natalia, pero sí sus padres, los desconcertados abuelos de ese nieto que dentro de dos meses estará en sus brazos.

Todo lo que viene a continuación se desarrolla como en un sueño, como en uno de esos sueños absurdos, no exactamente una pesadilla, aunque no puede dejar de percibir un clima de angustia que se cierne sobre toda la escena o quizás es mentira, es solamente ella la que lo siente, los demás están contentos, habituados, los padres del bebé parecen conocer muy bien la casa.

La señora Dobbs se apodera de la cocina, ha traído una torta de chocolate, y una bolsa de papel llena de delicias que coloca ordenadamente en su lugar, quesos italianos y franceses, salmón de Alaska, galletitas con canela de Pepperidge Farm, que desentonan entre las exquisiteces importadas pero que le gustan mucho a Natalia, le explica a Esmé, casi disculpándose. El señor Dobbs y señora se esfuerzan de todas las maneras posibles por ser amables y encantadores, se esfuerzan por seducirla, sonríen, la señora prepara té verde para todos, preferimos que no tome café, le explican a la madre del tanque hidropónico donde está creciendo su hijo, ojalá fuera una máquina, debe pensar esa mujer, ojalá fuera una máquina y no otro ser humano, otro imprevisible, maldito ser humano, otra mujer, con deseos y mentiras y amores y problemas, ojalá fuera una máquina y no su hija, piensa también Esmé, pero no Natalia, vaya a saber qué piensa Natalia, por el momento parece infinitamente cómoda y relajada en su papel, come un trozo de torta, conversa amablemente con los dueños del bebé que se mueve ya en su vientre, toma la mano de la madre y la posa sobre ese vientre para que sienta las enérgicas patadas de eso que llaman hijo. Esmé quisiera entender pero hablan rápido, pesca frases y palabras sueltas, ve que la cara de su hija, tan fresca y relajada, va cambiando hacia una expresión triste, dolorosa, una expresión que sin embargo no le resulta totalmente desconocida, Natalia necesita algo, job, escucha, entiende, standing, y después legs, y Naty le muestra a la señora Dobbs una minúscula marca azulada en la pantorrilla, algo que quizá dentro de treinta años podría llegar a convertirse en una várice, la mujer morena sacude la cabeza en un gesto de comprensión y de espanto, no puede ser, no puede ser, habla rápidamente con su marido en una conversación que sube de tono, piden disculpas y se levantan los dos para seguir la conversación en privado, se encierran en la cocina por un momento muy breve, el señor Dobbs sale con la cara más roja todavía, de muy mal humor extiende un cheque y se lo entrega a Natalia que lo mira con una expresión de afecto tan sincera, con esa sonrisa maravillosa, con esa mirada tan límpida que de alguna manera se las arregla para borrar el ceño fruncido, y a continuación, como si no se pudiera contener, como si sintiera un impulso irrefrenable, un poco infantil, ese estilo de reacción apasionada que los norteamericanos atribuyen a los latinos, a los hispánicos, como se los llama ahora, como si fuera totalmente inevitable se lanza sobre la pareja y los abraza, uno por uno, un abrazo tierno, dulcísimo, agradecido para la señora Dobbs y otro para el señor Dobbs, tal vez un poco más estrecho, con un beso peligroso, cerca de la boca, imperceptible para la señora Dobbs pero no para Esmé, un beso que el hombre acepta un poco incómodo pero no sin agrado.

Esmeralda siente un impulso extraño, inesperado, quisiera hacer algo por ellos, por esa pareja que sufre y espera, quisiera defenderlos, protegerlos, advertirlos y es imposible, harían lo que fuera por tener a su bebé, están entregados, perdidos, están totalmente a merced de ese vientre que tiene atrapado a su hijo como rehén.

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