Hija

Hija


Almuerzo con amigo

Página 40 de 50

Almuerzo con amigo

Marcos había sido claro: quiero conversar con vos, es importante; el tono no daba lugar a fantasías y sin embargo la invitación a almorzar le provocaba a Esmeralda un inevitable cosquilleo. El ex compañero del colegio de Guido era también el médico de consulta de la familia, ése al que recurrían cuando no confiaban del todo en el diagnóstico o la atención del prepago. Por otro lado Marcos era un hombre casado y Esmé estaba saliendo con un cliente de la agencia, no una pareja formal, por el momento, pero se le veía el potencial. No había lugar para el cosquilleo. Sin embargo, Esmé había aprendido por experiencia que cuando una mujer joven se divorcia, los primeros en intentar algo son los esposos de las amigas y después los amigos del esposo. Había lugar para el cosquilleo.

Esmeralda sabía también que Lucrecia, la mujer de Marcos, era muy celosa, no de otras mujeres, sino de ese trabajo insalubre al que su marido le entregaba su tiempo y su alma. Marcos no tenía horarios ni tenía días libres, los pacientes podían llamarlo a cualquier hora, y la situación se había agravado en los últimos años, por culpa de esa moda de los celulares, que a muchos les resultaba molesta pero ya nadie se atrevía a considerar pasajera. En todo caso, para hablar de algo importante ¿por qué encontrarse a almorzar en lugar de citarla en su consultorio? Claro que había lugar para el cosquilleo.

Siempre era un problema elegir la ropa para medio tiempo. Descartó el vestido gris con los botones de cuero, era demasiado escotado y no quería sentirse ridícula en una conversación que quizá girara acerca de cuestiones de salud. ¿Estaría enfermo Guido?, fantaseó. ¿Gravemente enfermo? ¿Le dolía, la apenaba, la torturaba, le gustaba la idea? ¿Se trataba de la salud de su madre?, pensó, con una súbita reacción física, un puño que la golpeaba a la altura del estómago. Pero para hablar de cuestiones de salud, Marcos la hubiera citado en su consultorio. ¿Vendría con Lucrecia? Lo que hubiera sido obvio en una cena se volvía dudoso en un almuerzo. Quiero conversar con vos, y no queremos, recordó Esmé.

A la muerte de su padre Esmé había heredado un pequeño capital que no se decidía a invertir. Marcos, uno de los pocos médicos que ganaban bien en la Argentina, estaba participando en algunas inversiones inmobiliarias, tal vez un refugio frente al estancamiento económico. ¿Sería ése el tema de la reunión? ¿Con Marcos y Lucrecia, entonces? La cita era en un restaurante de Puerto Madero, el nuevo barrio de la ciudad, que crecía rozagante mientras el resto del país se marchitaba. Habían reciclado los docks con fachada de ladrillo en el lado este de los diques: abajo se instalaron restaurantes y arriba oficinas. Y más allá, del otro lado de los diques, habían comenzado a inventar calles, bulevares, avenidas, plazas, monumentos, plazas, parques y fuentes. Estaba naciendo un barrio de lujo para una nueva clase social que crecía a un ritmo menor pero proporcional al aumento de la desocupación y la pobreza.

Esmé se decidió por el trajecito de color rojo aterciopelado, que podía ser bastante formal y se volvía audaz cuando lo usaba sin camisa. Con su medallón de plata mexicana y el perfume francés se sentía lista para hablar de operaciones inmobiliarias o de cualquier otra cosa. Quizá demasiado arreglada para el mediodía.

Esmé se sentía lista para todo, pero no para encontrarse con su ex marido al entrar al restaurante. Maldita casualidad, pensó con fastidio. Lo saludó sonriendo sin ganas.

—¿Qué hacés por acá? ¿Almuerzo de negocios?

—Me encuentro con Marcos, ¿y vos?

