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Primera parte » 221

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De vuelta en Žilina, Gabčík ha tomado ya su decisión. Al acabar su jornada de trabajo en la fábrica, saluda a sus camaradas como si tal cosa, pero declina la ritual invitación al bar de la esquina. Regresa rápidamente a su casa, no coge ninguna maleta sino un pequeño macuto, se enfunda dos abrigos uno sobre otro, se calza sus botas más resistentes, botas de soldado, y se marcha cerrando la puerta tras de sí. Hace una parada en casa de una de sus hermanas, de la que se siente más próximo, la única persona que está al corriente de sus proyectos, para dejarle las llaves. Ella le ofrece un té, que él bebe en silencio. Se levanta. Ella lo estrecha entre sus brazos sollozando. Luego él se dirige hacia la estación de autobuses. Allí, espera uno que lo lleve al norte, hacia la frontera. Se fuma unos cigarrillos. Se siente perfectamente sereno. No es el único que espera en el andén, pero nadie le presta atención, pese a su aspecto: para ser el mes de mayo, va excesivamente abrigado. El autobús llega. Gabčík se precipita en su interior y se acurruca en un asiento. Las puertas se cierran. El autobús arranca con un ronquido. Por la ventana, Gabčík mira cómo se aleja Žilina, donde nunca más volverá. Las torres románicas y barrocas del centro histórico se recortan en el horizonte oscuro que deja a su espalda. Cuando Gabčík echa un último vistazo al castillo de Budatin, situado en la confluencia de dos de los tres ríos que atraviesan la ciudad, ignora que será casi totalmente destruido unos años más tarde. Tampoco sabe que abandona Eslovaquia para siempre.

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Esta escena es tan perfectamente creíble y tan absolutamente ficticia como la precedente. ¡Qué impúdico es tratar como una marioneta a un hombre muerto hace tanto tiempo, incapaz de defenderse! Hacerle beber té cuando resulta que sólo le gustaba el café. Hacerle ponerse dos abrigos cuando puede que no tuviera más que uno. Hacerle coger el autobús cuando pudo haber tomado el tren. O decidir que se fue por la noche y no por la mañana. Me da vergüenza.

Pero podría haber sido peor. He evitado hacer con Kubiš un tratamiento imaginativo parecido, sin duda porque conozco menos Moravia, de donde era originario, que Eslovaquia. Kubiš esperó hasta el mes de junio de 1939 para pasar a Polonia, desde donde llegó a Francia no sé cómo, para alistarse en la Legión Extranjera. Eso es cuanto puedo decir de él. Ignoro si pasó por Cracovia, primer punto de reunión de los soldados checos que habían rechazado la capitulación. Supongo que se incorporó a la Legión en Agde, al sur de Francia, con el primer batallón de infantería de las fuerzas armadas checoslovacas en el exterior. Puede incluso que el batallón, cuyas filas se veían engrosadas cada día más, se hubiera ya convertido en un regimiento. Algunos meses más tarde, será una división entera en toda regla la que combatirá al lado del ejército francés durante la «guerra de broma». Podría extenderme bastante hablando de la integración de las fuerzas checas libres en el ejército francés, sus 11.000 soldados, de los cuales 3.000 eran voluntarios y 8.000 eran checos expatriados movilizados de oficio, así como sus valerosos pilotos, entrenados en Chartres, que abatirán o contribuirán a abatir más de 130 aviones enemigos durante la batalla de Francia… Vaya, dije que no quería hacer un manual de historia, y el caso es que he hecho de aquella historia en concreto una cuestión personal. Ésta es la razón por la que mis visiones se mezclan algunas veces con los hechos probados. Pero bueno, así son las cosas.

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Aunque para nada. Las cosas no son así. Eso sería demasiado simple. Al releer uno de los libros que constituyen la base de mi documentación, un conjunto de testimonios sobriamente reunidos por un historiador checo, Miroslav Ivanov, bajo el título El atentado contra Heydrich, publicado en la vieja colección verde «Aquel día» (en la que también se encuentran El día más largo y ¿Arde París?), compruebo con estupor la cantidad de errores que tengo con respecto a Gabčík.

Desde noviembre de 1938, Košice ya no pertenecía a Checoslovaquia sino a Hungría, la ciudad estaba ocupada por el ejército del almirante Horthy, y por tanto es muy poco probable que Gabčík visitara allí a sus camaradas del 14.º Regimiento. Además, el 1.º de mayo de 1939, cuando él deja Eslovaquia para pasar a Polonia, hacía casi dos años que había sido trasladado a una fábrica en los alrededores de Trenčin, y con toda probabilidad no viviría ya en Žilina. El pasaje en el que cuento su último vistazo a las torres del castillo de su ciudad natal se me hace de pronto ridículo. Es cierto que él nunca dejó el ejército y que trabajaba en calidad de suboficial en aquella fábrica de productos químicos cuya producción iba destinada a fines militares. Ahora bien, he olvidado mencionar que no abandonó su puesto sin antes llevar a cabo un acto de sabotaje: vertió ácido en la iperita, lo que parece haber causado un gran daño, aunque no sé de qué tipo, al ejército alemán. ¡Olvido grave! Ante todo, porque le sustraigo a Gabčík su primer acto de resistencia, por menor que sea, aunque ya arriesgado. Y luego, porque omito un eslabón en la gran cadena causal de los destinos humanos: el propio Gabčík explica, en una nota biográfica que redactó en Inglaterra con el fin de proponerse como candidato para misiones especiales, que dejó su país como consecuencia de aquel acto de sabotaje, por el que infaliblemente sería arrestado si se quedaba.

