Hija

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El muertito

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El muertito

Criada entre adultos, como cualquier hija mayor, Natalia sumaba a su belleza (el pelo oscuro, espeso, los ojos color miel, una sonrisa destructiva que resumía la gracia del universo) la ventaja de un vocabulario amplio, complejo, con giros retóricos que tomaba de los adultos. Era muy consciente del efecto que causaba y se divertía sobresaltando a sus maestras.

Un sábado, el día de almorzar con los abuelos maternos, hizo reír y llorar al mismo tiempo a toda su familia. Guido no encontraba el salero.

—¿Dónde está? —preguntó—. ¡Desapareció el salero!

—Se lo llevaron los militares —dijo de pronto Natalia.

Y sólo entonces tomaron conciencia de cómo sin quererlo, sin pensarlo, iban transmitiendo a la chiquita la historia de sus vidas. El abuelo León se levantó de la mesa sacudido por los sollozos.

La abuela Alcira la colmaba de regalos. Natalia tenía toda la colección de muñecos de Mi Pequeño Pony, ridículamente caros, tenía su propia casita de juguete con paredes de plástico adentro de su habitación, con una mesita y una silla, tenía los videocassettes de todas sus películas preferidas, las más completas y complejas cajas de Playmobil, los primeros Nintendo y, cuando llegó el momento, un Atari, el precursor de la Play Station.

—¿No la estás sobornando? —protestó un día Esmé, preocupada tanto por la frágil psiquis de su hija como por su cuerpo, al que seguía considerando siempre en peligro—. ¿No tenés miedo de que te quiera por interés?

—El interés es una muy buena razón para el cariño —le contestó Alcira—. ¿Por qué quieren los hijos a los padres? Porque los necesitan. A mí no me necesita, por eso me la tengo que comprar. ¡Como cualquier abuela!

La chiquita se llevaba muy bien con la abu y en cambio rehuía al abuelo León, y cómo no comprenderla. El abu emitía el olor dulzón, afrutado, de los diabéticos mal cuidados, se había vuelto lento y pesado, perseguía a su nieta en forma conmovedora pero molesta en busca de un beso en la mejilla fofa que Natalia le daba de mala gana. Esmé trataba de transmitir a su hija el amor que sentía por su papá. Trataba de hacerla conocer de algún modo al padre que ella había tenido en su niñez y adolescencia. Le mostraba las fotos de un hombre alto, erguido, de barba rubia, jugando al tenis, le hablaba del sentido del humor de su papi, que siempre estaba haciendo chistes, le contaba cómo las ayudaba a disfrazarse de «heridas graves» en carnaval para asustar a la gente y cómo inventaban juntos bromas para el Día de los Inocentes. Pero la inocencia se había perdido para siempre, el Día de los Inocentes no se festejaba más, y la imagen del padre que Esmé quería grabar en su hija no parecía tener ninguna coincidencia con la figura real, presente y patética del abuelo León.

Esmé miraba los cuadernos y las carpetas escolares de Natalia con la pasión temblorosa y feliz que en otras épocas reservaba para las cartas de amor. La letra prolija, las cuentas ordenadas, la explosión de luz y color en los dibujos le parecía un milagro inmerecido, glorioso. Desde la dictadura, la educación estatal había entrado en decadencia en el país. Natalia asistía a una escuela primaria privada de la que sus padres, educados en escuela pública como casi toda su generación, se avergonzaban un poco. La dueña y directora les hablaba siempre de la gran inteligencia de Natalia y ellos escuchaban absortos, ingenuos, clientes.

Cuando Natalia estaba en segundo grado, Esmé conoció en la puerta de la escuela a la mamá de un alumno nuevo, que venía de otra escuela.

—Mi hijo la está pasando mal —le comentó—. Me pregunto si hice bien en cambiarlo de escuela. En la otra tenía muchos amigos. ¡Pero es que la enseñanza es tanto mejor aquí!

Por otras mamás Esmé se enteró de que el compañerito nuevo tenía una grave enfermedad genética degenerativa, los médicos decían que no iba a sobrevivir mucho más allá de la adolescencia, y pensó que esa madre estaba loca, que someter a ese chico a un cambio de escuela era un acto de demencia. Pero ¿ser madre no es una forma de locura? Se imaginó en el lugar de la mujer, negando de todas la maneras posibles la condena, tratando de actuar como si su hijo tuviera futuro, como si olvidarse del horror pudiera revertirlo.

Cuando volvió a encontrarse con ella, se encontró con un pedido inesperado.

—Tenés que ayudarme —le dijo—. Los compañeros le están haciendo la guerra a mi hijo y parece que Natalia es la que maneja el grupo.

—Tienen siete años —dijo Esmé. Y se acordó del episodio de la tortuga. —Los chicos son crueles. El nuevo siempre tiene que pagar derecho de piso. Seguro que Natalia no sabe que tu hijo está enfermo.

La mujer estaba vestida con jeans, despeinada y tenía cara de cansada.

—Lo llaman «el muertito» —le contestó.

Esa tarde, a la hora de tomar la leche mirando dibujitos, Esmé apagó el televisor y se puso delante. Era la señal de que había algo muy grave de lo que tenían que hablar. Natalia la miró a los ojos con su mirada confiada, franca y abierta y Esmé le habló del compañero nuevo.

—Tienen que ser buenos con él. No pueden tratarlo mal.

—Pero no lo tratamos mal —contestó Natalia—. Es tonto. Es malo. Le robó la cartuchera a Florencia.

Esmé pensó que la enfermedad y la desgracia no vuelven a la gente más buena, más simpática ni más generosa. Ni más inteligente. A los siete años es muy difícil tener empatía con alguien que está sufriendo tanto. Era lógico que los otros chicos tomaran distancia.

Esa noche intervino Guido. Con su voz severa y persuasiva le explicó a Natalia las razones por las cuales tenía que portarse especialmente bien con el nuevo. Los ojos color miel se humedecieron y, entre lágrimas, Natalia les dedicó una sonrisa que les produjo a sus padres un ramalazo de amor y, en cierto modo, de alivio.

—Ya entendí —dijo Natalia—. Prometo que no le vamos a decir más «el muertito».

Y cumplió. La madre del muertito le agradeció especialmente a Esmé por su intervención. Después de un cumpleaños, el muertito (Esmé se odiaba a sí misma por llamarlo de ese modo, aunque fuera para sus adentros, pero no lo podía evitar, siempre se olvidaba del nombre) estuvo internado y faltó al colegio por quince días. Corrió el rumor entre las madres de que en el cumpleaños un grupo de chicos lo había encerrado en un baño fumigado con insecticida en aerosol.

Natalia empezó a llegar a su casa trayendo útiles nuevos, especialmente lindos y llamativos, una cartuchera importada, un sacapuntas de metal con forma de helicóptero, una lapicera de una marca conocida que no solían usar los chicos de primaria.

—¿Es verdad que tu hijo se los regala? —le preguntó Esmé a la madre del muertito.

—Es verdad. ¡Julián está tan agradecido! Parece que ahora Natalia lo defiende ante el grupo.

A Esmé no le gustó lo que estaba pasando pero no tuvo mucho tiempo para reaccionar, porque al chiquito enfermo lo sacaron del grado antes de que terminara el año. Cuando, después de conversarlo con Guido, decidieron que a pesar de todo Naty tenía que devolver todo lo que le habían regalado, el muertito ya había vuelto a su escuela anterior.

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