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Primera parte » 221

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Hace ya varios años que la fatigo con mis teorías sobre el carácter pueril y ridículo de la invención novelesca, herencia de mis lecturas de juventud («la Marquesa salió a las cinco», etc.), y es justo, supongo, que no deje pasar esta historia de la caja craneal. Por mi parte, me creía muy decidido a evitar ese tipo de menciones que, a priori, no tienen más interés que dar al texto el colorido de la novela, lo que es bastante feo. Además, aunque disponga de indicios sobre la reacción de Himmler y su turbación, no puedo estar verdaderamente seguro de los síntomas de esa turbación: quizá se puso todo rojo (y así es como yo me lo imagino), pero también pudo haberse puesto todo blanco. Vamos, que el asunto me parece bastante grave.

Con Natacha, enseguida me defiendo tranquilamente: es más que probable que Himmler hubiera tenido, en efecto, un problema en la cabeza, pero de todas formas, esta historia del cerebro que se hincha no es más que una metáfora un tanto cheap para expresar la angustia que se apoderó de él cuando le anunciaron la noticia. Pero como ni yo mismo estoy muy convencido, al día siguiente suprimo la frase.

Por desgracia, eso crea un vacío que me desagrada. No sé muy bien por qué no me gusta el encadenamiento de «Himmler abofeteado en plena cara» con «Acaba de recibir la noticia», demasiado abrupto, se pierde la elasticidad antes asegurada por mi caja craneal. Por consiguiente me siento obligado a remplazar la frase suprimida por otra más prudente. Reescribo algo parecido a esto: «Imagino que su cabeza de pequeña rata con gafas ha debido de virar al rojo.» Es verdad que Himmler tenía cabeza de roedor, con sus mofletes y su bigote, pero evidentemente la expresión pierde en sobriedad. Decido quitar «con gafas». El efecto producido por «pequeña rata», incluso sin gafas, me sigue molestando, pero es obvia la mejora de esta opción, llena de modulación circunspecta: «Imagino…», «ha debido…» Con una hipótesis claramente presentada como tal, evito así todo abuso de poder sobre la realidad. No sé por qué razón me siento impelido a agregar: «Está completamente congestionado.»

Tenía esa imagen de Himmler todo rojo y como muy acatarrado (tal vez porque yo mismo arrastro un inmundo constipado desde hace cuatro días) y mi imaginación tiránica se mantenía en sus trece: quería una concreción de ese estilo sobre la cara del Reichsführer. Pero decididamente el resultado no me satisfacía y otra vez lo cambié todo. Contemplé durante largo rato el espacio reducido a la nada entre la primera y la tercera frase. Y, lentamente, me puse a teclear: «La sangre le enciende las mejillas y siente hincharse su cerebro dentro de la caja craneal.»

Pienso con Oscar Wilde, como de costumbre, que siempre es la misma historia: «He invertido toda la mañana en corregir un texto del que, finalmente, sólo he suprimido una coma. Por la tarde, la restablecí.»

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Heydrich, a quien imagino arrellanado en el fondo de su Mercedes negro, estrecha su portafolios entre sus rodillas; lleva en él el documento sin duda más decisivo de su carrera y de la historia del Tercer Reich.

El coche pasa a gran velocidad por los suburbios de Berlín. Fuera hace bueno, es verano, la tarde avanza y es difícil imaginar que el cielo se llenará dentro de un rato de masas negras que arrojarán bombas. Unos cuantos edificios hundidos, algunas casas destruidas, unos pocos transeúntes atrapados recuerdan insistentemente, sin embargo, la extraordinaria tenacidad de la Royal Air Force.

Hace poco más de cuatro meses que Heydrich le ha mandado redactar a Eichmann el borrador de ese documento para someterlo a la aprobación de Goering. Pero hacía falta también el beneplácito de Rosenberg, en tanto que ministro designado para los territorios del Este. ¡Y pensar que este inútil puso objeciones! Después Eichmann, trabajando bien, ha retocado el texto y es de esperar que en adelante se allanen todos las obstáculos.

Estamos en el corazón del bosque, al norte de Berlín. El Mercedes se detiene delante del pórtico de una villa custodiada por unos SS fuertemente armados. Es Karinhall, el pequeño palacio barroco que Goering se ha hecho construir para consolarse por la muerte de su primera mujer. Los guardias saludan, las verjas se abren, el coche se adentra por la alameda. Goering está ya sobre la escalinata, jovial y ceñido en uno de esos uniformes excéntricos que le han valido el atinado apodo de «Nerón perfumado». Saluda a Heydrich con efusividad, demasiado feliz de poder reencontrarse cara a cara con el temible jefe del SD. Heydrich sabe que lo consideran ya el hombre más peligroso del Reich, lo que lo envanece, pero también sabe que si todos los dignatarios nazis lo cortejan con tanta insistencia, es sobre todo para intentar debilitar a Himmler, su jefe. Para esa gente, Heydrich es un instrumento, pero no todavía un rival. Es cierto que, de la pareja infernal que forma con Himmler, él está considerado como el cerebro («HHhH», dicen en la SS: Himmlers Hirn heisst Heydrich, el cerebro de Himmler se llama Heydrich), pero sigue siendo su brazo derecho, el subordinado, el número dos. La ambición de Heydrich no sabría conformarse eternamente con esa situación, pero por el momento, cuando estudia la evolución de las relaciones de fuerza dentro del partido, se felicita de haberle sido fiel a Himmler, cuyo poder no deja de ampliarse, mientras que Goering se aburre de esperar en un estado de semidesgracia, desde el fracaso de su Luftwaffe en Inglaterra.

No obstante, Goering todavía es oficialmente el responsable de la cuestión judía, y ésa es la razón por la que Heydrich está esa noche allí.