En cambio, es absolutamente cierto que pasó por Cracovia, como yo había supuesto. Después de luchar al lado de los polacos durante el ataque alemán que desencadenó la Segunda Guerra Mundial, es probable que huyera por los Balcanes, como un gran número de los checos y de los eslovacos que llegaron a Francia atravesando Rumanía, Grecia, y, vía Estambul, Egipto hasta llegar a Marsella. O quizá, sencillamente, pasó por el Báltico, lo que sería más práctico, partiendo del puerto de Gdynia para arribar a Boulogne-sur-Mer, etapa previa a su viaje al sur. Sea como fuere, estoy seguro de que ese periplo es una epopeya que merecería un libro entero. El punto determinante, para mí, sería el encuentro con Kubiš. ¿Dónde y cuándo se encontraron? ¿En Polonia? ¿En Francia? ¿Durante el viaje entre esos dos países? ¿Más tarde, en Inglaterra? Eso es lo que me gustaría saber. Todavía no sé si voy a «visualizar» (es decir, inventar) ese encuentro o no. Si lo hago, será la prueba definitiva de que, decididamente, la ficción no respeta nada.

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Un tren entra en la estación. En el amplio vestíbulo de Victoria Station, el coronel Moravec, en compañía de unos cuantos compatriotas exiliados, espera en el andén. Un hombrecillo serio, con bigotes y frente despejada, desciende del tren. Es Beneš, el anciano presidente que dimitió al día siguiente de lo de Múnich. Pero hoy, 18 de julio de 1939, fecha de su llegada a Londres, es sobre todo el hombre que ha proclamado, al día siguiente al 15 de marzo, que la Primera República checoslovaca existe todavía, a pesar de la agresión de la que ha sido víctima. Las divisiones alemanas, ha dicho, han barrido de un plumazo las concesiones arrancadas a Praga por sus enemigos y por sus aliados en nombre de la paz, de la justicia, del buen sentido y de las prudentes razones invocadas durante la crisis de 1938. Ahora, el territorio checoslovaco está ocupado. Pero la República no ha muerto. Debe continuar luchando incluso fuera de sus fronteras. Beneš, reconocido por los patriotas checoslovacos como el único presidente legítimo, quiere formar lo más rápido posible un gobierno provisional en el exilio. Un año antes del llamamiento del 18 de junio, Beneš es un equivalente a De Gaulle + Churchill. En él habita el espíritu de la Resistencia.

Desgraciadamente, todavía no es Churchill quien lleva las riendas del destino inglés y mundial, sino el innoble Chamberlain, cuya pusilanimidad sólo es comparable a su ceguera. Ha enviado a un empleado de Asuntos Exteriores, con rango muy subalterno, a recibir al anciano presidente. Y, una vez que lo recibe, el chupatintas se muestra inmediatamente desagradable. Le notifica a Beneš, quien apenas si ha puesto el pie en el andén, las condiciones de su exilio: Gran Bretaña sólo está dispuesta a conceder asilo político al súbdito checo con la condición expresa de que él se comprometa a mantenerse alejado de toda actividad política. Beneš, ya reconocido de hecho como el jefe de un movimiento de liberación por sus amigos y sus enemigos, encaja el insulto dando prueba de su dignidad habitual. Él más que nadie ha tenido que soportar, con un estoicismo literalmente sobrehumano, la necedad despreciativa de Chamberlain. Sólo por ello, su figura histórica me parece casi más imponente que la de De Gaulle.

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Hace catorce días que el SS-Sturmbannführer Alfred Naujocks ha llegado de incógnito a la ciudad de Gleiwitz, en la frontera germanopolaca, en la Silesia alemana. Ha preparado minuciosamente su golpe y ahora espera. Heydrich lo ha llamado ayer a mediodía para pedirle que ajuste los últimos detalles con «Gestapo» Müller, quien se ha desplazado en persona y se aloja en la vecina ciudad de Oppeln. Müller debe suministrar lo que ellos llaman «la lata de conserva».

Son las cuatro de la mañana cuando suena el teléfono en su habitación del hotel. Descuelga, le piden que llame a la Wilhelmstrasse. Al otro extremo del hilo, la voz aguda de Heydrich le dice: «La abuela ha muerto.» Es la señal, la operación «Tannenberg» puede empezar. Naujocks reúne a sus hombres y se dirige a la estación de radio que tiene previsto atacar. Pero antes de pasar a la acción, debe repartir un uniforme polaco a cada miembro de la expedición y recibir «la conserva»: se trata de un detenido que ha sido sacado expresamente de un campo de concentración, vestido también de soldado polaco, inconsciente pero todavía vivo, al parecer, aunque Müller, siguiendo las instrucciones, le haya administrado una inyección letal.

El asalto comienza a las ocho de la mañana. Los empleados son neutralizados sin ningún contratiempo, y los pocos disparos al aire que ha habido son para que no se diga. La «conserva» es depositada en la puerta y Naujocks, con toda probabilidad, pese a que jamás lo reconoció durante su proceso, lo remata metiéndole una bala en el corazón, con el fin de dejar una prueba material del ataque polaco (una bala en la nuca indicaría demasiado una ejecución y una bala en la cabeza corría el riesgo de hacer más lenta la identificación). Lo que hacen a continuación es difundir en polaco el pequeño discurso preparado por Heydrich. Uno de los SS, escogido por sus cualidades lingüísticas, será el encargado de pronunciarlo. El problema es que nadie sabe cómo hacer funcionar la radio. Un aterrado Naujocks, mal que bien, consigue finalmente que se emita. El discurso es leído en un polaco febril. Es una corta alocución declarando que, como consecuencia de las provocaciones alemanas, Polonia ha decidido pasar al ataque. La emisión no dura más de cuatro minutos. De todas formas, el emisor no es lo bastante potente y, excepto algunas aldeas fronterizas, el mundo no lo oirá. ¿Y a quién le preocupa eso? Pues sobre todo a Naujocks, a quien Heydrich le ha advertido previamente: «Si fracasáis, moriréis. Y puede que yo también.»

Pero Hitler hace valer el incidente, y los avatares de la técnica le traen sin cuidado. Unas horas más tarde, se dirige a los diputados del Reichstag: «Esta noche Polonia, por primera vez, y en territorio alemán, ha ordenado abrir fuego a sus soldados regulares. Desde esta mañana, Alemania se ha visto inducida a replicar. A partir de ahora, Alemania devolverá bomba por bomba.»

La Segunda Guerra Mundial acaba de comenzar.

