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Primera parte » 89

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Finalmente, ¿quién ha engañado a quién? Pienso que Heydrich ha servido a los intereses de Stalin, al permitirle desembarazarse del único hombre susceptible entonces de hacerle sombra. Pero este hombre también era el más apto para dirigir una guerra contra Alemania. La desorganización total del Ejército Rojo, cogido desprevenido por la invasión alemana en junio del 41, será la última secuela de esta sombría historia. A fin de cuentas, no es que Heydrich haya realizado precisamente un golpe maestro, sino más bien que Stalin se pegó un tiro en el pie. Sin embargo, mientras éste emprende una serie de purgas sin precedentes, Heydrich está exultante. No duda en absoluto en atribuirse todo el mérito de la operación.

Me atrevería a decir que es legítimo.

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Tengo treinta y tres años, bastante más edad que Tujachevsky en 1920. Es 27 de mayo de 2006, día del aniversario del atentado contra Heydrich. La hermana de Natacha se casa hoy. No estoy invitado a la boda. Natacha me ha tratado de «pura mierda», creo que no me aguanta más. Mi vida parece un campo de ruinas. Me pregunto si Tujachevsky se sintió tan mal como yo cuando comprendió que había perdido la batalla, cuando vio a su ejército derrotado y fue consciente de su lamentable fracaso. Me pregunto si creyó que estaba quemado, acabado, pulverizado, si maldijo su suerte, la adversidad, a quienes le habían traicionado, o se maldijo a sí mismo. En todo caso, sé que renació. Es alentador, aunque fuera para ser aplastado quince años más tarde por su peor enemigo. La rueda gira, es lo que siempre me digo. Natacha no llama. Estoy en 1920, delante de las murallas estremecidas de Varsovia, y a mis pies corre, indiferente, el Vístula.

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Esa noche soñé que redactaba el capítulo del atentado y que empezaba así: «Un Mercedes negro iba a gran velocidad por la carretera como una serpiente.» Entonces comprendí que no podía demorar por más tiempo la escritura de todo lo que debía desembocar en ese episodio decisivo.

Si seguía remontando hasta el infinito la cadena de casualidades, no hacía más que retrasar el momento de afrontar el sol de cara, la parte efectista de la novela, la escena clave.

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Hay que imaginar un planisferio, y unos círculos concéntricos que se estrechan en torno a Alemania. Una tarde del 5 de noviembre de 1937, Hitler expone sus proyectos a los altos mandos de los distintos ejércitos, Blomberg, Fritsch, Raeder, Goering, y a su ministro de Asuntos Exteriores, Neurath. El objetivo de la política alemana, tal como les recuerda (y creo que todos lo habían comprendido), consiste en garantizar la seguridad de la comunidad racial, garantizar su existencia y favorecer su desarrollo. Por consiguiente, es una cuestión de «espacio vital» (el famoso Lebensraum), y eso nos permite empezar a trazar círculos sobre el planisferio. No del más corto al más largo, para abarcar de una ojeada las intenciones expansionistas del Reich, sino, por el contrario, del más largo al más corto, con el fin de acompañar el movimiento de foco que va a cerrarse despiadadamente sobre las primeras víctimas del ogro.

Por razones que considera inútil precisar, Hitler decreta que los alemanes tienen derecho a un espacio vital más grande que el de otros pueblos. El futuro de Alemania depende enteramente de la solución que se le dé al problema de esta necesidad de espacio. ¿Dónde encontrar ese espacio? No puede ser en alguna colonia lejana de África o de Asia, sino en el corazón de Europa —traza un círculo alrededor del Viejo Continente—, entre los vecinos inmediatos del Reich —cuyo círculo engloba a Francia, Bélgica, Holanda, Polonia, Checoslovaquia, Austria, Italia y Suiza, más Lituania, sin olvidar que el extremo de Alemania por esa época se extiende de Dánzig a Memel y limita con los países bálticos. La cuestión que plantea Hitler es, por tanto, la siguiente: ¿dónde puede obtener Alemania el mayor beneficio al menor precio? Su presunto poder militar y su alianza con Gran Bretaña excluyen a Francia del círculo, y con ella a Bélgica y a Holanda, dado el interés estratégico que ambas representan a los ojos del estado mayor francés. Naturalmente, la Italia mussoliniana está excluida de entrada. Una expansión hacia el este, hacia Polonia y los países bálticos, tropezaría prematuramente con las susceptibilidades soviéticas. Suiza, como ya se sabe, está preservada por su vocación de caja fuerte mucho más que por su neutralidad. El círculo se estrecha y se desplaza hacia una zona que se reduce a dos países: «Nuestro primer objetivo será golpear simultáneamente a Austria y a Checoslovaquia, para eliminar el peligro de un ataque por los flancos en una eventual operación contra el Oeste.» Como puede verse, una vez logrado su «primer objetivo», Hitler ya pensaba en ampliar el círculo.

Descontando a Goering y a Raeder, verdaderos nazis los dos, los proyectos de Hitler dejaron boquiabiertos a los demás asistentes, incluso en el sentido literal, ya que Neurath tuvo varias crisis cardiacas durante los días siguientes a la exposición de ese brillante programa. Blomberg y Fritsch, respectivamente ministro de la Guerra y comandante en jefe de las fuerzas armadas el primero y comandante en jefe del ejército de tierra el segundo, protestaron por la parte que les tocaba con una vehemencia completamente inapropiada para los usos y costumbres del Tercer Reich. El viejo ejército creía todavía, en 1937, que podía ser una fuerza influyente en el dictador a quien, imprudentemente, había ayudado a adueñarse del poder.

El ejército no había comprendido nada en absoluto a Hitler, pero Blomberg y Fritsch iban a pagar para aprender a conocerlo.

