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Primera parte » 221

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Ningún lector va a retener esa lista de nombres. ¿Por qué habría de hacerlo? Para que cualquier cosa pueda penetrar en la memoria, es preciso antes transformarla en literatura. No está bien, pero es así. Sé ya que sólo los Moravec, y quizá también los Fafek, encontrarán ubicación en la economía narrativa de mi relato. Los Svatoš, los Novák, los Zelenka, sin contar todos los demás cuyo nombre o cuya existencia ignoro, regresarán a su olvido. Pero después de todo, un nombre es sólo un nombre. Pienso en todos ellos. Quiero decirlos. Y si nadie me escucha, pues no pasa nada. Ni a ellos ni a mí. Puede que tal vez llegue un día en que alguien con necesidad de consuelo escriba la historia de los Novák y los Svatoš, de los Zelenka y los Fafek.

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El 8 de enero de 1942, un Gabčík renqueante y Kubiš pisan el suelo sagrado de Praga por primera vez, y estoy seguro de que se maravillan de la belleza barroca de la ciudad. Enseguida, sin embargo, se plantean los tres dilemas de todo clandestino: alojamiento, alimentación y papeles. Londres los ha provisto de carnés de identidad falsos pero eso, aun siendo necesario, no basta. En el Protectorado de Bohemia-Moravia, en 1942, es absolutamente vital poder contar con un permiso de trabajo y, sobre todo, hay que contar con una buena razón para no estar trabajando, si se le sorprende a uno vagando por las calles durante la jornada laboral, como les sucederá con frecuencia a ambos en los meses siguientes. La Resistencia local se dirige al doctor que le cura el pie a Gabčík: tiene que diagnosticarle una úlcera de duodeno a Gabčík y una inflamación de la vesícula biliar a Kubiš, lo que les permite demostrar su incapacitación para el trabajo. De este modo, sus papeles están en regla. Tienen dinero. Queda la cuestión del alojamiento. Pero descubrirán con enorme satisfacción que no falta gente de buena voluntad en esa época tan sombría.

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No hay que creer todo lo que se cuenta, especialmente si son los nazis quienes lo cuentan: bien porque toman sus deseos por realidades y se equivocan de parte a parte, como el gordo Goering, o bien porque mienten descaradamente con fines propagandísticos, como Goebbels Trismegisto, al que Joseph Roth llamaba «el altavoz personificado». Y muy a menudo, por las dos cosas a la vez.

Heydrich no se libra de esta tendencia nazi. Es probable que sea sincero cuando pretende haber decapitado y debilitado a la Resistencia checa, y no va desencaminado del todo, pero se pavonea demasiado. Cuando Gabčík tropieza torpemente contra el suelo de su país natal y se hiere, la noche del 28 de diciembre de 1941, el estado de la Resistencia en el Protectorado es preocupante, pero no del todo desesperado. Todavía les queda alguna carta que jugar.

Por de pronto, Tri králové, «Los tres reyes», gran organización de movimientos unificados de la Resistencia checa, aún está operativa, aunque ha sido duramente golpeada en la cabeza. Los tres reyes son los jefes de la organización, tres antiguos oficiales del ejército checoslovaco. En enero de 1942, dos han caído: uno fusilado al poco de llegar Heydrich, el otro torturado en las mazmorras de la Gestapo. Pero queda uno, Václav Morávek (con una k al final, y no hay que confundirlo ni con el coronel Moravec, ni con la familia Moravec, ni con Emanuel Moravec, el ministro de Educación). Va con guantes tanto en invierno como en verano porque se seccionó un dedo al deslizarse por el cable de un pararrayos cuando escapaba de un control de la Gestapo. Es el último de los tres reyes, da muestras de una actividad intensa, coordina lo que queda de su red y se expone cada vez a mayores riesgos. Anhela lo que su organización demanda desde hace meses: el envío de paracaidistas por parte de Londres.