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En Polonia es donde Heydrich inaugura su más diabólica creación: los Einsatzgruppen. Tropas de las SS especiales, integradas por miembros del SD y de la Gestapo, encargadas de limpiar las zonas ocupadas por la Wehrmacht. Cada unidad recibe un folleto en el que, en caracteres minúsculos y en papel extra fino, se han consignado todas las informaciones necesarias. A saber: la lista de todas las personas que hay que eliminar a medida que avanza la ocupación del país. Es decir, comunistas, evidentemente, pero también maestros, escritores, periodistas, sacerdotes, industriales, banqueros, funcionarios, comerciantes, campesinos enriquecidos, notables de cualquier tipo… Son mencionados miles de nombres, con su dirección y su teléfono, así como la lista de su entorno, en caso de que los elementos subversivos buscaran refugio en casa de sus familiares o de sus amigos. Cada nombre es acompañado de una descripción física, y en ocasiones incluso de una foto. Los servicios de información de Heydrich han alcanzado ya un nivel de eficacia impresionante.

Sin embargo, no cabe duda de que esta meticulosidad es un tanto superflua, habida cuenta del comportamiento de las unidades sobre el terreno, que se distinguen inmediatamente por su propensión a no entrar en detalles. Entre las primeras víctimas civiles de la campaña polaca hay un grupo de boy scouts de edades entre 12 y 16 años: se les fusila en la plaza del mercado puestos en fila contra un muro. El cura que se ofrece para administrarles los últimos sacramentos, ¡a la fila con ellos, fusilado también! Una vez hecho esto es cuando los Einsatzgruppen se centran en sus objetivos: los comerciantes y los notables locales, enfilados y fusilados. A partir de ahí, el trabajo de los Einsatzgruppen, cuyo balance detallado necesitaría de miles de páginas, puede resumirse en tres letras terribles: «etc». Hasta llegar a la URSS, donde allí, el infinito hueco del et caetera no dará abasto.

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Es increíble hasta qué punto, en lo concerniente a la política del Tercer Reich, y especialmente en lo que tiene de más aterradora, siempre podemos encontrar a Heydrich en pleno centro.

El 21 de septiembre de 1939, transmite a los servicios correspondientes una circular firmada de su puño y letra, relativa al «problema judío en los territorios ocupados». Esta circular ordena el reagrupamiento de los judíos en guetos, y determina la creación de los consejos judíos, los Judenrat de siniestra memoria, sometidos directamente a la autoridad de la RSHA. El Judenräte, sin ninguna duda, se inspira en aquellas ideas de Eichmann que Heydrich vio aplicadas en Austria: la clave consiste en hacer colaborar a las víctimas en su propio destino. Expoliación ayer, destrucción mañana.

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El 22 de septiembre de 1939, Himmler oficializa la creación del RSHA.

La RSHA, Oficina Central de la Seguridad del Reich (Reichssicherheitshauptamt), fusiona el SD, la Gestapo y la Kripo (la policía criminal). Las atribuciones de esta monstruosa organización sobrepasan en poder todo lo imaginable. Para dirigirla, Himmler nombra a Heydrich. Servicio de espionaje, policía política y policía criminal, todo en manos de un solo hombre. De ahí que lo llamaran directamente «el hombre más peligroso del Tercer Reich». Enseguida pasa a ser su nuevo apodo. Una sola policía se le escapa, la Ordnungpolizei, la policía de uniforme encargada del mantenimiento del orden, confiada a esa nulidad de Dalüge, responsable directo ante Himmler. Una fruslería comparada con el resto, aunque no para Heydrich, que, en su sed de poder, se la toma muy en serio, pero fruslería a pesar de todo, al menos para mí, que no tengo, es verdad, ni las aptitudes ni la experiencia de Heydrich para juzgarla. En todo caso, la hidra que es la RSHA tiene suficientes cabezas para dirigirla. Está, por tanto, obligado a delegar. Distribuye cada una de las siete divisiones de la RSHA entre unos colaboradores que él selecciona, sobre todo, en función de sus cualidades y no según criterios políticos, lo que ya es bastante raro en ese manicomio que es el aparato nazi. Por ejemplo, Heinrich Müller, a quien confía la Gestapo, y que se identificará tan bien con ella que pronto sólo se le llamará «Gestapo Müller», es un antiguo socialdemócrata, lo que no le impedirá ser considerado como uno de los más feroces instrumentos del régimen. Los otros despachos de la RSHA son confiados a brillantes intelectuales, jóvenes como Schellenberg (SD exterior) y Ohlendorf (SD interior), o curtidos universitarios como Six (Documentación y concepción del mundo), lo que contrasta con la cohorte de iletrados, iluminados y degenerados mentales que copan las cimas del partido.

Una rama de la Gestapo, sin relación con su importancia real, pero más vale siempre llevar con discreción los temas sensibles, está destinada a los Asuntos Judíos. Para dirigirla, Heydrich sabe ya a quién quiere: el más indicado es Adolf Eichmann, ese pequeño Hauptsturmführer austriaco que hace tan bien su trabajo. En ese momento está trabajando en un dosier completamente original: el proyecto Madagascar. La idea consiste en deportar allí a todos los judíos. Hay que desarrollarla. Primero es preciso vencer a Inglaterra, sin lo cual el traslado de los judíos sería imposible por mar, como veremos a continuación.

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Hitler ha decidido la invasión de Inglaterra. Pero para que triunfe un desembarco en las costas británicas, Alemania necesita primero asegurarse el dominio aéreo. Ahora bien, pese a lo prometido por el seboso Goering, los Spitfire y los Hurricane de la RAF continúan su baile por encima del canal de la Mancha. Día tras día, noche tras noche, los heroicos pilotos ingleses repelen los ataques de los bombarderos y de los cazas alemanes. Prevista para el 11 de septiembre de 1940, la operación «Otaria» (nombre en código dado al proyecto de la invasión, cuyo tono burlesco proviene de la traducción francesa, ya que en alemán es «León Marino»[*]) es aplazada una primera vez al 14, luego al 17. Pero el 17 de septiembre, un informe de la Kriegsmarine indica: «La aviación enemiga no está en absoluto eliminada. Por el contrario, demuestra una actividad creciente. En términos generales, las condiciones atmosféricas no permiten albergar la esperanza de un periodo de calma.» En consecuencia, el Führer decide retrasar «Otaria» sine díe.

