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Primera parte » 89

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1

Gabčík, como se llama, es un personaje que ha existido de verdad. ¿Acaso ha oído de fuera, tras los postigos de un piso a oscuras, donde está solo y tumbado encima de un estrecho jergón, acaso ha escuchado el chirrido tan familiar de los tranvías de Praga? Quiero creer que sí. Como conozco bien Praga, no me es difícil imaginar el número del tranvía (aunque tal vez haya cambiado), ni su itinerario, ni siquiera el lugar desde el que, tras los postigos cerrados, Gabčík, en la cama, espera, piensa y escucha. Estamos en Praga, en la esquina de Vyšehradska con Trojička. El tranvía número 18 (o el 22) se ha detenido delante del Jardín Botánico. Estamos concretamente en 1942. En El libro de la risa y el olvido, Kundera deja entender que le da un poco de vergüenza tener que ponerle nombre a sus personajes, y aunque esa vergüenza apenas sea perceptible en sus novelas, en las que abundan los Tomas, las Tamina y muchas Tereza, es obvia la intuición de una evidencia: ¿hay algo más vulgar que atribuir de modo arbitrario, con la pueril intención de lograr un efecto de realidad o, en el mejor de los casos, sencillamente de comodidad, un nombre inventado a un personaje inventado? Aunque, en mi opinión, Kundera debería haber ido más lejos: ¿hay algo más vulgar, en realidad, que un personaje inventado?

Este Gabčík ha existido de verdad, y por difícil que parezca respondía a ese nombre (aunque no siempre). Su historia es igualmente tan verdadera como excepcional. Tanto él como sus camaradas son, a mi modo de ver, los autores de uno de los mayores actos de resistencia de la historia humana, e, incontestablemente, del mayor hecho de resistencia de la Segunda Guerra Mundial. Hace mucho tiempo que deseaba rendirle un homenaje. Hace mucho tiempo que lo veo a él, tumbado en esa pequeña habitación que tiene los postigos cerrados y la ventana abierta, atento al chirrido del tranvía que se detiene delante del Jardín Botánico (¿en qué sentido? No lo sé). Pero por mucho que lleve esta imagen al papel, como solapadamente estoy haciendo ahora, no estoy seguro de rendirle con ello un auténtico homenaje. Sé que reduzco a este hombre al vulgar rango de personaje, y sus actos al de la literatura: alquimia infame, pero, ¿acaso puedo hacer otra cosa? No quiero arrastrar esta visión durante toda mi vida sin al menos haber intentado restituirla. Lo único que espero es que detrás de la espesa capa reflectante de idealización que voy a aplicar a esta historia fabulosa, el espejo sin azogue de la realidad histórica se deje todavía atravesar.

2

No recuerdo exactamente cuándo me habló mi padre de esta historia por primera vez, pero vuelvo a verlo, en mi cuarto de HLM[*], pronunciando las palabras «partisanos», «checoslovacos», quizá la de «atentado», con toda certeza la de «liquidar», y a continuación esta fecha: «1942». Yo había encontrado en su biblioteca una Historia de la Gestapo, escrita por Jacques Delarue, y había empezado a leer algunas páginas. Mi padre, al verme con ese libro en las manos, me hizo algunos comentarios de pasada: mencionó a Himmler, el jefe de la SS, y luego a su brazo derecho, Heydrich, protector de Bohemia-Moravia. Me habló de un comando checoslovaco enviado por Londres y de ese atentado. Él no conocía los detalles (y yo carecía de motivos suficientes para preguntárselos, ya que en aquella época ese acontecimiento histórico no ocupaba todavía el sitio que ocupa ahora en mi imaginario), pero noté en él esa ligera excitación que le caracteriza siempre que cuenta (en general por enésima vez, pues, por deformación profesional o por simple tendencia natural, le gusta repetirse) algo que de un modo u otro le ha impresionado. No creo que en ningún momento él mismo fuera consciente de la importancia que concedía a esa anécdota, porque cuando le hablé recientemente de mi intención de escribir un libro sobre el asunto, sólo percibí por su parte una educada curiosidad, sin el menor indicio de especial emoción. Pero no me cabe duda de que esa historia siempre lo ha fascinado, aunque no haya producido en él una impresión tan fuerte como en mí. También emprendo este libro para devolverle algo de eso: el resultado de unas pocas palabras ofrecidas a un adolescente por ese padre que, en aquel entonces, no era todavía profesor de historia pero que, con unas cuantas frases imperfectas, sabía contarla muy bien.

La Historia.

3

Mucho antes de la separación de los dos países, cuando todavía era un niño, yo hacía ya la distinción entre checos y eslovacos gracias al tenis. Por ejemplo, sabía que Ivan Lendl era checo, mientras que Miroslav Mecir era eslovaco. Y si sabía que el eslovaco Mecir era un jugador más imaginativo, con mayor talento y más simpático que el checo Lendl, laborioso, frío, antipático (pero a pesar de ello número 1 mundial durante 270 semanas, récord batido únicamente por Pete Sampras con 286 semanas), también había aprendido de mi padre que durante la guerra los eslovacos habían colaborado y, en cambio, los checos habían resistido. En mi cabeza (cuya capacidad para percibir la asombrosa complejidad del mundo era entonces muy limitada), aquello significaba que, por naturaleza, todos los checos habían sido resistentes y todos los eslovacos colaboracionistas. Ni por un segundo había pensado en el caso de Francia, donde se nos acusaba de un esquematismo semejante: ¿es que nosotros, los franceses, no habíamos resistido y colaborado a la vez? A decir verdad, hasta que no supe que Tito era croata (no todos los croatas habían colaborado, del mismo modo que no todos los serbios habían resistido), no empecé a tener una visión más clara de la situación en Checoslovaquia durante la guerra: por un lado estaba Bohemia-Moravia (como se conocía a la actual Chequia), ocupada por los alemanes y anexionada al Reich (es decir, en tanto que poseedora del poco envidiable estatus de Protectorat, considerada como parte integrante de la Gran Alemania); y por otro lado estaba el Estado eslovaco, teóricamente independiente pero satelizado por los nazis. Esto no prejuzgaba en nada, evidentemente, el comportamiento individual de cada quien.

