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Primera parte » 221

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»En Praga hay dos personas que encarnan ese exterminio: Karl Hermann Frank y Heydrich, el recién llegado. En nuestra opinión, y en conformidad con la opinión de nuestros superiores, hay que intentar que uno de los dos pague por todos, demostrando que devolvemos golpe por golpe. Es la misión que se les ha encargado. Volverán a la patria los dos y se apoyarán el uno al otro. Eso será fundamental, ya que, por razones que enseguida comprenderán, deberán realizar su tarea sin contar con la colaboración de los compatriotas que se quedaron en el país. Si les digo que no habrá colaboración, me estoy refiriendo a que hay que excluir su ayuda hasta que se haya cumplido la misión. Después, recibirán de ellos todo su apoyo. Ustedes solos deben decidir la manera de llevarla a cabo y el tiempo que necesiten. Se les lanzará en paracaídas en un lugar con las máximas garantías para el aterrizaje. Irán equipados con todo lo que podamos ofrecerles. Conocemos la situación en el país y seguro que recibirán la ayuda de aquellos de nuestros compatriotas a quienes se la pidan. Pero por su parte tendrán que actuar con prudencia y reflexión. Es inútil que les repita que su misión es de la máxima importancia histórica, y que el riesgo es muy grande. Depende de las consecuencias que provoquen con su pericia. Ya hablaremos cuando vuelvan del entrenamiento especial que les espera. Como ya les he dicho, la misión es muy seria. Tienen que asumirla con corazón sincero y leal. Si albergan dudas sobre lo que les he expuesto, díganlas.»

Gabčík y Svoboda no tienen ninguna duda, y aunque el alto mando se mostraba todavía indeciso sobre la elección del objetivo, como parece deducirse del discurso de Moravec, ellos saben ya de qué lado se inclina su corazón. Será el verdugo de Praga, el carnicero, la bestia rubia, quien deba pagar.

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El capitán Šustr se dirige a Gabčík: «Las noticias no son buenas.» A resultas de su accidente en paracaídas, durante un salto de entrenamiento, Svoboda, el segundo hombre de «Antropoide», el checo, padece de constantes y persistentes migrañas. Ha sido enviado a Londres, donde lo ha examinado un médico. Gabčík debe terminar su preparación en solitario, pero sabe que la misión «Antropoide» está por ahora suspendida. Su compañero no irá con él. «¿Ve a alguno entre nuestros hombres capaz de sustituirlo?», pregunta el capitán. «Sí, mi capitán, veo a uno», responde Gabčík.

Jan Kubiš puede hacer ya su entrada en el gran escenario de la Historia.

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Ahora, voy a sacrificar mis reticencias para retratar a los dos héroes mientras traduzco del inglés los informes de evaluación elaborados por el ejército británico.

JOZEF GABČÍK:

Soldado vivo de ingenio y disciplinado.

No posee la capacidad intelectual de otros, lento en la adquisición de conocimientos.

Absolutamente fiable y muy entusiasta, dotado de mucho sentido común.

Confía en sí mismo para las cuestiones prácticas, pero carece de confianza si se trata de un trabajo intelectual.

Buen conductor de hombres cuando se le respalda, y obedece las órdenes hasta en los menores detalles. Es sorprendentemente bueno en señalización.

Demuestra también poseer algunos conocimientos técnicos que pueden ser útiles (ha trabajado en una fábrica de gas tóxico).

Instrucción física: MB[2]

Terreno: B

Cuerpo a cuerpo: MB

Manejo de armas: B

Explosivos: B (86 %)

Comunicaciones: MB (12 palabras/minuto en morse)

Informes: MB

Lectura y trazado de mapa: BB (68 %)

Conducción:

bici sí

moto no

coche sí

JAN KUBIŠ:

Un buen soldado tranquilo y de fiar.

Instrucción física: MB

Terreno: B

Cuerpo a cuerpo: MB

Manejo de armas: B

Explosivos: B (90 %; lento en la ejecución + instrucciones)

Comunicaciones: B

Informes: B

Lectura y trazado de mapa: MB (95 %)

Conducción: bici moto coche.

La alegría infantil que tuve cuando descubrí este documento en el museo del ejército de Praga sólo podría describirla Natacha, que me vio copiar aplicadamente las valiosas fichas.

Esas fichas permiten esbozar ya el estilo y el carácter tan opuestos de los dos amigos: Gabčík, el pequeño, es un sanguíneo enérgico, mientras que Kubiš, el alto, es bonachón y meditabundo. Todos los testimonios que he recogido coinciden en esto. Y anuncia ya una repartición de tareas: para Gabčík el fusil ametrallador, para Kubiš los explosivos.

Por otra parte, por lo que sé de Gabčík, me inclino a pensar que el oficial que hizo su informe de evaluación subestimó escandalosamente el alcance de su capacidad intelectual. Además, mi impresión está corroborada por su jefe, el coronel Moravec, que escribe en sus memorias:

«En el transcurso de la instrucción, se reveló talentoso, astuto, y sonriente, incluso en las situaciones más difíciles. Era franco, cordial, emprendedor y lleno de iniciativa. A natural born leader. Superó todas las dificultades del entrenamiento sin ninguna queja y con excelentes resultados.»

En cuanto a Kubiš, por el contrario, Moravec confirma que era «lento de movimientos, pero resistente y perseverante. Sus instructores se dieron cuenta enseguida de su inteligencia y de su imaginación. Era muy disciplinado, discreto y fiable. Era también muy tranquilo, reservado y serio, totalmente opuesto al temperamento jocoso y extrovertido de Gabčík».

Conservo este libro, Master of Spies, conseguido en el desmantelamiento de una biblioteca de Illinois, como la niña de mis ojos. El coronel Moravec tenía muchas cosas que contar. Si por mí fuera, copiaría su libro de cabo a rabo. Algunas veces me siento como un personaje de Borges, pero no, a decir verdad tampoco yo soy un personaje.