Ese mismo día, sin embargo, Heydrich, a quien Goering le había encargado que organizase la represión y la depuración en cuanto comenzara la invasión, da sus consignas a uno de sus colaboradores, el Standartenführer Franck Six, antiguo decano de la Facultad de Economía de la universidad de Berlín, reconvertido al SD. Él personalmente es quien ha solicitado instalarse en Londres y comandar a los Einsatzgruppen que ha formado especialmente a tal efecto: seis pequeñas unidades cuyas bases serán Londres, Bristol, Birmingham, Liverpool, Manchester y Edimburgo, o Glasgow si mientras tanto el puente del Firth of Forth es destruido. «Su tarea —le dice Heydrich— es combatir, con los medios que precise, a todas las organizaciones, instituciones y grupos de oposición.» Concretamente, el trabajo de esos Einsatzgruppen será el mismo que en Polonia, el mismo que más tarde será en Rusia: se trata siempre de «unidades móviles de matanza» encargadas de exterminar sin descanso.

Pero aquí, la misión se complica con la Sonderfahndungliste GB, la lista especial de personas que hay que buscar en Gran Bretaña, enviada a Six por Heydrich. Es una lista de alrededor de 2.300 personalidades que habrá que encontrar, detener y entregar a la Gestapo lo más rápidamente posible. A la cabeza de esa lista se halla, obviamente, Churchill. Junto con él, otros políticos, ingleses o extranjeros, y muy especialmente Beneš y Masaryk, los representantes del gobierno checoslovaco en el exilio. Hasta ahí, es lógico. Pero también aparecen escritores como H. G. Wells, Virginia Woolf, Aldous Huxley, Rebecca West… Freud figura en ella, aunque había muerto en 1939… Y también Baden-Powell, el fundador de los boys scouts. Retrospectivamente, la ejecución de los pequeños scouts en Polonia es, más que un exceso de celo, una falta grave, ya que los boys scouts son considerados como potenciales fuentes de información de primer orden por los servicios secretos alemanes. En total, aquellos nombres formaban un conjunto bastante variopinto. Parece que no fue Heydrich, sino Schellenberg quien coordinó esa lista. No cabe duda de que el trabajo le quedó un poco chapucero, debido a que estaba muy ocupado preparando en Lisboa el secuestro del duque de Windsor.

Aquella lista resultó bastante caprichosa, el rapto del duque será un fracaso, la Luftwaffe va a perder la batalla de Inglaterra y la operación «Otaria» nunca se pondrá en marcha. Algunas piedras descabaladas en el jardín de la eficacia alemana.

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Ya no estoy tan seguro de la veracidad de las anécdotas que reúno acerca de Heydrich, pero de la que viene mucho menos: el testigo y protagonista de la escena que me dispongo a relatar no está ni él mismo seguro de lo que le ocurrió. Schellenberg es el brazo derecho de Heydrich en el SD. Es un burócrata feroz y sin escrúpulos, pero también un joven brillante, cultivado, elegante, a quien Heydrich invita algunas veces, aparte de a sus garbeos por el burdel, a salir con Lina, al teatro, a la ópera. El joven es, por tanto, casi un íntimo del matrimonio. Un día que Heydrich tuvo que acudir a una reunión bastante lejos, Lina llamó a Schellenberg para proponerle un paseo bucólico alrededor de un lago. Los dos jóvenes toman un café y hablan de literatura y de música. Hasta ahí lo que puedo saber. Cuatro días más tarde, Heydrich, al acabar el trabajo, embarca a Schellenberg y a «Gestapo» Müller en una gira por garitos. La velada empieza en un bonito restaurante de la Alexanderplatz. Müller se encarga de servir los aperitivos. El ambiente es distendido, todo parece normal, hasta que Müller le dice a Schellenberg: «Entonces, ¿tuviste buen tiempo, el otro día?» Schellenberg comprende inmediatamente. Heydrich, con el rostro demudado, no dice nada. «¿Quieres que te informe del desarrollo de la excursión?», le pregunta Schellenberg adoptando un tono administrativo casi a su pesar. De repente la velada da un vuelco. Heydrich responde con voz silbante: «Acabas de beber veneno. Puede matarte en unas seis horas. Si me dices la total y absoluta verdad, te daré el antídoto. Pero quiero la verdad.» El ritmo cardiaco de Schellenberg se acelera. Empieza a resumir cómo fue la otra tarde, tratando de dominar su voz temblorosa. Müller lo interrumpe: «Después del café, fuiste a dar un paseo a pie con la mujer del jefe. ¿Por qué lo ocultaste? ¿No eras consciente de que te vigilaban?» Claro que sí, por eso, si Heydrich lo sabía ya todo, ¿a cuento de qué venía montar esta película? Schellenberg confiesa haber dado un paseo de un cuarto de hora y hace un recuento de los temas de conversación que abordaron. Heydrich se queda pensativo durante largos minutos. Luego, da su veredicto: «Venga, supongo que debo creerte. Pero dame tu palabra de honor de que nunca más repetirás este tipo de escapadas.» Schellenberg, sintiendo que el mayor peligro ha pasado, llega a dominar su miedo y responde con tono agresivo que dará su palabra después de haber bebido el antídoto, porque un juramento arrancado bajo esas condiciones carecería de valor. Se arriesga incluso a preguntar: «Como antiguo oficial de marina, ¿te parecería honorable proceder de otro modo?» Cuando se sabe cómo acabó la carrera de Heydrich en la marina, hay que reconocerle cierto descaro a su interlocutor. Heydrich mira fijamente a Schellenberg. Luego le sirve un Dry Martini. «Sería un efecto de mi imaginación —escribe Schellenberg en sus memorias—, pero me supo más amargo que de costumbre.» Bebe, presenta sus excusas, da su palabra de honor y la velada vuelve a su cauce.

