Hija

Hija


Polvo blanco

Página 36 de 50

Polvo blanco

Natalia se arrastraba por el secundario con una indiferencia que a Esmé le resultaba dolorosa y a Guido le resultaba natural. De pronto aparecían chispazos de interés. Natalia parecía apasionarse brevemente por una materia, por un tema, por un profesor y Esmé volvía a revivir sus ilusiones. En su imaginación, sólo se trataba de encontrar una vocación. Una vez lanzada en la dirección correcta, como una flecha que va a dar inevitablemente en el centro del blanco, el destino de Natalia sería glamoroso, genial. Su hija era tan brillante, tan extraordinaria, que el mundo no podría evitar reconocerlo.

Cuando Natalia quiso entrar al equipo de hockey del colegio, Esmé se lanzó a estudiar con aplicación las reglas del juego, que ahora le causaba fascinación. ¿Cómo era posible que nunca se hubiera interesado en un deporte tan apasionante? Durante tres meses la imaginó recorriendo el mundo con la selección argentina, marcando los mejores tantos, aclamada en los estadios, en la tapa de todas las revistas. Lo mismo pasó con el tenis, y era todavía mejor, porque como campeona de tenis no tendría que compartir el éxito con ningún equipo que, en el fondo, no hubiera sido más que una carga para su talento. Después fue la natación. Guido, con su personalidad camaleónica, esa disposición natural para mimetizarse con el entorno elegido, al menos en su aspecto externo (una bonita cáscara sin fruto, pensaba ahora Esmé), entendía mucho mejor las breves pasiones de su hija, le preocupaban menos sus defecciones y le compraba las mejores raquetas suizas, se hacían enviar desde Sudáfrica los más sofisticados palos de hockey, trofeos que no se permitía revender cuando la pasión declinaba porque donde hubo fuego cenizas quedan y en cualquier momento todo podía recomenzar, insistía Guido, y terminaban, por lo tanto, amontonándose en la baulera del edificio donde vivían Natalia y Esmé después de la separación, junto con los viejos enseres de pintor que Guido se había traído de París, los que habían sobrevivido a la feria americana en la que se había desprendido de la mayor parte de su disfraz: un caballete, algún boceto sin terminar y un manojo de pinceles y espátulas que no quería usar pero tampoco regalar.

Una extraña ley que equiparaba en el país el valor de la moneda local al valor del dólar había hecho muy accesibles los productos extranjeros. La empresa (o el tallercito) textil de Guido, agobiada por la competencia de la importación, se había reciclado como tantas otras, despidiendo a sus pocos operarios y dedicándose a importar ropa de China. Como empresario militante, Guido le explicaba a su socio —que se ocupaba de luchar sin ayuda con los clientes, los proveedores y los juicios por indemnizaciones— la importancia de participar en las reuniones de la Cámara de la Indumentaria y la Federación de Industrias Textiles. Mientras su amigo bregaba por sostener la empresita, Guido se vestía de sport con jeans Dolce & Gabanna o Calvin Klein y remeras Hilfiger o Ralph Lauren y jugaba al paddle con otros aspirantes a empresarios. O así, al menos, lo veía la más temible de las miradas: la visión impiadosa de una ex esposa traicionada.

Esmé se imaginaba a veces a su hija como una científica que revolucionaba la genética (vaya a saber por qué, pero era siempre, específicamente, la genética, y no otras áreas de la ciencia). Otras veces, releyendo sus redacciones escolares (guardaba todos sus cuadernos), como una genial novelista respetada por la crítica y aclamada por el público. La veía como la primera capitana de un barco de guerra o haciendo cumbre en picos nunca antes alcanzados del Himalaya (ni siquiera por los mismos sherpas). ¿Acaso su propio destino, el de Esmeralda, no podría haber sido distinto si le hubiera tocado nacer en otra etapa del país, del mundo? Su generación había sido tan castigada. La dictadura, el exilio, las sucesivas catástrofes económicas… El primer gobierno democrático había terminado en el caos y la angustia de la hiperinflación. Después de una breve primavera, la recesión agobiaba otra vez al país.