4

Cuando en 1996 llegué a Bratislava antes de ir a ejercer como profe de francés en una academia militar de Eslovaquia oriental, una de las primeras cosas que le pregunté al secretario del agregado de defensa en la embajada (aparte de información sobre mi equipaje, que había sido extraviado en dirección a Estambul) tenía que ver con la historia de aquel atentado. Este buen hombre, suboficial antiguamente especializado en las escuchas telefónicas en Checoslovaquia y reconvertido a la diplomacia al término de la guerra fría, me dio los primeros detalles sobre el asunto. Para empezar, fueron dos los que asestaron el golpe: un checo y un eslovaco. Me alegró saber que un súbdito de mi país de acogida había participado en la operación (por tanto, no cabía duda de que había habido resistentes eslovacos). Sobre el desarrollo de la operación en sí, me dijo poca cosa, salvo, creo yo, que una de las armas se había encasquillado en el momento de disparar sobre el coche de Heydrich (y así supe, en esa misma ocasión, que Heydrich iba en coche cuando ocurrieron los hechos). Pero lo que agudizó mi curiosidad fue sobre todo lo que sucedió a continuación: cómo los dos partisanos se refugiaron con sus amigos en una iglesia, y cómo los alemanes trataron de ahogarlos allí… Extraña historia esta. Yo quería algo con más precisión. Pero el suboficial no sabía nada más.

5

Poco tiempo después de mi llegada a Eslovaquia, conocí a una joven eslovaca muy bella de la que caí perdidamente enamorado y con la que iba a vivir una historia pasional que duraría casi cinco años. Gracias a ella pude obtener algunas informaciones suplementarias. Por de pronto, el nombre de los protagonistas: Jozef Gabčík y Jan Kubiš. Gabčík era el eslovaco y Kubiš el checo; al parecer, debido a la consonancia de sus patronímicos respectivos, es imposible confundirlos. En todo caso, aquellos dos hombres parecían ya formar parte integrante del paisaje histórico: de hecho, Aurelia, la joven en cuestión, había aprendido sus nombres en la escuela, como cualquier otro niño checo o eslovaco de su generación, creo yo. Por lo demás, ella conocía el episodio a grandes rasgos, pero apenas si sabía algo más que mi suboficial. Tuve que esperar dos o tres años para tomar conciencia de lo que siempre había sospechado realmente: que aquella historia sobrepasaba en intensidad novelesca las más improbables ficciones. Y esto lo descubrí casi por azar.

Había alquilado para Aurelia un piso situado en el centro de Praga, entre el castillo de Vyšehrad y Karlovo náměstí, la plaza Carlos. Pues bien, de esta plaza sale una calle, la ulice Resslova, que llega hasta el río, donde se encuentra ese extraño edificio de cristal que parece ondular en el aire y que los checos llaman «Tančicí Dům», la casa que baila. En esa calle Resslova, en la acera de la derecha según se baja, hay una iglesia. En uno de los laterales de esa iglesia hay una claraboya en torno a la cual son bien visibles en la piedra numerosos impactos de bala, y una placa, que menciona entre otros los nombres de Gabčík y de Kubiš, así como el de Heydrich, cuyo destino está desde entonces ligado al de ellos para siempre. Yo había pasado decenas de veces por delante de aquella claraboya sin fijarme ni en los impactos de bala ni en la placa. Pero un día me detuve: había dado con la iglesia donde los paracaidistas se habían refugiado después del atentado.

Volví luego con Aurelia a una hora en que la iglesia estaba abierta y pudimos visitar la cripta.

Y en la cripta estaba todo.

6

Estaban las huellas, aún terriblemente frescas, del drama que se había consumado en aquella sala apenas sesenta años antes: el reverso de la claraboya que se ve desde el exterior, el túnel excavado unos pocos metros, los impactos de las balas en las paredes y en el techo abovedado, dos pequeñas puertas de madera. También había unas fotos con los rostros de los paracaidistas, estaba el nombre de un traidor en un texto redactado en checo y en inglés, había un impermeable vacío, un morral, una bici, todo ello reunido dentro de una vitrina, por supuesto había una metralleta Sten, de esas que se encasquillan en el peor momento, había mujeres evocadas, había imprudencias mencionadas, estaba Londres, estaba Francia, había legionarios, había un gobierno en el exilio, había un pueblo con el nombre de Lidice, había un joven centinela que se llamaba Valčík, había un tranvía que pasa, también éste, en el peor momento, había una máscara mortuoria, había una recompensa de diez millones de coronas para el hombre o la mujer que delatase, había cápsulas de cianuro, había granadas y gente para lanzarlas, había emisoras de radio y mensajes codificados, había un esguince en el tobillo, estaba la penicilina que sólo se podía conseguir en Inglaterra, había una ciudad entera bajo el poder de aquel a quien apodaban «El Verdugo», había banderas con la cruz gamada e insignias con calaveras, había espías alemanes que trabajaban para Inglaterra, había un Mercedes negro con un neumático reventado, había un chófer, había un carnicero, había dignatarios alrededor de un ataúd, había policías inclinados sobre unos cadáveres, había represalias terribles, estaba la grandeza y la locura, la debilidad y la traición, el valor y el miedo, la esperanza y la pena, todas las pasiones humanas estaban reunidas en unos pocos metros cuadrados, estaba la guerra y estaba la muerte, había judíos deportados, familias masacradas, soldados sacrificados, había venganza y cálculo político, había un hombre que, entre otros, tocaba el violín y practicaba esgrima, había un cerrajero que nunca pudo ejercer su oficio, estaba el espíritu de la Resistencia que se quedó grabado para siempre en esos muros, estaban los rastros de la lucha entre las fuerzas de la vida y las de la muerte, estaban Bohemia, Moravia, Eslovaquia, estaba toda la historia del mundo contenida dentro de unas pocas piedras.