Poco tiempo después de esa crispada conferencia, Blomberg, que se había vuelto a casar con su secretaria, tuvo el disgusto de ver cómo se hacía público (y tal vez él mismo se enterase en ese momento) que su mujer, mucho más joven que él, había sido anteriormente prostituta. Y para que el escándalo fuera máximo, hicieron circular por todos los ministerios unas fotos de ella desnuda. Con valentía, Blomberg se negó al divorcio, pero tuvo que dimitir inmediatamente. Apartado de toda responsabilidad militar, fue fiel a su segunda mujer hasta el final, es decir, hasta 1946 en Núremberg, donde murió mientras aguardaba su proceso.

Fritsch, por su parte, fue víctima de una maquinación todavía más escabrosa, astutamente montada, como debía ser, por Heydrich.

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Heydrich, como Sherlock Holmes, toca el violín (pero aún mejor). Y, como Sherlock Holmes, se ocupa de casos criminales. Pero, a diferencia del detective, él no busca la verdad; él la fabrica, que es otra cosa.

Su misión es comprometer al general von Fritsch, comandante en jefe de los distintos ejércitos. Heydrich no necesita ser el jefe del SD para conocer de sobra los sentimientos antinazis de Fritsch, ya que éste nunca los ha ocultado. En Sarrebruck, en 1935, durante un desfile, se le pudo oír en medio de la tribuna despacharse a gusto en sarcasmos contra la SS, contra el Partido y contra varios de sus miembros eminentes. Sería muy fácil, por tanto, inventar un complot urdido por él.

Pero Heydrich prefiere algo más humillante para el viejo barón. Conoce la altivez y la susceptibilidad con que la aristocracia prusiana se jacta de su rectitud moral. Por esa razón decide comprometer a Fritsch, como hizo con Blomberg, en un asunto de moralidad pública.

Al contrario que Blomberg, Fritsch es aparentemente un solterón empedernido. Heydrich opta por partir desde ahí. Para ese tipo de perfiles, el ángulo de ataque es evidente. Con el fin de elaborar al detalle el dosier, se dirige al servicio correspondiente de la Gestapo, el «departamento para la supresión de la homosexualidad».

Y he aquí lo que encuentra: un individuo turbio, conocido de la policía por sus actividades chantajistas con homosexuales, ha declarado haber visto a Fritsch en un callejón sombrío cerca de la estación de Potsdam cuando estaba fornicando con un tal «Jo, el Bávaro». Increíblemente, la historia parece ser cierta, salvo por un detalle. Que el Fritsch en cuestión no sea más que un homónimo mal ortografiado carece de importancia a los ojos de Heydrich, ya que se trata de un oficial de caballería retirado, por tanto un militar, lo que favorecerá la confusión, máxime porque el insignificante chantajista, bajo la presión de la Gestapo, está dispuesto a reconocer lo que sea.

Heydrich tiene imaginación, algo que en su oficio es toda una cualidad, pero este tipo de maquinación, para que funcione de verdad, requiere también de un perfeccionismo del que no ha abusado en este asunto. Sin embargo, con lo que ha hecho bastará.

En los mismísimos despachos de la Cancillería, delante de Goering y de Hitler en persona, confrontado con ese chantajista del tres al cuarto, cuya pinta era la de un completo degenerado, el altivo barón no se digna responder a las acusaciones que se vierten contra él. Ahora bien, escudarse en su dignidad no es una actitud muy provechosa en las altas esferas del Tercer Reich. Hitler le exige a Fritsch que dimita inmediatamente. Hasta aquí, todo se desarrolla como estaba previsto.

Pero Fritsch se niega. Exige pasar por una corte marcial. De repente, la posición de Heydrich se vuelve extremadamente frágil. Una corte marcial implica una investigación previa llevada a cabo, no ya por la Gestapo, sino por el propio ejército. Hitler, sin embargo, titubea. Al igual que Heydrich, tampoco desea un proceso en toda regla, pues todavía teme un poco las reacciones de la vieja casta militar.

Unos días más tarde, la situación dará un vuelco: no sólo los militares descubren la verdad, sino que llegan a arrancar de las garras de la Gestapo a los dos testigos principales del asunto, el chantajista y el oficial de caballería. El plan de Heydrich es aireado completamente, y en ese momento su cabeza pende de un hilo: si Hitler autoriza el proceso, el engaño saldrá a la luz, lo que acarreará como mínimo la destitución de Heydrich y el final de sus ambiciones. Volverá a encontrarse prácticamente en el mismo punto en que estaba en 1931, cuando fue expulsado de la marina.

Heydrich vive muy mal esta perspectiva. El gélido asesino se convierte en una presa desquiciada. Schellenberg, su brazo derecho, recordará después que uno de esos días, en el despacho, durante la crisis, llegó a pedir que le dieran un arma. El jefe del SD estaba con el agua al cuello.

Pero se equivoca al dudar de Hitler. Al final, Fritsch es jubilado por razones de salud. Nada de dimisiones ni de juicios, la cosa es más simple, y así se resuelven todos los problemas. Heydrich, sin embargo, se guardaba un as en la manga: su interés coincidía con el de Hitler, que había decidido tomar él mismo el mando del ejército; Fritsch debía por tanto ser eliminado a toda costa, ésa era la voluntad inquebrantable de su jefe.

El 5 de febrero de 1938, el Völkischer Beobachter titula en grandes caracteres:

«Concentración de todos los poderes en las manos del Führer.»

Heydrich no tenía ya nada de qué preocuparse.

El proceso se celebrará finalmente, pero mientras tanto, la relación de fuerzas habrá cambiado de manera radical: tras el increíble delirio provocado por el Anschluss, el ejército se inclina ante el genio del Führer y renuncia a causarle problemas. Absuelto Fritsch, se manda liquidar al chantajista y no hay más que hablar.

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Hitler jamás bromeó con la moralidad pública. Desde 1935, por las leyes de Núremberg, está formalmente prohibido que un judío tenga relaciones sexuales con una aria, y asimismo está prohibido que un ario tenga relaciones sexuales con una judía. La pena se castiga con la cárcel.