—Porque en realidad —decía Esmé, cuando hablaba con sus amigas sobre los hijos, el tema principal que a pesar de todo dominaba sus conversaciones de mujeres profesionales—, ¿qué quiere uno de los hijos? Lo más fácil y lo más difícil, ¡que sean felices!

Y todas cabeceaban con aprobación y suspiraban y repetían: eso es lo único que quiere uno de los hijos, ¡que sean felices! Y por supuesto, mentían.

Los pobres hijos, reconocía Esmé, porque también ella lo había sufrido en su momento, cargaban, agobiados y sudorosos, con la autoestima de sus padres. Se daba cuenta de que veía a su hija con mirada de madre, diferente pero apenas menos cruel que la que usaba para Guido, esa mirada que nunca había creído que llegaría a tener, tan dura, tan exigente, siempre lista para descubrir la más mínima imperfección, para tratar de disimularla inmediatamente a los ojos del mundo. O todo lo contrario. En una campaña publicitaria para una marca de hamburguesas, Esmé había asistido a varios grupos motivacionales donde se pedía a las madres que describieran a sus hijos. Curiosamente lo primero que surgía era una suerte de competencia entre las mujeres por demostrar cuál de ellas tenía los hijos o hijas más rebeldes, más difíciles, más desobedientes, distraídos, violentos, complicados. Como si necesitaran demostrarse unas a otras y probar ante el mundo las enormes dificultades que debían enfrentar en su ímproba, penosa tarea de madres. Hablar mal de los hijos es escupir al cielo, decía Alcira. Y quizás en su generación, la de Alcira, en una época hipócrita por excelencia, cuando la opinión de los demás era grave, irrevocable y condenatoria, las madres se limitaran a elogiar a sus hijos. Ahora, por el contrario, era necesaria la intervención del psicólogo que dirigía los grupos para obtener de esas mujeres, con preguntas concretas, una imagen positiva, la descripción de alguna cualidad encomiable en esos hijos tremendos a los que parecían estar condenadas, de los que se sentían culpables.

También la publicidad había cambiado muchísimo en los últimos años. Esmé, que siempre había tenido una imaginación burlona, se daba cuenta de que sólo ahora era posible grabar ciertos comerciales que ella proponía desde los años setenta. El humor comenzaba a dominar la pantalla, por momentos el humor disparatado, auque todavía hubiera sido imposible realizar esa serie que alguna vez había imaginado para un adhesivo de dentaduras postizas, el sargento Baxter y su dentadura clavada en la espoleta de la granada, Tarzán de liana en liana con el cuchillo entre los dientes, y al empuñar el cuchillo, la dentadura clavada en la hoja. Con los productos para la salud, los cosméticos, los alimentos infantiles, los automóviles, los pañales, el humor salvaje todavía no estaba permitido, pero se expandía agradablemente por todo el resto de los bienes a publicitar. De todos modos Esmé se alegraba mucho de ser ahora una directora creativa, en condiciones de absorber, reutilizar y vender como propia la creatividad de sus equipos jóvenes. Ya había una pequeña cantidad de comerciales que simplemente no entendía, ideas que le resultaban ajenas y extrañas, le costaba acostumbrarse a la pérdida de ciertas normas que habían parecido inamovibles y eternas, como la necesidad de repetir tantas veces como fuera posible el nombre del producto, que a veces ya ni siquiera se mencionaba. Trabajaba en una agencia más chica, no ganaba tanto como hacía unos años y sabía que sus días como publicitaria estaban contados.

El celular todavía era un pequeño lujo cuando Natalia estaba en tercer año, pero ella lo tuvo. Terminaba la década del noventa y todas las ilusiones y fantasías que Guido había puesto en su empresa, más todo el trabajo y la inversión que había puesto su socio, empezaban a disiparse en el aire. Sin embargo, le alcanzó para hacerle a su hija ese regalo de cumpleaños. A condición, claro, de que Esmeralda pagara la línea. Los ingresos de Esmé se habían achicado y no se trataba solamente de su edad. Con la economía del país estancada, las luces brillantes de la actividad publicitaria eran las primeras en apagarse poco a poco. Se filmaban menos comerciales, se reducían las pautas, se publicaban menos avisos, bajaban los sueldos. Hasta los ahorros de Alcira en moneda extranjera, que parecían eternos, habían sido diezmados por la sobrevaluación del peso argentino y la abuela de Natalia empezaba a preocuparse.