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«Si son ustedes lo bastante afortunados para escapar de la muerte después del atentado, tendrán dos opciones: tratar de sobrevivir dentro del país o intentar cruzar la frontera y regresar a su base en Londres. Las dos posibilidades son extremadamente inciertas, en razón de las previsibles reacciones por parte alemana. Pero para ser totalmente honestos, lo más probable es que los maten en el lugar de la acción.»

Moravec recibe por separado a los dos hombres para darles el mismo discurso. Gabčík y Kubiš responden sin ninguna emoción aparente.

Para Gabčík, la misión es una operación de guerra, y el riesgo de que lo maten forma parte de su trabajo.

Kubiš agradece al coronel que lo haya escogido para una misión de esa importancia.

Los dos hombres declaran que preferirán la muerte antes que caer en manos de la Gestapo.

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Eres el checo o el eslovaco. No te gusta que te digan lo que hay que hacer ni que se le haga daño a la gente, por eso has decidido dejar tu país e ir a reunirte en otra parte con los compatriotas que resisten al invasor. Vas por el norte o por el sur, por Polonia o por los Balcanes, y llegas a Francia por mar, al precio de numerosas complicaciones.

Al llegar, esas complicaciones se complican todavía más. Francia te obliga a alistarte en la Legión y te envía a Argelia o a Túnez. Pero finalmente te unes a una división checoslovaca que se forma en una ciudad donde se ha concentrado a los refugiados españoles, y vas a luchar al lado de Francia cuando le toque el turno de ser atacada por el ogro hitleriano. Luchas con valor y estás en todos los repliegues y en todas las derrotas, cubres la retirada de los que retroceden lentamente mientras los aviones zumban en el cielo, participas en esa larga agonía, el Desastre, para ti el primero, y el último. El sur de la Francia vencida está sumido en el caos, te agrupas de nuevo para embarcarte y en esta ocasión aterrizas en Inglaterra. Como has demostrado tu valentía y has resistido heroicamente a ese mismo invasor, llenando así el vacío histórico de marzo de 1939, el presidente Beneš en persona te condecora en medio de un campo. Estás acicalado con tu desgastado uniforme pero estás al lado de tu amigo cuando Beneš prende una medalla de vuestro capote. Luego es Churchill himself, apoyado en su bastón, el que os pasa revista. Has combatido al invasor y, en consecuencia, salvado el honor de tu país. Pero no deseas quedarte en eso.

Te unes a las fuerzas especiales y te entrenas en unos castillos llamados House, Manor o Villa, a lo largo de Escocia e Inglaterra. Saltas, disparas, luchas, lanzas granadas. Eres bueno. Eres encantador. Eres buen camarada y gustas a las chicas. Ligas con las inglesitas. Bebes té en casa de sus padres, que te encuentran encantador. Sigues entrenándote de cara a la mayor misión que un país haya confiado jamás tan sólo a dos hombres. Estás preparado para morir por tu país. Te has convertido en algo que crece más allá de ti mismo y que poco a poco va a sobrepasarte, pero continúas siendo como eres. Eres un hombre sencillo. Eres un hombre.

Eres Jozef Gabčík o Jan Kubiš, y vas a entrar en la historia.

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Cada gobierno en el exilio refugiado en Londres posee, dentro de su ejército reconstituido, su propio equipo de fútbol, y se organizan regularmente partidos amistosos. Hoy sobre el terreno de juego se enfrentan Francia y Checoslovaquia. Como siempre, ha venido numeroso público, compuesto por soldados de todas las nacionalidades y de todas las graduaciones. El ambiente es jovial; los gritos de ánimo prorrumpen en un contexto de uniformes atildados. En medio de la muchedumbre vociferante, sobre los graderíos, se puede ver a Gabčík y a Kubiš, cubiertos con su gorro marrón, que discuten vivamente. Sus labios se mueven muy rápidos y también sus manos. Cualquiera diría que están en una conversación técnica y complicada. Poco concentrados en el partido, se interrumpen sin embargo cuando una acción peligrosa hace elevar un clamor en el estadio. Siguen la jugada hasta que acaba y luego vuelven a su discusión con el mismo ardor de antes, en medio de los gritos y los cánticos.

Francia abre el marcador. Los del campamento francés manifiestan ruidosamente su satisfacción.

Quizá su actitud, que contrasta con la de los demás espectadores, todos profundamente absortos en el partido, llame un poco la atención. En todo caso, entre los soldados de las fuerzas libres checoslovacas se empieza a rumorear a propósito de la misión especial que ambos han aceptado. Esa operación que preparan en el mayor de los secretos envuelve a los dos hombres de una especie de prestigio, tanto más misterioso cuanto más se niegan a contestar a ninguna pregunta, aunque ésta proceda de sus más viejos camaradas, los de la evacuación de Polonia, los de la Legión francesa.

No cabe duda de que Gabčík y Kubiš discuten de su misión. En el terreno de juego, Checoslovaquia presiona para aparecer en el marcador. En el punto de penalti, el número 10 recupera la pelota, arma su disparo pero falla el tiro, rechazado por el defensa francés. El delantero centro, emboscado, surge por la izquierda y pega un chut seco bajo el larguero. El portero, ya batido, rueda por el césped. Checoslovaquia empata y el estadio explota de júbilo. Gabčík y Kubiš se han callado. Se alegran vagamente. Los dos equipos se van a casa tras combate nulo.

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El 19 de noviembre de 1941, durante una ceremonia que tiene lugar entre los brillos dorados de la catedral de Saint-Guy, en el corazón de Hradčany, sobre los altozanos de Praga, el presidente Hácha entrega solemnemente las siete llaves de la Ciudad a su nuevo dueño, Heydrich. La habitación donde están depositadas esas grandes llaves labradas es la misma donde se guarda la corona de san Wenceslao, la joya más preciada de la nación checa. Hay una foto en la que se ve a Heydrich y a Hácha de pie delante de la corona, puesta sobre un cojín finamente bordado. Se dice que en esa ocasión Heydrich no pudo contenerse y se puso la corona en la cabeza. También se dice que una vieja leyenda cuenta que quien se pone la corona indebidamente morirá ese año, así como su hijo primogénito.