Pero, sorprendentemente, sólo el hombre puede ser perseguido. Por lo visto Hitler quería que la mujer, ya sea judía o aria, no fuera hostigada jurídicamente.

Heydrich, más papista que el papa, no lo entiende así. Esa forma de discriminación entre hombres y mujeres hiere, al parecer, su sentido de la equidad (aunque sólo en el caso en que la mujer sea judía). Por eso, en 1937, da instrucciones secretas a la Kripo y a la Gestapo con el fin de que, cualquier condena dictada contra un alemán por causa de relación con una judía conlleve automáticamente el arresto de su pareja y su deportación discreta a un campo de concentración.

Aunque lo hacían con cierta moderación y excepcionalmente, los jefes nazis no temían oponerse a las órdenes de su Führer. Es interesante, si se piensa que la obediencia debida a las órdenes, en nombre del honor militar y del juramente prestado, fue el único argumento invocado después de la guerra para justificar todos sus crímenes.

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El Anschluss estalla como una bomba. Austria finalmente «ha decidido incorporarse» a Alemania. Es la primera etapa del nacimiento del Tercer Reich. Es también un juego de manos que Hitler repetirá más veces: conquistar un país sin pegar un solo tiro.

La noticia es toda una deflagración en Europa. Por esas fechas, el coronel Moravec está en Londres y, como es natural, quiere volver a Praga con urgencia, pero no halla ningún avión disponible. Consigue como mucho volar a Francia y llegar hasta La Hague. Allí decide hacer el resto del viaje en tren. Con el tren no hay problemas, aunque existe un pequeño inconveniente. Para volver a Praga, cuando se viene de Francia, no hay más remedio que atravesar… Alemania.

Increíblemente, Moravec decide asumir el riesgo.

Henos, por tanto, en esta peculiar situación en la que, el 13 de marzo de 1938, durante varias horas, el jefe de los servicios secretos checoslovacos atraviesa la Alemania nazi en tren.

Trato de imaginar ese viaje. Obviamente, lo que él procurará a toda costa es pasar lo más desapercibido posible. Es cierto que habla alemán, pero no estoy muy seguro de que su acento esté por encima de toda sospecha. Por otra parte, Alemania no está aún en guerra y los alemanes, aunque muy encendidos por los discursos del Führer sobre la judería internacional y el enemigo interior, no son tan suspicaces todavía como podrían llegar a serlo. No obstante, Moravec, por precaución, a la hora de comprar su billete, escoge al taquillero cuya cara le parece más afable, o de un aire más de retrasado.

Una vez en el tren, supongo que buscaría un compartimento vacío y se metería en él:

1. cerca de la ventana, para darles la espalda a los eventuales compañeros de viaje, con el fin de hacerlos desistir de toda veleidad relativa a entablar una conversación al dar muestras de estar mirando el paisaje, sin dejar de vigilar el compartimento en el reflejo del cristal;

o

2. cerca de la puerta, para poder vigilar las idas y venidas por el pasillo del vagón.

Pongámoslo cerca de la puerta.

Lo que yo sé es que él tenía claro, consciente y tal vez bastante orgulloso de su importancia, que la Gestapo pagaría lo que fuera por saber a quién transportaban ese día los ferrocarriles alemanes.

Cada movimiento en el vagón debió de poner a prueba sus nervios.

Cada parada en las estaciones.

De vez en cuando, subía alguien al tren y se sentaba en el compartimento, que enseguida se llenaba de individuos obligatoriamente sospechosos. Muchos eran pobres, familias enteras probablemente, y eso lo tranquilizaba; pero también había hombres bien vestidos.

Un hombre, tal vez sin sombrero, pasa por el pasillo, y ese detalle intriga a Moravec. Recuerda que en su viaje de estudios a la URSS le habían dicho, como en secreto, que cualquier hombre con sombrero era forzosamente o un extranjero o un miembro del NKVD. Pero ahora, en esta ocasión, ¡vete a saber qué puede significar en la Alemania de hoy un hombre sin sombrero!

Supongo que hay cambios, correspondencias, horas de espera, lo que añade un estrés suplementario. Moravec oye los gritos de los vendedores de periódicos, histéricos y triunfantes, berreando los grandes titulares. Seguramente tendrá que subir y bajar varias veces del tren, aunque sólo sea para disimular el mayor tiempo posible su destino final.

Y luego llega la aduana. Presumo que Moravec tiene papeles falsos, pero ignoro de qué nacionalidad. Pero por otra parte, no parece muy probable, ya que él estaba en Londres en una misión amparada por las autoridades inglesas. Y antes de Londres había pasado unos días en los países bálticos, donde habría visitado, creo yo, a sus homólogos locales. No tenía, por tanto, necesidad de ninguna identidad falsa, y tampoco habría previsto alguna.

Quizá simplemente, como su pasaporte estaba en regla, el guardia de aduanas, después de haberlo examinado a conciencia durante esos segundos especiales en la vida en que el tiempo se detiene, lo dejó pasar sin más, con toda naturalidad.

El caso es que pasó.

Cuando bajó del tren, al pisar el suelo de su patria, fuera ya de peligro, se dejó invadir por un inmenso alivio.

Mucho más tarde declaró que ésa fue la última sensación agradable que iba a sentir en mucho tiempo.

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Austria es el primer botín del Reich. De un día para otro, el país se convierte en una provincia alemana, y 150.000 judíos austriacos se encuentran de repente a merced de Hitler.

En 1938, aún nadie ha pensado todavía razonablemente en exterminarlos. La tendencia es más bien incitarlos a emigrar.

