Hija

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La baby-sitter

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La baby-sitter

—Por vos no llamo a la policía. Y no sé si te hago un favor —dijo Pilar.

A las cuatro y media de la madrugada Esmé había saltado de la cama, expulsada de un sueño apacible por el sonido urgente del teléfono. En los pocos segundos que tardó en atender, tuvo tiempo de tranquilizarse. Natalia no había salido con amigos, no había ido a bailar, no estaba de campamento. ¿Y acaso, si así fuera, hubiera estado ella durmiendo?, ¿un sueño apacible?

Natalia había ido a cuidar a la chiquita de Pilar.

Había sido idea de Alcira, una buena idea.

—Es importante que gane su propia plata —había dicho la abuela—. Por ella misma, por su orgullo. Y para que vea que no siempre cae del cielo.

El cielo de donde solía caer plata para Natalia era la casa de su abuela. Que ahora ya no le regalaba juguetes sofisticados, sino dinero en cantidades difíciles de establecer.

—Quiero que siga visitando a su abuela como cuando era chiquita —decía Alcira, hablando de sí misma en tercera persona—. Y para eso tiene que haber una buena razón. Que venga a buscar plata, no me importa con tal de verla.

Natalia iba a almorzar a la casa de su abuela una vez por semana. ¿Cuánto le daba Alcira? Era difícil preguntárselo directamente a Natalia, que mencionaba cifras minúsculas, inverosímiles. Alcira se negaba a contestar.

—Es un secreto entre nosotras —decía—. Pero no te preocupes, no es nada que le vaya a cambiar la vida.

Y sin embargo la vida de Natalia había cambiado mucho y se había vuelto de algún modo difícil de financiar. ¿Cuánto le daba Guido? Poco, pensaba Esmé, tan poco como le pasaba a ella para mantenerla. ¿O todo lo contrario? ¿O le daba a su hija todo lo que a ella le negaba? Era todavía más difícil saberlo, porque no se lo podía preguntar directamente a Natalia. Ahora era muy poco lo que podía preguntarle directamente. Esmé tenía alta conciencia de lo que significaba entrar a la adolescencia. La suya había sido quizá la primera generación de chicos transformados en verdaderos adolescentes, tal como se entendía ahora la palabra. Nunca antes de los sesenta se había producido esa ruptura entre generaciones. Los relatos de Alcira (y las fotos, y las películas, y los libros) hablaban de una época remota, quizá feliz, en que la edad del pavo (esa fracción de vida hoy desaparecida en que los chicos cultivaban acné, torpeza y timidez, potenciados por el despertar hormonal combinado con la represión social) duraba hasta los catorce años y después las personas se convertían en gente joven. La gente joven, ansiosa por dejar atrás la infancia y, en especial, la edad del pavo, se limitaba a imitar a los adultos. Los varones accedían a los pantalones largos, las chicas empezaban a usar con orgullo la ropa de sus madres, todos bailaban con la misma música. Como sucedía desde la época de las cavernas, los viejos refunfuñaban contra los jóvenes, pero el salto, la brecha, no era insalvable. La década del sesenta en el siglo XX fue quizá la época en que esa grieta se ensanchó, se profundizó, se convirtió en un foso de cocodrilos destinado a resguardar el castillo de una adolescencia cada vez más definida, más prestigiosa, más prolongada, con su propia música, su moda, su lenguaje, imitada por los niños y por los adultos.

Esmé no se olvidaba de las violentísimas discusiones que había sostenido con sus padres, sobre todo con Alcira, y se había preparado para que su hija criticara ácidamente su vida, su ropa, su trabajo, sus amigas. Al menos en esta primera etapa de la adolescencia, la realidad la había tomado de sorpresa. Natalia era siempre cariñosa, jamás la enfrentaba y en las raras ocasiones en que Esmé se enojaba con ella, se levantaba y se iba, discreta y terrible, de la habitación, y cómo detenerla. A su manera sutil, sin estridencias, también se había vuelto experta en el arte de manipular padres separados.

