Hija

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El Proyecto Alegría

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El Proyecto Alegría

No había muchas personas en el mundo con quien Esmé pudiera compartir el estado de terror, de confusión, en que la había dejado la posibilidad de que su hija pudiera estar atrapada en las blancas redes de la cocaína. Sólo unas pocas, cercanas y queridas amigas que también tenían hijos adolescentes y que estaban tan desconcertadas como ella. No es lo mío, había dicho Natalia y esa palabras terribles se le imponían en la cabeza como un cartel de neón (pero los carteles de neón ya casi no existían) que se apagaba y se encendía. ¿La había probado, entonces? ¿La había probado y descartado? Imposible hablarlo con su madre, que estaba mucho más lejos que ella de la cuestión, que no tenía idea de qué se trataba, que no sabía o no creía o no podía concebir que tanta gente usara drogas a voluntad, sin ser adictos, como una manera de estar en el mundo, tal como la gente de su edad, la de Alcira, había usado las anfetaminas para estudiar toda la noche o para no dormirse manejando, o para no tener hambre, o para cumplir con el trabajo después de una noche de insomnio pero nunca, eso hay que admitirlo, nunca para divertirse, porque para eso tenían ese antiguo recurso de la humanidad, la alegría del alcohol (que, de todos modos, consumían poco). Si Esmé hablaba de la droga con su madre, era como un tema general, un tema de actualidad, como la inseguridad o el conflicto de Medio Oriente.

Alcira relacionaba las drogas con otras costumbres perturbadoras de la nueva adolescencia.

—Podés estar muy tranquila con tu hija —le dijo a Esmé—. No se hizo ningún tatuaje. Ni se colgó ganchos de la nariz o de la boca, como tantas chicas que veo por la calle.

—No tiene nada que ver, mamá —trataba de explicar Esmé.

Pero también a ella la sorprendía y la alegraba la decisión de su hija de diferenciarse así del resto de su generación. Natalia decía que no quería que la reconocieran por sus tatuajes. Esmé se preguntaba si no tener ninguna marca no era, en una chica de su edad, una forma de hacerse fácilmente reconocible. Pero no lo decía, porque le gustaba mucho que ninguna mancha interrumpiera la piel hermosa y suave de Natalia.

—La droga es un camino de ida. La droga mata —decía Alcira, repitiendo lo que veía en las bienintencionadas y desalentadoras propagandas de la tele, que, en su afán de prevenir, no contemplaban la posibilidad del rescate. Si las nietas de sus amigas tenían esa enfermedad, las abuelas no lo sabían o no lo contaban.

—En este país, la militancia mató mucho más que la droga —retrucaba Esmé. Y eso no tenía discusión.

Sin embargo, aunque conocía mucha gente que, en efecto, usaba las drogas a voluntad, ella había visto también cómo la voluntad podía llegar a doblegarse a la droga, había visto amigos, conocidos, compañeros de trabajo con su personalidad deshecha, desmigajada, por culpa de ese polvillo hermoso y terrible que los ayudaba a emitir las ideas más brillantes o a soportar las horas de encierro o a divertirse, en las fiestas, como nunca, o simplemente a cortar la borrachera para seguir tomando. El placer, sin embargo, parecía durar muy poco, enseguida se volvían paranoicos, agresivos y digresivos, su imaginación se bifurcaba sin pausa, se arborizaba, eran capaces de tomar por todos los caminos simultáneamente, no conseguían fijar la atención más que unos segundos y, sobre todo, no podían dejar de hablar, de jugar a nombrar constantemente el tema que se había apoderado de sus mentes febriles, con cualquier excusa mencionaban el polvo, el color blanco y cualquier cosa que pudiera evocar la palabra «blanco» o la palabra «polvo», la nieve, la hoja en blanco, las ovejas, el plumero, y se reían cómplices con esas bromas infinitamente graciosas que a los demás, a los no implicados, les parecían simplemente estúpidas y a ellos, omnipotentes, genios, dueños del mundo por diez minutos, les parecían extraordinarias, brillantes. ¿Así su hija? ¿Así su Natalia, su Naty, tan jovencita, tan chiquita? ¿Como esa amiga de Guido que todavía la llamaba, a veces, con la voz tomada en una especie de resfrío irremediable por culpa del tabique perforado? Nariz de plata: uno de los nombres folklóricos del diablo.

Para Guido, una vez que se descartó el recurso de amparo, la cuestión había terminado, un leve temblor de tres puntos en la escala de Richter que apenas había afectado su vida, sin llegar a derrumbar ningún edificio, ninguna certeza. Terminada la pequeña crisis volvían a la distancia habitual, no había nada de qué hablar.