En realidad, si se observa bien la foto, se ve a un Hácha que, con su pinta de viejo búho calvo, mira el emblema real con recelo, mientras que Heydrich, por su parte, parece dar muestras de un respeto un poco forzado, y sospecho que sin sentirse literalmente embargado por lo que muy bien podría pasar por ser quincallería folclórica. Hablando claro, me pregunto si la ceremonia no le estaría más bien jodiendo.

Nunca se ha atestiguado con absoluta certeza, por lo visto, que Heydrich se pusiera la corona en aquella ocasión. Pienso que algunos han querido creer en ese episodio para, retrospectivamente, hacer un acto de hybris que no podía quedar impune. La verdad es que no creo que Heydrich se viera de pronto en medio de una ópera wagneriana. Prueba de ello es que devolvió a Hácha tres de las siete llaves, a modo de testimonio de amistad, para dar la ilusión de que el ocupante alemán estaba dispuesto a compartir las riendas del país con el gobierno checo. Aparte de que en esta ocasión se trataba de un gesto simbólico totalmente desprovisto de realidad, el cariz semicomedido de ese intercambio de llaves hace perder a la escena toda su potencial desmesura. Se trata de la diplomacia más protocolaria, es decir, la más baja de la gama, y desprovista de significado. Heydrich debe meter prisa para que la cosa acabe cuanto antes y así volver a casa a jugar con sus hijos o a trabajar en la Solución Final.

Y sin embargo… si se mira más de cerca, se ve la mano derecha de Heydrich, en la foto, parcialmente oculta por el cojín sobre el que reposa la corona. Heydrich se ha quitado el guante, tiene la mano derecha desnuda mientras que la izquierda sigue enguantada. Esa mano derecha avanza hacia alguna parte. En la foto, delante de la corona, sobresaliendo de la mitad del cojín, hay un cetro. Aunque haya que adivinar lo que pase ahí detrás, ocultado por el cojín, hay sólidas razones para pensar que la mano derecha toca, o va a tocar, el cetro. Y este elemento nuevo me lleva a reinterpretar la expresión que brota de la cara de Heydrich. Puede verse en ella la codicia que trata de dominarse. Creo que no se ciñó la corona en la cabeza porque no estamos en una película de Charlie Chaplin, pero de lo que estoy seguro es de que cogió el cetro para sopesarlo con aire displicente: evidentemente es menos demostrativo, pero no deja de tener la densidad de un símbolo, y Heydrich, con todo lo pragmático que era, también poseía un pronunciado afán por los atributos del poder.

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Jozef Gabčík y Jan Kubiš mojan unas galletas en el té que les ha preparado su casera, la señora Ellison. Todos los ingleses desean participar, de una manera o de otra, en el esfuerzo de guerra. Por eso, cuando se le propuso a la señora Ellison acoger a esos dos muchachos, aceptó con mucho gusto. Además, son encantadores. No sé ni dónde ni cómo lo aprendió, pero Gabčík posee, por así decir, un inglés fluido. Locuaz y con encanto, le da conversación a la señora Ellison y ella está fascinada. Kubiš, menos cómodo con el idioma, es más directo, pero sonríe con aspecto bonachón y su bondad natural no pasa desapercibida para su anfitriona. «¿Quieren un poco más de té?» Los dos, sentados uno al lado del otro en el mismo sofá, asienten educadamente. Han pasado ya por tantas precariedades, que no dejan escapar la menor ocasión de alimentarse. Dejan que los pastelillos se deshagan bajo sus paladares, cual galletas de jengibre. De repente, llaman a la puerta. La señora Ellison se levanta, pero les llega antes el ruido de la cerradura. Aparecen dos chicas. «Come in, darlings, venid que os presente.» Gabčík y Kubiš se levantan también. «Lorna, Edna, éstos son Djôseph y Yann, van a vivir aquí por algún tiempo.» Las dos muchachas avanzan sonrientes. «Señores, les presento a mis dos hijas.» En ese preciso momento, los dos soldados deben de estar diciéndose a sí mismos que, pese a todo, a veces ocurre que hay un poco de justicia en este rastrero mundo.

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«Mi misión consiste, básicamente, en ser enviado a mi país natal con otro miembro del Ejército checoslovaco, con el fin de cometer un acto de sabotaje o de terrorismo en un lugar y en unas condiciones que dependerán de lo que nos encontremos allí y según qué circunstancias. Haré todo lo que esté en mi mano para lograr el resultado pretendido, no sólo en mi país natal sino también fuera de él. Pondré todo mi empeño, mi alma y mi conciencia en poder cumplir con éxito esta misión, a la que me he presentado voluntario.»

El 1.º de diciembre de 1941, Gabčík y Kubiš firman lo que parece ser un documento estandarizado. Me pregunto si sería el mismo para todos los paracaidistas de todos los ejércitos con base en Gran Bretaña.

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Albert Speer, arquitecto de Hitler y ministro de Armamento, debería de gustarle a Heydrich. Refinado, elegante, seductor, inteligente, contrasta con el nivel cultural de los demás dignatarios. No es un criador de pollos como Himmler, ni un iluminado como Rosenberg, ni un puerco seboso como Goering o Bormann.

Speer está de paso por Praga. Heydrich le lleva a visitar la ciudad en coche. Le enseña la Ópera, de cuyo tejado falta desde hace poco la estatua de Mendelssohn. Speer comparte con él el gusto por la música clásica. Sin embargo, ambos hombres no se aprecian en absoluto. Speer, el intelectual distinguido, ve en Heydrich al ejecutor de las bajezas de Hitler, al hombre a quien éste le ha confiado el trabajo sucio, y que lo lleva a cabo sin rechistar: un bruto cultivado. Heydrich, por su parte, ve en Speer a un hombre competente cuyas cualidades admira, pero que no pasa de ser un civil esnob y de manicura. Le reprocha, por el contrario, meter demasiado poco las manos en la mierda.