A él se debe que lleguen hasta Londres las increíbles informaciones suministradas por uno de los más grandes espías de la Segunda Guerra Mundial, un oficial alemán de muy alta graduación que trabajaba para el Abwehr, Paul Tümmel, cuyo nombre codificado era A54, alias René. Él solito previno al coronel Moravec de la agresión nazi contra Checoslovaquia, contra Polonia, contra Francia en mayo de 1940, contra Gran Bretaña cuando el plan de invasión de junio de 1940, y contra la URSS en junio de 1941. Desgraciadamente, los países concernidos no siempre supieron o pudieron recibir aquellas informaciones. Pero la calidad de sus informes impresionará enormemente a Londres, y aquél los hará llegar siempre por el conducto checo, ya que A54 trabaja en Praga y, por prudencia, no desea más que un solo interlocutor. Representa, por tanto, un extraordinario as en la manga de Beneš, que no repara en gastos a la hora de mantener su valiosa fuente.

Por último, en el otro extremo de la cadena, las manos anónimas de la Resistencia, gente como usted y como yo salvo en el hecho de que ellos aceptan arriesgar su vida escondiendo a otra gente, guardando material, llevando mensajes, y forman un ejército checo en las sombras, nada desdeñable, con el que todavía se puede contar.

Gabčík y Kubiš no son nada más que dos para cumplir su misión, pero en realidad no están solos.

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En un piso de Praga, en el barrio de Smíchov, dos hombres esperan. El timbre de la puerta los sobresalta. Uno de ellos se levanta y va a abrir. Entra un hombre bastante alto para la época.

Es Kubiš.

—Soy Ota —dice.

—Y yo Jindra —le responde uno de los hombres.

Jindra es el nombre de uno de los más activos grupos de resistencia, organizado en el seno de una asociación deportiva y de cultura física, los Sokols.

Le sirven té al recién llegado. Los tres hombres guardan un denso silencio que acaba por romper el que se ha presentado con el nombre de la organización:

—Ha de saber que la casa está vigilada y que cada uno de nosotros tiene algo en su bolsillo.

Kubiš sonríe y saca una pistola de su americana (en realidad, lleva otra en la manga):

—A mí también me gustan los juguetes —dice.

—¿De dónde viene usted?

—No puedo decírselo.

—¿Por qué?

—Nuestra misión es secreta.

—Pero ya le ha confiado a varias personas que usted venía de Inglaterra…

—¿Y qué?

Imagino un silencio.

—No se sorprenda por nuestra desconfianza, no carecemos de agentes provocadores en este país.

Kubiš no dice nada, no conoce a esa gente, quizá necesite de su ayuda, pero ha decidido que no tiene que darles ninguna explicación.

—¿A qué oficiales checos conoce en Inglaterra?

Kubiš consiente en soltar algunos nombres. Responde más o menos de buen grado a otras preguntas susceptibles de comprometerlo. Entonces interviene el segundo hombre. Le muestra una foto de su yerno huido a Londres. Kubiš, lo reconozca o no, permanece tranquilo, como es él. El que se ha presentado con el nombre de Jindra toma de nuevo la palabra:

—¿Es usted de Bohemia?

—No, de Moravia.

—¡Qué coincidencia, yo también!

Otra vez un silencio. Kubiš sabe que está pasando un examen.

—¿Y podría decirme de qué parte?

—De los alrededores de Trebíč —responde Kubiš, de mala gana.

—Conozco esa zona. ¿Sabe usted que hay de extraordinario en la estación de Vladislav?

—Hay unos magníficos rosales. Supongo que al jefe de estación le gustan las flores.

Los dos hombres empiezan a distenderse. Kubiš añade finalmente:

—No recelen de mi silencio sobre nuestra misión. No puedo decirles más que su nombre en clave: «Antropoide.»

Lo que queda de la Resistencia checa suele tomar sus deseos por realidades, pero por esta vez, excepcionalmente, no se ha equivocado:

—¿Han venido a matar a Heydrich? —pregunta el que se hace llamar Jindra.

Kubiš se sobresalta:

—¿Cómo lo saben?

Se ha roto el hielo. Los tres vuelven a servirse un poco de té. Lo poco que aún queda de los resistentes en Praga se pondrá al servicio de los dos paracaidistas venidos de Londres.

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Durante quince años detesté a Flaubert porque me parecía responsable de determinada literatura francesa, desprovista de grandeza y de fantasía, que se complacía en la pintura de la mediocridad, sumiéndose con delicia en el realismo más fastidioso, regodeándose en un universo pequeñoburgués que pretendía denunciar. Pero entonces leí Salambó, e inmediatamente entró en la lista de mis diez libros preferidos.

Cuando se me ocurrió remontarme a la Edad Media para exponer algunas escenas de los orígenes del contencioso checo-alemán, quise buscar algunos ejemplos de novelas históricas cuya acción fuese más allá de la era moderna y pensé de nuevo en Flaubert.