Aun así, tiene todavía primero que padecer las infantilidades de su anfitrión. El grueso Hermann quiere enseñarle su tren eléctrico, un regalo del Teatro Nacional de Prusia del que está muy orgulloso y con el que juega todas las tardes. Heydrich se arma de paciencia. Después de extasiarse ante una sala de cine privada, unos baños turcos, un salón de grandeza faraónica y de un león llamado César, llega por fin el momento de sentarse frente a Goering, en medio de un despacho revestido de artesonado de madera. Es cuando puede sacar su precioso papel, que somete a la lectura del Reichmarschall. Goering lee:

El Mariscal del Reich de la Gran Alemania

Delegado del plan de cuatro años

Presidente del consejo de ministros para la defensa del Reich

A la atención del

Jefe de la Policía de Seguridad y del SD

SS-Gruppenführer Heydrich

Berlín

En cumplimiento de la tarea que le ha sido encomendada por el edicto del 24 de enero de 1939 para resolver la cuestión judía por medio de la migración o de la evacuación de la manera más ventajosa, dadas las condiciones actuales, le encargo que efectúe todos los preparativos necesarios concernientes a los aspectos organizativos, prácticos y financieros, de cara a una solución global de la cuestión judía en el ámbito de influencia alemana en Europa.

En la medida en que las competencias de otras organizaciones centrales sean concernidas, éstas deben ser implicadas.

Goering se para y sonríe. Eichmann ha añadido este párrafo para dar gusto a Rosenberg. Heydrich también sonríe, pero sin poder disimular el desprecio que profesa por todos esos burócratas de los ministerios. Goering prosigue:

Asimismo le encargo que me haga llegar a la máxima brevedad un plan general con las medidas preliminares de naturaleza organizativa, práctica y financiera, necesarias para la ejecución de la solución final de la cuestión judía tal como está proyectada.

En silencio, Goering data y firma lo que va a pasar a la Historia como la Ermächtigung: la autorización. Heydrich no puede reprimir un rictus de contento. Guarda el valioso papel en su portafolios. Estamos a 31 de julio de 1941, es el acta de nacimiento de la Solución Final, y él va a ser su principal artífice.

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En un primer borrador, yo había escrito: «ceñido en un uniforme azul». No sé por qué lo veía azul. Es cierto que en las fotos se suele ver a Goering con un uniforme azul claro. Pero aquel día no sé si lo llevaba. También podía ser blanco, por ejemplo.

No sé tampoco si ese tipo de escrúpulos tiene todavía algún sentido a estas alturas de la historia.

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«Bad Kreuznach, agosto 1941. Por segunda vez acaban de tener lugar los campeonatos de esgrima alemanes. Han sido distinguidos los doce mejores de la Reichssonderklasse (literalmente “clase excepcional del Reich”) y van a recibir el broche de oro o de plata de la NSRL (Sociedad nacionalsocialista para la gimnasia). En el 5.º puesto ha quedado un Obergruppenführer [¿error de grado o adulación servil de cara a una promoción anticipada?] de la SS y general de la policía: Reinhard Heydrich, jefe de la policía de seguridad y del SD. Recibe con alegría las felicitaciones, pero toda su actitud refleja la modestia del vencedor. Quien lo conoce sabe bien que el descanso es para él un concepto desconocido. No concederse ningún reposo ni relajamiento es su principio fundamental, trátese del deporte o del servicio.» (Artículo publicado en la revista especializada Gimnasia y Educación física.)

Quien lo conoce sabe sobre todo que más vale no escatimar elogios hacia ese genial atleta de treinta y seis años, ni plantear la cuestión de la presión de los árbitros en el momento de valorar un toque contra el jefe de la Gestapo. Ni evocar a Cómodo o a Calígula, que luchaban en la arena contra unos gladiadores que habían comprendido perfectamente que les interesaba mucho más no resistirse demasiado frente al emperador.

Dicho esto, parece ser que durante las competiciones, el Obergruppenführer Heydrich tenía un comportamiento correcto. Un día que echaba pestes contra una decisión arbitral, el director del torneo le había puesto en su sitio secamente diciéndole, delante de todo el público: «¡En la pista de esgrima, las únicas leyes son las deportivas y nada más!» Estupefacto por la valentía de aquel hombre, Heydrich no protestó.

Reservaba sus accesos de hybris para fuera, ya que fue al salir de aquella competición de Bad Kreuznach donde habría confiado a dos amigos (¿pero desde cuándo Heydrich tiene algún amigo?), en términos muy encendidos, que no habría podido evitar la ira del propio Hitler, llegado el caso, si «el viejo se hubiera cagado en él».

¿Qué entendía por eso exactamente? Me habría gustado mucho saberlo.

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Ese verano, en el zoo de Kiev, un hombre entró en el foso del león. Cuando ya estaba a punto de saltar el pretil, le dijo a un visitante que quiso impedírselo: «Dios me salvará.» Se hizo devorar vivo. Si yo hubiera estado allí, le habría dicho: «No hay que creer todo lo que se cuenta.»

Dios no fue de ninguna utilidad para la gente que fue asesinada en Babi Yar.

En ruso, yar significa barranco. Babi Yar, el «barranco de la abuela», era un inmenso desnivel natural situado en las afueras de Kiev. Hoy no queda más que una hondonada cubierta de césped, bastante poco profunda, en cuyo centro hay una impresionante escultura erigida en estilo realismo socialista a la memoria de los muertos que cayeron ahí. Pero cuando quise ir hasta el lugar, el taxista que me llevaba se encargó de mostrarme hasta dónde se extendía Babi Yar en aquella época. Me condujo hasta una especie de zanja arbolada, donde, según me explicó gracias a la intermediación de una joven ucraniana que me acompañaba y me hacía de traductora, se arrojaba a los cuerpos haciéndolos rodar cuesta abajo por la pendiente. Luego volvimos al coche y me dejó en el emplazamiento del memorial, situado a más de un kilómetro.