Mamá, tengo un problema, había dicho su hija en el teléfono, a la madrugada, y la maravilla de escuchar su voz entera y sana había devuelto el alma de Esmeralda, que revoloteaba cerca del techo, a su cuerpo desmadejado. Pilar le había arrebatado el teléfono a Natalia. Sonaba muy alterada. Esmé se vistió lo más rápido que pudo, subió al auto y voló hacia allí. Estaba arrepentida de haberle propuesto ese trabajo de baby-sitter. Ella conocía bien a Pilar y sabía que podía llegar a descontrolarse en un acceso de cólera. Ahora lo único importante era rescatar a su hija, en casa ya hablarían de lo que había pasado.

Era la tercera vez que Natalia iba a cuidar a Agustina, la hija de seis años de Pilar, cuando salían los padres. Las otras dos veces habían sido salidas normales, unas pocas horas: una fiesta, una salida al cine. Pero esta vez habían ido a Chascomús a visitar a la madre de Gastón, el marido de Pilar, y planeaban quedarse a dormir allí. Era un viernes: le pidieron a Natalia que se quedara hasta el sábado al mediodía.

—¡En mitad de la noche nos tuvimos que venir! ¡Podríamos haber tenido un accidente en la ruta!

Pilar gritaba desaforadamente, con la cara enrojecida de furia. Desde atrás, Gastón, con aspecto abatido, le hacía señas a Esmé de que no le contestara. Señas innecesarias, porque Esmé conocía a su amiga lo bastante como para saber que no había nada peor que echar leña al fuego cuando estaba así. Mejor dejarla desahogarse. Razones no le faltaban. El estado del departamento era notable, Esmé nunca había visto algo así. Natalia estaba sentada en un banquito (el de los acusados) y lo primero que pensó Esmé es que nunca había visto a su hija tan hermosa. El pelo espeso y oscuro caía sobre el escote de un vestido de fiesta que no le conocía (pero quién podía conocer toda la ropa de Natalia) y los ojos color miel estaban suavemente maquillados con delineador que se difuminaba en el párpado inferior marcando unas ojeras que a los catorce años subrayaban la belleza todavía infantil de su carita.

Lo primero que percibió Esmé al entrar al departamento fue que a cada paso los zapatos se le quedaban por un instante adheridos al piso entarugado. Una sustancia oscura y pegajosa cubría todo el parquet en forma bastante pareja. Esa película uniforme se encontraba interrumpida aquí y allá por charcos de vómito, sobre todo en los rincones. Después se enteraría que los jóvenes invitados a la fiesta improvisada se habían paseado por la casa tambaleantes derramando sus bebidas (en buena parte Coca con fernet) y pisando sobre el líquido derramado. Había vasos de papel tirados por todas partes, ninguna señal de que se hubiera comido algo y una asombrosa cantidad de cartones de vino y botellas vacías de bebidas alcohólicas de todo tipo y tamaño. Había vasitos repletos de cenizas y colillas, que aparecían tiradas también por el suelo, sobre la mesa. Los almohadones, los sillones, una mesa ratona y la alfombra que estaba debajo presentaban manchas de vino y alguna quemadura. Había sillas tiradas, los almohadones de los sillones estaban desparramados por el suelo, y las dos cortinas del balcón habían sido parcialmente arrancadas de su lugar, como si alguien se hubiera colgado de ellas tratando de mantenerse en pie. También había, por todas partes, una cantidad asombrosa y bastante inexplicable de pelos, en general pegados al piso. Alguien había barrido vidrios rotos y restos de loza o cerámica contra la pared y se había ocupado de poner a salvo el resto de los adornos, ceniceros y floreros, acumulándolos arriba de la biblioteca.

—¿Cómo está Agustina? —preguntó Esmé.