En su correspondencia de la época en que redacta Salambó, Flaubert se inquieta: «Es Historia, ya lo sé, pero si una novela es tan cargante como un libro científico…» También tiene la impresión de escribir «en un estilo académico deplorable» y, además, «lo que (lo) atormenta es el lado psicológico de (su) historia», sobre todo porque de lo que se trata es de «darle a la gente un lenguaje en el que ella no ha pensado». Con respecto a la documentación: «A propósito de una palabra o de una idea, me pongo a investigar, me entrego a divagaciones, entro en un sinfín de ensoñaciones […].» Este problema va en paralelo con el de la veracidad: «En cuanto a la arqueología, lo que tiene que ser es “probable”. Basta con eso. Con tal que no se pueda demostrarme que he dicho absurdidades, es lo único que pido.» Por una vez, estoy en desventaja: es más fácil pillarme en falta por la matrícula de un Mercedes de los años cuarenta que por el arnés de un elefante del siglo III antes de Cristo.

De todos modos, siento cierto alivio con la idea de que Flaubert, mientras escribía su obra maestra, sintió esas angustias y se planteó esas cuestiones antes que yo. Y también es él quien me da una total garantía cuando escribe: «Valemos más por nuestras aspiraciones que por nuestras obras.» Lo que significa que puedo fracasar con mi libro. Todo ya puede ir más rápido a partir de ahora.

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Es increíble, acabo de encontrar una novela más sobre el atentado. Se llama Like a Man, de un tal David Chacko. Se supone que el título quiere ser la traducción aproximada de la palabra griega antropoide. El autor se ha documentado extremadamente bien, me da la impresión de que ha utilizado todo lo que se sabe a día de hoy sobre el atentado y sobre Heydrich para construir episodios de novela. Incluso teorías muy poco conocidas (y que a veces hay que poner en tela de juicio), como la hipótesis de la bomba envenenada, aparecen en su trama narrativa. Su conocimiento de la documentación me ha impresionado muchísimo, teniendo en cuenta la ingente cantidad de detalles que ha recogido, lo que me inclina a pensar que son verídicos, pues hasta donde yo puedo saber, no he podido detectar ni un solo error. A este respecto, me ha obligado a matizar mi consideración sobre Siete hombres al amanecer, la novela de Alan Burgess, que había despachado como demasiado fantasiosa. Había expresado mi mayor escepticismo sobre todo a colación de las cruces gamadas marcadas al rojo vivo en el culo de Kubiš. También había señalado con condescendencia un abultado error relativo al color del Mercedes de Heydrich, que presenta como verde. Ahora bien, la novela de David Chacko confirma lo de las cruces gamadas y lo del color. Como además no he visto que se equivoque ni una sola vez, ni siquiera en detalles tan finos que únicamente yo, en un ataque de orgullo con visos de ensueño delirante, creía poder conocer, no tengo más remedio que concederle mucho crédito a todo lo que pueda contar. Por eso, sin embargo, me cuestiono cosas como lo del Mercedes, que yo he visto de color negro, no me cabe la menor duda, en el museo del Ejército de Praga, donde el coche estaba expuesto, y también en las numerosas fotos que he podido consultar. Claro que, en una foto en blanco y negro, se puede confundir el negro con el verde oscuro. Por otro lado, hubo en su día una pequeña polémica acerca del coche expuesto: el museo lo presentaba como el original, a lo que algunos han replicado con la afirmación de que se trataba en realidad de un Mercedes que imitaba al original (con el neumático reventado y la portezuela trasera derecha hecha pedazos), es decir, una reproducción. Dicho esto, aunque se trate de una réplica, imagino que habrían puesto atención en el color. Vale, de acuerdo, le estoy dando sin duda una importancia exagerada a lo que en resumidas cuentas no es más que un elemento ornamental, ya lo sé. Me parece que es un síntoma clásico de los neuróticos. Yo debo de ser psicorrígido. Pasemos.

Cuando Chacko escribe: «Se podía acceder al castillo por diferentes caminos, pero Heydrich, el showman, pasaba siempre por la puerta principal, donde estaba la guardia», me fascina tanta seguridad. Entonces me pregunto: «¿Y cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar seguro de ello?»