Fue a través del celular, entonces, que le llegó a Esmé la voz de Natalia.

—Mamá, tengo un problema. Vas a tener que venir mañana al cole. Vos y papá, después te cuento.

Esa noche Esmé la vio decaída, ensimismada. Naty seguía siendo alegre, a pesar de que ahora se vestía con los colores oscuros de la adolescencia, sobre todo el negro y el gris. En el colegio secundario de Esmé, allá por los sesenta, el uniforme era obligatorio y había pocas cosas que ella y sus compañeras odiaran tanto como las polleras grises tableadas, las camisas celestes y los pulóveres azules que estaban obligadas a usar día tras día. Un lejanísimo día las chicas de la división se habían puesto de acuerdo para ir todas con pulóveres rojos, en un loco y brutal desafío a los códigos de la institución. Ahora, cuando ya casi no había colegios con uniforme obligatorio y ni siquiera se usaban delantales blancos en los secundarios del Estado, la entrada y la salida de un colegio se veía a la distancia como una especie de nubarrón de tormenta, que al acercarse se resolvía en un montón de chicos y chicas vestidos todos iguales, voluntariamente uniformados con jeans o pantalones de gimnasia y buzos oscuros, siempre oscuros, con zapatillas, siempre con zapatillas, y curiosamente sentados en la vereda porque ya no era imprescindible que la ropa estuviese planchada, ni siquiera limpia, ni había que dedicarle, a la ropa, cuidados especiales de ningún tipo. Los jóvenes usaban flúo para las fiestas raves, pero en términos generales los colores vivos, cálidos, alegres, intensos, el rojo, el amarillo, el turquesa, el naranja, se habían convertido en marca de adultez avanzada, en el patético sello de vieja colorinche.

La Naty alegre, entonces, siempre dispuesta a contar todo tipo de menudencias sobre su día escolar, especialmente divertida al hablar de Rita, su amiga del alma y blanco permanente de sus críticas más graciosas y severas, había sido reemplazada esa noche por una chica que parecía mayor, concentrada en sí misma, que miraba el pastel de papas con una atención digna de alguien a quien no le gustaran las pasas de uva, como si estuviera dispuesta a detectarlas y extraerlas una por una. Y eso fue exactamente lo que empezó a hacer.

—Pero Natalia, ¡si siempre te gustaban!

—Ahora no me gustan más —dijo Natalia, sombría—. Parecen moscas.

—¿Para qué tenemos que ir mañana al colegio?

—A las once. Para hablar con la directora. Es importante. Me duele la cabeza, mamá.

Y ya no fue posible extraerle más información.

A la mañana temprano una llamada de la secretaria confirmó la información de Natalia. Pero Esmeralda, a las once, tenía que estar presentando una campaña para un nuevo antitranspirante que se publicitaba como intensamente masculino con la idea de vendérselo a las mujeres, una curiosa paradoja moderna, no buscada, cuya realidad práctica habían comprobado las investigaciones de marketing. Guido intentó resistirse pero finalmente se vio obligado a hacerse cargo.

Esmé había terminado su compromiso de trabajo, almuerzo con cliente incluido, y estaba llegando a su casa cuando recibió el llamado.

—Voy para allá —dijo Guido—. Quiero que revises el cuarto de Natalia.

—¿Para buscar qué?

—No sé. Cualquier cosa que te parezca rara.

—¿Yo le tengo que allanar la pieza cuando no está? ¿Yo tengo que ser la responsable de lo peor, como siempre, de lo más jodido? ¿Yo soy la que reta, la que pone límites, la que castiga y vos sos el buenito que mima y hace regalos los fines de semana?

—OK, lo hacemos juntos —suspiró Guido, con buenas razones para estar harto y pocas ganas de discutir—. Llego en quince.

No tuvieron que buscar mucho. En el fondo del ropero, apenas disimulada por una caja de zapatos, había una bolsita de plástico transparente, sin marca, que contenía aproximadamente cincuenta gramos de polvo blanco.