Para organizar la emigración de los judíos austriacos, un joven subteniente de la SS, acreditado por el SD, desembarca en Viena. Se hace cargo enseguida de la situación y se le ocurren muchas ideas. De la que está más orgulloso, si hemos de fiarnos de las declaraciones que hará durante su proceso, veintidós años más tarde, es de la idea de la cinta transportadora: para obtener la autorización de emigrar, los judíos han de llegar a formar un grueso expediente compuesto por un montón de elementos diversos. Cuando tengan el expediente completo, pueden llevarlo a la Oficina para la Emigración Judía, donde han de colocar sus documentos en una cinta transportadora. Concretamente, el objetivo de tal procedimiento es despojarlos de todos sus bienes en el menor tiempo posible, y que no se vayan antes de haber cedido legalmente todo lo que posean. Al otro extremo de la cadena, recogerán luego un pasaporte en el interior de una cesta.

Cincuenta mil judíos austriacos pudieron escapar así de la trampa hitleriana antes de que volviera a cerrarse sobre ellos. En aquella época, esa solución conviene, de alguna manera, a todo el mundo: a los judíos, porque pueden considerarse afortunados de salir a tan buen precio, y a los nazis, porque se apoderan de sumas considerables. Desde Berlín, Heydrich valora la operación como todo un éxito, y durante un tiempo todavía se afrontará la emigración de los judíos del Reich como una solución realista, la mejor respuesta a la «cuestión judía».

Y Heydrich retendrá el nombre del pequeño teniente que tan buen trabajo ha hecho con los judíos: Adolf Eichmann.

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En Viena es donde Eichmann inventa el método que servirá de base a toda la política de deportación y exterminio, consistente en solicitar de las víctimas una cooperación activa. Efectivamente, éstas siempre serán invitadas a presentarse por sí mismas ante las autoridades alemanas. En la gran mayoría de los casos, tanto para emigrar en 1938 como para ser enviados a Treblinka o a Auschwitz en 1943, los judíos acudirán a las convocatorias de sus enemigos. Sin un sistema así, ante unos problemas censales irresolubles, ninguna política de exterminio de masas habría sido realmente posible. Dicho de otro modo, habría habido innumerables crímenes, sin duda, pero todo hace creer que no estaríamos hablando de genocidio.

Heydrich, con la intuición que le caracteriza, inmediatamente reconoció en Eichmann un burócrata de talento, al que sabrá convertir en un ayudante valioso. Ninguno de los dos puede figurarse en ese momento que 1938 es la preparación de 1943, porque, si bien todas las miradas empiezan ya a dirigirse hacia Praga, ambos ignoran todavía qué papel les toca representar allí.

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Pese a todo, hay ciertos indicios. Desde hace unos años, Heydrich viene encargando numerosos estudios sobre la cuestión judía a sus jefes de departamento. Recibe respuestas como ésta:

«Es conveniente privar a los judíos de sus medios de vida, y no sólo en lo relativo a la esfera económica. Alemania debe ser un país sin futuro para ellos. Sólo se debe permitir que aquí muera en paz la generación más vieja, pero no los jóvenes, por lo que hay que seguir manteniendo la incitación a emigrar. En cuanto a los medios, hay que descartar el antisemitismo camorrista. No se combate a las ratas con un revólver, sino con veneno y gas.»

Metáfora, fantasma, inconsciente que aflora, en cualquier caso se nota que ese jefe de servicio tiene ya una idea muy clara en la cabeza. El informe data de mayo de 1934: un visionario.

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En el corazón de la vieja Bohemia ancestral, al este de Praga, por la carretera de Olomouc, hay una pequeña ciudad. Inscrita en el patrimonio mundial de la Unesco, Kutná Hora posee unas pintorescas callejuelas, una hermosa catedral gótica, y sobre todo un magnífico osario, auténtica curiosidad local donde se entremezclan los cráneos humanos para formar unas bóvedas y unas ojivas de una blancura sepulcral.

En 1237, Kutná Hora no podía figurarse que llevara en sus entrañas el germen infeccioso de la Historia, que se dispone a iniciar uno de sus capítulos más irónicos, largos y crueles, cuyo secreto posee. Dicho secreto va a durar setecientos años.

Venceslas I, hijo de Premysl Otakar I, emparentado con la gloriosa y fecunda dinastía de los Premyslidas, reina en las regiones de Bohemia y de Moravia. El soberano se ha casado con una princesa alemana, Kunhuta, hija de Felipe de Suabia, rey de Roma y gibelino, es decir, afiliado a la temible casa de los Hohenstaufen. En la disputa entre los güelfos, aliados del Papa, y los gibelinos, partidarios del Emperador, Venceslas ha elegido, por tanto, el campo del Sacro Imperio Romano Germánico, y si éste sufrirá durante ese periodo los reveses infligidos por la Curia pontificia, el poder de aquél se verá reforzado por esta alianza. Mientras tanto, el león de cola bífida orna desde entonces los escudos del reino, reemplazando a la vieja águila flameada. Por todo el país se alzan torreones. Sopla el espíritu de la caballería.

Praga pronto tendrá su sinagoga Vieja Nueva.

Kutná Hora es todavía tan sólo un pequeño burgo, no una de las más grandes ciudades de Europa.

Podría ser como una escena de wéstern medieval. Al caer la noche, una taberna falstaffiana acoge a los habitantes de Kutná Hora y a los pocos viajeros. Los parroquianos beben y bromean con las camareras a las que pellizcan las nalgas, los viajeros comen en silencio, fatigados, los ladrones observan y preparan sus malas artes delante de unos vasos que apenas tocan. Fuera llueve, y de la cuadra vecina se oyen algunos relinchos. En el umbral aparece un viejo de barba blanca. Su andrajosa vestimenta está empapada, sus calzas van moteadas de barro, su gorro de tela chorrea. Todo el mundo lo conoce en Kutná Hora, es una especie de viejo loco de las montañas y nadie le presta realmente atención. Pide de beber, y de comer, y de beber otra vez. Exige que se le mate un cerdo. Prorrumpen las risas en las mesas contiguas. Receloso, el posadero le pregunta si tiene con qué pagar. Entonces un destello de triunfo brilla en los ojos del viejo. Pone sobre la mesa una pequeña bolsa de pésimo cuero, cuyos cordones desata lentamente. Saca de ella un guijarro grisáceo que somete con un gesto falsamente desdeñoso al examen del posadero. Éste frunce el ceño, coge el guijarro y lo pone a la altura de su mirada, hacia la luz de unas antorchas colgadas de la pared. El estupor se le refleja en el rostro y, súbitamente impresionado, retrocede unos pasos. Ha reconocido el metal. Es una pepita de plata.