Fuera había setecientos SS.

7

Tecleando en Internet descubrí la existencia de una película, titulada Conspiracy, en la que Kenneth Branagh hace el papel de Heydrich. Por cinco euros, gastos de envío incluidos, me apresuré a pedir el DVD, que me llegó al cabo de tres días.

Se trata de una recreación de la conferencia de Wannsee durante la cual, el 20 de enero de 1942, Heydrich, asistido por Eichmann, fijó en unas pocas horas el modo de aplicación de la Solución Final. En aquella fecha ya habían comenzado las ejecuciones masivas en Polonia y en la URSS, pero habían sido confiadas a los comandos de exterminio de la SS, los Einsatzgruppen, que se limitaban a concentrar a sus víctimas por centenas, incluso por millares, a menudo en un campo o en un bosque, antes de ametrallarlos. El problema de este método era que sometía los nervios de los verdugos a una dura prueba y dañaba la moral de las tropas, hasta de las más curtidas, como la SD o la Gestapo; el propio Himmler llegó a desmayarse cuando asistió a una de esas ejecuciones en masa. A continuación, los SS se habituaron a asfixiar a sus víctimas en unos camiones repletos de gente en su interior, en donde habían conectado el tubo de escape, pero la técnica no pasaba de ser algo relativamente artesanal. Después de Wannsee, el exterminio de los judíos, confiado por Heydrich a los buenos cuidados de su fiel Eichmann, fue administrado como un proyecto logístico, social, económico, es decir, algo de una gran envergadura.

La interpretación de Kenneth Branagh es bastante fina: consigue conjugar una extrema afabilidad con un tajante autoritarismo, lo que vuelve muy inquietante su personaje. De todos modos, no he leído en ninguna parte que el verdadero Heydrich diera la menor muestra de afabilidad, real o fingida, en ninguna circunstancia. Sin embargo, en una corta escena de la película se recrea bien al personaje en su dimensión tanto psicológica como histórica. Dos personas discuten en un aparte. Una le confía a la otra que ha oído decir que Heydrich tenía orígenes judíos y le pregunta si cree posible que ese rumor sea fundado. El segundo le responde acerbamente: «¿Por qué no se lo preguntamos a él directamente?» Su interlocutor palideció con sólo pensarlo. Al parecer es cierto que un persistente rumor acerca de que su padre era un judío persiguió durante mucho tiempo a Heydrich y envenenó su juventud. No cabe duda de que este rumor era del todo infundado, ya que, a decir verdad, si ése hubiera sido el caso, Heydrich, en tanto que jefe de los servicios secretos del partido nazi y de la SS, habría podido hacer desaparecer sin el menor esfuerzo cualquier huella sospechosa en su genealogía.

Sea como fuere, aquélla no era la primera vez que el personaje de Heydrich fue llevado a la pantalla, ya que menos de un año después del atentado, en 1943, Fritz Lang rodaba una película de propaganda titulada Los verdugos también mueren, sobre un guion de Bertolt Brecht. Esta película reconstruía los hechos de una manera totalmente imaginaria (Fritz Lang ignoraba cómo habían ocurrido las cosas realmente, y de haberlo sabido no habría querido correr el riesgo de divulgarlo, naturalmente), pero bastante ingeniosa: Heydrich era asesinado por un médico checo, miembro de la Resistencia interior, que se refugiaba en casa de una muchacha cuyo padre, un profesor universitario, era llevado como rehén por el ocupante junto con otras personalidades locales y amenazado de muerte como represalia si el asesino no se entregaba. La crisis, tratada de manera extremadamente dramática (Brecht obliga, qué duda cabe), se desata cuando la Resistencia consigue endilgarle la responsabilidad a un traidor colaboracionista, con cuya muerte termina todo el asunto incluida la película. En la realidad, ni los partisanos ni los ciudadanos checos se libraron tan fácilmente.

Fritz Lang eligió representar a Heydrich, bastante groseramente, como un perverso afeminado, un completo degenerado que maneja una fusta para subrayar a la vez su ferocidad y sus costumbres depravadas. Es cierto que el verdadero Heydrich pasaba por ser un desequilibrado sexual y que era dado a poner una voz de falsete que contrastaba con el resto del personaje, pero su altivez, su envaramiento, su perfil de ario absoluto no tenían nada que ver con la criatura que se contonea en la película. A decir verdad, si se quisiera buscar una representación un poco más verosímil, convendría volver a ver El Gran Dictador, de Chaplin: se ve ahí a Hinkel, el dictador, flanqueado por dos esbirros, uno es un gordo fatuo adiposo que claramente toma como modelo a Goering, el otro es un tipo escuálido mucho más astuto, frío y rígido: pero no es Himmler, con su pequeño bigote de zorro y mal perfilado, sino más bien Heydrich, su muy peligroso brazo derecho.

8

Por enésima vez volví a Praga. Acompañado por otra joven, la espléndida Natacha (francesa pese a su nombre: hija de comunistas, como todos nosotros), volví a pasar por la cripta. El primer día estaba cerrada por ser fiesta nacional, pero enfrente, algo de lo que nunca me había percatado hasta entonces, hay un bar que se llama «De los paracaidistas». Las paredes de su interior están cubiertas de fotos, documentos, frescos y carteles relativos al asunto. Al fondo, una gran pintura mural reproduce la Gran Bretaña, con puntos que señalan las diferentes bases militares donde los comandos del ejército checo en el exilio se preparaban para sus misiones. Bebí allí una cerveza con Natacha.