Otro ejemplo. Es un diálogo entre Gabčík y el cocinero checo de Heydrich. El cocinero informa a Gabčík sobre la protección con que cuenta Heydrich en su domicilio privado: «Heydrich desdeña cualquier protección, pero los SS se toman su trabajo en serio. Es su jefe, ya me entiende. Lo tratan como un dios. Es la imagen de aquello a lo que aspiran todos a parecerse. La bestia rubia. Es así como lo llaman cuando están de servicio. Nunca podrá comprender bien a los alemanes hasta que no sea capaz de comprender que ellos ven eso como un cumplido.»

El talento de Chacko consiste aquí en su facultad de integrar una información histórica —a Heydrich lo apodaban, aunque parezca imposible, como la bestia rubia— en un diálogo valioso en sí mismo por su finura psicológica, y sobre todo, desde un punto de vista literario, por su puntilla final. En general, por lo demás, Chacko destaca en los diálogos; básicamente es a través de ellos por donde transita la Historia en la novela. Y tengo que decir, precisamente yo, a quien tanto repugna emplear ese procedimiento, que están muy logrados, y que de verdad me he quedado enganchado de varios pasajes. Cuando Gabčík le contesta al cocinero, que acaba de hacerle una descripción terrorífica de Heydrich: «No lo crea, es un ser humano. Hay una manera de comprobarlo», disfruto como ante un spaghetti western.

Bien, es verdad que las escenas en las que describe a Gabčík dejándose chupar en medio del salón o a Kubiš meneándosela en el cuarto de baño son, sin lugar a dudas, inventadas. Yo que Chacko no sabe si Gabčík se dejó chupar ni, si es el caso, en qué circunstancias, y menos todavía ni dónde ni cuándo Kubiš se la meneó: por definición, este tipo de escenas no cuentan con ningún testigo —salvo raras excepciones— y Kubiš no tenía ninguna razón para contar sus pajas a nadie ni para dejarlo escrito en un diario. Pero el autor asume perfectamente la dimensión psicológica de su novela, plagada de monólogos interiores, descolgándose de una exactitud histórica que no pretende, ya que el libro se abre con la fórmula «todo parecido con los hechos etc. no sería más que pura coincidencia». Chacko ha querido hacer ante todo una novela, ciertamente que muy bien documentada, pero sin ser esclava de esa documentación. Apoyarse en una historia verdadera, explotar al máximo los elementos novelescos, pero inventar alegremente cuando le convenga a la narración sin tener que rendirle cuentas a la Historia. Un hábil tramposo. Un prestidigitador. Un novelista, vaya.

Es verdad que al volver a mirar con atención las fotos, me asalta una duda sobre el color. La exposición se remonta a varios años atrás, y puede que mi memoria me traicione. ¡Veo tan negro aquel Mercedes! Quizá sea mi imaginación la que me juega una mala pasada. Llegará un momento en que tendré que resolver este asunto. O verificarlo. De una manera o de otra.

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Le he preguntado a Natacha por el Mercedes. Ella también lo vio de color negro.

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Cuanto más poder asume Heydrich, más se comporta como Hitler. Ahora, al igual que el Führer, flagela a sus colaboradores con largos discursos inflamados sobre el destino mundial. Frank, Eichmann, Böhme, Müller, Schellenberg escuchan prudentemente los delirantes comentarios de su jefe cuando se vuelca sobre un planisferio:

«Los escandinavos, los holandeses y los flamencos son de raza germánica… compartiremos el Próximo Oriente y África con los italianos… empujaremos a los rusos más allá de los Urales y colonizaremos su país con soldados-campesinos… los Urales serán nuestras fronteras del Este. Nuestros reclutas cumplirán allí su año de instrucción y los formaremos en la guerrilla como guardias fronterizos. El que no combata sin tregua que se vaya, no le haré nada…».

Vértigo de poder por la violencia, sin duda. Heydrich, como su maestro, se considera ya el amo del mundo. Pero todavía hay una guerra que ganar, rusos que vencer, y una lista de príncipes herederos que eliminar tan larga como un brazo. Incluso siendo muy optimista, y es verdad que la estrella de Heydrich no ha dejado de ascender en la negra noche del Reich, es demasiado pronto para todo eso.

Se sabe que desde el principio la lucha entre los delfines de Hitler ha sido feroz. ¿Qué lugar ocupa Heydrich en esa marisma? Muchos, fascinados por el aura maléfica del personaje y alegando su meteórica ascensión, están persuadidos de que habría acabado por suceder al Führer, u ocupado su puesto.