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Premysl Otakar II, hijo de Venceslas I, lleva, al igual que su abuelo, el sobrenombre de su antepasado, Premysl el Labriego, quien, en tiempos inmemoriales, fue aceptado como esposo por la reina Libuše, legendaria fundadora de Praga. Más que ningún otro con ese apodo, excepción hecha de su abuelo sin duda, Premysl Otakar II se siente depositario de la grandeza del reino. Y a este respecto, nadie puede acusarlo de no haberlo merecido: gracias a sus recursos argentíferos, Bohemia ha logrado por término medio, desde el principio de su reinado, una renta anual de 100.000 marcos de plata, lo que la convierte en una de las regiones más ricas de la Europa del siglo XIII, cinco veces más rica que Baviera, por ejemplo.

Pero el que se hace llamar «rey del hierro y del oro», lo que, dicho sea de paso, no hace justicia al metal con que labró su fortuna, no quiere, al igual que los demás reyes, contentarse con lo que ya tiene. Sabe que la prosperidad del reino está estrechamente ligada a sus minas de plata, y desea incrementar la explotación. Todos esos yacimientos durmientes, aún inviolados, le quitan el sueño. Urge aumentar la mano de obra. Y los checos son campesinos, no mineros.

Otakar, pensativo, contempla Praga, su ciudad. Desde las almenas de su castillo ve los mercados que proliferan alrededor del inmenso puente Judith, uno de los primeros edificios en piedra erigidos para reemplazar los antiguos de madera, situado sobre el emplazamiento del futuro puente Carlos, que comunica la Ciudad Vieja con el barrio de Hradčany, aún no llamado Mala Strana. Pequeños puntos coloreados se afanan en torno a los puestos de mercancías con todo tipo de géneros, telas, carne, frutas y legumbres, alhajas, metales labrados… Todos esos comerciantes son alemanes, está seguro. Los checos son un pueblo de gente rústica, no de ciudadanos, y hay una punzada de lástima, incluso de desprecio, en esta reflexión del soberano. Otakar sabe también que son las ciudades las que crean el prestigio de los reinos, y que una nobleza digna de ese nombre no se queda en sus tierras, sino que acude a formar lo que los franceses llaman «la corte», junto a su rey. En aquella época, toda Europa se desvela por copiar ese modelo, y Otakar, como todo el mundo, no escapa a la influencia de la cortesía francesa, por más que para él Francia sólo es una realidad lejana y por tanto bastante abstracta. Cuando Otakar piensa en ese noble concepto de la caballería, se imagina a los caballeros teutónicos, a cuyo lado combatió en Prusia durante la cruzada de 1255.

¿No ha fundado él mismo Königsberg con la punta de su espada? Otakar está totalmente volcado hacia Alemania porque las cortes alemanas encarnan, a sus ojos, la nobleza y la modernidad. Para que de ello se beneficie su reino, ha decidido, en contra de la opinión de su consejero palatino y sobre todo en contra de la opinión del preboste de Vyšehrad, su canciller, comprometerse a una amplia política de inmigración alemana en Bohemia, justificada por las necesidades de mano de obra para sus minas. De lo que se trata es de incitar a cientos de miles de colonos alemanes para que vengan a establecerse en su próspero país. Al favorecerlos, al otorgarles privilegios fiscales y de tierras, Otakar espera obtener a cambio unos aliados que debiliten las posiciones de la nobleza local, los Ryzmburk, los Vítek, los Falkenstein, siempre demasiado amenazadores y ambiciosos, que sólo le inspiran recelo y desdén. La Historia demostrará, con el ascenso al poder de los patricios alemanes en Praga, en Jihlava, en Kutná Hora, y después en toda Bohemia y Moravia, que la estrategia fue la apropiada, aunque Otakar no vivirá lo suficiente para sacarle provecho.

Sin embargo, a la larga, fue una muy pésima idea.

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Al día siguiente del Anschluss, Alemania, con una prudencia como nunca se le había conocido, multiplica los comunicados de apaciguamiento dirigidos a Checoslovaquia: ésta, por su parte, no teme en absoluto una próxima agresión, y eso que la anexión de Austria y el consiguiente sentimiento de cerco podrían inquietar legítimamente a los checos.

Se ha dado una orden general, con el fin de evitar toda tensión inútil, para que las tropas alemanas que penetren en Austria no se acerquen por ningún lado a menos de 15 o 20 kilómetros de la frontera checa.

Pero en los Sudetes, la noticia del Anschluss provoca un entusiasmo extraordinario. De pronto, sólo se habla de ese fantasma final: la integración en el Reich. Las manifestaciones y provocaciones se multiplican. Se crea una atmósfera de conspiración generalizada. Proliferan las octavillas y los pasquines de propaganda. Los funcionarios y los empleados alemanes se proponen sabotear sistemáticamente las órdenes del gobierno checoslovaco orientadas a contener la agitación separatista. El boicot a las minorías checas en las zonas de lengua alemana adquiere una dimensión sin precedentes. Beneš dirá en sus memorias que le sobrecogió aquella especie de romanticismo místico que, de repente, poseyó a todos los alemanes de Bohemia.

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«El concilio de Constanza es el culpable de haber incitado a nuestros enemigos naturales, es decir, todos los alemanes que nos rodean, a una lucha injusta contra nosotros, aunque ellos no tengan ninguna razón para alzarse contra nosotros, salvo su inextinguible furor contra nuestra lengua.»

(Manifiesto husita, hacia 1420.)