Speer ha sido comisionado por Goering, en tanto que ministro de Armamento, para reclamarle a Heydrich el suministro de 16.000 trabajadores checos suplementarios con vistas al esfuerzo de guerra alemán. Heydrich se compromete a atender la petición en el más breve plazo posible. Le explica a Speer que los checos están ya sometidos, nada que ver con Francia, por ejemplo, infestada de resistentes comunistas y de saboteadores.

La inquietante fila de Mercedes oficiales cruza el puente Carlos. Speer se extasía ante las volutas de los edificios góticos y barrocos. A medida que van sucediéndose las calles, el arquitecto va imponiéndose al ministro. Piensa en posibles reajustes urbanos: toda esta inmensa superficie inexplotada, en pleno barrio de Letna, podría servir de terreno para la construcción de una nueva sede del gobierno alemán. Heydrich ni se inmuta, pero le desagrada la idea de que puedan obligarlo a abandonar el Hradchine, castillo de los reyes de Bohemia donde se siente como un monarca. En Strahov, cerca del monasterio que contiene una de las más bellas bibliotecas de Europa, Speer vería bien que se alzara de la tierra una gran universidad alemana. También se le acumulan las ideas para reacondicionar totalmente las riberas del Moldau. Preconiza, además, la pura y simple destrucción de esa pequeña réplica de la torre Eiffel que se pavonea sobre Petrin, la colina más alta de la ciudad. Heydrich le explica a Speer que desea convertir Praga en la capital cultural del Reich alemán. No puede evitar mencionar con orgullo la obra que ha programado como apertura de la próxima temporada musical: una ópera de su propio padre. «Excelente idea», responde educadamente Speer, que ignora por completo la producción de su papá. «¿Para cuándo está previsto el estreno?», pregunta el arquitecto. Para el 26 de mayo. Su mujer, en el segundo coche, escruta con todo detalle el modo de vestir de Lina, su acompañante. Al parecer, las dos esposas se tratan con frialdad. Durante dos horas, los Mercedes negros siguen surcando las arterias de la ciudad. Al acabar la visita, Speer se ha olvidado ya de la fecha.

26 de mayo de 1942. La víspera.

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Gabčík, eslovaco, y Kubiš, moravo, no han ido jamás a Praga, y ése también ha sido un criterio de selección. La seguridad de que ellos no conocen a nadie allí es una garantía de que no serán reconocidos. Pero su ignorancia de jóvenes provincianos supone también un obstáculo. No pueden beneficiarse del conocimiento del terreno. De ahí que su formación intensiva incluya el estudio cartográfico de su hermosa capital.

Gabčík y Kubiš repasan un mapa de Praga, para memorizar el emplazamiento de los lugares principales y de las grandes arterias. Hasta esa fecha nunca han hollado el puente Carlos, la plaza de la Ciudad Vieja, el Malá Strana, la plaza Wenceslao, la plaza Carlos, la calle Nerudova, la colina de Petrin, la de Strahov, las riberas del Vltava, la calle Resslova, el patio del castillo de Hradčany, el cementerio del castillo Vyšehrad donde Vitezslav Nezval, autor del inmortal libro Praga la de dedos de lluvia, no está todavía enterrado, las islas tristes sobre el río con sus cisnes y sus patos, la calle Wilsonova que bordea la Estación central, la plaza de la República y su torre polvorín. Nunca han visto con sus propios ojos las torres azuladas de la catedral de Týn, ni el reloj astronómico del ayuntamiento, con sus pequeños autómatas que se mueven cada hora. No han bebido todavía un chocolate en el café Louvre o una cerveza en el café Slavia. No se han medido con la estatua del hombre de hierro de la calle Platnerska. Por ahora, las líneas trazadas sobre el mapa no les evocan más que nombres que han oído cuando eran niños o como objetivos militares. Al verlos estudiar sin uniforme la topografía del lugar que deberá ser el escenario de su misión, cualquiera podría creer que son dos turistas que invierten un cuidado meticuloso en la preparación de su viaje.

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Heydrich recibe a una delegación de ganaderos checos con una acogida glacial. Escucha en silencio sus promesas serviles de cooperación y luego les explica que los granjeros checos son unos saboteadores: hacen trampas en el inventario del ganado y del grano. ¿Con qué fin? Es evidente: alimentar el mercado negro. Heydrich ha empezado ya a ejecutar a carniceros, mayoristas y arrendatarios de bares, pero para luchar eficazmente contra la plaga que contribuye a hacer padecer de hambre a la población, sólo un control perfectamente eficaz de la producción agrícola puede obtener unos resultados significativos. Por consiguiente, Heydrich amenaza con confiscar las granjas a todos los granjeros que no declaren con exactitud su producción. Los ganaderos se quedan paralizados. Saben que incluso si Heydrich decidiera desollar vivos en la plaza de la Ciudad Vieja a quienes se opusieran, nadie acudiría a defenderlos. Ser cómplice del mercado negro para el pueblo es ser un acaparador, y a este respecto el pueblo aprueba las medidas de Heydrich, con lo que consiguió una proeza política: hacer reinar el terror y aplicar una medida popular al mismo tiempo.

Una vez que se fueron los ganaderos, Karl Hermann Frank, su secretario de Estado, desea hacer una lista abierta de granjas por confiscar. Pero Heydrich lo invita a templar sus ansias: sólo serán confiscadas las granjas de aquellos granjeros que sean juzgados como impropios de la germanización.

¡Pues claro, ellos no son soviéticos, faltaría más!

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La escena quizá sucediera en el despacho estucado de Heydrich. Heydrich está concentrado en unos documentos. Llaman a la puerta. Entra un hombre de uniforme con aspecto desquiciado y un papel en la mano.