Al día siguiente fuimos a una hora laborable y le enseñé la cripta a Natacha, que tomó algunas fotos a petición mía. En el vestíbulo se proyectaba una película que reconstruía el atentado: traté de localizar los lugares del drama para luego ir a visitarlos, pero estaban lejos del centro de la ciudad, en el extrarradio. Los nombres de las calles habían cambiado, todavía me costaba situar con precisión el lugar exacto del ataque. A la salida de la cripta, me hice con un folleto bilingüe que anunciaba una exposición titulada «Atentát» en checo, «Asesinato» en inglés. Entre ambos títulos, una foto mostraba a Heydrich rodeado de oficiales alemanes y flanqueado por su brazo derecho local, el sudete Karl Hermann Frank, todos impecablemente uniformados, dispuestos a trepar por unas escaleras alfombradas. Sobre el rostro de Heydrich se había impreso una diana roja. La exposición tenía lugar en el museo del Ejército, cerca de Florenc, la estación de metro, pero no se indicaba ninguna fecha (sólo se mencionaban los horarios del museo). Acudimos allí ese mismo día.

En la entrada del museo, una señora bajita y de bastante edad nos recibió con mucha solicitud: parecía feliz de tener visitantes y nos invitó a recorrer las diferentes galerías del edificio. Pero sólo me interesaba una, y así se lo indiqué: aquella cuya entrada estaba decorada con un enorme cartón piedra que anunciaba, como si fuera el cartel de una película de terror hollywoodiense, la exposición sobre Heydrich. Me pregunté si aquella exposición sería permanente. En todo caso, era gratuita, como el resto del museo, y la señora bajita, después de inquirir sobre nuestra nacionalidad, nos entregó un folleto informativo en inglés (sentía muchísimo no poder ofrecérnoslo más que en inglés o alemán).

La exposición sobrepasaba todas mis expectativas. Allí sí que estaba todo de verdad: además de fotos, cartas, afiches y documentos diversos, vi las armas y los efectos personales de los paracaidistas, la documentación suministrada por los servicios ingleses, con notas, estimaciones, evaluaciones de riesgos, el Mercedes de Heydrich, con su neumático reventado y su agujero en la portezuela trasera derecha, la carta fatal del amante a su querida, que fue la causa de la masacre de Lidice, al lado de sus respectivos pasaportes con su foto, y muchos más rastros de lo que había ocurrido, auténticos y turbadores. Tomé notas febrilmente, a sabiendas de que había demasiados nombres, fechas, detalles. Al salir, le pregunté a la señora bajita si me sería posible adquirir el folleto que me había entregado para la visita, en el que estaban reproducidos todos los textos y comentarios de la exposición: me dijo que no con aspecto desolado. El librito, muy bien hecho, estaba encuadernado a mano y era obvio que no estaba destinado a su comercialización. Al ver mi perplejidad, y sin duda conmovida por mis esfuerzos por chapurrear el checo, la señora bajita acabó por quitarme el folleto de las manos y meterlo en el bolso de Natacha con determinación. Nos hizo una seña para que nos calláramos y nos fuéramos. La despedimos efusivamente. La verdad era que, visto el número de visitantes del museo, seguramente nadie echaría en falta aquel folleto. Aun así, había sido extremadamente amable. Dos días después, una hora antes de la salida de nuestro autocar para París, regresé al museo para ofrecerle unos bombones a aquella señora bajita quien, muy confusa, se negaba a aceptarlos. La riqueza del folleto que ella me había dado era tal que sin él —y por tanto sin ella— este libro carecería de la forma que va a cobrar a partir de ahora. Lo que lamento es no haberme atrevido a preguntarle su nombre, para poder agradecérselo aquí todavía con un poco más de solemnidad.

9

Cuando estaba en el instituto, Natacha participó dos años seguidos en un concurso sobre la Resistencia, y las dos veces acabó la primera, lo que, hasta donde yo sé, no se había producido nunca antes y tampoco se volvería a repetir después. Esa doble victoria le dio la ocasión de ser una de las abanderadas en una ceremonia conmemorativa y de visitar un campo de concentración en Alsacia. Durante el trayecto, estuvo sentada al lado de un antiguo resistente que le tomó mucho cariño. Él le prestó libros, documentos, pero al poco tiempo se perdieron de vista. Diez años más tarde, cuando me contó esta historia con la culpabilidad que cualquiera puede imaginarse, ya que ella seguía en posesión de los documentos prestados sin saber siquiera si aquel resistente todavía vivía, la animé a recuperar de nuevo su contacto y, aunque el individuo acabó por irse a vivir al otro extremo de Francia, di con su rastro.

Fue así como acudimos a visitarlo donde vivía, en una hermosa casa completamente blanca, cerca de Perpiñán, en donde se había instalado con su mujer.

Entre sorbitos de moscatel escuchábamos su relato de cómo había entrado en la Resistencia, cómo se había pasado al maquis, en qué consistía su actividad. En 1943, él tenía diecinueve años y trabajaba en la lechería de su tío, quien, suizo de origen, hablaba alemán; lo hacía tan bien que los soldados que acudían a avituallarse habían tomado la costumbre de entretenerse allí un poco más para charlar con alguien que hablaba su lengua. Al principio, le preguntaron si podría entresacar alguna información interesante de las frases intercambiadas entre los soldados y su tío, algo sobre movimientos de tropas, por ejemplo. Luego le pidieron que hiciera acciones de paracaidismo, que consistían en ayudar a recuperar las cajas con material lanzadas en paracaídas por los aviones aliados durante la noche. Finalmente, cuando tuvo edad de ser reclutado por el STO[*] y, en consecuencia, amenazado de ser enviado a Alemania, se pasó al maquis, donde sirvió en unidades de combate y participó en la liberación de Borgoña, por lo visto muy activamente, a juzgar por el número de alemanes que dijo haber matado.

Su historia me interesó de veras, pero esperaba también aprender algo que pudiera serme útil de cara a mi libro sobre Heydrich. Aunque no tenía ni idea de qué exactamente.

Le pregunté si había seguido una instrucción militar una vez que se había enrolado en el maquis. Ninguna, me dijo. Con el tiempo sí le enseñaron el manejo de una ametralladora pesada y tuvo algunas sesiones de entrenamiento para su montaje y desmontaje con los ojos vendados, así como prácticas de tiro. Pero el día que llegó le pusieron en las manos una metralleta y no le dijeron nada más. Una metralleta inglesa, una Sten. Un arma nada fiable, al parecer: bastaba con que la culata golpease el suelo para que vaciase al aire todo el cargador. Una porquería. «La Sten era una pura mierda, no se puede decir más que eso.»