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Una vez tan sólo Francia e Inglaterra le dijeron que no a Hitler durante la crisis checoslovaca. ¡Y gracias! Inglaterra, además, con la boca pequeña…

El 19 de mayo de 1938, se observaron movimientos de tropas alemanas en la frontera checa. El 20, Checoslovaquia decreta una movilización parcial de sus propias tropas, enviando de ese modo un mensaje muy claro: si es agredida, se defenderá.

Francia, reaccionando con una firmeza que parecía no poder esperarse ya de ella, declara inmediatamente que mantendrá sus compromisos con Checoslovaquia, es decir, acudirá en su ayuda militarmente en caso de agresión alemana.

Desagradablemente sorprendida por la actitud francesa, Inglaterra, sin embargo, se alinea en la misma posición que su aliada. Pero con la pequeña restricción, incuestionada al menos de manera explícita, de que las fuerzas británicas se guardan su derecho de intervención en caso de conflicto armado. Ya se cuidará Chamberlain de que sus diplomáticos no traspasen el umbral de esta ambigua fórmula: «En la eventualidad de un conflicto europeo, es imposible saber si Gran Bretaña se verá obligada a tomar parte en él.» La cosa no está clara.

Para Hitler no son más que rodeos, pero a la hora de la verdad se asusta y retrocede. El 23 de mayo, hace saber que Alemania no tiene intenciones agresivas contra Checoslovaquia, y manda retirar como si tal cosa las tropas concentradas en la frontera. La versión oficial es que se trataba de simples maniobras rutinarias.

Pero Hitler ha enloquecido de rabia. Tiene la impresión de haber sido humillado por Beneš y siente crecer en él la pulsión guerrera. El 28 de mayo, convoca a los oficiales superiores de la Wehrmacht para vociferarles esto: «¡Es mi más categórico deseo que Checoslovaquia sea borrada del mapa!»

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Beneš, inquieto por la falta de entusiasmo manifestada por Gran Bretaña a la hora de mantener sus compromisos, llama a consultas a su embajador en Londres para que le informe. La conversación, grabada por los servicios secretos alemanes, no ofrece ninguna duda acerca de las pocas ilusiones que se hacen los checos sobre sus homólogos ingleses, empezando por el propio Chamberlain, a quien pone a parir:

—¡Ese maldito bastardo sólo desea lamerle el culo a Hitler!

—¡Hínchele la cabeza! ¡Haga que recobre el juicio!

—El viejo carcamal carece de juicio, salvo para husmear la cagada nazi y dar vueltas a su alrededor.

—Hable entonces con Harold Wilson. Dígale que prevenga al Primer ministro de que Inglaterra estará también en peligro si no tenemos todos la misma determinación. ¿Podrá usted hacerle comprender eso?

—¡Pero cómo quiere que hable con Wilson! ¡Es un chacal!

Los alemanes se apresuran a hacerles llegar a los ingleses las cintas grabadas. Por lo visto, Chamberlain se sintió atrozmente humillado y jamás perdonó a los checos.

Sin embargo, cuando ese mismo Wilson, asesor particular de Chamberlain, fue enviado poco tiempo después para proponer un intento de conciliación entre alemanes y checos con arbitraje británico, Hitler le hablará en estos términos:

«¡Me importa una mierda la representación británica! ¡El viejo perro cagón está loco si se piensa que así va a dominarme!»

Wilson se asombra:

«Si Herr Hitler se refiere al Primer ministro, puedo asegurarle que el Primer ministro no está loco, sino tan sólo interesado en la suerte que corra la paz.»

Entonces Hitler se despacha a gusto:

«Las advertencias de sus lameculos no me interesan. La única cosa que me interesa es mi pueblo de Chequia; ¡mi pueblo torturado, asesinado por ese inmundo pederasta de Beneš! No voy a soportarlo por más tiempo. ¡Es mucho más de lo que un buen alemán puede soportar! ¿Me está entendiendo, puerco estúpido?»

De esto se deduce que hay al menos un punto sobre el cual los checos y los alemanes parecen haber estado de acuerdo: a saber, que Chamberlain y su pandilla eran unos enormes lameculos.

Sin embargo, curiosamente, a Chamberlain le molestaban mucho más los insultos de los checos que los de los alemanes, y a posteriori se puede colegir que eso sería muy de lamentar.

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He aquí un discurso edificante que el 21 de agosto de 1938 pronuncia en la radio Edouard Daladier, nuestro buen Presidente del Consejo:

«Frente a los Estados totalitarios, que se preparan y se arman sin ponerle ningún límite a la duración del trabajo, y al lado de los Estados democráticos, esforzados por volver a encontrar su prosperidad y garantizar su seguridad, y que además han adoptado la semana de 48 horas, Francia, más empobrecida cuanto más amenazada, ¿cuánto tiempo perderá en controversias que corren el riesgo de comprometer su futuro? Mientras la situación internacional siga siendo tan delicada, es preciso que se pueda trabajar más de 40 horas, llegar hasta 48 horas en las empresas involucradas en la defensa nacional.»

Cuando leí la transcripción de su discurso, me dije que no cabía duda de que volver a poner a trabajar a los franceses era un fantasma eterno de la derecha francesa. Estaba escandalizado por el hecho de que las élites reaccionarias, siendo tan poco conscientes de la situación, sólo pensaran en utilizar la crisis de los Sudetes para ajustar cuentas con el Frente Popular. Hay que decir que en 1938, en la prensa burguesa, los editorialistas estigmatizaban sin ningún pudor a los trabajadores cuyo único pensamiento era aprovechar sus pequeñas vacaciones pagadas.

Pero mi padre me recordó oportunamente que Daladier era un socialista radical, y por tanto había debido de formar parte del Frente Popular. Lo acabo de verificar y, en efecto, es alucinante: ¡Daladier era ministro de la Defensa nacional en el gobierno de Léon Blum! Me he quedado sin habla. Voy a tratar de recapitular: Daladier, antiguo ministro de la Defensa nacional del Frente Popular, invoca razones de defensa nacional, pero no para impedir que Hitler desmiembre Checoslovaquia, sino para retractarse de la semana de 40 horas, precisamente una de las conquistas del Frente Popular. A ese nivel de estupidez política, la traición puede llegar casi a cotas de obra de arte.

