Hija

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Divorcio

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Divorcio

A veces Esmé intentaba mirar desde afuera su propia vida. ¿Cómo contaría ella, por ejemplo, la historia de su matrimonio? ¿A través de sus peleas? ¿De sus momentos felices? ¿De ciertas circunstancias cotidianas? ¿Podría ponerse en el lugar de Guido, verse a sí misma desde su mirada? No podía, no quería.

Es una historia que podría relatarse a través de tres situaciones muy parecidas. Esta escena, la tercera en la que interviene un elemento que sale de un bolsillo, sucede en un restaurante tradicional de Buenos Aires. Es muy tarde. Guido y Esmeralda han cenado con amigos. El lugar les trae recuerdos de infancia. Desde el menú hasta las cabezas de ciervo un poco apolilladas que decoran las paredes, todo los predispone a la ternura.

La cena ha terminado. Hay seis personas en la mesa. Se toma café y todos fuman. Todavía no está prohibido fumar en lugares públicos. Dentro de diez años, de las seis personas sentadas a la mesa, una habrá muerto de cáncer (un tipo de cáncer no relacionado con el tabaco) y otras tres habrán dejado de fumar. Una de las mujeres saca un cigarrillo y Guido se lo enciende con un fósforo, haciendo un comentario divertido acerca de la constante eficacia de los fósforos en comparación con el mejor encendedor.

Esmé toma la cajita de fósforos que Guido ha sacado del bolsillo y que lleva impresa la publicidad de un hotel por horas.

—¿Qué es esto? —pregunta, con voz tranquila, como si no lo supiera.

—Me lo dio un amigo —contesta Guido.

Entonces, inesperadamente, sobre todo para ella misma, Esmé le da una bofetada a su marido, que Guido devuelve casi de inmediato. Se trata de algo nuevo, una rápida conjunción de sucesos que jamás se habían producido entre ellos y que no volverá a suceder. Los dos están asombrados de lo que acaban de hacer y se miran perplejos. ¿Cómo seguir, ahora, qué viene a continuación? Los amigos, avergonzados, no saben si deben intervenir, despedirse, o fingir que no pasó nada y seguir conversando.

—¿Qué tengo que hacer? —le pregunta Esmé a su madre, unos días después, con la intención de hacer precisamente lo contrario.

—¿Qué tenés ganas de hacer? —contesta Alcira, que sabe perfectamente lo que su hija espera de ella y no está dispuesta a darle el gusto.

—No sé. Ni siquiera sé si soy yo la que decide. Qué hijo de puta.

—¿Y vos nunca…?

—No compares, no tiene nada que ver, los cuernos es lo de menos: lo de Guido es descuido, es indiferencia, es que no le importa nada de mí. ¡No le importo lo bastante como para tirar la caja de fósforos en vez de metérsela en el bolsillo!

Cuando Natalia entró al secundario, ya hacía unos años que había una computadora en su casa y, como buena parte de su generación, era hija de padres separados.

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