En 1942, sin embargo, es muy largo todavía el camino hacia la cumbre. Heydrich es cortejado más que nunca por la primera línea de pretendientes, Goering, Bormann, Goebbels, todos con la intención de apartarlo de Himmler, que vigila celosamente a su brazo derecho. Pero aunque ha cobrado otra dimensión con su nombramiento en Praga y el encargo de la Solución Final que le ha sido confiado, Heydrich sigue sin estar todavía del todo a su mismo nivel. Goering, por muy alejado que esté de la carrera de delfín, oficialmente es aún el número dos del régimen y el designado como sucesor por Hitler. Bormann ha sustituido a Rudolf Hess a la cabeza del partido y después del Führer. La propaganda de Goebbels es más que nunca el contrafuerte del régimen. Himmler dirige las Waffen SS cuyas divisiones de combate se cubren de gloria en todos los frentes, y controla por entero el sistema concentracionario, dos ámbitos que escapan ampliamente a las prerrogativas de Heydrich.

Incluso si su puesto de protector le permite ahora cortocircuitar la vía jerárquica y tener un acceso directo a Hitler, Heydrich no se acaba de decidir a suplantar a Himmler: sabe que no hay que subestimar a su jefe, por muy insignificante que pueda parecer, y además, su posición de número dos de la SS le permite protegerse detrás de él si vienen mal dadas, aguardando el día en que llegue a ser tan poderoso que no tema a nadie.

Por el momento, los rivales directos de Heydrich son de menor envergadura: Alfred Rosenberg, ministro de los Territorios del Este y teórico de la colonización en esos territorios; Oswald Pohl, inspector general de los campos de concentración, responsable como él de una «oficina central» (Hauptamt, la HA en la RSHA) en el seno de la SS; Hans Frank, gobernador general de Polonia, su homólogo en Varsovia; o incluso Canaris, jefe del Abwehr, su homólogo en la Wehrmacht… Es verdad que si se acumulan las funciones y atribuciones, el poder de todos ellos, uno a uno, sobrepasa el suyo. Pero, en cuanto al dominio de cada uno, la amplitud se restringe. Desde esta perspectiva, hay que añadir también a Dalüge, jefe de la policía general, otra «oficina central» dependiente directamente de Himmler en el organigrama SS. Como es obvio, su acción se limita a las tareas de gendarmería, mantenimiento del orden, derecho común, etc., pero eso no quita que la Orpo, la Schupo y la Kripo, aun careciendo del poderío y del negro prestigio de la Gestapo, constituyan por añadidura otras policías más que escapan al control de Heydrich.

Por tanto, el camino todavía es largo. Pero Heydrich, como ha demostrado con creces, no es hombre que se desanime fácilmente.

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He encontrado esta anécdota en muchos libros: Himmler asiste a una sesión de ejecuciones en Minsk y se desmaya cuando le salpica la sangre de dos muchachas asesinadas justo delante de sus ojos. A raíz de esa penosa escena fue cuando tomaría conciencia de la necesidad de hallar otro medio de llevar a cabo el trabajo de eliminación de judíos y demás Untermenschen menos agotador para los nervios de los ejecutores.

Pero, si he de dar crédito a mis notas, el final de las ejecuciones coincide con una toma de conciencia similar por parte de Heydrich, cuando también él hizo una visita de inspección, un día en que estaba acompañado por «Gestapo Müller», su subordinado.

Los Einsatzgruppen, una vez metidos en faena, procedían siempre más o menos de la misma manera: hacían cavar una gigantesca zanja, llevaban allí a centenares e incluso a millares de judíos o de supuestos opositores recogidos de las ciudades o de los pueblos circundantes, los alineaban en el borde y los ametrallaban. En ocasiones, los ponían de rodillas para dispararles un tiro en la nuca. Pero la mayoría de las veces ni siquiera se molestaban en comprobar si todos estaban muertos, y unos cuantos llegaron a ser enterrados vivos. Algunos sobrevivieron, protegidos debajo de un cadáver, medio muertos ellos mismos, mientras esperaban que cayera la noche para subir a la superficie escarbando en la tierra bajo la que estaban sepultados (pero esos casos fueron verdaderamente milagrosos). Varios testigos han descrito el espectáculo de esos cuerpos amontonados los unos sobre los otros, cual masa hormigueante de la que se escapaban los gritos y los gemidos de los que agonizaban. Las zanjas eran cerradas de nuevo inmediatamente. En total, con este método primitivo, los Einsatzgruppen liquidaron alrededor de un millón y medio de personas, judíos y otros, pero sobre todo judíos.