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A fuerza de frecuentar los burdeles, a Heydrich se le ocurre una idea genial: abrir uno propio.

Sus más próximos colaboradores, Schellenberg, Nebe y Naujocks, se movilizan para llevar a cabo esta empresa. Schellenberg encuentra una casa en un barrio elegante de las afueras de Berlín.

Nebe, que durante años se ha trabajado la vida mundana, recluta a las chicas. Y Naujocks se encarga de los arreglos en el local: cada habitación está sembrada de cámaras y de micrófonos ocultos. Detrás de los cuadros, dentro de las lámparas, debajo de los sillones, encima de los armarios. En el sótano es donde se instalará la central de escucha.

La idea es genial de puro simple: en vez de ir a espiar a la gente a su casa, se les hace venir a ésta. Se trata, por tanto, de montar un burdel de alto standing para atraer a una prestigiosa clientela de personalidades eminentes.

Cuando todo está preparado, el salón Kitty abre sus puertas, y muy pronto el boca-oreja lo convierte en un establecimiento de renombre en los medios diplomáticos. Las escuchas funcionan sin parar las veinticuatro horas. Las cámaras sirven para hacer cantar a los clientes.

Kitty, la patrona, es una ambiciosa madame de prostíbulo vienesa, distinguida, competente y apasionada de su trabajo. Adora poder jactarse de la visita de una celebridad. La venida del conde Ciano, ministro de Asuntos Exteriores italiano y yerno de Mussolini, la vuelve loca de alegría. Supongo que se podría escribir también un libro apasionante sobre ella.

Con bastante frecuencia, Heydrich procede a hacer visitas de inspección. Llega avanzada la noche, por lo general ebrio, y sube a una habitación con una chica.

Hubo una vez en que una mañana Naujocks dio con la grabación de su jefe. Por curiosidad escuchó la cinta —no sé si era una filmación— y decidió prudentemente borrar lo grabado, después de haberse guaseado de lo lindo. No tengo los detalles, pero aparentemente los atributos de Heydrich debían de dar risa.

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Naujocks está de pie en el despacho de Heydrich, quien no le ha invitado a sentarse, bajo una enorme lámpara de araña cuya punta, cual espada de Damocles, amenaza sobre su cabeza, que esa mañana siente como nunca pender de un hilo. Heydrich está sentado delante del inmenso tapiz mural en el que hay bordada un águila gigantesca ciñendo una cruz gamada dibujada en un estilo muy rúnico. Golpea con el puño sobre la placa de mármol puesta en una mesa de madera maciza, y el golpe hace saltar la foto de su mujer y de sus hijos.

—¡Cómo diablos se te ha podido ocurrir grabar mi visita al salón Kitty la pasada noche!

Por mucho que sospechara el motivo de su convocatoria matinal al despacho del patrón, Naujocks palidece interiormente.

—¿Grabar?

—¡Sí, no lo niegues!

Naujocks calcula rápidamente que Heydrich no tiene ninguna prueba material, ya que se cuidó de borrar la cinta él mismo. Adopta entonces la estrategia que considera más rentable. Conociendo como conoce a su patrón, sabe que se juega el cuello.

—¡Pues lo niego! ¡Ni siquiera sé en qué habitación ha estado usted! ¡Nadie me lo ha dicho!

El largo silencio que sigue a continuación prueba los nervios del superagente.

—¡Mientes! O entonces es que te has vuelto descuidado.

Naujocks se pregunta cuál será, en opinión de su jefe, la peor de esas dos hipótesis. Heydrich recobra un tono más tranquilo, pero también más inquietante:

—Deberías haber sabido dónde estaba yo. Eso forma parte de tus cometidos. Y también es tu deber cerrar los micrófonos y los magnetófonos cuando yo estoy allí. Y no lo hiciste la pasada noche. Si crees que puedes burlarte de mí, Naujocks, sería mejor que antes lo pensaras dos veces. Puedes irte.

Naujocks, el hombre bueno para todo, el hombre que en Gleiwtiz desencadenó la guerra, es puesto en entredicho. Ha estado a punto de, simple y llanamente, hacerse liquidar, y se ha salvado sólo por su notable instinto de supervivencia. En su caso, como consecuencia de ese lamentable incidente, pasará en adelante la mayor parte de su tiempo tratando de ser olvidado. Es demasiado alto el precio que hay que pagar por reírse a la cara de Heydrich, su jefe, el Heydrich brazo derecho de Himmler, número dos de las SS, jefe supremo de la RSHA, dueño del SD y de la Gestapo, el Heydrich bestia rubia que, por su ferocidad pero también por sus atributos sexuales, merece doblemente el apodo, o más bien no lo merece en absoluto, se dirá Naujocks entre dos ataques de angustia.

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Ese diálogo es el ejemplo por excelencia de las dificultades con que me encuentro. Seguro que Flaubert no tuvo los mismos problemas con Salambó, porque nadie ha consignado jamás las conversaciones de Amílcar, el padre de Aníbal. Pero cuando yo le hago decir a Heydrich: «Si crees que puedes burlarte de mí, Naujocks, sería mejor que antes lo pensaras dos veces», me limito a poner las frases tal y como son reproducidas por el propio Naujocks. No se puede esperar un testigo mejor, a la hora de reproducir una frase, que el interlocutor directo que la ha oído y a quien ha sido dirigida. Sin embargo, dudo que Heydrich haya expresado su amenaza en esos términos. No es su estilo, es más bien el de Naujocks, que rememora esa frase años después, cuando la reescribe al reunir su testimonio, y el del traductor. De pronto, oír a Heydrich, la bestia rubia, el hombre más peligroso del Reich, decir: «Si crees que puedes burlarte de mí, Naujocks, sería mejor que antes lo pensaras dos veces», suena un poco gilipollesco. Es mucho más verosímil que Heydrich, personaje grosero e imbuido de su poder, colérico, hubiera espetado algo parecido a esto: «¿Quieres reírte en mi cara? ¡Ten mucho cuidado o te arranco los cojones!» Pero, claro, ¿qué valor tiene mi visión de las cosas frente a la de un testigo directo?