—La chiquita está bien, duerme tranquila —dijo Gastón.

—Mamá, mamita —dijo Natalia, que había percibido el horror pero también el amor en la mirada de su madre—. Nosotros íbamos a dejar todo bien, queríamos limpiar y ordenar ¡pero no nos dejaron!

—¡Limpiar y ordenar! ¿Y todo lo que rompieron? ¿Y lo que arruinaron? ¡¿Qué pensaban hacer con el piso?!

—No sé —dijo Natalia, un poco desconcertada, mirando hacia abajo—. A lo mejor baldearlo…

—¡Me ibas a baldear el parquet, pedazo de infeliz! ¡Para destruírmelo del todo! ¡A las dos de la mañana nos llamaron los vecinos! ¿Sabés cómo la encontramos a esta reventada? ¡Revolcándose con un tipo en mi cama!

Las palabra «reventada» y «revolcarse» produjeron una especie de efecto mágico en Esmé. Si hasta entonces bajaba la cabeza, avergonzada por el comportamiento de Natalia, ahora se irguió y miró a sus amigos tan furiosa como ellos, dispuesta a devolver el ataque. Aunque acababa de enterarse, ella estaba muy orgullosa de la libertad sexual de su hija. ¿Acaso no se habían rebelado, no habían luchado, ella y la misma Pilar, contra la condena que limitaba y encadenaba el deseo de la mujer? ¿Acaso no habían enfrentado a todos los poderes del establishment para conseguir esa libertad que ahora Pilar insultaba con las mismas palabras que otros habían dirigido contra ellas? ¿Acaso no las habían llamado, los otros, los viejos, los monstruos, los envidiosos, «reventadas»? ¿No habían usado la palabra «revolcarse» para hacerlas sentir que estaban haciendo algo inmundo, prohibido, sucio, que las rebajaba a una categoría muy inferior a las mujeres que cambiaban sexo por dinero?

—No te voy a permitir que hables de mi hija en esos términos —dijo con firmeza.

Pero Pilar no la miraba a ella. Estaba completamente fuera de sí, en el punto en el que sus accesos de cólera se salían del cauce marcado por las palabras y pasaban a los hechos. Ya había escuchado Esmé historias de cómo Pilar era capaz de destrozar una vajilla rompiendo pieza por pieza metódicamente contra el suelo, o destrozar con una tijera los mejores trajes de su marido. De golpe, respirando con un jadeo feroz, Pilar se lanzó sobre Natalia, la agarró de la ropa y empezó a zamarrearla mientras la insultaba con las más variadas posibilidades del idioma. Natalia no se defendía, se limitaba a mirarla con los ojos muy abiertos y una semisonrisa que parecía enloquecer todavía más a la dueña de casa. Gastón y Esmé tuvieron que intervenir y separarlas.

—Pilar, querida, vení —la llamaba Gastón, mientras le sostenía los brazos, intentando traerla de vuelta desde ese territorio ajeno y lejano que era su furia desatada—. Vení conmigo, vamos a la cocina que te hago un té, te tomás un Rivotril y a la cucha, yo limpio…

Y mientras tanto le hacía señas a Esmé y a Natalia de que se fueran.

—Yo pago todo —dijo Esmé, antes de irse.

—¡Claro que vas a pagar todo! ¡Porque no me voy a molestar en hacerte una demanda judicial! ¡Voy a tu casa y te rompo todo, te la dejo como me dejaron la mía! —gritó Pilar, mientras su marido la iba empujando de a poco hacia la cocina, hablándole despacito al oído, como se hace con los caballos.

En el auto, Esmé no sabía qué decir.

—No me dijiste que tenías novio.

—Y no tengo, mamá. Te contaría. Vos te hubieras enterado antes que nadie. —Natalia la miraba con su carita confiada y tranquila.

—¿Pilar mintió?

—No, no mintió. Pero no era un novio. Era un chico. ¿Vos nunca tuviste algo con un chico que no fuera un novio?