Heydrich, en compañía unas veces de Himmler, otras de Eichmann o de Müller, asistió a varias de esas ejecuciones. Durante una de ellas, una mujer joven le tendió su bebé para que lo salvara. La madre y el niño fueron abatidos allí mismo delante de él. Heydrich, más hermético que Himmler ante cualquier forma de sensiblería, no se desmayó. Pero, sin embargo, impresionado por la crueldad de la escena, se preguntó por la pertinencia de esa modalidad de ejecución. Y, como a Himmler, le inquietó su desastroso efecto en la moral y los nervios de sus valerosos SS. Mientras lo pensaba, destapó su cantimplora y echó un trago de slivovice. El slivovice es un aguardiente checo hecho a base de ciruela, muy fuerte y, en opinión de numerosos checos, nada bueno. Gran bebedor, Heydrich debió de cogerle gusto a raíz de vivir en Praga.

No obstante, transcurrirá todavía cierto tiempo antes de llegar a la conclusión de que sus Einsatzgruppen no constituyen necesariamente la solución ideal para resolver la cuestión judía. Cuando en julio de 1941 efectuó su primera inspección con Himmler, también en Minsk, donde ambos fueron en el tren especial del Reichsführer, Heydrich, al igual que su jefe, no halló nada censurable en la matanza a la que había asistido. Hubieron de pasar varios meses hasta que uno y otro comprendieran que tal procedimiento hacía entrar al nazismo y a Alemania en una esfera de barbarie que corría el riesgo de granjearle al Tercer Reich la condena de las generaciones futuras. Había que hacer algo para remediarlo. Pero el desarrollo de las matanzas estaba tan avanzado que el único remedio que encontraron fue Auschwitz.

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Sorprendentemente, durante este sombrío y horrible periodo, el número de matrimonios checos aumenta. Incluso hay una razón para ello. El Servicio de Trabajo Obligatorio, a comienzos de 1942, sólo concierne por el momento a los solteros. Por eso es notable un aumento significativo de ciudadanos checos que se casan apresuradamente. Pero como era de esperar el asunto no pasa desapercibido a la mirada inquisitorial de los servicios de Heydrich. Se decide por tanto que el STO checo se extienda a todos los ciudadanos checos varones sin restricción alguna. Así, decenas de miles de trabajadores checos, casados o solteros, serán enviados a la fuerza a las cuatro esquinas del Reich con el fin de servir de mano de obra allí donde se necesite, es decir, por todas partes, ya que la Wehrmacht se traga a los trabajadores alemanes por millones. Se cruzan allí polacos, belgas, daneses, holandeses, noruegos, franceses, etc.

Esta política no carece de efectos secundarios. En uno de los numerosos informes de la RSHA que aterrizan invariablemente sobre la mesa de Heydrich, puede leerse:

«Desde diferentes lugares del Reich, donde están empleados millones de trabajadores extranjeros, oímos hablar de casos de relaciones sexuales con mujeres alemanas. El peligro de debilitamiento biológico está en constante aumento. El número de quejas relativas a jóvenes de sangre alemana que buscan trabajadores checos para mantener relaciones sentimentales no deja de multiplicarse.»

Supongo que Heydrich, después de leer ese informe, pondría mala cara. Besar a extranjeras no es algo que a él le moleste en absoluto. Pero que mujeres arias ardientes busquen aparearse con unos metecos, eso le repugna, y supone una razón añadida para despreciar a las mujeres en general. Es cierto, sin embargo, que Lina jamás podría hacer una cosa semejante, ni siquiera para vengarse de sus infidelidades: Lina es una verdadera alemana, de sangre pura, de sangre noble, que antes preferiría matarse que acostarse con un judío, un negro, un eslavo, un árabe o cualquier otro hombre de una raza inferior. No como esas puercas sin conciencia, que no merecen ni ser alemanas. Las pondría a todas en un burdel, y cuanto antes, o en esos criaderos de arios, esos picaderos donde las jóvenes rubias esperan a que las monten los sementales de las SS. Habría que ver entonces si alguien se quejaría.