Entre 1941 y 1943, los nazis hicieron en la «hondonada de la abuela» lo que probablemente sea la mayor carnicería de toda la historia de la humanidad: como indica la placa conmemorativa, traducida en tres lenguas (ucraniano, ruso y hebreo), allí perecieron más de cien mil personas, víctimas del fascismo.

Más de un tercio fue ejecutado en menos de cuarenta y ocho horas.

Aquella mañana de septiembre de 1941, los judíos de Kiev acudieron en masa al punto de reunión donde habían sido convocados, con sus pequeños enseres, resignados a ser deportados, sin sospechar el destino que el alemán les reservaba.

Lo comprendieron todo demasiado tarde, algunos en cuanto llegaron, otros solamente cuando estaban al borde de la zanja. Entre esos dos momentos, el procedimiento era expeditivo: los judíos entregaban sus maletas, sus objetos de valor y sus papeles de identidad, que eran hechos trizas delante de ellos. Luego debían pasar entre dos filas de SS bajo una lluvia de golpes. Los Einsatzgruppen los golpeaban con grandes porras o matracas, demostrando una extrema violencia. Si un judío caía, soltaban los perros contra él o era pisoteado por la masa enloquecida. Al salir de ese pasillo infernal, que desembocaba en una amplia explanada, los aturdidos judíos eran conminados a desnudarse por completo y luego se les conducía totalmente desnudos hasta el borde de una hondonada gigantesca. Allí, tanto los obtusos como los optimistas debían abandonar toda esperanza. El absoluto terror que los invadía en ese preciso instante los hacía gritar. Al fondo de la hondonada se apilaban los cadáveres.

Pero la historia de esos hombres, de esas mujeres y de esos niños no acaba abruptamente al borde de ese abismo. Llevados por esa preocupación por la eficacia tan alemana, los SS, antes de matarlos, obligaban previamente a sus víctimas a bajar hasta el fondo de la zanja, donde los esperaba un «apilador». El trabajo del apilador se parecía mucho al de las acomodadoras que te colocan en el teatro. Llevaba a cada judío hasta un montón de cuerpos, y cuando le había encontrado acomodo, lo hacía echarse boca abajo, un vivo desnudo recostado sobre unos cadáveres desnudos. Después, un tirador, caminando por encima de los muertos, disparaba a los vivos una bala en la nuca. Notable taylorización de la muerte en masa. El 2 de octubre de 1941, el Einsatzgruppe encargado de Babi Yar podía consignar en su informe: «El Sonderkommando 4.º, con la colaboración del estado mayor del grupo y de dos comandos del Regimiento Sur de la policía, ha ejecutado a 33.771 judíos de Kiev, los días 29 y 30 de septiembre de 1941.»

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Llegó a mis oídos una historia extraordinaria que sucedió en Kiev durante la guerra. Tuvo lugar en el verano de 1942 y no guarda relación con ninguno de los actores de «Antropoide»; no cabe, por tanto, a priori en mi novela. Pero una de las grandes ventajas del género es la libertad casi ilimitada que confiere al narrador.

Así pues, en el verano de 1942, Ucrania es administrada por los nazis con la brutalidad que los caracteriza. Sin embargo, los alemanes han querido organizar unos partidos de fútbol entre los diferentes países ocupados o satelizados en el Este. Enseguida hay un equipo que se distingue, engarzando una victoria tras otra contra sus adversarios rumanos o húngaros: el FC Start, creado de prisa y corriendo a partir de los restos de un difunto Dynamo de Kiev, prohibido desde el principio de la ocupación pero cuyos jugadores fueron llamados para tal evento.

La fama del éxito de ese equipo llega a los alemanes, que deciden organizar un partido de prestigio en Kiev, entre el equipo local y el equipo de la Luftwaffe. Durante la presentación de los equipos, los jugadores ucranianos son obligados a hacer el saludo nazi.

El día del partido, los dos equipos entran en el estadio, lleno a rebosar, y los jugadores alemanes extienden el brazo gritando: «¡Heil Hitler!» Los jugadores ucranianos extienden también el brazo, lo que supone sin duda una gran decepción para el público que, evidentemente, veía en ese partido la oportunidad de demostrar una resistencia simbólica al invasor. Pero en vez de apostillar su gesto con el «Heil Hitler» convenido, los jugadores cierran el puño, cruzan su brazo sobre el pecho y gritan: «¡Viva la cultura física!» El eslogan, impregnado de connotaciones soviéticas, entusiasma al público.

Apenas empezado el partido, un jugador alemán le fractura la pierna a un atacante ucraniano. En esa época no había sustituciones. El FC Start deberá jugar el resto del partido con diez. En superioridad numérica, los alemanes abren el marcador. La cosa se presenta muy mal. Sin embargo, los jugadores de Kiev se niegan a rendirse. Empatan entre los vítores de la multitud. Un poco más tarde marcan un segundo tanto y el estadio se viene abajo.

En el descanso, el general Ebherdardt, superintendente de Kiev, visita a los jugadores ucranianos en su vestuario y les echa este discurso: «Bravo, habéis practicado un juego excelente y a todos nos ha gustado mucho. Pero ocurre que ahora, durante el segundo tiempo, tenéis que perder. ¡Debéis hacerlo! El equipo de la Luftwaffe no ha perdido jamás, sobre todo en territorios ocupados. ¡Es una orden! Si no perdéis, seréis ejecutados.»

Los jugadores han escuchado en silencio. De regreso al terreno de juego, sin que se pusieran de acuerdo previamente, después de una breve incertidumbre, toman la decisión de seguir jugando. Marcan otro gol, y luego otro, hasta acabar ganando 5-1. Para el público ucraniano es el delirio. La parte alemana gruñe. Hay disparos al aire. Pero ninguno de los jugadores se inquieta todavía, porque piensan que los alemanes querrán lavar su afrenta sobre el terreno de juego.