Esmé se echó a llorar. Temblando, por primera vez en varios años se dejó abrazar por Guido, que respiraba agitado, casi jadeando.

Guido relató la penosa reunión con Cachavacha Medibacha, como llamaban los chicos a la directora del colegio, en alusión a la única concesión a la moda que la mujer se permitía dentro de un vestuario elegante pero clásico: sus medias siempre cambiantes, con apliques de brillantina y calados diversos.

La Cachavacha lamentó la ausencia de la madre de Natalia. Estaba con ella un preceptor al que presentó como Lucas. Con muchos rodeos, como quien trata de avanzar hacia una meta que al mismo tiempo se desea evitar, contradictoria y confusa, la directora habló de Natalia sin decir nada nuevo, nada que no hubieran dicho otros, habló de su belleza, su simpatía, su ascendiente sobre sus compañeros y el discurso fue derivando hacia la zona perturbadora, la zona a la que deseaba y no deseaba llegar, habló de los chicos de hoy, de la adolescencia, de la década de los noventa, de la falta de valores, de la responsabilidad que tenían ellos, los adultos, preguntó si habían detectado, observado cambios en la conducta de Natalia, se acercó, se alejó, rodeó, hasta que Guido terminó por preguntarle brutalmente si se refería a la droga, si lo que quería decir, lo que le estaba diciendo, era que su hija era adicta a las drogas, a alguna droga o a muchas o a todas o en todo caso a cuáles. La directora miró a Lucas, un muchacho relativamente joven, que le devolvió la mirada con preocupación, como empujándola hacia adelante, y Guido no pudo dejar de pensar qué fracasos, qué calamidades, qué adicciones podrían haber hecho que un muchacho como Lucas, de más de treinta años y un acento educado que denotaba estudios, hogar de clase media, estuviera trabajando como preceptor —trabajo miserable, sueldo miserable— a esa altura de la vida.

En resumen, lo que Guido le contó a Esmé fue que en la reunión con la directora no la habían acusado a Natalia de drogadicta sino de dealer, de llevar adelante una acción de ventas que en realidad no estaría ejerciendo ella en forma directa y personal sino como pequeña capitalista a través de otros chicos. Uno de ellos fue denunciado por sus compañeros y se comprobó que llevaba encima lo que no debía llevar (en este punto ni Lucas ni la directora fueron muy precisos). A su vez el chico había acusado a Natalia de ser la organizadora de una modesta red de tráfico dentro del colegio, con la que él estaba colaborando involuntariamente, o al menos en contra de sus principios, impulsado y en cierto modo disculpado, al menos a sus propios ojos, por el amor.

Guido supo enseguida quién era, con toda probabilidad, el chico al que hacían referencia y también lo supo Esmé que escuchaba su relato, Natalia les había hablado muchas veces de Lautaro, el monótono, bueno y aburrido Lautaro que la perseguía sin pausa y sin esperanzas.

—Se quiso vengar —dijo Esmé.

—Eso les dije —aseguró Guido—, pero no quisieron escucharme. Lautaro es muy buen alumno, sabés cómo son los docentes, si un chico tiene buenas notas y no molesta lo tienen por las nubes, no se dan cuenta de que a veces ésos son los peores, los que se van a aparecer un día con una metralleta en la clase de gimnasia.

En efecto, la reunión siguió adelante casi como si no lo hubieran escuchado, contó Guido.

—No hace falta ningún escándalo que perjudique a su hija —había explicado la directora—. Proponemos que Natalia se vaya discretamente del colegio, con alguna excusa. Quizás un viaje familiar, decídanlo ustedes. De lo contrario se va a quedar libre por razones de conducta. Tendría que rendir todas las materias para volver al colegio y esperamos que no lo intente.

Por supuesto que de ningún modo habría una expulsión, podía estar tranquilo en ese sentido, dijo la Cachavacha, jamás una expulsión que pudiera complicar el ingreso de Natalia a otra institución, de ninguna manera querían ellos complicar el futuro sin duda bueno, sin duda maravilloso, de una de sus estudiantes, sólo por un traspié, una locura de adolescente, una situación que sin duda se modificaría con la intervención de los padres. Pero tampoco querían seguir manteniéndola, no por ahora, en ese colegio, entre sus alumnos.