—¡Herr Obergruppenführer, la noticia acaba de llegar! ¡Alemania declara la guerra a los Estados Unidos!

Heydrich ni parpadea. El hombre le tiende el telegrama. Lo lee en silencio.

Transcurre un momento muy largo.

—¿Cuáles son las órdenes, Herr Obergruppenführer?

—Que lleven una brigada a la estación y echen abajo la estatua de Wilson.

—…

—Mañana por la mañana. No quiero ver más esa porquería. ¡Hágalo, Mayor Pomme!

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El presidente Beneš sabe que deberá asumir sus responsabilidades y prepararse para la magnitud de las represalias que se desprendan del golpe dado a los alemanes, sea cual sea el éxito de la operación «Antropoide». Gobernar es escoger, y la decisión está tomada.

Pero tomar una decisión es una cosa y asumirla es otra. Y Beneš, que ha fundado Checoslovaquia con Tomáš Masaryk en 1918 y que, veinte años más tarde, no ha sabido evitar el desastre de Múnich, sabe que la presión de la Historia es enorme, y que el juicio de la Historia es el peor de todos. Sus esfuerzos, en adelante, van encaminados a restaurar la integridad del país que él ha creado. La liberación de Checoslovaquia, desgraciadamente, no está en sus manos. Será la RAF y el Ejército Rojo los que decidirán por la suerte de las armas. Es cierto que Beneš ha podido aportar a la RAF siete veces más pilotos que Francia. Y que el récord de aviones abatidos lo ostenta Josef František, el as de la aviación inglesa, que es checo. Beneš se siente muy orgulloso de ambas cosas. Pero sabe también que en tiempos de guerra, el peso de un jefe de Estado se mide sólo por el número de sus divisiones. Por todo ello, las actividades del presidente Beneš se reducen casi únicamente a una diplomacia humillante: de lo que se trata es de dar muestras de buena voluntad a las únicas dos potencias que todavía resisten al ogro alemán, sin garantías de que esas potencias acaben venciéndolo. Es verdad que durante los bombardeos de 1940, Inglaterra aguantó el envite y ganó la batalla del aire, al menos temporalmente. Es verdad que el Ejército Rojo, después de haber retrocedido hasta Moscú, ha parado el avance del invasor cuando éste estaba a punto de lograr su objetivo. Inglaterra y la URSS, después de haber evitado cada una el hundimiento por los pelos, parecen hoy estar en condiciones de contrarrestar a un Reich hasta ahora invencible. Pero aún estamos a finales de 1941. La Wehrmacht está prácticamente en la cumbre de su poderío. Ninguna derrota significativa ha venido todavía a cuestionar su aparente invencibilidad. Stalingrado está aún muy, muy lejos, muy lejos las imágenes del soldado alemán derrotado, con la mirada hacia abajo en medio de la nieve. Beneš no tiene más remedio que apostar por un resultado incierto. Por supuesto, la entrada de Estados Unidos en la guerra representa una extraordinaria esperanza, pero los GI no han cruzado todavía el Atlántico, por tanto están muy lejos aún, y Japón los tiene lo bastante ocupados como para que encima se preocupen de la suerte de un pequeño país de Europa central. Beneš tiene que hacer su propia apuesta pascaliana: dios es un dios de dos cabezas, Inglaterra y la URSS, y apuesta por su supervivencia. Pero agradar a esas dos cabezas al mismo tiempo no es cosa fácil. Inglaterra y la URSS, claro está, son aliados, y Churchill, a pesar de su anticomunismo desde la cuna, demostrará durante toda la guerra una lealtad indefectible desde un punto de vista militar hacia el oso soviético. La posguerra, si es que hay posguerra y los Aliados la ganan, será necesariamente otra historia.

Beneš intenta un golpe audaz con «Antropoide» a fin de impresionar favorablemente a los dos gigantes europeos. Ha recibido el aval y el apoyo logístico de Londres, y ha sido en estrecha colaboración con Londres como se ha montado la operación.

Pero no hay que ofender la susceptibilidad de los rusos, y por eso Beneš ha decidido informar a Moscú de la puesta en marcha de «Antropoide». Ahora la presión ha llegado al límite: Churchill y Stalin esperan resultados. El futuro de Checoslovaquia está en sus manos; será mejor no decepcionarlos. Si es el Ejército Rojo el que libera su país, quiere por encima de todo posicionarse como interlocutor creíble frente a Stalin, ya que teme al peso de los comunistas checos.

Beneš piensa probablemente en todo esto cuando su secretario viene a avisarlo:

—Señor Presidente, el coronel Moravec está aquí con dos jóvenes. Dice que está citado con usted, pero su visita no figura en la agenda de hoy.

—Hágalo entrar.

Gabčík y Kubiš han sido llevados en taxi por las calles de Londres sin que supieran adónde los conducían y ahora son recibidos por el presidente en persona. Sobre su escritorio, lo primero que les llama la atención es una pequeña réplica de un Spitfire de estaño. Saludan en posición de firmes. Beneš quería volver a verlos antes de su partida. Pero no deseaba que ningún documento oficial dejara rastros de este encuentro, pues gobernar es también tomar precauciones. Ahora, los dos hombres están frente a él. Los observa mientras les habla de la importancia histórica de su misión. Está impresionado por su aspecto juvenil —Kubiš especialmente parece muy joven, aunque sólo es un año menor que Gabčík— y por la conmovedora sencillez de su determinación. De pronto, por unos minutos, olvida sus consideraciones geopolíticas, no piensa en Inglaterra ni en la URSS, ni en Múnich, ni en Masaryk, ni en los comunistas, ni en los alemanes, ni siquiera en Heydrich. Lo absorbe completamente la contemplación de esos dos soldados, esos dos muchachos de los que sabe que, sea cual sea el resultado de su misión, apenas si tienen una oportunidad entre mil de salir con vida.