Si sólo se contase conmigo, yo escribiría:

—Dime, Naujocks, ¿dónde he pasado yo la noche?

—¿Perdón, mi general?

—Has entendido la pregunta perfectamente.

—Pues… no sé, mi general.

—¿No lo sabes?

—No, mi general.

—¿No sabes que estuve en casa de Kitty?

—…

—¿Qué has hecho con la grabación?

—No comprendo, mi general.

—¡Deja de reírte en mi propia cara! ¡Te pregunto si has guardado la grabación!

—Mi general… no sabía que usted estuviera allí… ¡Nadie me ha avisado! Por supuesto, he destruido la grabación en cuanto lo reconocí… quiero decir, en cuanto reconocí su voz…

—¡Deja de hacerte el gilipollas, Naujocks! ¡A ti se te paga para que lo sepas todo, y especialmente dónde estoy yo, porque soy yo el que te paga! ¡En el preciso instante en que yo entre en una habitación de casa de Kitty, cierra los micrófonos! La próxima vez que trates de reírte en mi cara, te envío a Dachau, donde te colgarán de los cojones, ¿me explico con claridad?

—Con mucha claridad, mi general.

—¡Lárgate!

Así sería, en mi opinión, un poco más realista, un poco más vivo, y probablemente más próximo a la verdad. Aunque no es seguro. Heydrich podía ser un grosero, pero también sabía hacerse el burócrata glacial cuando le convenía. Mirándolo bien, entre la versión de Naujocks, incluso deformada, y la mía, es preferible escoger sin ninguna duda la de Naujocks. Sin embargo estoy convencido de que Heydrich, aquella mañana, habría querido arrancarle los cojones con mucho gusto.

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Desde una de las altísimas ventanas de la torre norte del castillo de Wewelsburg, Heydrich contempla la llanura de Westfalia. Puede distinguir, en medio del bosque, los barracones y las alambradas de espino del más pequeño campo de concentración de Alemania. Pero probablemente su atención se haya fijado más en el campo de maniobras donde se entrenan sus Einsatzgruppen. El desencadenamiento de «Barbarroja» está previsto para dentro de una semana. Dentro de dos, esos hombres estarán en Bielorrusia, en Ucrania, en Lituania, y entrarán en acción. Se les ha prometido que estarán de vuelta en casa para Navidad, una vez hayan terminado su trabajo. En realidad, Heydrich no tiene ni idea de la duración de la guerra que se avecina. En el seno del partido y del ejército, sin embargo, todos los que están al tanto del secreto rivalizan en optimismo. El desempeño del Ejército Rojo, mediocre en Polonia, francamente lamentable en Finlandia, permite esperar un éxito veloz de la siempre invencible Wehrmacht. No obstante, a tenor de los informes del SD, Heydrich está más circunspecto. Le parece que se ha infravalorado peligrosamente las fuerzas del enemigo, el número de sus carros de combate, por ejemplo, o el de sus divisiones de reserva. Pero el alto mando de las fuerzas armadas, que dispone de su propio servicio de información en el Abwehr, ha preferido ignorar las advertencias de Heydrich y fiarse de las conclusiones más alentadoras del almirante Canaris, su antiguo maestro. Heydrich, para quien su expulsión de la marina sigue siendo una herida que nunca se ha cerrado, debe contener su rabia. Sin embargo, Hitler ha declarado: «Iniciar una guerra siempre es como abrir la puerta de una habitación sumida en la oscuridad. Nunca se sabe lo que se oculta ahí dentro.» De alguna manera equivale a admitir implícitamente que las advertencias del SD no carecen de base. Pero, pese a todo, la decisión de atacar a la Unión Soviética ya ha sido tomada. Heydrich observa con inquietud las nubes que se concentran sobre la llanura.

A su espalda, oye la voz de Himmler que se dirige a sus generales.

Para Himmler, la SS es una orden de caballeros. Él mismo se tiene por descendiente de Enrique el Pajarero, el rey sajón que, tras rechazar a los magiares en el siglo X, estableció la fundación del Sacro Imperio Romano Germánico y se pasó la mayor parte de su reinado exterminando eslavos. Al reivindicarse de tal linaje, el Reichsführer tenía necesidad de un castillo. Cuando encontró éste, era una ruina. Tuvo que mandar venir a cuatro mil prisioneros de Sachsenhausen para volver a ponerlo en condiciones. Casi un tercio de ellos murió durante las obras, pero, una vez acabadas, el edificio se alza imperiosamente por encima del Alma, que fluye por el valle. Sus dos torres y su torreón principal, unidos por unas rampas, forman un triángulo cuya punta, vuelta hacia la Tule mítica, tierra natal de los arios, representa el Axis mundi, el centro simbólico del mundo.

Es ahí precisamente, en el corazón de la torre del homenaje, dentro de la antigua capilla rebautizada como Obergruppenführersaal, donde tiene lugar la reunión organizada por Himmler, de la que Heydrich no se ha podido librar. En mitad de esa gran sala circular, los más altos dignatarios SS se han congregado alrededor de una enorme mesa de roble macizo, que su jefe ha querido que sea redonda y con doce asientos para reproducir la simbólica de la gesta artúrica. Pero la búsqueda del Grial del Reich en 1941 se presenta un tanto distinta de la de Perceval: «Enfrentamiento definitivo entre dos ideologías… necesidad de apoderarse de un nuevo espacio vital…» Heydrich se sabe de memoria esa cantinela, como la totalidad de los alemanes por aquella época. «Cuestión de supervivencia… lucha racial sin piedad… de veinte a treinta millones de eslavos y de judíos…» En este punto Heydrich, ávido de cifras, debe poner la oreja: «De veinte a treinta millones de eslavos y de judíos perecerán por las acciones militares y por los problemas de abastecimiento de alimentos.»