Esmé se odió a sí misma por no haber estado en esa reunión, por haberle dejado a Guido la responsabilidad de esa conversación que sin duda no había sabido manejar como correspondía, ella lo hubiera hecho mucho, muchísimo mejor, ella hubiera conseguido persuadir a la Cachavacha Medibacha de que Natalia estaba siendo injustamente, muy injustamente acusada por un chico que nada tenía que perder al desplazar en otro su culpa concreta y real. Por qué no había estado presente en esa reunión y en muchas otras, por qué no había estado presente en muchos otros momentos de la vida de su hija, una vida que ahora corría el riesgo de perderse para siempre, de deshacerse convertida en ese maldito polvo blanco.

Y sin hablarlo, sin mirarse, pero sosteniéndose uno al otro tomados de las manos con mucha fuerza, mientras al mismo tiempo se acusaban mutuamente de lo que le estaba pasando a su pobre Natalia, recordaron sus primeras experiencias con marihuana, que los dos seguían fumando de vez en cuando. Esmé no pudo dejar de pensar (y por primera vez se lo contó a Guido) en el proveedor de polvo blanco que pasaba por la agencia con la misma regularidad aunque con más frecuencia de la que, en otras épocas, pasaban los vendedores de esos libros de arte que ahora habían sido reemplazados por Internet. Incluso lo había probado Esmé, pero sólo una vez (y no le contó eso a Guido porque no quería escuchar sus acusaciones, sus comentarios sarcásticos), había aspirado ese polvillo blanco que no le produjo más efecto que una cierta claridad mental, como si alguien, de pronto, hubiera encendido una luz adentro de su mente, que (pero nunca lo había sabido hasta ese momento) estaba en realidad en penumbras.

Sabían, los dos, y lo consideraron, lo sopesaron, que las nuevas generaciones, y no sólo los adolescentes sino la gente, no toda quizá, pero sin duda mucha gente, diez o quince años menor que ellos, usaba droga para trabajar o para divertirse sin ser necesariamente adictos, pero esa aceptación se volvía mentira, se volvía inútil cuando se trataba de su hija, de Natalia, de ese misterio en el que se había convertido Natalia, siempre en peligro para Esmé, siempre al borde del abismo, en el abismo ya, tal vez. Guido se enojaba, se alteraba.

—Igual que siempre —le gritó a Esmé—. ¡Estás psicótica, demente! ¡Tu cabeza trabaja igual que cuando pensabas que Naty se iba a caer por la ventana y nos querías tener en la oscuridad, con las persianas bajas, como una maniática que sos! A Natalia no le pasa nada, ni siquiera fue eso lo que me dijeron: ¡no le pasa nada de nada!

Entonces llegó Natalia.

Primero fue pura sorpresa: era muy raro, muy inesperado que su padre entrara a la casa en la que vivía con su mamá. Pero le bastó un vistazo a los ojos enrojecidos de Esmé, a la cara fuera de registro de Guido para darse cuenta.

—Consejo de guerra… Hablaron con la Cachavacha. ¿Qué les dijo la bruja? ¿Se inventó otra cosa para sacarles más plata? ¿Necesita medias nuevas?

—Hablé yo —dijo Guido. La terrible bolsita de polvo blanco estaba arriba de la mesa. —¿Qué es esto?

—¡Me revisaron el cuarto! —gritó Natalia. Y las lágrimas se asomaron, sin brotar todavía, detenidas sobre la superficie para hacer todavía más hermosos su ojos color miel. —Nunca, nunca jamás creí que ustedes fueran capaces de hacer eso. Que fueran esa clase de padres… ¡Si ustedes mismos me enseñaron que…!

—¿Qué es esto, Natalia? —repitió Guido, cortante, tratando de atajar las explicaciones estremecidas que Esmé ya estaba a punto de intentar.

Antes de que pudieran impedírselo, Natalia arrebató la bolsa, la abrió de un tirón con los dientes y volcó un poco de polvo blanco sobre la mesa.