No conozco cuáles son las últimas palabras que les dirige. «Buena suerte», o «Dios os guarde», o «El mundo libre cuenta con vosotros», o «¡Lleváis con vosotros el honor de Checoslovaquia!», o algo así, probablemente. Según Moravec, tiene lágrimas en los ojos cuando Gabčík y Kubiš dejan su despacho. No cabe duda de que presiente un terrible futuro. El pequeño Spitfire, impasible, mantiene su morro elevado.

141

Lina Heydrich está en la gloria desde que se ha reunido con su marido en Praga. Escribe en sus memorias: «Soy una princesa y vivo en un país de cuento de hadas.»

¿Por qué?

En primer lugar, porque Praga, en efecto, es una ciudad de cuento de hadas. No por casualidad Walt Disney se inspiró en la catedral de Tyn a la hora de dibujar el castillo de la reina en La bella durmiente.

Luego, además, porque evidentemente en Praga la reina es ella. Su marido, de la noche a la mañana, ha sido propulsado casi al rango de Jefe de Estado. En este país de cuento de hadas, él es el virrey de Hitler, y comparte con su mujer todos los honores propios de su rango. Como esposa del protector, Lina goza de una consideración que sus padres, los von Osten, jamás habían soñado para ella ni para ellos mismos. Queda lejos ya el tiempo en que se enfrentaba a su padre cuando éste quería romper el noviazgo porque Reinhard había sido expulsado de la Armada. Ahora, gracias a él, la vida de Lina es una sucesión interminable de recepciones, inauguraciones, manifestaciones oficiales donde todo el mundo le da muestras de la mayor deferencia. La veo en una foto tomada durante un concierto dado en el Rudolfinium con ocasión del aniversario de Mozart. Afectada, repeinada, maquillada, con un vestido blanco de noche y adornada con sortijas, pulseras y largos pendientes; en medio de hombres serios de esmoquin que rivalizan por estar al lado de su marido, que sonríe, distendido y seguro de su posición, ella permanece de pie, con las manos convenientemente una sobre la otra y un aire de extasiado contento en el rostro.

Pero no es sólo Praga. A partir de ahora, la posición de su marido le permite frecuentar a la alta sociedad del Reich. Himmler, desde hace ya mucho tiempo, le testimonia su amistad, pero ahora ella también conoce a los Goebbels y a los Speer, incluso ha tenido el supremo honor de encontrarse con el Führer, quien hizo el siguiente comentario al verla del brazo de su marido: «¡Qué buena pareja!» A partir de ahora ya forma parte de la flor y nata. Y Hitler le hace cumplidos.

Y además tiene su propio castillo: un palacio confiscado a un judío, a 20 kilómetros al norte de Praga, rodeado de un amplio terreno que se propone acondicionar con fervor. Como princesa, se vuelve dueña del castillo. Pero, al igual que la reina de la Bella durmiente, es mala. Maltrata al servicio, insulta a todo el mundo cuando está de mal humor, y si su humor es bueno, no habla con nadie. Para llevar a cabo los ambiciosos trabajos que se ha empeñado en hacer en su residencia principesca, explota a una abundante mano de obra que manda venir de los campos de concentración y a la que trata de la peor manera. Supervisa los trabajos vestida de amazona, con una fusta en la mano. Reina en un clima de terror, sadismo y erotismo.

Aparte de eso, se ocupa de sus tres hijos y se congratula por el afecto que les profesa Reinhard. Él adora sobre todo a la pequeña, Silke. Y trata de preñar a su mujer para tener un cuarto. Se ha acabado la época en que ella se acostaba con Schellenberg, su brazo derecho. Se ha acabado la época en que él nunca estaba en casa. En Praga, vuelve al hogar casi todas las noches. A ella le hace el amor y juega con los niños al caballito.

142

Gabčík y Kubiš van a embarcar en el Halifax que debe llevarlos a casa. Pero antes, hay que cumplir con algunas formalidades. Al otro lado de una ventanilla, un suboficial inglés les pide que se quiten la ropa. Sea cual sea el lugar en que caigan a tierra, no está previsto que corran por el campo checo vestidos de paracaidistas ingleses. Se despojan de su uniforme. «Del todo», añade el suboficial cuando se quedan en calzoncillos. Los dos, disciplinados, obedecen. Están totalmente en cueros cuando se les pone delante ropa diversa para elegir. Sin abandonar su sobriedad a la vez británica y militar, el suboficial les muestra el género como si fuera un vendedor de Harrod’s, comentando con orgullo cada prenda que les muestra. «Trajes made in Checoslovaquia. Camisas made in Checoslovaquia. Ropa interior made in Checoslovaquia. Zapatos made in Checoslovaquia. Comprueben el número. Corbatas made in Checoslovaquia. Elijan un color. Cigarrillos made in Checoslovaquia. Varias marcas disponibles. Cerillas made in… Dentífrico made in…»

Una vez vestidos de nuevo, se les provee de documentos falsos, debidamente sellados.

Los dos están listos. El coronel Moravec los espera al pie del Halifax cuyos motores están ya en marcha. Otros cinco paracaidistas parten con ellos en el mismo avión, aunque con destinos y misiones diferentes. Moravec estrecha la mano de Kubiš deseándole buena suerte. Pero cuando se gira hacia Gabčík, éste le pide que si pueden hablar en privado unos instantes. Moravec arruga el ceño interiormente. Teme una retirada en el último minuto, y de pronto lamenta lo que les dijo a los dos muchachos cuando los escogió: que no dudasen en decirle sinceramente si se veían o no a la altura de la misión que se les había confiado. Había añadido que no habría nada vergonzoso en cambiar de opinión. Lo sigue pensando, pero ya al pie del avión, no sería oportuno. Habría que hacer bajar a Kubiš y retrasar la salida hasta que se encontrase un sustituto para Gabčík. La misión sería suspendida hasta sólo Dios sabe cuándo. Gabčík empieza con precauciones oratorias de mal augurio: «Coronel, me siento muy confuso al pedirle esto…» Pero enseguida disipa los temores de su jefe: «He dejado una deuda de diez libras en nuestro restaurante. ¿Sería posible que la pague usted por mí?» Moravec, aliviado, cuenta en sus memorias que no fue capaz más que de asentir. Gabčík le da la mano. «Puede contar con nosotros, coronel. Cumpliremos nuestra misión según las órdenes», fueron finalmente sus últimas palabras antes de desaparecer en el interior de la carlinga.