Tres días más tarde se organiza un partido de revancha cuya promoción se hace con un gran despliegue de carteles. Mientras tanto, los alemanes mandan venir de emergencia desde Berlín a jugadores profesionales para reforzar el equipo.

El segundo partido comienza. El estadio está nuevamente lleno a rebosar, pero esta vez se han desplegado alrededor tropas de las SS, con la excusa oficial de mantener el orden. Los alemanes abren una vez más el marcador. Pero los ucranianos no se amilanan y vencen 5-3. Al acabar el partido, los seguidores ucranianos estallan de alegría, pero los jugadores están lívidos. Los alemanes disparan algunos tiros. El césped se invade. En la confusión, tres jugadores ucranianos desaparecen entre la multitud. Sobrevivirán a la guerra. El resto del equipo es arrestado y cuatro jugadores son llevados inmediatamente a Babi Yar, donde se les ejecuta. De rodillas delante del barranco, el capitán y guardameta, Nikolai Trusevich, tiene tiempo de gritar, antes de recibir una bala en la nuca: «¡El deporte rojo no morirá jamás!» A continuación, los demás jugadores serán asesinados también. Hoy en día hay un monumento dedicado a ellos delante del estadio del Dynamo.

Existe un increíble número de versiones de ese legendario «partido de la muerte». Hay quien afirma que hubo incluso un tercer encuentro durante el cual los ucranianos llegaron a ganar por ¡8-0!, y que sólo por ese resultado los jugadores fueran arrestados y ejecutados. Pero la versión que doy aquí me parece la más verosímil, aunque todas coinciden en líneas generales. Temo haber cometido algunas inexactitudes, porque no me he tomado el tiempo necesario de hacer una investigación en profundidad, ya que el asunto no guarda relación directa con Heydrich, pero no quería hablar de Kiev sin contar esta increíble historia.

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Sobre la mesa del despacho de Hitler se amontonan los informes del SD que denuncian la escandalosa permisividad que reina en el Protectorado. Relaciones del Primer Ministro checo Alois Eliáš con Londres, actos de sabotaje, redes de la Resistencia todavía activas, proliferación de frases sediciosas en público, mercado negro en plena expansión, baja del 18 % en la productividad, una situación que tal como la describen los hombres de Heydrich parece explosiva. Además, con la abertura del frente ruso, los resultados de la industria checa, una de las mejores de Europa, empiezan a cobrar un cariz vital para el Reich. Es preciso que las fábricas Škoda funcionen a pleno rendimiento para sostener el esfuerzo de guerra.

Con todo lo paranoico que es, sin embargo Hitler no se deja engañar: debe de suponer que Heydrich, que codicia el puesto de Neurath, protector de Bohemia-Moravia, tiene todo el interés del mundo en oscurecer el cuadro para desacreditar la política del viejo barón. Pero tampoco a Hitler le gustan los blandos (y menos aún si son barones), y las últimas noticias son la gota que colma el vaso. Una llamada al boicot de la prensa de ocupación, lanzada desde Londres por Beneš y su camarilla, ha sido ampliamente seguida por la población local durante toda una semana. En sí mismo, el daño no es muy grande, pero se trata de una demostración modélica de la influencia que aún conserva el gobierno checo en el exilio, y eso revela un estado de ánimo general enojoso para el ocupante. Cuando se recuerda el odio que Hitler siente por Beneš, no es difícil adivinar con qué rabia habrá encajado esa información.

Hitler sabe que Heydrich es un arribista dispuesto a todo con tal de conseguir sus fines, pero eso no le sorprende, y no es de extrañar. ¿No lo ha sido siempre él mismo? Hitler respeta a Heydrich porque aúna ferocidad y eficacia. Si a eso se le añade una lealtad sin fisuras hacia el Führer, obtenemos los tres componentes de la fórmula del perfecto nazi. Sin mencionar esa pureza física de ario. Por mucho que Himmler sea «el fiel Heinrich», no puede rivalizar con él en este sentido. Es, por tanto, bastante probable que Hitler sienta admiración por Heydrich. Junto con Stalin, sería entonces una de las pocas personas vivas que poseería tal honor. También parece que Hitler no temía a Heydrich, lo que, para un paranoico como él, es más que llamativo. Puede que tal vez quisiera atizar la competencia entre Heydrich y Himmler. Puede que tal vez pensara, como le había confiado a su Reichsführer, que el dosier sobre la supuesta judeidad de Heydrich fuera la garantía de su devoción. O puede que tal vez la bestia rubia encarnara hasta tal punto el ideal nazi que Hitler no pudiera imaginar ninguna traición ni ningún defecto en un hombre semejante.

Por eso le dijo a Bormann que lo llamara cuando organizó una reunión de crisis en su cuartel general de Rastenburg. Fueron convocados de inmediato: Himmler, Heydrich, Neurath y su adjunto Frank, el librero de los Sudetes.

Frank es el primero en llegar. Un hombre de unos cincuenta años, alto, con una de esas caras de mafioso surcadas de profundas arrugas. Durante el almuerzo, traza ante Hitler un cuadro del Protectorado que confirma punto por punto los informes del SD. Himmler y Heydrich llegan al poco rato. Heydrich hace una brillante exposición en la que plantea los problemas y propone las soluciones. Hitler se siente muy favorablemente impresionado. Neurath, retrasado por el mal tiempo, llega un día más tarde, cuando su suerte está ya decidida. Hitler procede con él como hace con los demás generales cuando quiere retirarles el mando: vacaciones forzosas por motivos de salud. El puesto de protector queda libre.