Una pura mierda, entonces…

10

He dicho antes que la eminencia gris de Hynkel-Hitler en El Gran Dictador de Chaplin se inspiraba en Heydrich, pero es falso. No me refiero al hecho de que en 1940 Heydrich fuera un hombre en la sombra absolutamente desconocido para la mayoría, a fortiori americana. El problema evidentemente no es ése: Chaplin habría podido adivinar su existencia y acertar de pleno. La verdad es que el esbirro del dictador en la película está presentado como una serpiente cuya inteligencia contrasta con la ridiculez de quien parodia al gordo Goering, pero el personaje está asimismo cargado de una dosis de bufonería y pusilanimidad en la que no es posible reconocer al futuro carnicero de Praga.

A propósito de recreaciones cinematográficas de Heydrich, acabo de ver en la tele una vieja película de Douglas Sirk (que era de origen checo) titulada Hitler’s Madman. Se trata de un film de propaganda, americano, rodado en una semana, estrenado poco tiempo antes del de Fritz Lang, Los verdugos también mueren, en 1943. La historia, totalmente imaginaria (al igual que la de Lang), sitúa el corazón de la Resistencia en Lidice, el pueblo mártir que acabará como Oradour. El argumento consiste en el compromiso de los habitantes para proteger a un paracaidista llegado de Londres: ¿lo ayudarán, se mantendrán al margen, lo delatarán? El problema de la película es que reduce la organización del atentado a una iniciativa local, basada en una concatenación de casualidades y coincidencias (Heydrich atraviesa por azar el pueblo de Lidice, donde se esconde por azar un paracaidista, y también por azar se sabe la hora a la que pasa el coche del protector, etcétera). La intriga es mucho menos intensa que la del film de Lang, en la que, con Brecht al guion, la fuerza dramática se despliega para constituir una verdadera epopeya nacional.

Por el contrario, el actor que encarna a Heydrich en la película de Douglas Sirk es excelente. Por de pronto se le parece físicamente. Además, llega a reproducir la brutalidad del personaje sin recargarlo de tics demasiado exagerados, fácil recurso al que Lang había cedido so pretexto de subrayar su alma degenerada. Es cierto que Heydrich era un cerdo maléfico y despiadado, pero no era Ricardo III. El actor en cuestión es John Carradine, el padre de David Carradine, alias Bill con Tarantino. La escena más lograda de la película es la de la agonía: Heydrich en la cama, moribundo y roído por la fiebre, larga a Himmler un discurso cínico que, por primera vez, tiene resonancias shakespearianas, aunque no por eso ha dejado de parecerme bastante verosímil: ni cobarde ni heroico, el verdugo de Praga se extingue sin arrepentimiento ni fanatismo, sólo apenado por dejar la única vida a la que estaba en verdad unido, la suya.

«Verosímil», como he dicho.

11

Pasan los meses, se convierten en años, durante los cuales esa historia no deja de crecer en mí. Y mientras transcurre mi vida, hecha como la de todos a base de alegrías, de dramas, de decepciones y de esperanzas personales, los anaqueles de mi apartamento se cubren de libros sobre la Segunda Guerra Mundial. Devoro cuanto cae en mis manos en todas las lenguas posibles, voy a ver todas las películas que salen —El pianista, El hundimiento, Los falsificadores, Te Black Book, etcétera— y mi tele queda bloqueada en el canal Historia que dan por cable. Aprendo multitud de cosas, y aunque algunas no guardan más que una lejana relación con Heydrich, me digo que todo puede servir, que hay que impregnarse de una época para comprender su espíritu, y luego el hilo del conocimiento se desenrolla solo, una vez que se empieza a tirar de él. La amplitud del saber que llego a acumular termina por asustarme. Escribo dos páginas cada mil que leo. A ese ritmo, moriré sin haber evocado más que lo que serían los preparativos del atentado. Siento claramente que mi sed de documentación, sana en principio, se torna poco a poco en perjudicial: en resumidas cuentas, se convierte en un pretexto para demorar el momento de la escritura.

Mientras tanto, tengo la impresión de que todo en mi vida cotidiana me conduce a esa historia. Natacha alquila un estudio en Montmartre, el código de la puerta de entrada es el 4206, enseguida pienso en junio del 42. Natacha me anuncia la fecha de la boda de su hermana, y yo exclamo alegremente: «¿El 27 de mayo? ¡Increíble! ¡El día del atentado!» (Natacha está consternada.) Pasamos por Múnich el último verano, de regreso de Budapest: en la gran plaza de la ciudad vieja, reunión alucinante de neonazis, los avergonzados muniqueses me dicen que nunca habían visto algo así (no sé si creerlos, la verdad). Veo por primera vez en mi vida una de Rohmer, en DVD: el personaje principal, un agente doble en los años treinta, se encuentra con Heydrich en persona. ¡En una de Rohmer! Es divertido constatar cómo, cuando nos interesamos a fondo por un tema, todo parece remitirnos a él.

Leo también muchas novelas históricas, para ver cómo se desenvuelven los otros con las imposiciones del género. Algunos saben dar prueba de un rigor extremo, otros pasan ampliamente, otros incluso llegan a bordear hábilmente los muros de la verdad histórica sin tener que fantasear demasiado. Lo que más me impresiona es el hecho de que en todos los casos la ficción se impone a la Historia. Es lógico, pero en mi caso no sé cómo resolverlo.