Me pregunto cómo los nazis acomodaban su doctrina a la belleza de las eslavas: no sólo pueden encontrarse en la Europa del este las mujeres más bellas del continente, sino que con frecuencia además muchas de ellas son rubias con ojos azules. Por otra parte, cuando Goebbels mantuvo relaciones con Lida Baarová, espléndida actriz checa, no parece que se planteara demasiadas cuestiones sobre la pureza racial. Quizá no dejara de pensar que su belleza fatal la hacía apta para la germanización. Si pensamos en el físico degenerado de la mayoría de los dignatarios nazis —y Goebbels con su cojera es uno de sus más genuinos especímenes—, no podemos más que reírnos al imaginar ese temor al «debilitamiento de la raza» que los obsesionaba tanto. Pero en cuanto a Heydrich, evidentemente, la cosa es distinta. Él no es un retaco moreno y su físico porta en alto el estandarte de la germanidad. ¿Se lo creía? Pienso que sí. Siempre es fácil creer en lo que nos favorece y mejora. Recuerdo esta frase de Paul Newman: «Si no hubiera tenido los ojos azules, jamás habría hecho la carrera que hice.» Me pregunto si Heydrich pensaría lo mismo.

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Una vez más, he caído por azar sobre una obra de ficción relativa a Heydrich. Esta vez se trata de un telefilm, El crepúsculo de las águilas, sacado de una novela, Fatherland, de Robert Harris. El personaje principal está representado por Rutger Hauer, el actor holandés consagrado por su inmortal papel de replicante en Blade Runner, de Ridley Scott. Aquí hace el papel de un comandante de las SS que sirve en la policía criminal (la Kripo).

La historia se desarrolla en los años sesenta. El Führer reina en Alemania. Berlín ha sido reconstruida según los planos de Albert Speer y parece una ciudad que mezcla los estilos barroco, art nouveau, mussoliniano y abiertamente futurista. La guerra continúa contra Rusia, pero el resto de Europa está bajo el dominio del Tercer Reich. Sin embargo, es una época de deshielo de las relaciones con Estados Unidos. Kennedy tiene que encontrarse con Hitler en los próximos días para firmar un acuerdo histórico. En esa ficción, es el padre, Joseph Patrick, y no el hijo, John Fitzgerald, quien ha sido elegido presidente. Como se sabe, el padre de JFK nunca ocultó sus simpatías nazis. El relato se basa en el principio de: «¿Y si…?» Construye una historia alternativa a partir de una hipótesis, que aquí es la de la perennidad del régimen hitleriano. Eso se llama una ucronía.

En este caso, ésta toma la forma de una intriga policiaca: altos dignatarios nazis aparecen misteriosamente asesinados. Con la ayuda de una periodista americana, llegada para cubrir la visita de Kennedy, el inspector de las SS que representa Rutger Hauer descubre el nexo que une a todos esos muertos: Bühler, Stuckart, Luther, Neumann, Lange… todos ellos participaron en una misteriosa reunión veinte años atrás, en enero de 1942, organizada en Wannsee por Heydrich en persona.

Heydrich, en los años sesenta, se ha convertido en ministro, Reichsmarchall en el lugar de Goering, y en cierto modo en el número dos del régimen. Hitler, para no comprometer el acuerdo que debe firmar con Kennedy, manda hacer desaparecer definitivamente a todos aquellos que participaron en la reunión, con el fin de que nunca se llegue a revelar lo que se trató en ella. Fue allí, en efecto, el 20 de enero de 1942, donde la Solución Final fue oficialmente interiorizada por todos los ministros concernidos en mayor o menor medida. Fue allí, bajo la égida de Heydrich, asistido por su fiel adjunto Eichmann, donde se planificó la exterminación por gas de once millones de judíos.

Uno de los participantes, Franz Luther, representante en aquella reunión de Ribbentrop en tanto que ministro de Asuntos Exteriores, no quiere morir. Tiene en su poder pruebas irrefutables del genocidio de los judíos y pretende vendérselas a los americanos a cambio de asilo político. El mundo entero ignora por completo el genocidio: oficialmente, los judíos europeos fueron deportados, pero se establecieron en Ucrania, donde la proximidad del frente ruso impide que ningún observador internacional pueda ir a verificarlo. Luther, justo antes de que le llegue el turno de ser asesinado, contacta con la periodista americana, quien llega in extremis a entregar los valiosos documentos a Kennedy cuando Hitler está ya a punto de recibirlo con gran solemnidad. Gracias a eso, el encuentro entre Kennedy y Hitler se anula, los Estados Unidos reinician el combate contra Alemania y el Tercer Reich acaba por hundirse, pero con veinte años de retraso.