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El 27 de septiembre de 1941 la agencia de prensa checa, controlada por los alemanes, publica este comunicado:

«El Protector del Reich de Bohemia-Moravia, ministro del Reich y ciudadano de honor Herr Konstantin von Neurath ha considerado que era su deber solicitar del Führer un permiso prolongado por razones de salud. En la medida en que el actual estado de guerra precisa de la plena dedicación al servicio por parte del Protector del Reich, Herr von Neurath ha pedido al Führer que lo releve temporalmente de sus funciones y nombre a un sustituto durante su ausencia. Vistas las circunstancias, el Führer ha accedido a la petición del Protector y ha nombrado al Obergruppenführer y General de Policía Heydrich en el puesto de Protector de Bohemia-Moravia para todo el tiempo que dure la enfermedad del ministro del Reich von Neurath.»

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Para ocupar un puesto tan prestigioso, Heydrich ha sido ascendido a Obergruppenführer, el segundo grado más alto en la jerarquía de la SS, si se exceptúa el título de Reichsführer, reservado a Himmler. Sólo el grado de Oberstgruppenführer lo sobrepasa y en septiembre de 1941 nadie lo había alcanzado todavía (tan sólo cuatro lo habrán conseguido al acabar la guerra).

Heydrich saborea por tanto esta etapa decisiva en su irresistible aunque meandrosa ascensión. Telefonea a su mujer, en apariencia poco seducida por la idea de instalarse en Praga (pretende haberle dicho: «¡Tú no puedes convertirte en un simple cartero!», pero revelará más adelante una fatuidad que casa mal con esa expresión de fastidio). Y Heydrich responderá: «Trata de comprender lo que eso significa para mí. ¡Se acabaron los trabajos sucios! ¡Por fin voy a ser algo más que el cubo de la basura del Reich!» Cubo de la basura del Reich, con esos términos definía sus funciones de jefe de la Gestapo y del SD, funciones que, sin embargo, va a continuar desempeñando con la misma eficiencia de siempre.

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Heydrich desembarca en Praga el mismo día en que su nombramiento es anunciado al pueblo checo. Su avión se posa en el aeropuerto de Ruzyne al final de la mañana o principio de la tarde; viene a bordo de un Junker trimotor modelo Ju 52.

Llega hasta el hotel Esplanade, uno de los mejores de la ciudad, pero no se demora mucho en él, ya que esa misma noche Himmler puede leer el informe que su colaborador le envía por teletipo:

A las 15 h 10, el ex Primer ministro Eliáš ha sido arrestado como estaba previsto.

A las 18 h, también como estaba previsto, se ha procedido al arresto del ex ministro Havelka.

A las 19 h, la radio checa ha anunciado mi nombramiento por el Führer.

Eliáš y Havelka actualmente están siendo interrogados. Por razones diplomáticas, debo convocar una asamblea especial para hacer comparecer al Primer ministro Eliáš ante un tribunal popular.

Eliáš y Havelka son los dos miembros más importantes del gobierno checo que colabora con los alemanes bajo la presidencia del viejo Hácha. Sin embargo, mantienen contactos regulares con Beneš en Londres, hecho que no ignoran los servicios secretos de Heydrich. Por esa razón son condenados a muerte enseguida, pero después de reflexionar, Heydrich decide no ejecutar la sentencia de inmediato.

La dejará un tiempo en suspenso.

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Al día siguiente por la mañana, a eso de las once, tiene lugar la ceremonia de investidura de Heydrich en el castillo Hradčany, Hradchine en alemán. El inmundo Karl Hermann Frank, el librero de los Sudetes convertido en general de las SS y secretario de Estado, lo recibe con gran aparato en el patio del castillo a los sones del himno nazi, el Horst Wessel Lied tocado por una orquesta especialmente formada para la ocasión. Heydrich pasa revista a la guardia mientras se iza un segundo pabellón junto a la bandera con la cruz gamada, signo de que se acaba de subir un peldaño más en la escala del terror: la bandera negra cruzada por dos SS rúnicas, que ondea en lo alto del castillo y por encima de la ciudad. Desde ese momento, Bohemia-Moravia pasa a ser, casi oficialmente, el primer Estado SS.

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Ese mismo día, dos grandes jefes de la Resistencia checa, el general de ejército Josef Bílý y el general de división Hugo Vojta, que fomentaban una sublevación armada, son fusilados. El general Bílý cae bajo las balas del pelotón después de haber gritado: «¡Larga vida a la República checoslovaca! ¡Disparad, jauría de perros!» Estos dos hombres —dos más— no tienen en realidad ningún papel en mi historia, pero tendría la impresión de estar menospreciándolos si no citaba por lo menos sus nombres.

Con Bílý y Vojta fueron también ejecutados otros diecinueve ex oficiales del ejército checo, de los cuales cuatro eran generales. Y se toman las primeras medidas durante los días sucesivos: se decreta el estado de emergencia en todo el país. En virtud de la ley marcial, queda prohibida cualquier reunión, tanto en el interior como en el exterior. Los tribunales no tienen más que dos opciones: la absolución o la pena de muerte, sean cuales sean los cargos que se imputen. Se pronuncian condenas a muerte contra checos que han distribuido panfletos, comerciado en el mercado negro, o sencillamente escuchado radios extranjeras. Los bandos rojos bilingües anunciando cada nueva medida adoptada se multiplican por las paredes. Los checos aprenden enseguida quién es su nuevo amo.

Y entre ellos, quienes lo aprenden todavía más rápido son los judíos. El 29 de septiembre, Heydrich decreta el cierre de las sinagogas y el arresto de los checos que, para protestar contra la obligación de llevar una estrella amarilla, impuesta recientemente a los judíos, se cosen una ellos mismos. En 1942, podrá verse manifestaciones similares en Francia, y se deportará, junto «con sus amigos judíos», a los imprudentes que se hayan arriesgado a ello. Pero en el Protectorado, estas cosas aún no son más que un preludio.