Un modelo de acierto, en mi opinión, es Le Mors aux dents, de Vladimir Pozner, que cuenta la historia del barón Ungern, con quien se mide Corto Maltés en Corto Maltés en Siberia. La novela de Pozner se divide en dos partes: la primera se desarrolla en París, y relata las pesquisas del escritor a la hora de recoger testimonios sobre su personaje. La segunda nos sumerge brutalmente en el corazón de Mongolia, y de golpe nos vuelca en la novela propiamente dicha. El efecto es sorprendente y muy logrado. Releo esa parte de vez en cuando. De hecho, para ser preciso, las dos partes están separadas por un pequeño capítulo de transición titulado «Tres páginas de Historia», que termina con esta frase: «1920 acababa de empezar».

Lo encuentro genial.

12

Maria intenta torpemente tocar el piano desde hace una hora, cuando oye entrar a sus padres. Bruno, el padre, le abre la puerta a su mujer, Elizabeth, que lleva un bebé en los brazos. Llaman a la niña: «¡Ven a ver, Maria! Mira, es tu hermanito. Es muy pequeño y hay que quererlo mucho. Se llama Reinhardt.» Maria asiente sin convicción. Bruno se inclina con delicadeza sobre el recién nacido. «¡Qué guapo es! —dice—. ¡Y qué rubio!, dice Elizabeth. Será músico.»

13

Desde luego, yo podría, incluso debería describir detenidamente, a modo de introducción en una decena de páginas, siguiendo el ejemplo de Victor Hugo, la apacible ciudad de Halle, donde nació Heydrich en 1904. Hablaría de las calles, de las tiendas, de los monumentos, de todas las peculiaridades locales, de la organización municipal, de las diferentes infraestructuras, de las especialidades gastronómicas, de sus habitantes y de su estado de ánimo, de sus modales, de sus tendencias políticas, de sus gustos y aficiones. Luego abriría el zoom hacia la casa de los Heydrich, el color de los postigos, el de las cortinas, la disposición de las habitaciones, la madera de la mesa central del salón. Vendría después una minuciosa descripción del piano, acompañada de una larga parrafada sobre la música alemana de comienzos de siglo, su sitio en la sociedad, sus compositores, la cuestión de la recepción de las obras, la importancia de Wagner… y ahí, precisamente ahí, comenzaría mi relato propiamente dicho. Recuerdo una interminable digresión, de por lo menos ochenta páginas, en Notre-Dame de París, sobre el funcionamiento de las instituciones judiciales en la Edad Media. Se me hizo muy pesado, por eso me salté ese pasaje.

He optado por estilizar algo mi historia. Eso me viene de perlas porque, si bien en algunos episodios ulteriores puede que necesite resistir a la tentación de demostrar mi saber detallando en exceso tal o cual escena sobre la que estoy superdocumentado, tengo que confesar que por lo que respecta a la ciudad natal de Heydrich mis conocimientos flaquean un poco. Hay dos ciudades que llevan el nombre de Halle en Alemania, y ahora mismo ni yo sé a cuál me refiero. Decido, de manera provisional, que eso no es importante. Vamos a ver.

14

El maestro llama a los alumnos uno por uno: «¡Reinhardt Heydrich!» Reinhardt da un paso adelante, pero un niño levanta el dedo: «¡Señor! ¿Por qué no lo llama por su verdadero nombre?» Un estremecimiento de placer recorre la clase. «¡Se llama Süss, todo el mundo lo sabe!» La clase estalla, los alumnos gritan. Reinhardt no dice nada, aprieta los puños. Nunca dice nada. Tiene las mejores notas de la clase. Pronto será el mejor en gimnasia. Y no es judío. Por lo menos eso espera. Fue su abuela, por lo visto, la que se casó en segundas nupcias con un judío, pero eso no tiene nada que ver con su auténtica familia. Es lo que ha creído comprender, entre los rumores de la gente y las negaciones indignadas de su padre, aunque a decir verdad no está completamente seguro. Mientras tanto, va a hacer callar a todos con la gimnasia. Y esa tarde, cuando vuelva a casa, antes de que su padre le dé su lección de violín, podrá decirle que sigue siendo el primero, y su padre estará orgulloso de él, y lo felicitará.

Pero esa tarde no habrá lección de violín, y Reinhardt no podrá contar cómo le ha ido en la escuela a su padre. Cuando llegue a casa, sabrá que están en guerra.

—¿Por qué estamos en guerra, papá?

—Porque Francia e Inglaterra tienen envidia de Alemania, hijo mío.

—¿Por qué tienen envidia?

—Porque los alemanes son más fuertes que ellos.

15

Nada hay más artificial, en un relato histórico, que esos diálogos reconstruidos a partir de testimonios más o menos de primera mano, so pretexto de insuflarle vida a las páginas muertas del pasado. En estilística, esta forma se emparenta con la figura de la hipotiposis, que consiste en describir un cuadro tan vivamente que le dé al lector la impresión de tenerlo delante de sus ojos. Cuando se trata de hacer revivir una conversación, el resultado es a menudo forzado, y el efecto obtenido es el inverso del deseado: lo veo un método demasiado artificioso, incluso oigo demasiado la voz del autor que quiere recuperar la de unas figuras históricas de las que intenta apropiarse.

Sólo hay tres casos en los que se puede restituir un diálogo con absoluta fidelidad: a partir de un documento de audio, o de uno de vídeo o de uno taquigráfico. Incluso este último modo no es una garantía completamente segura del texto exacto de la frase, coma arriba coma abajo. Aunque puede decirse que, si bien a veces sucede que el taquígrafo condensa, resume, reformula, sintetiza los extremos, el espíritu y el tono del discurso son, pese a todo, restituidos de manera globalmente satisfactoria.

Sea como sea, mis diálogos, cuando no puedan fundarse sobre fuentes precisas, fiables o exactas palabra por palabra, serán totalmente inventados. En ocasiones, en ese caso, les asignaré una función, no de hipotiposis, sino más bien, digamos por el contrario, de parábola. Por un lado la extrema exactitud y por otro lado la extrema ejemplaridad. Y para que no haya confusión al respecto, todos los diálogos que me invente (no habrá muchos) serán tratados como escenas teatrales. Una gota de estilización, por tanto, en el océano de lo real.