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Los dos redactaron sus últimas voluntades justo antes de volar, y tengo ante mis ojos esos dos magníficos documentos garabateados a toda prisa. Manchados de borrones de tinta y de tachaduras, son prácticamente idénticos. Fechados ambos el 28 de diciembre de 1941, divididos ambos en dos partes, añadidas algunas líneas en diagonal en ambos. Gabčík y Kubiš piden que se cuide de su familia si llegan a morir. Si eso sucede, cada uno indica una dirección, uno en Eslovaquia, otro en Moravia. Los dos son huérfanos y no tienen ni esposa ni hijos. Pero sé que Gabčík tiene hermanas y que Kubiš tiene hermanos. Luego piden también que se avise a sus novias inglesas en caso de defunción. La hoja de Gabčík menciona el nombre de Lorna Ellison; el de Kubiš, Edna Ellison. Los dos se habían convertido en hermanos, mientras salían con aquellas hermanas. En la cartilla militar de Gabčík había metida una foto de Lorna que ha llegado hasta nosotros. El perfil de una joven morena, con pelo rizado, que ya no volverá a ver.

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Nada me dice que fueran los ingleses del SOE (Special Operation Executive) quienes suministraran la ropa a Gabčík y Kubiš. Más bien, por el contrario, lo más probable es que la cuestión de la vestimenta la resolvieran los servicios checos de Moravec. Por tanto, no hay motivos para creer que el suboficial que se ocupa de ese asunto sea inglés. Qué cansancio…

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El comisario general administrador de Bielorrusia, en su sede de Minsk, se queja de las exacciones cometidas por los Einsatzgruppen de Heydrich. Deplora que la liquidación sistemática de judíos le prive de una preciosa mano de obra. Protesta ante Heydrich cuando constata que los judíos que han sido antiguos combatientes condecorados son deportados a su gueto de Minsk. Le propone una lista de judíos para liberar, mientras denuncia la falta de criterio de los Einsatzgruppen a la hora de matar a todo el que cae en sus manos. Recibe esta respuesta: «Convendrá conmigo que, en el tercer año de la guerra, incluso para la policía y los servicios de seguridad, hay tareas más importantes de cara al esfuerzo de guerra que correr de un lado a otro para ocuparse de las exigencias de los judíos, perder el tiempo haciendo listas y apartar a todos mis colegas de misiones mucho más urgentes. Si he pedido una investigación sobre las personas de su lista, ha sido para comprobar, de una vez por todas y por escrito, que tales ataques son infundados. Lamento que, seis años y medio después de la entrada en vigor de las leyes raciales de Núremberg, todavía tenga que justificar mis servicios.»

Por lo menos tiene el mérito de ser claro.

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«Aquella noche, a una altitud de dos mil pies, un enorme avión Halifax zumbaba por el cielo sobre los campos helados de Checoslovaquia. Las cuatro hélices hacen jirones las nubes dispersas, lanzándolas contra los flancos negros y húmedos del aparato, y, desde el gélido fuselaje, Jan Kubiš y Josef Gabčík entrevén su tierra natal a través de la portezuela de salida, con forma de ataúd, abierta en el suelo del aparato.»

Así es como comienza la novela de Alan Burgess Siete hombres al amanecer, escrita en 1960. Y desde las primeras líneas ya sé que él no ha escrito el libro que yo quiero escribir. No sé si Gabčík y Kubiš pudieron ver algo de su tierra natal a setecientos metros de altitud, en la negra noche de diciembre de 1941; y en cuanto a la imagen del ataúd, prefiero evitar mientras pueda las metáforas demasiado cargadas.

«Verifican maquinalmente el mecanismo y las cinchas de apertura automática de su arnés de paracaidistas. En unos minutos, se sumergirán en las tinieblas, conscientes de que son los primeros paracaidistas lanzados sobre Checoslovaquia, y de que su misión es una de las más inauditas y arriesgadas que jamás se podrá imaginar.»

Sé todo lo que se puede saber sobre ese vuelo. Sé lo que Gabčík y Kubiš llevaban en su impedimenta: un cuchillo plegable, una pistola con dos cargadores de doce balas, una cápsula de cianuro, una porción de chocolate, tabletas de carne concentrada, cuchillas de afeitar, un carné de identidad falso y unas cuantas coronas checas. Sé que llevaban ropa de civil fabricada en Checoslovaquia. Sé que no dijeron nada a sus compañeros paracaidistas durante el vuelo, según las órdenes que habían recibido, salvo «hola» y «buena suerte». Sé que sus compañeros paracaidistas sospechaban, por muy secreto que fuera su objetivo, que eran enviados a ese país para matar a Heydrich. Sé que fue Gabčík quien, durante el trayecto, causó la mejor impresión al dispatcher, el oficial encargado de mantener el orden conveniente en los lanzamientos. Sé que antes del despegue se les hizo redactar a todos un apresurado testamento. Conozco, naturalmente, los nombres de cada uno de los miembros de los otros equipos que los acompañan, así como la naturaleza de sus respectivas misiones. Había siete paracaidistas en el avión, y conozco también la falsa identidad de cada uno de ellos. Gabčík y Kubiš, por ejemplo, se llamaban respectivamente Zdenek Vyskočil y Ota Navrátil, y sus papeles falsos indicaban como profesión cerrajero y operario. Sé casi todo lo que se puede saber acerca de ese vuelo, pero me niego a escribir frases como: «Verifican maquinalmente el mecanismo y las cinchas de apertura automática de su arnés de paracaidistas.» Aunque lo harían, no cabe duda.