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26 de septiembre de 1938: Hitler debe arengar a las masas enloquecidas en el Palacio de Deportes de Berlín. Deja plantada a una delegación británica que ha venido a comunicarle la negativa de los checos a evacuar los Sudetes, diciéndole sobre la marcha: «¡Tratan a los alemanes como a negros! El 1.º de octubre, haré con Checoslovaquia lo que me dé la gana. Si Francia e Inglaterra deciden atacar, ¡peor para ellos! ¡Me importa una mierda! Es inútil proseguir con las negociaciones, ¡carecen de sentido!» Y se marcha.

Luego, desde la tribuna, delante de su público fanatizado:

«Durante veinte años, los alemanes de Checoslovaquia han tenido que sufrir las persecuciones de los checos. Durante veinte años, los alemanes del Reich han contemplado ese espectáculo. Me refiero más bien a que han sido obligados a ser meros espectadores: porque el pueblo alemán jamás había aceptado esa situación, pero no tenía armas, no podía ayudar a sus hermanos contra aquellos que los estaban martirizando. Hoy, en cambio, es diferente. ¡Y el mundo de las democracias se indigna! Durante estos años hemos aprendido a despreciar a los demócratas de este mundo. En toda nuestra época, no hemos encontrado más que un solo Estado que pueda considerarse una gran potencia europea, y, a la cabeza de ese Estado, a un solo hombre capaz de comprender el desamparo de nuestro pueblo: es mi gran amigo Benito Mussolini (la muchedumbre grita: Heil Duce!). El señor Beneš está en Praga, convencido de que no le puede ocurrir nada porque tiene detrás a Francia y a Inglaterra (hilaridad prolongada). Compatriotas, creo que ha llegado el momento de hablar alto y claro. El señor Beneš tiene un pueblo de siete millones de individuos detrás de él, y aquí hay un pueblo de setenta y cinco millones de hombres (aplausos entusiastas). Le he asegurado al Primer ministro británico que una vez esté resuelto este problema, no habrá ya más problemas territoriales en Europa. No queremos checos en el Reich, pero yo declaro ante el pueblo alemán: en lo que concierne a la cuestión de los Sudetes, mi paciencia ha llegado al límite. Ahora, el señor Beneš tiene en sus manos la paz o la guerra. O acepta esta oferta y libera por fin a los alemanes de los Sudetes, o iremos a buscar esa libertad nosotros mismos.

Que el mundo lo sepa de una vez.»

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A la crisis de los Sudetes se deben los primeros testimonios formales de la locura de Hitler. En esa época, sólo con nombrar en su presencia a Beneš y a los checos, le daba tal ataque de ira que podía perder por completo el control de sí mismo. Hay quien cuenta haberlo visto tirarse al suelo y morder de rabia el borde de la alfombra. Esos ataques de demencia le valieron enseguida, entre los medios hostiles al nazismo, el sobrenombre de Teppichfresser[1] («Comealfombras»). No sé si conservó por mucho tiempo ese hábito de masticador furioso, o por el contrario esa sintomatología desapareció después de Múnich.

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28 de septiembre de 1938, tres días antes de los acuerdos. El mundo contiene el aliento. Hitler está más amenazante que nunca. Los checos saben que si abandonan a los alemanes la barrera natural que constituye para ellos la región de los Sudetes, se pueden dar por muertos. Chamberlain declara: «¿No es espantoso, fantástico, inaudito, que todos estemos cavando trincheras por culpa de una disputa surgida en un país lejano, entre gente de la que no sabemos nada?»

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Saint-John Perse pertenece a esa familia de escritores-diplomáticos, como Claudel o Giraudoux, que me asquea como la sarna. En su caso, esta repugnancia instintiva me parece particularmente justificada, si se tiene en cuenta su comportamiento durante septiembre de 1938.

Alexis Leger (ése es su verdadero nombre, y ligero lo fue y mucho) acompaña a Daladier a Múnich en calidad de secretario general del Quai d’Orsay. Pacifista radical, ha maniobrado sin descanso para convencer al presidente del Consejo francés de que ceda a todas las exigencias alemanas. Está presente cuando se hace pasar a los representantes checos para informarlos de su suerte, doce horas después de la firma del acuerdo decidido sin ellos.

Hitler y Mussolini ya se han marchado, Chamberlain bosteza ostensiblemente y Daladier disimula mal su nerviosismo detrás de una violenta altanería. Cuando los checos, anonadados, preguntan si se espera de su gobierno alguna respuesta o una declaración cualquiera, es posible que sea la vergüenza la que lo enmudece (¡y casi los ahoga, a él y a los demás!). Quizá por este motivo quien se encargará de responder será su colaborador, haciéndolo con una arrogancia y una desenvoltura que el ministro checo de Asuntos Exteriores, su interlocutor, calificará más tarde con una lacónica observación acerca de la que todos deberíamos meditar: «Es un francés.»

Una vez cerrado el acuerdo, no se esperaba ninguna respuesta. Sí, en cambio, que el gobierno checo envíe a Berlín a su representante ese mismo día, a las 15 horas como muy tarde (eran las 3 de la mañana), para asistir a la reunión de la comisión encargada de aplicar el acuerdo. Asimismo, un oficial checoslovaco deberá volver a Berlín el sábado para fijar los detalles de la evacuación. El tono del diplomático se endurece a medida que va profiriendo sus tajantes órdenes. Uno de los dos representantes checos se deshace en lágrimas frente a él. Impaciente y como para justificar su brutalidad, añade que la atmósfera empieza a volverse peligrosa en todo el mundo. ¡Venga ya!

Será, por tanto, un poeta francés quien pronuncie casi oficialmente la sentencia de muerte de Checoslovaquia, el país que yo más amo en el mundo.