¿Entonces los había citado a los dos? Qué disparate. ¿Fantaseaba, el amigo común, con hacer de Celestina? ¿Promover un encuentro en el que podrían recapacitar, reconocerse, reencontrarse? Imposible, Marcos era demasiado inteligente para eso. Había una sola cosa que Guido y Esmeralda seguían teniendo en común. Natalia. Era Natalia. La mente de Esmé empezó a girar enloquecida alrededor de las últimas reticencias, los nuevos silencios de su hija, las ausencias, los misterios. Había sido toda suya y ahora era de la realidad, de sus amigos, de la historia, de su época, sabía tan poco de ella, al despegarse de la infancia se había despegado de su madre, del cuerpo de su madre, aceptaba apenas los abrazos, se limpiaba los besos, Esmé había perdido la magia absoluta de provocar su sonrisa, ya no era para su hija el sol y la luna, era apenas un obstáculo que trataba de interponerse entre ella y el mundo. ¿Natalia podría haber consultado a Marcos sin decírselo? ¿Podía estar enferma? ¿Podía estar embarazada? Era casi intolerable saber todo lo que Natalia podía ahora. Esmé dejó la cartera en una silla, casi jadeando de angustia, sintiendo que se le aflojaban los músculos y las tripas. No. Los hubiera citado en el consultorio. En el consultorio.

Recién cuando volvía del baño se fijó en la ropa desprolija de Guido, en sus mejillas ¿mal afeitadas? ¿o siguiendo las nuevas normas de elegancia masculina que sus padres hubieran llamado «barba de presidiario»? Los tiempos se habían vuelto malos, muy malos para los empresarios que habían empezado tan alegremente la década de los noventa y sus grandes oportunidades. Incluso los importadores estaban sintiendo los efectos de la recesión.

—¿Tenés idea? —le preguntó. Habían estado casados suficiente tiempo como para entenderse con pocas palabras.

—Para nada —dijo Guido—. Si fuera algo de salud, nos hubiera citado en el consultorio.

Esmé se aferró otra vez a esas palabras mágicas que repetía para sus adentros como un mantra. En el consultorio, en el consultorio, en el consultorio.

Marcos llegó sonriendo, saludó sonriendo, se sentó sonriendo. La sonrisa era de plástico. A pesar de su afeitada impecable, se lo veía mucho peor que a Guido. Estaba pálido y ojeroso, con los ojos irritados por lo que parecía ser una crónica falta de sueño.

—¿Elegimos algo? ¿Compartimos primer plato? —preguntó.

—No elegimos nada —dijo Guido—. Primero nos explicás qué estamos haciendo aquí.

—No hay apuro, podríamos comer primero.

—Por supuesto que hay apuro, Marcos —intervino Esmé—. Sos el médico de la familia, estamos asustados.

Los interrumpió un mozo joven y buen mozo, con el pelo atado en una colita. Hacía tan poco que los mozos eran todos viejos, eficientes y gallegos, pensó Esmé. El muchacho traía un pizarrón en el que estaban anotadas las comidas que no figuraban en la carta y que empezó a describir. Guido lo interrumpió sin cortesía en mitad de unas berenjenas aliñadas con aceite de oliva sanjuanino extravirgen, de primera presión en frío.

—Queremos el menú ejecutivo.

Muy amablemente el mozo le señaló en la carta las opciones del menú económico del mediodía, que de todos modos era ridículamente caro. Pidieron agua con gas y sin gas, y en cuanto consiguieron librarse del mozo, Guido volvió a la carga sin necesidad de palabras, con la mirada clavada en su amigo.

—Necesito ayuda —dijo Marcos—. Ustedes son mis amigos. Los dos. No tengo nadie más a quién recurrir.

Que fuera Marcos el que necesitaba ayuda los tranquilizó de inmediato. Esmé sintió una puntita de orgullo pugnando por abrirse paso. Un compañero del colegio de Guido la consideraba tan amiga como a él mismo y eso implicaba cobrar terreno sobre el campo enemigo. Marcos era botín de guerra.

—Bueno, largá —dijo Guido, con fastidio.

La palabra «recurrir» evocaba inmediatamente al dinero.

—No sé por dónde empezar. —Marcos los miró como si estuviera desconcertado, como si no fuera él quien los había citado allí.

—Empezá por el principio —ayudó Guido—. Necesitás ayuda, OK, aquí estamos tus amigos a ver qué se puede hacer. ¿En qué lío te metiste? ¿Tiene que ver con esa historia de la compra y venta de departamentos?

—El principio. Es lo más difícil. No voy a poder. Es Natalia. Hace unos meses me vino a ver al consultorio.

—¿Está enferma? —Con una mano que parecía actuar por cuenta propia, Esmé había hecho una bola con la servilleta y la apretaba desesperadamente mientras hablaba con voz tranquila.

—¡No, no, no! Está… está embarazada.