«El mayor de los dos, de veintisiete años, debía de medir alrededor de 1,75 metros. Tenía el pelo rubio y bajo sus pobladas cejas sus ojos grises, profundamente hundidos, miraban el mundo con dureza. Sus labios nítidos, bien perfilados…», etcétera. Me paro ahí. Es una pena que Burgess perdiera su tiempo con semejantes tópicos, ya que, por otra parte, estaba incontestablemente documentado. Me percaté de dos errores flagrantes en su libro, uno concerniente a la mujer de Heydrich, a la que llama Inga en vez de Lina, y otro sobre el color de su Mercedes, que se obstina en ver verde en lugar de negro. También reparé en algún episodio dudoso, que me sospecho inventado por Burgess, como la oscura historia de las cruces gamadas tatuadas al rojo vivo en las nalgas. Pero, por otra parte, aprendí muchas cosas de la vida que Gabčík y Kubiš llevaron en Praga durante los meses que precedieron al atentado. Hay que decir que Burgess tenía una ventaja sobre mí: pudo encontrar testigos todavía vivos veinte años después de los hechos. Algunos, en efecto, habían sobrevivido.

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Bueno, finalmente saltaron.

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Según Edouard Husson, un reputado universitario que prepara una biografía de Heydrich, todo, desde el principio, fue mal.

Gabčík y Kubiš fueron lanzados muy lejos del lugar previsto. Debían tomar tierra cerca de Pilsen, pero están a unos kilómetros… de Praga. Después de todo, dirán ustedes, allí es donde está su objetivo y así han ganado tiempo. Con reflexiones como ésa es como se puede comprobar que ustedes no saben nada de la clandestinidad. Sus contactos en la Resistencia interior los esperan en Pilsen. En Praga, no tienen ninguna dirección. Era la gente de Pilsen la que tenía que introducirlos allí. Aunque estén muy cerca de Praga, tienen que darse la vuelta y pasar por Pilsen. Lamentan, como ustedes, lo absurdo de ese ir y venir, pero sin embargo es algo necesario.

Lo lamentarán cuando se les diga dónde estaban, porque en ese momento no tienen ni la menor idea. Se encuentran en un cementerio. No saben dónde esconder sus paracaídas, y Gabčík cojea un poco ya que se ha fracturado un dedo al posar el pie en su suelo natal. Caminan sin saber adónde van, dejando huellas. Rápidamente disimulan sus paracaídas entre un montón de nieve. Saben que pronto amanecerá, que están peligrosamente expuestos y que deben ocultarse en alguna parte.

Encuentran un abrigo rocoso en una cantera de piedras. Protegidos de la nieve y del frío pero no de la Gestapo, saben que no se pueden quedar en ese lugar, pero no saben adónde ir. Extranjeros en su país, perdidos, heridos, buscados ya seguramente por quienes habrán oído en el cielo los motores del avión que los ha trasladado, los dos hombres deciden esperar. ¿Qué hacer, si no? Inclinados sobre un mapa, ¿qué buscar? ¿Hallar el emplazamiento de esa minúscula cantera? Su misión amenaza con ser abortada apenas ha empezado, o más bien, suponiendo que no sean descubiertos, lo que es una suposición ridícula, antes de que llegue a empezar.

Y, efectivamente, son descubiertos.

Es un guarda forestal quien los encuentra al amanecer. Ha oído el avión durante la noche, ha hallado los paracaídas bajo la nieve y ha seguido las huellas. Ha entrado en la cueva. Y les dice entre toses: «¡Buenos días, muchachos!»

Según Edouard Husson, todo fue mal desde el principio, pero la suerte también les favoreció. El guarda forestal, aunque sabe que se juega la vida, es un hombre valiente y los va a ayudar.

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Es una larga cadena de resistentes la que, empezando por ese guarda forestal, va a llevar a nuestros dos héroes hasta Praga y el piso de los Moravec.

La familia Moravec está compuesta por el padre, la madre y el hijo pequeño, Ata, mientras que el primogénito ha partido a Inglaterra a pilotar un Spitfire. Son sólo homónimos del coronel Moravec, sin ningún vínculo de parentesco, pero al igual que él combaten contra la ocupación alemana.

Y no están solos. Gabčík y Kubiš encontrarán a mucha gente humilde dispuesta a arriesgar su vida por acudir en su ayuda.

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Es un combate perdido de antemano. No puedo contar esta historia tal como debió de ser. Todo ese fárrago de personajes, acontecimientos, fechas, toda la ramificación infinita de relaciones causa-efecto, y luego esa gente, esa gente de verdad que ha existido de verdad, con su vida, sus actos y sus pensamientos que apenas si llego a rozar… Una y otra vez me doy contra ese muro de la Historia por el que trepa y se extiende imparable hacia arriba, cada vez más dura, la hiedra desalentadora de la causalidad.

Miro un mapa de Praga en el que están señalados todos los pisos de las familias que ayudaron y dieron cobijo a los paracaidistas, compromiso que casi todas ellas pagaron con su vida. Hombres, mujeres y niños, naturalmente. La familia Svatoš, a dos pasos del puente Carlos; la familia Ogoun, cerca del Castillo; las familias Novák, Moravec, Zelenka, Fafek, situadas más al este. Cada miembro de cada una de esas familias merecería su propio libro, el relato de su compromiso con la Resistencia hasta Mauthausen y su trágico desenlace. Cuántos héroes olvidados duermen en el gran cementerio de la Historia… Miles, millones de Fafek y de Moravec, de Novák y de Zelenka…

Los que han muerto, han muerto, y a ellos les es indiferente que se les rinda algún homenaje. Si hay alguien para quien eso tiene algún significado, es para nosotros, para los vivos. La memoria carece de utilidad para aquellos a quienes honra, pero sirve de mucho a quien se sirve de ella. Con ella me construyo, y con ella me consuelo.

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