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A las puertas de su hotel en Múnich, un periodista le interroga:

—Pero, dígame, señor embajador, ese acuerdo es por lo menos un alivio, ¿no?

Silencio. Luego el secretario del Quai d’Orsay suspira:

—Por supuesto, un alivio, sí… ¡como cuando uno se lo hace encima de sus pantalones!

Esta revelación tardía forrada de un eufemismo no basta para reparar su infame actitud. Saint-John Perse se ha portado como un gran mierda. Seguro que él habría dicho, con su preciosismo ridículo de diplomático envarado, «un excremento».

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En el Times, sobre Chamberlain: «Jamás ningún conquistador, después de una victoria obtenida en un campo de batalla, había vuelto tan adornado de los más nobles laureles.»

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Chamberlain en el balcón, en Londres: «Mis queridos amigos —dice—, por segunda vez en nuestra historia hemos traído de nuevo la paz honorable desde Alemania a Downing Street. Creo que esta vez la paz durará toda la vida.»

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Krofta, ministro de Asuntos Exteriores checo: «Se nos ha impuesto esta situación; ahora nos toca a nosotros; mañana será a otros.»

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Por una pueril pedantería, tenía escrúpulos de mencionar la más célebre frase francesa en todo este sombrío asunto, pero no puedo dejar de citar a Daladier, al descender del avión, aclamado por la muchedumbre: «¡Ah, esos gilipollas! ¡Esos gilipollas ya están advertidos!…».

Algunos dudan de que haya pronunciado alguna vez esas palabras, de que tuviera esa lucidez y ese residuo de lustre. Parece que fue Sartre quien propagó la cita apócrifa, en su novela La prórroga.

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En todos los casos, las frases de Churchill en la Cámara de los comunes son las que demuestran mayor clarividencia, y, como siempre, más grandeza:

«Hemos sufrido una derrota total y absoluta.»

(Churchill debe interrumpirse durante largos minutos hasta que cesan los silbidos y los gritos de protesta.)

«Estamos en medio de una catástrofe de enormes proporciones. El camino de la desembocadura del Danubio, el camino del mar Negro, está abierto. Uno tras otro, todos los países de Europa central y de la cuenca del Danubio se verán arrastrados por el vasto sistema de la política nazi emanada desde Berlín. Y no vayáis a creer que ése será el final, no, ése no es más que el principio…»

Poco tiempo después, Churchill hace una síntesis al pronunciar su quiasmo inmortal: «Teníais que escoger entre la guerra y el deshonor. Habéis escogido el deshonor. Tendréis la guerra.»

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«Suena y suena la campana de la traición.

¿De quién son esas manos que la han tocado?

De la dulce Francia, de la fiera Albión,

y a las dos las hemos amado.»

(František Halas)

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«Sobre el medio cadáver de una nación traicionada, Francia se ha rendido al belote y a Tino Rossi.» (Montherlant)

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Frente a las pretensiones arrogantes de Alemania, las dos grandes democracias del Oeste se han achantado, Hitler puede brincar de júbilo. Pero en cambio, regresa a Berlín de pésimo humor, maldiciendo a Chamberlain: «¡Ese individuo me ha privado de mi entrada en Praga!» ¿Qué le importan a él unas montañas de más? Al obligar al gobierno checo a hacer todas las concesiones, Francia e Inglaterra, esas dos naciones sin coraje, han despojado momentáneamente al dictador alemán de la posibilidad de lograr su verdadero objetivo: no ya amputar, sino «borrar a Checoslovaquia del mapa», es decir, transformarla en provincia del Reich. Siete millones de checos, setenta y cinco millones de alemanes… la partida se aplaza…

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En 1946, en Núremberg, el representante de Checoslovaquia preguntará a Keitel, jefe del Estado Mayor alemán: «Si las potencias occidentales hubieran apoyado a Praga, ¿el Reich habría atacado Checoslovaquia en 1938?» A lo que Keitel responderá: «Ciertamente que no. A nivel militar, no éramos tan fuertes.»

Ya puede Hitler echar pestes, pero fueron Francia e Inglaterra las que le abrieron la gran puerta de la que él no tenía la llave. Y, evidentemente, ante un favor así, le incitaron a dar el primer paso.

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Fue en la Bürgerbräukeller, la gran cervecería de Múnich, donde todo había empezado exactamente quince años antes. Pero esta noche, por una vez, la cosa no está para conmemoraciones, por mucho que se hayan desplazado tres mil personas hasta ese lugar. Todos los oradores que se han sucedido en la tribuna han clamado venganza; anteayer, en París, un judío de diecisiete años ha matado a un secretario de la embajada de Alemania porque habían deportado a su padre. Heydrich es el más indicado para saber que la pérdida no es muy grande: el secretario de embajada estaba siendo vigilado por la Gestapo porque estaba acusado de antinazismo. Pero hay que aprovechar la ocasión. Goebbels le ha confiado una misión de gran envergadura. Mientras la velada está en su apogeo, Heydrich dicta sus órdenes: las manifestaciones espontáneas se llevarán a cabo por la noche. Todas las oficinas de la policía del Estado deben ponerse en contacto inmediatamente con los responsables del Partido y con los de la SS. Las manifestaciones que van a tener lugar no serán reprimidas por la policía. Se tomarán las medidas necesarias que no comporten ningún peligro para la vida y los bienes de los alemanes (por ejemplo, no se incendiarán las sinagogas cuando se corra el riesgo de que el fuego pueda alcanzar a los edificios contiguos). Los comercios y las casas particulares de los judíos pueden ser destruidos pero no saqueados. Se detendrá a tantos judíos, sobre todo si son ricos, como puedan caber en las cárceles actualmente existentes. Una vez arrestados, habrá que avisar inmediatamente a los campos de concentración apropiados a tal efecto, con el fin de internarlos en ellos a la mayor brevedad. La orden es transmitida a la 1:20 h.

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