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El 2 de octubre de 1941, Heydrich expone en el palacio Czernín, actual hotel Savoy, situado en el extremo de la muralla del Castillo, las grandes orientaciones de su futura política como protector interino de Bohemia-Moravia. De pie, con las manos apoyadas en el borde de un escritorio de madera, su cruz de hierro colgada a la altura del corazón, su alianza bien visible en la mano izquierda, toma la palabra delante de los principales representantes de las fuerzas de ocupación. Su rostro trasluce un aire de competencia y autoridad. Su discurso quiere ser pedagógico con los compatriotas que componen su auditorio:

«Por razones tácticas y de evolución de la guerra, no debemos encender al rojo vivo a los checos en determinadas cuestiones, ni llevarlos a creer que no tienen más salida que la revuelta.»

Es el primer punto de su política, que sólo se basa en dos: el palo y la zanahoria. Seguirá habiendo palo, pero en una oscilación dialéctica hacia cierto equilibrio:

«El Reich no está para bromas y en su casa es el amo. Eso quiere decir que ni un solo alemán debe dejar pasar lo más mínimo a un checo, como tampoco debe hacerlo a un judío dentro del Reich; ningún alemán debe decir que los checos son, pese a todo, personas decentes. Si vemos que alguno de los nuestros declara eso, tendremos que mandarlo para casa. Si no formamos un frente unido contra el «chequismo», los checos encontrarán siempre una vía para engañarnos.»

Seguidamente, Heydrich, poco habituado a dar discursos y lejos de ser un Cicerón, pasa a la fase illustratio:

«El alemán no puede permitirse darse un porrazo en la nariz en público, en un restaurante por ejemplo. Seamos francos al respecto: nadie está diciendo que no puedan emborracharse o relajarse, pero que lo hagan entre cuatro paredes o en el comedor de oficiales. El checo debe ver que el alemán va bien erguido, tanto de uniforme como de civil, que él es el señor y el amo de la cabeza a los pies.»

Después de ese curioso ejemplo, el discurso se torna más concreto, y amenazante:

«Sin ninguna ambigüedad y con dureza inquebrantable, debo hacer comprender a los ciudadanos de este país, checos u otros, que no pueden ignorar el hecho de que forman parte del Reich, y que como tales deben rendir vasallaje al Reich. Es una prioridad absoluta dictada por la guerra. Quiero estar seguro de que cada obrero checo da lo máximo de sí en favor del esfuerzo de guerra alemán. Eso implica, para ser claro, que el obrero checo será alimentado en la misma medida en que lleve a cabo su trabajo.»

Una vez regulados los aspectos sociales y económicos, el nuevo protector interino aborda la cuestión racial, sobre la que con todos los beneplácitos puede proclamarse ya uno de los mayores especialistas en todo el Reich:

«Es evidente que hemos de tratar al pueblo checo de una manera completamente diferente de como tratamos a los pueblos de otras razas, como por ejemplo los eslavos. Los checos de raza germánica deben ser tratados con firmeza, pero con justicia. Hemos de guiarlos con la misma humanidad con que guiamos a nuestro propio pueblo, si queremos mantenerlos definitivamente en el Reich y fundirlos con nosotros. Para determinar quién es apto para la germanización, necesitaré un inventario racial.

»Tenemos aquí todo tipo de población. Para quienes sean de buena raza y estén bien predispuestos hacia nosotros, las cosas serán sencillas y se les germanizará. En cambio, hemos de desembarazarnos de los de razas inferiores con intenciones hostiles. Hay sitio de sobra para ellos en el Este.

»Entre esos dos extremos, están aquellos cuyo caso debemos examinar con mucha atención. Tenemos población racialmente inferior pero favorablemente predispuesta. A los de esta especie, habremos de ubicarlos por el Reich y en otras partes, pero asegurándonos que no se van a reproducir más, ya que no tenemos ningún interés en su desarrollo. Al final, esta parte de elementos no germanizables, estimada en aproximadamente la mitad de la población, podría ser transferida al Ártico más adelante, donde construiremos los campos de concentración para rusos.

»Queda un grupo: los que son racialmente aceptables pero ideológicamente hostiles. Son los más peligrosos, porque pertenecen a una raza de caudillos. Hemos de preguntarnos muy seriamente lo que debemos hacer con ellos. Podemos realojar a algunos de ellos en el Reich, en un entorno puramente alemán, para germanizarlos y reeducarlos. Si esto se revela imposible, tendremos que ponerlos contra un muro, porque no puedo permitirme enviarlos al Este, donde acabarían formando un estrato dirigente que se revolvería contra nosotros.»

Creo que hizo todo un repaso de cuantas posibilidades había. Cabe destacar esta discreta y eufemística metonimia de «el Este», que en realidad, algo que el auditorio ignora todavía, significa Auschwitz, en Polonia.

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El 3 de octubre, en Londres, la prensa libre checoslovaca toma nota del cambio político en Praga con este título:

«Asesinatos en masa en el Protectorado.»

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Un hombre de Heydrich ha actuado ya sobre el terreno hace dos años: Eichmann, a quien, después de hacer un buen trabajo en Austria, se le confió la dirección de la Oficina central para la emigración judía de Praga en 1939, antes de ser promovido como responsable de asuntos judíos en la sede de la RSHA en Berlín. Hoy vuelve a Praga, llamado por su señor. Pero las cosas han cambiado mucho en dos años. A partir de ahora, cada vez que Heydrich organice una conferencia, será para discutir de «la Solución Final de la cuestión judía» en el Protectorado, y no de «emigración». Los datos son los siguientes: 88.000 judíos viven en el Protectorado, de los cuales 48.000 están en la capital, 10.000 en Brno y 10.000 en Ostrava. Heydrich decide que Terezín será un campo de tránsito ideal. Eichmann toma notas. Los transportes serán rápidos, dos o tres trenes al día, a razón de mil personas por tren. Según un método ya probado, cada judío será autorizado a llevar consigo un equipaje sin candar, conteniendo hasta 50 kilos de enseres personales y, con el fin de simplificar la tarea de los alemanes, comida para entre dos y cuatro semanas.