Heydrich no deja traslucir su irritación. Mira fijamente el magnífico sol negro incrustado de runas que hay dibujado en el mármol del suelo. Acciones militares… problemas de abastecimiento… no son más que evasivas. Heydrich sabe pertinentemente que sobre ciertos temas sensibles es preciso evitar ser demasiado explícito, pero siempre llega un momento en que hay que llamar a las cosas por su nombre y podría pensarse legítimamente que ese momento ha llegado. O si no, a falta de consignas claras, los hombres corren el riesgo de hacer cualquier cosa. Por otra parte, es él quien tiene la responsabilidad de esa misión.

Cuando Himmler da por terminada la reunión, Heydrich atraviesa de prisa los pasillos rebosantes de armaduras, blasones, cuadros y todo tipo de signos rúnicos. Sabe que aquí hay alquimistas, ocultistas, magos, trabajando permanentemente en problemas esotéricos que le traen del todo sin cuidado. Lleva dos días recluido en este manicomio y quiere regresar a Berlín a la mayor brevedad.

Pero fuera, las nubes se han amontonado en el valle y si tarda demasiado, su avión no podrá despegar. Es conducido al campo de maniobras donde le corresponde el honor de pasar revista a las tropas. Se ahorra los largos discursos y pasa por entre las filas. Apenas si echa un vistazo a la banda de asesinos seleccionados para ir a exterminar a los infrahombres del Este. En total, casi tres mil hombres. Su uniforme, de todos modos, es impecable. Heydrich se precipita en el avión que lo espera con los motores encendidos al final de la pista. Despega justo antes de que estalle la tormenta. Bajo trombas de agua, las tropas de los cuatro Einsatzgruppen se ponen inmediatamente en marcha.

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En Berlín, no hay mesa redonda ni magia negra, el ambiente es burocrático y Heydrich redacta minuciosamente sus directivas. Goering le ha pedido que las haga cortas y simples. El 2 de julio de 1941, esto es quince días después del comienzo de «Barbarroja», manda difundir esta nota entre los responsables SS que operan detrás del frente:

«Ejecútese a todos los funcionarios del Komintern, a los funcionarios del Partido, a los comisarios del pueblo, a los judíos que ocupen funciones en el Partido o en el Estado, y a los demás elementos radicales (saboteadores, propagandistas, francotiradores, asesinos y agitadores).»

Simple, en efecto, aunque todavía prudente, incluso pintoresca: ¿a qué viene esa precisión sobre los judíos funcionarios, cuando los funcionarios deben ser ejecutados de todos modos, judíos o no? Es porque Heydrich ignora aún cómo acogerán los soldados del ejército regular las perpetraciones de sus Einsatzgruppen. Es verdad que la famosa «directiva de los comisarios», firmada por Keitel el 6 de junio de 1941, y por tanto aprobada por la Wehrmacht, autoriza las masacres, pero oficialmente éstas se limitan a los enemigos políticos. Por eso, al principio, sólo en tanto enemigos políticos se designa a los judíos soviéticos como un objetivo a abatir. El efecto de redundancia producido en la nota es como la huella de un último escrúpulo. Naturalmente, si las poblaciones locales desean organizar pogromos, éstos serán alentados pero con mucha discreción, ya que, a comienzos del mes de julio, no se está todavía en condiciones de asumir a cara descubierta el proyecto de una exterminación de judíos por el mero hecho de que sean judíos.

Dos semanas más tarde, barridos por la euforia de las victorias, esos miramientos habrán desaparecido. Mientras que la Wehrmacht aniquila al Ejército Rojo en todos los frentes, la invasión progresa más allá de las previsiones más optimistas y trescientos mil soldados soviéticos son hechos prisioneros, Heydrich reescribe su directiva. Reitera los puntos esenciales, pero alarga su lista detallándola un poco (por ejemplo, incluye en ella a los antiguos comisarios del Ejército Rojo). Y finalmente sustituye los judíos que ocupen funciones en el Partido o en el Estado por todos los judíos.

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El Hauptmann Heydrich, a bordo de un Messerschmitt 109 con las iniciales RH en caracteres rúnicos grabadas sobre la carlinga para indicar que se trata de su aparato personal, sobrevuela el territorio soviético a la cabeza de una formación de cazas de la Luftwaffe. Cuando los aviones alemanes distinguen en tierra columnas de soldados rusos que se baten penosamente en retirada, se lanzan sobre ellos como tigres y, atacándolos en fila, los masacran con las metralletas.

Hoy, sin embargo, no son columnas de infantería lo que Heydrich observa más abajo, sino un Yak. Reconoce sin esfuerzo la silueta ventruda del pequeño caza soviético. A pesar de las enormes cantidades de aviones enemigos destruidos en tierra por los bombarderos alemanes al comienzo de la ofensiva, el espacio aéreo soviético no se ha limpiado del todo, y aquí y allá quedan resistencias esporádicas: ese Yak es la prueba de ello. Pero la superioridad de la aviación alemana es indiscutible, tanto en términos de calidad como de cantidad. En realidad, ningún caza soviético puede, en el actual estado de fuerzas, pretender rivalizar con el Me109. Heydrich, impetuoso, vanidoso, conmina a su escuadrilla a permanecer en formación. Quiere ofrecer una demostración a sus hombres y abatir él solo el avión ruso. Desciende a su altura y se desliza en su estela. El piloto del Yak no lo ha visto. El fin de la maniobra es aproximarse al objetivo para abrir fuego cuando esté a unos ciento cincuenta metros de distancia. El avión alemán es mucho más veloz y se acerca rápidamente. Cuando distingue con claridad la cola del avión ruso en su punto de mira, Heydrich dispara. Enseguida, el Yak balancea sus alas como un pájaro enloquecido. Pero esa primera salva no lo ha tocado, y en realidad no está nada enloquecido. Se retira en picado hacia el suelo. Heydrich trata de seguirlo, pero su viraje es desesperadamente largo en comparación con el del piloto ruso. El imbécil de Goering había pretendido que la aviación soviética estaba completamente obsoleta y en esto, como en casi todo lo que pensaban los nazis sobre la Unión Soviética, se equivocaba: es verdad que el Yak no resiste la comparación con los cazas alemanes en términos de capacidades técnicas, pero sabe compensar su relativa lentitud con una manejabilidad literalmente diabólica. El pequeño avión ruso continúa su descenso haciendo eses cada vez más estrechas. Heydrich lo sigue sin llegar a fijarlo en su visor. Parecía una liebre perseguida por un lebrel. Heydrich, que quiere llevarse una victoria y pintar un avioncito en el fuselaje de su aparato, se obceca, sin darse cuenta de que el Yak, multiplicando los cambios de dirección para escapar de los disparos de su perseguidor, hace lo que sea para dirigirse hasta un punto concreto. Cuando de pronto unas explosiones retumban a su alrededor, Heydrich entiende lo que pasa: el piloto ruso lo ha llevado a la altura de una batería de DCA soviética y el muy idiota se ha metido en la trampa.