La mano de Esmé se relajó. En la mirada de alivio que cruzó con Guido hubo destellos del antiguo amor. De algún modo, por momentos, seguían queriéndose a través de su hija. Un embarazo tan jovencita. Tan chiquita. Era grave, pero no era el fin del mundo. Lo que seguía era seguramente un aborto. Ella misma había tenido una historia así en su adolescencia, sus padres la habían ayudado. ¡Pobre Naty, pobrecita! Por suerte tenía una madre que podía comprender.

El tono de Marcos era por lo general el de una autoridad inapelable. Hablaba en forma fuerte y clara, y era muy didáctico en sus explicaciones, como si estuviera dirigiéndose siempre a un paciente, a un ateneo de colegas o a una clase de la universidad. Ahora sus palabras se atropellaban torpemente, se pisaban unas a otras, su discurso era confusión pura.

—Ella… ¡ustedes son gente sensata! ¡Ella no puede tener ese bebé! ¡Está loca!

—¿Está loca? —repitió Guido—. ¿Qué te pasa, Marcos? Te agradezco mucho que hayas hablado con nosotros, pero esto es algo que vamos a resolver en familia. —Esmé no dejó de registrar la palabra familia sin saber si le molestaba o le gustaba.

—Pobrecita, debe necesitar ayuda, todavía no se animó a hablar con nosotros —dijo Esmé.

—Bueno, yo estoy de acuerdo con Marcos, no tiene edad para… ¿Sabés quién es el padre, te lo dijo? —preguntó Guido.

—Es que de eso les quería hablar… yo. Lo que pasó es que… Ella… Natalia me está pidiendo plata…

El mozo trajo las bebidas y el primer plato. Guido y Esmé, sentados rígidamente en sus sillas, comenzaban a entender, preferían no entender. Nadie tuvo fuerzas para tocar un tenedor.

—No —dijo Esmé—. No. No puede ser.

Pero podía. Así se explicaba, por ejemplo, por qué los había citado en un lugar público y no en su consultorio. Para obligarlos a mantenerse controlados.

—No fui yo. No sé cómo explicarles. Les juro que… Fue una… No pude… no pude resistir. —Lo miró a Guido pidiéndole comprensión, complicidad, pero el padre de Natalia le devolvió una mirada helada, todavía incrédula. —Ella… No creas que fui el primero.

—¿Le vas a echar la culpa a ella? ¿Vos sos un hombre adulto, un padre, un médico, y le vas a echar la culpa a una chiquita de quince años?

—Ya tiene dieciséis.

—¡Los cumplió la semana pasada!

—¡Es estupro!

—No es estupro. Para la ley argentina estupro es con menores de trece.

—¡Estudiaste, hijo de puta!

—No me quedó mas remedio. Guido, Esmeralda, ¡necesito ayuda!

—Te quiero matar. Te voy a matar.

—¡Me está pidiendo plata!

—Me imagino. Pobrecita. Para pagarse el aborto —dijo Esmé—. Ahora entiendo mejor por qué esta vez le costaba tanto confiar en mí.

—Ustedes no entienden. Me está pidiendo mucha plata para no tener al bebé. Para no hablar con Lucrecia. ¡Me está extorsionando!

—Te lo merecés. Lo que te haya pedido es poco.

—¡Por favor, por favor, ayúdenme!¡Ya le di diez mil dólares! ¡Y ahora me pide cincuenta mil!

La mención de la cifra sacudió un poco a Guido y Esmeralda. Aun en ese momento en que un dólar todavía valía igual que un peso argentino, los números eran asombrosos. El almuerzo había terminado. Ninguno de los tres estaba en condiciones de comer. No hubo discusiones cuando Marcos pidió y pagó la cuenta.

Salieron los tres juntos. Apenas había pisado la calle cuando Guido, que iba adelante, se dio vuelta de pronto y golpeó a su ex amigo en la cara, con el puño cerrado, con violencia. Marcos no se defendió. Se tambaleó un poco y cayó al suelo sentado, frotándose el mentón, mirándolo casi agradecido.

—Ésa sos vos, es tu culpa —le dijo Guido a Esmé, en el taxi que los llevaba al centro—. ¡Sos vos, que te reís de todo! Le enseñaste a no tomar nada en serio. ¡A no tener valores!

—Mirá quién habla —se defendió Esmé.

—No empieces.

—No empiezo porque no hace falta. Ya sabés todo. Lo que te quiero decir es otra cosa. Si me echás la culpa a mí, ¡es que la estás acusando a ella! ¡La defendiste con Marcos y ahora sos vos el que está diciendo que una chica de quince años es la culpable y no la víctima!