A través de una amiga, Esmé se enteró del Proyecto Alegría, un proyecto de rehabilitación sin internación. Era muy caro pero valía la pena conocerlo, le aseguró su amiga, sin indagar, respetando la reserva de Esmé. No tenía por qué involucrar a nadie más en la cuestión, lo primero era asistir (gratis) a algunas reuniones de padres que le servirían para conocer el método de trabajo del proyecto, escuchar a otros padres en problemas. Pero ¿era Esmé una madre en problemas? Natalia seguía yendo al colegio como siempre, cumplía con los requisitos mínimos para mantener la regularidad, no se llevaba más materias que de costumbre, tenía, como siempre, muchos amigos. Es cierto que, a partir de la confesión de que fumaba un porro de vez en cuando, y sobre todo a partir de la reacción o, mejor dicho, de la falta de reacción de sus padres, que no consideraban la marihuana una droga peligrosa, Natalia había empezado a fumar en el balcón de su casa (era tanto más seguro que fumara en su casa, y no en la calle, donde estaba a merced de la policía). Desde entonces, más de una vez se hacía difícil hablar con ella. Con los párpados entornados y las pupilas dilatadas, emitía risitas extemporáneas que a Esmé la sacaban de quicio y no alcanzaban a preocupar a Guido, que consideraba la situación un gaje más de la adolescencia. Esmé recordaba su propia adolescencia, en que las drogas eran tanto más difíciles de conseguir y había que conformarse con lo que se encontrara (el Flaco Sivi dándose con anfetaminas, los efectos imprevisibles de la benzedrina, la noche en que Cara de Caballo se había quedado ciego durante algunas horas por hacer experimentos con cloruro de etilo), la tranquilizaba por momentos la indiferencia de Guido, que en otros momentos la volvía loca, y pensaba, a veces, que ella era la responsable, la gran responsable, quizá la única responsable, de que Natalia atravesara el foso de fuego de la adolescencia y llegara del otro lado viva, sana y sin secuelas.

El Proyecto Alegría funcionaba en una casa de altos en Villa Crespo, a la que se accedía por una puerta de reja que daba a una escalera tradicional, de mármol gastado y un poco sucio. En la sala principal se realizaba la reunión de padres. El Proyecto Alegría era carísimo. Tal vez por eso ofrecían a los padres en duda tres encuentros gratis en los que trataban de persuadirlos de que

a) sus hijos eran realmente drogadictos, y

b) sólo podía rescatarlos el Proyecto Alegría.

Esmé se sorprendió de encontrarse allí con algunos padres públicamente conocidos, gente de la televisión o la política: ella hubiera imaginado que esos padres tan expuestos buscarían más discreción, tratamientos privados. Cuando comenzó la charla se dio cuenta de que muchos de los presentes, tanto ignotos como famosos, ya habían pasado por la etapa de los tratamientos privados, algunos habían atravesado también la experiencia de las internaciones, y estaban allí, una vez más sedientos de esperanza, dispuestos a que los convencieran de que se abría para ellos, para sus hijos, una nueva oportunidad.

Como en los grupos de Alcohólicos Anónimos, las dos mujeres que conducían el grupo, una psicóloga y una médica, habían sufrido situaciones similares con sus propios hijos, eran personas inteligentes y sensibles y no prometían nada. Ofrecían apenas la realidad: un veinte por ciento de curaciones, o rescates, o recuperaciones o como quisieran llamarlos.

—Si alguno de ustedes fumó marihuana en la adolescencia, olvídense. Esa experiencia no tiene nada que ver con la que están haciendo sus hijos —dijo una de ellas—. Hoy la marihuana tiene tres veces más sustancia activa, THC, tetrahidrocannabinol, que en la época de ustedes.

Pero Esmé no había fumado marihuana solamente en la adolescencia, cuando la maconia (venía del Brasil y la llamaban así) era además algo todavía un poco raro, muy difícil de conseguir. Como muchos padres de su generación, aunque nunca había fumado mucho, hacía relativamente poco había dejado del todo la marihuana, después de una mala experiencia, una pálida que le había llevado las pulsaciones a 140 durante varias horas y le había provocado un ataque de pánico. Es cierto que la experiencia era completamente diferente: sobre todo porque antes era hija y ahora era madre. Esmé dudaba, dudaba, envidiaba las certezas de otras personas con menos experiencia y más claridad, más empuje, más decisión, gente como su madre, capaz de dividir el mundo en blanco y negro. Cuando empezó a escuchar a los otros padres relatar sus experiencias, el enredo se volvió todavía más intrincado en lugar de organizarse en una prolija fila de certezas.

Una madre joven, separada, que parecía tener menos de cuarenta años, contó una historia aterradora: cómo confirmó la sospecha de que su hijo de doce años era adicto a la cocaína el día en que le pidió que la ayudara a sacar la mesa y el chico le contestó con una trompada que le dejó sangrando la nariz. Su hijo iba a una escuela privada que tenía primaria y secundaria integrada, un compañero más grande le vendía la droga.