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Por la radio y por los periódicos, las noticias del Protectorado llegan hasta Londres. El sargento Jan Kubiš escucha lo que le cuenta un amigo paracaidista acerca de la situación en el país. Asesinatos, asesinatos y asesinatos. ¿Qué, si no? Desde que Heydrich ha llegado, cada día es un día de duelo. Se ahorca, se tortura, se deporta. ¿Qué detalles monstruosos han llegado a causar hoy en Kubiš ese estado de estupor? Como un mecanismo rayado, sacude la cabeza repitiendo: «¿Cómo es posible, cómo es posible…?»

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Fui a Terezín una vez. Quería ver ese lugar porque fue allí donde murió Robert Desnos. Después de Auschwitz, pasó por Buchenwald, Flossenburg y Flöha, y el 8 de mayo de 1945, tras agotadoras marchas de la muerte durante las cuales contrajo el tifus que habría de llevárselo, fue a parar al Terezín liberado. Murió el 8 de junio de 1945, y muere como ha vivido, libre, en brazos de un joven enfermero y de una joven enfermera checos que amaban el surrealismo y admiraban su obra. He aquí de nuevo otra historia de la que me gustaría escribir todo un libro: aquellos dos jóvenes se llamaban Josef y Alena…

Terezín, Teresienstadt en alemán, era «una ciudad fortificada construida por la emperatriz de Austria para defender el cuadrilátero bohemio de la codicia del rey de Prusia Federico II». ¿Qué emperatriz? No lo sé, le tomo prestada la frase, porque me gusta mucho, a Pierre Volmer, compañero de Desnos y testigo de sus últimos días. ¿María Teresa? Claro: Teresienstadt, la ciudad de Teresa.

En noviembre de 1941, Heydrich manda transformar la ciudad en gueto, y el cuartel en campo de concentración.

Pero esto no es, ni mucho menos, todo lo que hay que decir de Terezín.

Terezín no era un gueto como los demás.

Era evidente que el campo servía de campo de tránsito: se reagrupaba allí a los judíos en espera de ser deportados hacia el Este, a Polonia o a los países bálticos. El primer convoy partió para Riga el 9 de enero de 1942: mil personas, de las que sobrevivieron ciento cinco. El segundo, una semana más tarde, para Riga también, mil personas, dieciséis supervivientes. El tercero, en marzo, mil personas, siete supervivientes. El cuarto, mil personas, tres supervivientes. En definitiva, lo normal en esa gradación espantosa hacia el 100 %, marca terrible de la muy renombrada eficacia alemana.

Pero mientras continúen las deportaciones, el gueto de Terezín debe servir de Propagandalager, es decir, de gueto-escaparate para los observadores extranjeros. Los habitantes del gueto deberán tener buen aspecto durante las visitas de los observadores del CICR (Comité Internacional de la Cruz Roja).

En Wannsee, Heydrich declara que los judíos alemanes condecorados durante la Primera Guerra Mundial, los judíos alemanes de más de sesenta y cinco años, y algunos judíos célebres, los Prominenten, demasiado célebres para desaparecer de la noche a la mañana sin dejar rastro, deben ser instalados en Terezín en unas condiciones decentes, con el fin de mantener las formas de cara a la opinión pública alemana, no obstante poco sorprendida en 1942 por la política del monstruo que ella misma no ha dejado de aclamar desde 1933.

Para que Terezín pueda servir de coartada, habrá que dar la apariencia de que los judíos estaban siendo perfectamente tratados. Ésa es la razón por la que los nazis autorizan a los judíos del gueto a organizar una vida cultural relativamente desarrollada: se fomentan ciertos espectáculos y expresiones artísticas, bajo el control vigilante de los SS, a quienes les piden que ostenten su más hermosa sonrisa. Los representantes de la Cruz Roja, favorablemente impresionados durante sus visitas de inspección, reportarán unos informes muy positivos sobre el gueto, sobre su vida cultural y sobre la manera como son tratados los prisioneros. De los 140.000 judíos que vivieron en Terezín durante la guerra, sólo 17.000 sobrevivieron. De ellos, Kundera escribe: «Los judíos de Terezín no se hacían ilusiones: vivían en la antesala de la muerte; su vida cultural era exhibida por la propaganda nazi como una coartada. ¿Tendrían por ello que haber renunciado a esa libertad precaria y engañosa? Su respuesta fue de una claridad meridiana. Su vida, sus creaciones, sus exposiciones, sus cuartetos de cuerda, sus amores, todo el abanico de su vida tenía, incomparablemente, una importancia mucho mayor que la comedia macabra de sus carceleros. Ésa fue su apuesta.» Y añade, por si hiciera falta: «Ésa debería ser la nuestra.»

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El presidente Beneš está extremadamente preocupado, no es necesario dirigir unos servicios secretos para darse cuenta del asunto. Londres evalúa sin descanso la contribución aportada al esfuerzo de guerra por los diferentes movimientos clandestinos de los países ocupados. En ese sentido, mientras que, como consecuencia de la operación «Barbarroja», Francia se ha beneficiado de la entrada en acción de los grupos comunistas, la actividad de la Resistencia checa, en cuanto tal, es prácticamente igual a cero. Desde que Heydrich ha tomado las riendas del país, los movimientos clandestinos checos han caído uno tras otro, y lo poco que queda está ampliamente infiltrado por la Gestapo. Esta ineficacia sitúa a Beneš en una posición muy incómoda: por ahora, llegado el caso de la victoria, Inglaterra no quiere ni oír hablar de un cuestionamiento de los acuerdos de Múnich. Eso significa que, incluso en caso de victoria, Checoslovaquia no recuperaría sus fronteras anteriores a septiembre de 1938, perdería los Sudetes y carecería de su primitiva integridad territorial.