Un golpe violento estremece la carlinga. De la cola sale un humo negro. El avión de Heydrich se estrella.

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Es como si le hubieran abofeteado a Himmler en plena cara. La sangre le enciende las mejillas y siente hincharse su cerebro dentro de la caja craneal. Acaba de recibir la noticia: durante un combate aéreo sobre el Beresina, el Messerschmitt 109 de Heydrich ha sido abatido. Por supuesto, si Heydrich hubiera muerto, sería una terrible pérdida para la SS, hombre entregado, colaborador infatigable, etc. Pero el hecho de que esté vivo es una auténtica catástrofe. Porque el caza ha ido a estrellarse detrás de las líneas soviéticas. Si Himmler tiene que informar al Führer de que su jefe de seguridad ha caído en manos del enemigo, lo que le aguarda es una penosa escena. Repasa mentalmente el número de informaciones que Heydrich posee susceptibles de interesar a Stalin. La cantidad es vertiginosa. Y eso que el Reichsführer SS ignora exactamente todo lo que de verdad sabe su subordinado. Política y estratégicamente, si Heydrich habla, el desastre puede ser gigantesco, de consecuencias incalculables. Himmler no llega a medirlas. Detrás de sus gafitas redondas y de su bigotito, suda.

A decir verdad, ni siquiera ése es su problema más urgente. Si Heydrich ha muerto, o está prisionero de los rusos, la prioridad absoluta es recuperar sus archivos. Sólo Dios sabe lo que pueden contener, y sobre quién. Habrá que apoderarse de sus arcas, las de su despacho y también las de su domicilio. En la Prinz-Albert-Strasse, prevenir a Müller, que se ocupará de la RSHA junto con Schellenberg. En su casa, guardar las formas con Lina, pero hojearlo todo. Mientras tanto, esperar: Heydrich ha sido dado por desaparecido, no se puede hacer otra cosa. A lo sumo, pasarse por donde Lina para preparar el terreno y mandar órdenes al frente con el fin de que se haga todo lo necesario para encontrarlo, a él o a su cadáver.

Cabe preguntarse con todo derecho qué mosca le había picado al jefe de los servicios secretos nazis para ir en un caza alemán sobrevolando una zona de combate soviética. La razón es que, paralelamente a sus responsabilidades en las SS, Heydrich era oficial de reserva de la Luftwaffe. En previsión de la guerra, había recibido un curso de pilotaje, y cuando comenzó la invasión de Polonia quiso responder de inmediato a la llamada del deber. Por muy prestigioso que fuera su puesto como jefe del SD, consideraba sin embargo que sólo se trataba de un trabajo burocrático, y ya que había guerra, tenía que comportarse como un verdadero caballero teutónico y salir a luchar. Lo primero que encontró fue un puesto de ametrallador en un bombardero. Pero, como era de esperar, ese papel demasiado secundario no fue de su agrado; prefirió tomar los mandos de un Messerschmitt 110, para efectuar vuelos de reconocimiento sobre Gran Bretaña, y luego sobre todo los de un Messerschmitt 109 (el equivalente alemán al Spitfire inglés), en el que se rompió un brazo al comunicar mal un despegue durante la campaña de Noruega. Una biografía ligeramente apologética que me he procurado cuenta con admiración cómo llegó a efectuar vuelos con el brazo escayolado. Más tarde, tomó parte, por lo visto, en algunos combates contra la RAF.

Durante ese tiempo, Himmler se inquietaba ya por él como un padre. Tengo ante mis ojos una carta con fecha del 15 de mayo de 1940, escrita desde su tren especial (el Sonderzug «Heinrich», sic) y dirigida a su «muy querido Heydrich», que da cumplida cuenta de lo solícito que era el jefe con su brazo derecho: «Dame noticias tuyas a diario a ser posible.» Por todo lo que sabía, Heydrich, en efecto, valía muy caro.

No pasaron más de dos días cuando fue recuperado por una «patrulla» alemana, hombres suyos del Einsatzgruppen D que venían de liquidar a cuarenta y cinco judíos y treinta rehenes. Aparentemente, había sido abatido por la DCA soviética, había salido corriendo, se había escondido durante dos días y dos noches y finalmente había ganado a pie las líneas alemanas. Mugriento e hirsuto cuando entró en su casa, también se hallaba, según su mujer, un poco alterado por su contratiempo, con el que sin embargo obtuvo todo lo que había ido a buscar: la cruz de hierro de primera clase, condecoración altamente respetada entre los militares alemanes. Pero después de esta hazaña, nunca más se le volvió a autorizar tomar parte en acciones aéreas en ningún frente. Horrorizado cuando supo la historia del Beresina, el propio Hitler, al parecer, se opuso formalmente. Pese a sus esfuerzos y a su innegable ímpetu, Heydrich no había alcanzado ninguna victoria. Su carrera de piloto se detuvo así con tan mísero balance.

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Natacha lee el capítulo que acabo de escribir. A la segunda frase, exclama: «¿Qué es eso de ‘la sangre le enciende las mejillas’, ‘su cerebro se hincha dentro de la caja craneal’? ¡Te lo estás inventando!»

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