16

El pequeño Heydrich, muy mono, muy rubio, buen alumno aplicado, amado por sus padres, violinista, pianista, químico incipiente, posee una voz chillona que le vale un apodo, el primero de una larga lista: en la escuela lo llaman «la cabra».

En esa época todavía cualquiera puede burlarse de él sin jugarse la vida. Pero es también el delicado periodo de la infancia en que se aprende el resentimiento.

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En La muerte es mi oficio, Robert Merle reconstruye la biografía novelada de Rudolf Hoess, el comandante de Auschwitz, a partir de los testimonios y las notas que éste dejó en la prisión antes de ser ahorcado en 1947. Toda la primera parte está centrada en su infancia, en su educación mortificada hasta extremos increíbles por un padre ultraconservador de una psicología completamente rígida. La intención del autor es evidente: trata de hallar las causas, cuando no las explicaciones, de la trayectoria de un hombre así. Robert Merle intenta adivinar —digo adivinar, no comprender— cómo se puede llegar a ser comandante de Auschwitz.

No es mi intención —digo intención, no ambición— hacer lo mismo con Heydrich. No quiero demostrar que Heydrich fuera el responsable de la Solución Final porque sus compañeros de clase lo llamasen «la cabra» cuando tenía diez años. Tampoco creo que las vejaciones de las que fue víctima porque se le tenía por judío deban explicarlo todo necesariamente. Me limito a mencionar esos hechos por la coloración irónica que confieren a su destino: «la cabra» pasará a ser llamado, en la cumbre de su poder, «el hombre más peligroso del III Reich», y el judío Süss va a transformarse en el Gran Planificador del Holocausto. ¿Quién habría sido capaz de adivinar algo semejante?

18

Imagino la escena.

Reinhardt y su padre, inclinados sobre un mapa de Europa desplegado sobre la gran mesa del salón, cambian de lugar unas banderitas. Están muy concentrados porque el momento es grave, la situación se ha vuelto muy seria. Algunas sublevaciones han debilitado el glorioso ejército de Guillermo II. Pero también han causado estragos en el ejército francés. Y en Rusia decididamente ha triunfado la revolución bolchevique. Por fortuna, Alemania no es Rusia, ese país tan atrasado. La civilización germánica descansa sobre pilares tan sólidos que los comunistas jamás podrán destruirla. Ni ellos ni Francia. Ni los judíos, evidentemente. En Kiel, en Múnich, en Hamburgo, en Bremen, en Berlín, la disciplina alemana va a recuperar las riendas de la razón, del poder y de la guerra.

Pero la puerta se abre. Elizabeth, la madre, irrumpe de pronto en la habitación. Está completamente enloquecida. El Káiser ha abdicado. Se ha proclamado la república. Se ha nombrado a un socialista para la chancillería. Quieren firmar el armisticio.

Reinhardt, mudo de estupor, con los ojos como platos, se vuelve hacia su padre. Éste, al cabo de unos interminables segundos, alcanza a murmurar una sola frase: «No es posible.» Estamos en el 9 de noviembre de 1918.

19

No sé por qué Bruno Heydrich, el padre, era antisemita. Lo que sé, en cambio, es que se le consideraba un hombre muy gracioso. Era, por lo visto, bastante divertido, un auténtico animador. Se decía incluso que sus chistes eran demasiado graciosos para no ser judío. Al menos este argumento no podrá ser utilizado contra su hijo, ya que no se distinguió jamás por tener un gran sentido del humor.

20

Alemania ha perdido, de ahora en adelante el país se encamina hacia el caos y, según una franja creciente de la población, los judíos y los comunistas lo llevan a la ruina. El joven Heydrich, como todo el mundo, desea vagamente liarse a puñetazos. Se afilia a las Freikorps, esas milicias que quieren sustituir al ejército combatiendo contra todo lo que esté a la izquierda de la extrema derecha.

A su vez, esos Cuerpos libres, organizaciones paramilitares dedicadas a la lucha contra el bolchevismo, ven oficializada su existencia por un gobierno socialdemócrata. Mi padre diría que no hay por qué sorprenderse por ello, en su opinión los socialistas han traicionado siempre. Pactar con el enemigo es su segunda naturaleza. Y daría un montón de ejemplos. En aquel caso, fue un socialista quien aplastó la revolución spartakista y mandó liquidar a Rosa Luxemburg. Por los Cuerpos libres.

Podría hacer algunas matizaciones sobre el grado de compromiso de Heydrich en esos Cuerpos libres, pero no me parece necesario. Basta con saber que, en tanto que afiliado, forma parte de las «tropas de apoyo técnico», cuya labor era impedir las ocupaciones de las fábricas y asegurar el buen funcionamiento de los servicios públicos en caso de huelga general. ¡Ya tenía tan agudo ese sentido del Estado!

Lo bueno de las historias verdaderas es que uno no tiene que preocuparse de dar sensación de realidad. No necesito hacer actuar al joven Heydrich en aquel periodo de su vida. Entre 1919 y 1922, vive siempre en Halle (Halle-an-der Saale, lo he comprobado), en casa de sus padres. Durante ese tiempo, los Cuerpos libres proliferan por todas partes. Uno de ellos procede de la célebre brigada de marina «blanca» del capitán de corbeta Ehrhardt. Tiene por insignia una cruz gamada, y su canto de guerra reza así: Hakenkreuz am Stahlhelm («Cruz gamada en casco de acero»). En mi opinión, con un decorado como éste, ¿qué sentido tiene hacer la descripción más morosa del mundo?

21

Hay crisis, el paro hace estragos en Alemania, los tiempos son duros. El pequeño Heydrich quería ser químico, sus padres siempre habían soñado con convertirlo en músico. Pero en tiempos de crisis, el mejor refugio es el ejército. Fascinado por las hazañas del legendario almirante von Luckner, que es amigo de la familia y que en el best seller epónimo que escribió para su propia gloria se autodenomina «el demonio de los mares», Heydrich se enrola en la marina. Una mañana de 1922, el alto y rubio joven se presenta en la escuela de oficiales de Kiel, llevando en la mano un estuche de violín negro, regalo de su padre.