Hay que hacer algo. El coronel Moravec escucha los amargos lamentos de su presidente. ¡Qué humillante insistencia de los ingleses en comparar la apatía de los checos con el patriotismo de los franceses, los rusos e incluso los yugoslavos! No se puede seguir así.

Pero, ¿cómo proceder? El estado de desorganización en que está sumida vuelve inútil toda exhortación a la Resistencia interior para que acreciente sus actividades. Por tanto, la única solución está ahí, en Inglaterra. De repente, los ojos de Beneš han debido de brillar, y me lo imagino dando un golpe en la mesa con el puño al explicarle a Moravec lo que se le ha ocurrido: una acción espectacular contra los nazis, un asesinato preparado en el más estricto secreto por sus comandos paracaidistas.

Moravec comprende el razonamiento de Beneš: puesto que la Resistencia interior está moribunda, hay que enviarle refuerzos desde el exterior, hombres armados, entrenados y motivados, que cumplan una misión cuyas resonancias sean a la vez internacionales y nacionales. En efecto, se tratará por una parte de impresionar a los Aliados, demostrándoles que se puede contar con Checoslovaquia, y por otra parte de estimular el patriotismo checo para que la Resistencia renazca de sus cenizas. Digo «patriotismo checo», pero estoy seguro de que Beneš dijo «checoslovaco». También estoy seguro de que fue él quien le exigió imperativamente a Moravec que escogiera a un checo y a un eslovaco para esa operación. Dos hombres para simbolizar la unidad indivisible de los dos pueblos.

No obstante, antes de llegar a eso, hay que determinar primero el objetivo. Moravec piensa enseguida en su homónimo, Emanuel Moravec, el ministro más comprometido con la colaboración, una especie de Laval checo. Pero es una figura demasiado local, la resonancia internacional en ese caso sería nula. Karl Hermann Frank es un poco más conocido, su ferocidad y su odio hacia los checos es legendaria, y encima es alemán, y de las SS. Podría ser una buena diana. Pero ya que hay que escoger a un alemán, y de las SS…

Imagino lo que debió de suponer, especialmente para el coronel Moravec, jefe de los servicios secretos checos, la perspectiva de asesinar al Obergruppenführer Heydrich, protector interino de Bohemia-Moravia, el verdugo de su pueblo, el carnicero de Praga, y también el jefe de los servicios secretos alemanes, en cierto sentido su homólogo.

Sí, ya que hay que hacerlo, ¿por qué no Heydrich?

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He leído un libro genial que tiene como trasfondo el atentado contra Heydrich. Es una novela escrita por un checo, Jiří Weil, que se titula Mendelssohn está sobre el tejado.

La novela toma su título del primer capítulo que se lee casi como una historia divertida: unos obreros checos están sobre el tejado de la Ópera, en Praga, para desmontar una estatua del compositor Mendelssohn por ser judío. La orden proviene de Heydrich, experto en música clásica y nombrado recientemente protector de Bohemia-Moravia. Pero allá arriba hay toda una fila de estatuas y Heydrich no ha precisado cuál de ellas es la de Mendelssohn. Por lo visto, aparte de Heydrich, nadie, ni siquiera entre los alemanes, es capaz de reconocerla. Pero nadie se atrevería a molestar a Heydrich por eso. El SS alemán que supervisa la operación decide entonces señalar a los obreros checos la estatua que tiene la nariz más grande, ya que buscan a un judío. ¡Pero, horror: empiezan a desmontar la de Wagner!

El desprecio será evitado de milagro, y, diez capítulos más tarde, la estatua de Mendelssohn será finalmente retirada. En sus esfuerzos para que no caiga al vacío, los obreros checos le rompen una mano al tumbarla. Esta divertida anécdota está basada en hechos reales: la estatua de Mendelssohn fue derribada en 1941 y, como en la novela, tenía una mano partida. Me pregunto si la mano fue pegada de nuevo más tarde. En todo caso, las peregrinaciones del pobre SS encargado del desmantelamiento, imaginadas por un hombre que ha vivido en ese periodo, son una cumbre de lo burlesco, típico de la literatura checa, siempre impregnada de ese humor tan particular, zalamero y subversivo, cuyo santo patrón es Jaroslav Hašek, el inmortal autor de Las aventuras del bravo soldado Schwejk.

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Moravec observa la instrucción de sus comandos paracaidistas. Unos soldados en traje de faena corren, saltan y disparan. Repara en uno pequeño, ágil y enérgico, que vence a todos sus adversarios en el cuerpo a cuerpo. Le pregunta al instructor, un veterano inglés que ha servido en las colonias, qué tal se las arregla ese hombre con los explosivos. «Un experto», responde el inglés. ¿Y con las armas de fuego? «¡Un artista!» ¿Su nombre? «Jozef Gabčík.» Un nombre que suena a eslovaco. Lo llama inmediatamente.

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El coronel Moravec se dirige a los dos paracaidistas que ha seleccionado para la misión «Antropoide», el sargento Jozef Gabčík y el sargento Anton Svoboda, un eslovaco y un checo, tal como desea el presidente Beneš:

«Les supongo informados, por la radio y por los periódicos, de los absurdos asesinatos que se cometen en casa, entre nuestra gente. Los alemanes matan a los mejores de los mejores. Sin embargo, un hecho como ése no es más que el rasgo propio de la guerra, por tanto no hay que lamentarse ni llorar, sino combatir.

»En casa, los nuestros han luchado y ahora se encuentran en una situación que limita sus posibilidades. Ha llegado el momento de que los ayudemos desde el exterior. Una de las misiones de esa ayuda exterior les va a ser confiada a ustedes. El mes de octubre es el mes de nuestra fiesta nacional, la más triste desde nuestra independencia. Hay que destacar esa fecha de manera clamorosa. Se ha decidido hacerlo mediante un acción que entre en la historia, al mismo nivel que los asesinatos cometidos contra los nuestros.

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