—Tenemos que hablar con Natalia. Pero yo necesito enfriarme un poco. Pensar. Hablá vos, que sos mujer.

Esmé se preparó para una charla dura, difícil, perturbadora. De mujer a mujer. Ella le contaría sobre su propia experiencia, sobre lo que había sentido cuando su mamá la acompañó a abortar, allí por los sesenta, cómo le sostuvo la mano mientras le ponían la máscara de gas, cómo ella sentía una corriente de amor pero también de odio que circulaba entre esas manos unidas por la fuerza. Su hija le contaría todo, o por lo menos, lo que pudiera contarle, ella no trataría de sonsacarle nada. Iban a hablar a corazón abierto, iban a llorar las dos, iban a terminar abrazadas.

Natalia estaba con su amiga Rita y no era un buen momento para hablar con ella. Tenía las pupilas dilatadas, los párpados a media asta y esa sonrisita entre tonta y misteriosa que le provocaba la marihuana. Pero Esmé no podía esperar. Le pidió que se despidiera de Rita. Su cara y sus gestos eran lo bastante angustiosos como para que Natalia aceptara sin protestar.

—Hijita. ¿Estás embarazada?

—Ni ahí —dijo Natalia, sorprendida.

—Sabés que podés hablar conmigo.

—Claro, mamita. Pero no, lo lamento, para los nietitos falta. ¿De dónde sacaste…? ¡Ah, ya me imagino! ¿Te llamó Marcos?

—Nos encontramos para hablar con él. Papá también estaba.

Natalia se echó a reír. Se deshacía de risa.

—¡Qué mal debía estar ese mierda para pedirle ayuda a ustedes!

—Pero entonces, ¿no estás? Y por qué…

La chica se mordió el labio inferior y levantó los ojos al cielo, ese gesto típico de su generación que hacía alarde de la paciencia necesaria para soportar la estupidez o la ingenuidad de los padres.

—Mamá, no hay nada más fácil que engañar a un hombre. ¡Se creen los reyes del mundo! Le mostré el resultado de un test, ¡pero no era mío!

Todo lo que Esmé había preparado para decirle a Natalia se desvanecía en el aire. Estaba desconcertada.

—¿Y de dónde lo sacaste?

—Lo compré. Se consiguen.

—¿Es cierto que te dio diez mil dólares? ¿Y que le pediste otros cincuenta mil?

—Pero se lo merecía, mamá. ¿No te parece que se lo merecía?

Sí, a Esmé le parecía que sí, que Marcos se lo merecía. Y sin embargo.

—No te voy a decir lo que tenés que hacer, Naty. Si vos creés que tenés que hablar con la mujer de Marcos, incluso si querés que hablemos papá y yo… —Y Esmé aceptó por un instante sus malos sentimientos, que otra sufra lo que ella sufrió. —Pero creo… no sé, creo que no deberías seguir pidiéndole plata. Por vos misma. En fin, por tu dignidad. Y porque puede ser peligroso…

—¿Sabés qué? Yo también pensé eso. No le voy a pedir más, te prometo. Pero mami, ¿te parece que me puedo quedar con los diez mil dólares?

A Esmé le conmovió que su hija le preguntara, que le pidiera permiso. Y le pareció que no, que no se los podía quedar. Era lo menos que tenía que pagar ese hijo de puta, pero también era demasiada plata para que la manejara una chica de esa edad. Natalia tenía que entender la gravedad de lo que había hecho.

—Vas a tener que devolver esa plata, Naty —contestó, severamente.

Natalia puso una carita enfurruñada.

—Pero yo no quiero volver a ver a Marcos, ma.

—Claro que no. Le vas a dar el dinero a tu papá.

—¿Y si se lo queda?

—¿Cómo si se lo queda, Naty? ¿Qué estás diciendo?

—Yo prefiero dártelo a vos.

¿Qué sabía Natalia sobre su papá que Esmé ignoraba? ¿Guido era capaz de hacer algo así? Había planeado sostener una larga conversación con su hija y ahora no se le ocurría nada que decir.

Un tiempo después supieron que Marcos y Lucrecia se habían separado. Ella se quedó con los chicos y no se los dejaba ver. Marcos estaba haciendo un juicio para tratar de recuperar la relación con sus hijos.

Ir a la siguiente página

Report Page