22

El Berlin es un crucero de guerra de la marina alemana que tiene como segundo comandante al teniente de navío Wilhelm Canaris, héroe de la primera guerra, ex agente secreto y futuro jefe del contraespionaje de la Wehrmacht. Su mujer, violinista, organiza los domingos unas veladas musicales en su casa. Cierto día se produce una vacante en su cuarteto de cuerdas. El joven Heydrich, que sirve en el Berlin, es invitado para completar la orquesta. Aparentemente interpreta muy bien y sus anfitriones, al contrario que sus camaradas, aprecian su compañía. Se convierte así en un habitual de las veladas musicales de Frau Canaris, en las que escucha las historias de su jefe, que le causan gran impresión. «¡Ah, el espionaje!», se dice a sí mismo, mientras sueña despierto.

23

Heydrich es un apuesto oficial de la Reichsmarine y un temible tirador de esgrima. Su reputación de espadachín en diferentes torneos le granjea el respeto de sus camaradas, ya que no su amistad.

Cierto año, Dresde organiza un concurso para los oficiales alemanes. Heydrich participa en la modalidad de sable, el arma más brutal, su especialidad. El sable, al contrario que el florete, que toca únicamente con la punta, ha de tirar una estocada, haciendo un tajo con el filo, y sus golpes, lanzados como latigazos, son infinitamente más violentos. El desempeño físico de los sablistas es en consecuencia más espectacular. Todo eso le va a la perfección al joven Reinhardt. Aquel día, sin embargo, se le ve maltrecho desde el primer asalto. ¿Quién es su adversario? Mis investigaciones no me han permitido saberlo. Me imagino a uno zurdo, rápido, astuto, moreno, puede que hasta medio judío, lo que ya sería mucho, o quizá un cuarto. Un tirador nada impresionable, que esquiva, rechaza el duelo, multiplica las fintas y requiebros, convertidos en pequeñas provocaciones. Sin embargo, Heydrich es con mucho el favorito. Eso lo enerva cada vez más, yerra los golpes y se pierden en el aire, en ocasiones llega a salirse de su marca. Pero en el último toque, casi al límite de sus nervios, cae en una trampa, entra con demasiado vigor, y encaja una parada-respuesta que le da en la cabeza. Siente el filo del contrario restallar sobre su casco. Es eliminado en el primer combate. De rabia, estrella su sable contra el suelo. Los jueces le imponen una sanción por ello.

24

El 1.º de mayo, tanto en Alemania como en Francia, es la fiesta del trabajo, cuyo origen se remonta a una lejana decisión de la Segunda Internacional tomada en homenaje a una gran huelga obrera que tuvo lugar un 1.º de mayo en Chicago en 1886. Sin embargo, también es el aniversario de un acontecimiento cuya importancia no pudo ser sopesada en su momento, pero sus consecuencias fueron incalculables y evidentemente no se festeja en ningún país: el 1.º de mayo de 1925 Hitler creaba un cuerpo de élite originalmente destinado a garantizar su seguridad personal, una guardia próxima formada por fanáticos muy entrenados que respondieran a criterios raciales extremadamente estrictos. Es la «grada protectora», la Schutz Staffel, también conocida como la SS.

En 1929, esta guardia especial se transforma en una verdadera milicia, organización paramilitar confiada a los buenos cuidados de Himmler. Después de conquistar el poder en el 33, éste declara, durante una alocución en Múnich:

«Cada Estado necesita una élite. La élite del Estado nacionalsocialista es la SS. En ella se perpetúan, sobre la base de la selección racial, conjugada con las exigencias actuales, la tradición militar alemana, la dignidad y la nobleza alemanas y la eficacia de la industriosidad alemana.»

25

Nunca he conseguido hacerme con el libro escrito después de la guerra por la mujer de Heydrich, Leben mit einem Kriegsverbrecher («Vivir con un criminal de guerra», en francés, aunque la obra jamás ha sido traducida ni al francés ni al inglés). Me imagino que ese libro sería una mina de información para mí, pero nunca he llegado a ponerle la mano encima. Parece ser que es una obra extremadamente rara, cuyo precio, en Internet, por lo general oscila entre 350 y 700 euros. Supongo que los neonazis alemanes, fascinados por Heydrich, el nazi que nunca se habrían atrevido a soñar ser, son los responsables de ese coste tan exorbitante. Una vez lo encontré por 250 euros y quise cometer la locura de encargarlo. Por fortuna para mi presupuesto, la librería alemana que lo había puesto a la venta no aceptaba pagos con tarjeta de crédito. Si quería recibir el preciado volumen, tenía que ordenarle a mi banco una transferencia a una cuenta en Alemania. Consistía en una interminable serie de números y de letras, y la operación además no podía hacerse directamente por Internet, tenía yo que desplazarme hasta mi sucursal bancaria. Ante esta perspectiva, con todo lo que implica de deprimente para cualquier individuo medio, me disuadí de proseguir con la operación. De todos modos, como mi nivel de alemán no pasa de una clase de 5.º (aunque di ocho años en la escuela), la inversión era un poco aleatoria.

Por tanto, tengo que pasarme sin ese documento capital. Y precisamente ahora que llego ya a la fase de esta historia en la que tengo que contar cómo Heydrich conoció a su mujer. No cabe duda de que es aquí, más que en ningún otro pasaje, donde esa rarísima y onerosa obra me habría sido de gran ayuda.

Cuando digo «tengo que» no quiero decir, por supuesto, que sea absolutamente necesario. Podría muy bien contar toda la «Operación Antropoide» sin mencionar ni una sola vez el nombre de Lina Heydrich. Por otra parte, si esbozo el personaje de Heydrich, como parezco muy deseoso de hacer, me es difícil ignorar el papel que tuvo su esposa en su ascensión a la cúpula de la Alemania nazi.

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