Esmé miró hacia atrás y tuvo que admitir que sí, que había tenido. Que por más que su madre tratara de inculcarle la idea de que una mujer solamente desea al hombre que ama, ella se había calentado más de una vez, culposa y perturbada, con hombres a los que no amaba en absoluto. Aunque no a esa edad, por supuesto. ¿O sí? La memoria era tan traicionera…

—Hijita, hay una sola cosa que…

—Me lo dijiste tantas veces, mamá, no te preocupes, sí, solo con forro. Siempre siempre siempre. No soy suicida. No quiero quedar embarazada, no me quiero morir de SIDA.

—¿De dónde salieron todos esos pelos? —preguntó, tanto como por seguir de algún modo, y también por curiosidad pura.

—Un chico se quedó dormido tirado sobre un sillón y a otros dos se les ocurrió hacerle una broma y cortarle el pelo.

Esmé suspiró mientras su mente se arrastraba hacia adelante tratando de organizar un esquema de acciones. Tendría que hablar con Guido, contarle todo. Había que hablar seria y largamente con Natalia, los dos juntos. Era importante mostrar un frente unido en circunstancias como ésta. La limpieza y el arreglo de los destrozos, obviamente, los pagaría Natalia con sus ahorros, los que ya tenía y los futuros. Había que pensar algún tipo de castigo. ¿Cómo se castiga a una chica de catorce años? No hay muchas posibilidades más allá de prohibirle las salidas. A su madre no le contaría nada. Para qué exhibir otra muestra de su fracaso. Entonces le preguntó a Natalia lo único que de verdad le resultaba un misterio inexplicable.

—¿Cómo puede ser que Agustina no se despertara? ¿Con toda esa música? ¿Y después con los gritos de Pilar?

—Seis años, mamá. Agustina siempre duerme bien. ¿No sabés que los chiquitos tienen el sueño muy profundo? Todavía estaba despierta cuando llegaron los primeros. Por ahí tomó algo de un vaso, no se puede estar en todo.

Y después de un rato de un silencio opresivo, se escuchó otra vez la vocecita de Natalia.

—Mamita… Perdoname. Fue un desastre. Me merezco todo. Que me castiguen. Pagar con mis ahorros. No lo pude parar, ¿sabés? Fue Rita. No me avisó. Yo había arreglado con ella para que me viniera a visitar esa noche y le di la dirección de Pilar. Nunca pensé que iba a invitar a todo el mundo a una fiesta. Fue terrible. Empezó a llegar gente y gente que yo ni conocía, con bebidas… Te juro que traté de echarlos pero seguían llegando… Se me fue de las manos…

Aunque su socio le decía «el tallercito», Guido insistía en hablar de «la empresa textil», y estaba siempre muy ocupado con sus tareas de hombre de negocios, que incluían la lectura de textos de economía y biografías de empresarios sobresalientes. Aceptó de mal humor la desdichada misión de enojarse con su hija.

—¿No la conocías a tu amiga Pilar? ¡Si sabés que es una trastornada! —le dijo a Esmé—. Hiciste muy mal en meterla en esa casa a la pobre Naty. Igual voy a hablar con tu hija, esta vez se pasó de la raya.

Una semana después, cuando Pilar llamó para decir que se había dado cuenta de que le faltaba un paquetito de dólares que tenía guardado en un cajón, Esmé percibió el temblor de la duda en la voz de su ex amiga y ni se molestó en preguntarle a Natalia.

—¡Naty tiene cada cosa! —le dijo Alcira un tiempo después—. Tu hija tiene genes de empresaria, como su papá y su abuelo. Me contó que organizó una fiesta cobrando entrada y que le fue muy bien.

Pero sin duda, pensó Esmé, sintiéndose un poco culpable porque el solo pensarlo implicaba ya una duda, una secreta acusación contra su hija, sin duda no había sido la misma fiesta.

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