Las coordinadoras del grupo explicaban que el Proyecto Alegría no era fácil, y que exigía un altísimo compromiso de los padres. No se trataba solamente del hospital de día, al que había que llevar a los chicos aun en contra de su voluntad, arrastrándolos por la fuerza o amenazándolos con la policía si fuera necesario. También era imprescindible, obligatorio, apartar al adicto de todas las relaciones que lo habían llevado a esa situación. Había que sacarlo del colegio, quitarle todo el dinero, prohibirle la interacción con sus viejos amigos, arrancarle de la pared los posters de bandas musicales que sin duda le recordaban los aspectos más agradables de la adicción, había que mantenerlo controlado y, si fuera necesario, encerrado, día y noche, impedirle toda salida no acompañado. Una madre explicó cómo habían cerrado con llave la puerta del cuarto de su hijo, que esa noche se había escapado por la ventana. El paso siguiente fue tapiar la ventana clavándole tablas.

Una pareja de padres (el hombre usaba un flequillo y unos anteojos sesentistas que habían pasado de moda hacía muchos años) contó que ellos creían haber logrado apartar a su hijo de todo mal. El muchacho no salía solo más que media hora por día para pasear al perro. Hasta que se dieron cuenta de que el ambiente de los paseadores de perros era precisamente donde se hacía la transa, tenían un punto de encuentro en una plaza cercana a su casa y allí le vendían a su hijo la sustancia que, a pesar de su aparente docilidad, seguía consumiendo.

De las propuestas del Proyecto Alegría, que a Esmé le parecían todas imposibles de cumplir, una de las más difíciles le pareció la exigencia de arrancar de la pared los posters de las bandas preferidas de su hija. Se veía entrando en la habitación de Natalia y arrancando, desgarrando como una loca esos afiches desde donde la miraban hombres y mujeres desconocidos (Esmé era incapaz de distinguir y reconocer las bandas que escuchaba su hija, a las que ella llamaba a veces, por error, conjuntos musicales), mientras Natalia la miraba con desconcierto y espanto.

En la segunda reunión las coordinadoras presentaron a una hija con su madre a las que consideraban uno de los grandes éxitos del proyecto. Con mucha sorpresa, Esmé reconoció a una compañera del jardín de infantes de Natalia. La madre contó cómo cierta vez fue a buscar a su hija, que salía de la matinée de un boliche, llegó un poco más temprano de lo convenido y se la encontró con un grupo de amigas fumando marihuana. Sin dudar un momento, le arrancó el porro de la mano, la metió en el auto a empujones, y al día siguiente, mientras la mantenía encerrada con llave en su habitación, buscó y encontró los datos del Proyecto Alegría. La hija la miraba con agradecimiento, con amor, y mientras contaban su experiencia las dos fumaban sin parar cigarrillos de tabaco, detonando el deseo de fumar en otros padres que aportaron también su porción de humo, hasta que la niebla blanquecina se hizo espesa y el aire irrespirable.

Un padre desesperado contó llorando que estaba participando sólo del proyecto con la esperanza de que pudieran ayudarlo. Su hija estaba en la calle. Metida hasta el fondo en la locura de la adicción, no a una sino a varias y simultáneas drogas (como, descubría Esmé, era en realidad lo más común), había sido reclutada por una organización que la prostituía.

Una mujer muy joven, teñida de rubio, que debía tener unos treinta y cinco años, golpeaba el suelo rítmicamente con el pie en estado de excitación piscomotriz. Sólo cuando empezó a hablar Esmé se fijó con más detalle en la pareja de ancianos vestidos de forma modesta y anticuada que se sentaban a su lado. En un entorno en el que la angustia y la culpa eran las sensaciones más compartidas, se destacaba la nota de odio contenido en la voz de la chica. Estaba allí para tratar de ayudar a su marido, y se quejaba amargamente de la incomprensión de sus suegros, los únicos que tenían en sus manos la posibilidad de salvarlo y sin embargo lo abandonaban a la droga. Los dos viejitos empezaron a hablar. Expusieron su causa interrumpiéndose, muy afligidos y con un fuerte acento gallego.

—Él tiene esa enfermedad, pero es nuestro hijo. ¿Qué podemos hacer? —decían—. ¡Nosotros lo queremos igual!

—¡Pero lo quieren mal! ¡Ustedes no le controlan la plata! ¡Él no puede tocar plata! ¿No se dan cuenta para qué la usa?

—¿Y cómo, por Dios, cómo vamos a controlarle la plata? —se preguntaban los viejos—. ¡Si él es el que maneja el negocio!

Se los veía frágiles, no entendían, trataban de atajarse la catarata de bronca que su nuera descargaba sobre ellos. Ella trataba de salvar su pareja, pero si fracasaba, se iría, pensó Esmé. Los padres seguirían encadenados a su hijo, sano o enfermo, hasta la muerte.

Después de las tres reuniones, a través de las historias que escuchaba, tan diferentes de la suya, Esmé se persuadió de que Natalia había dicho la verdad. A veces fumaba marihuana, pero la cocaína, cualquiera fuera el sentido de esas palabras, no era lo suyo. Y el Proyecto Alegría era más de lo que Esmé podía o quería llevar adelante en esas circunstancias.

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