—Probá. Prueben.

—¡Estás loca! —gritó Guido.

Esmé temblaba, le castañeteaban los dientes.

Natalia se pasó la lengua por un dedo para humedecerlo, lo pasó por el polvo blanco y se lo llevó otra vez a la boca. Guido y Esmé, sorprendidos, la imitaron.

—Está… dulce —dijo Guido.

—Es… es… es… ¡es azúcar impalpable! —dijo Esmé. Y se echó a llorar otra vez.

—Con Rita le queríamos hacer una broma al tarado de Lucas… ¿lo conociste hoy a Lucas, papá? Siempre anda hurgando en nuestras cosas, ¡buscando lo que no hay! Habría que denunciarlo por… por… No tiene derecho, ¿no es cierto? Vos que sos casi abogado, papá… ¿No tengo ninguna protección legal?

Pero a pesar del fenomenal alivio, Guido y Esmé no estaban tranquilos todavía, el alivio era parcial, se refería específicamente al hallazgo en el cuarto de su hija, y no a la reunión en el escritorio de la Cachavacha cuyo contenido Guido le contó a Natalia tratando de no darle un matiz acusatorio a su voz, esperando su descargo, deseando su descargo, mientras Esmé la miraba esperanzada, con la ilusión de que así como había disuelto en el aire de su fantasía la supuesta cocaína contenida en la bolsita, así disiparía las acusaciones sin duda, sin duda injustas, con que la estaban persiguiendo.

Natalia se sorprendió un poco, indagó un poco más, se mordió el labio inferior y miró hacia arriba, como pidiendo ayuda al cielo para enfrentar la estupidez, la incomprensión, la locura del mundo de los adultos.

—Lautaro, por supuesto —les dijo—. Fue Lautaro, el mentiroso, el infeliz de Lautaro. ¿Y ustedes le creen más que a mí? ¿A cualquiera que me acuse de cualquier cosa le creen más que a mí?

No, por supuesto que no, sus padres no le creían a cualquiera más que a ella, le creían sobre todo a ella, a Natalia, a su hija, a sus palabras, a sus ojos.

Entonces Esmé formuló la única pregunta que realmente la enloquecía.

—Pero vos, Naty… vos… mirame a los ojos y decime la verdad… vos…

—Te voy a decir la verdad, mamita. Vos sabés que podés confiar en mí. —Natalia la miraba con sus ojos puros, sinceros, sosteniendo la mirada. —No les voy a decir que nunca me fumé un porro. Ustedes también lo habrán hecho. Pero la cocaína no me interesa, no es lo mío. Yo no tengo nada que ver con eso. Nada. Y es más, yo sé quién vende en el colegio, pero no lo voy a decir porque no soy buchona. La Cachavacha se está comiendo cualquiera.

—Entonces —dijo Guido—, si insisten en dejarte libre por suspensiones, vamos a interponer un recurso de amparo.

—No sé, papá, ¿te parece? —dijo Natalia, sentándose, ya dispuesta a conversar con más tranquilidad sobre una situación que había cambiado por completo—. ¿Tengo que quedarme en un lugar donde sospechan de mí, donde no me quieren?

Esmé los miró desconcertada, sin opinión.

—¡Sí, claro que tenés que quedarte! —gritó Guido, con voz de no me discutas—. Si te vas ahora, es como declararte culpable.

—Tenés razón, papito —dijo Natalia, pensándolo un momento—. ¡Ésta la vamos a pelear juntos!

Pero el recurso de amparo no fue necesario, bastó con la amenaza. Un colegio privado no quiere escándalos y menos todavía si están relacionados con la droga. Para no retroceder en toda la línea, la Cachavacha habló de su política de confianza y oportunidades, sin retirar del todo la acusación mencionó la posibilidad de un error, y dio a entender, sobre todo en una reunión con Natalia en la que no estaban presentes sus padres, que no habría segunda oportunidad y que estaba dispuesta (aunque Natalia no le creyó) a realizar la denuncia en la policía.

El que se retiró discretamente del colegio fue Lautaro.

Ir a la siguiente página

Report Page