Esta ficción convierte a la conferencia de Wannsee en el momento cumbre de la Solución Final. Pero la verdad es que en Wannsee sólo se toma la decisión, porque los Einsatzgruppen de Heydrich están matando ya a cientos de miles en el frente del Este. Pero será en Wannsee donde se oficialice el genocidio. No se trata ya de confiar esa tarea a la chita callando (porque no se puede matar a millones de personas a la chita callando) a unas cuantas unidades de asesinos, sino de poner todas las infraestructuras políticas y económicas del régimen a disposición del genocidio.

La reunión en sí duró apenas dos horas. Dos horas para regular esencialmente ciertas cuestiones jurídicas: ¿qué hacer con los mediojudíos? ¿con los judíos pero sólo un cuarto? ¿con los judíos condecorados de la Primera Guerra? ¿Y con los judíos casados con alemanas? ¿Habrá que indemnizar a las viudas arias de esos judíos pasándoles una pensión? Como en todas las reuniones, las únicas decisiones que son verdaderamente tomadas son las que ya han sido decididas de antemano. En realidad, para Heydrich, de lo que se trataba era de informar a todos los ministros del Reich de que tendrían que proceder en función de un objetivo: la eliminación física de todos los judíos de Europa.

Tengo ante mí el cuadro distribuido por Heydrich a los participantes de la conferencia, que detalla el número de judíos por «evacuar», país por país. El cuadro se divide en dos partes. La primera recoge los países del Reich, entre los que se pone de manifiesto que Estonia está ya judenfrei, mientras que el Gobierno general (es decir, Polonia) posee todavía más de dos millones de judíos. La segunda, que da una idea del optimismo nazi predominante aún a comienzos de 1942, reúne los países satélites (Eslovaquia, 88.000 judíos; Croacia, 40.000 judíos…) o aliados (Italia, comprendida Cerdeña, 58.000 judíos…), pero también los países neutrales (Suiza 18.000, Suecia 8.000, Turquía, parte europea, 55.500, España 6.000…) o enemigos (los dos únicos que quedan en Europa en esa fecha: la URSS, es verdad que ya ampliamente invadida, cinco millones de judíos, con excepción de Ucrania, enteramente ocupada, donde hay casi tres millones, e Inglaterra 330.000 judíos, pero muy lejos de ser invadida). Por persuasión o por la fuerza, estaba previsto obligar absolutamente a todos los países europeos a deportar a sus judíos. La suma total escrita en la parte baja de la página es de más de once millones. La misión será cumplida a medias.

Eichmann ha contado lo que pasó después de la conferencia. Una vez que los representantes de los ministerios se hubieron ido, se quedaron solos Heydrich y sus dos más cercanos colaboradores, el propio Eichmann y «Gestapo» Müller. Pasaron a un saloncito elegantemente revestido de madera. Heydrich se sirvió un coñac, que saboreó escuchando música clásica (Schubert, creo), y los tres se fumaron un puro. Eichmann reseñó que Heydrich estaba de un humor excelente.

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Ayer murió Raoul Hilberg. Era el padre de los «funcionalistas», esos historiadores que piensan que el exterminio de los judíos no fue realmente premeditado, sino más bien dictado por las circunstancias, por el contrario de los «intencionalistas», para quienes el proyecto estaba claro desde el principio, es decir, grosso modo, desde la redacción de Mein Kampf en 1924.

Con ocasión de su muerte, Le Monde publica unos extractos de una entrevista que había concedido en 1994, en los que vuelve a incidir en las grandes líneas de su teoría:

«Estimo que los alemanes ignoraban, al empezar, qué es lo que acabarían haciendo. Es como si condujeran un tren cuya dirección, en general, iba en el sentido de una creciente violencia contra los judíos, pero cuyo destino exacto no estaba aún definido. No olvidemos que el nazismo, más que un partido era un movimiento que debía ir siempre adelante, sin detenerse jamás. Enfrentada a una tarea sin precedentes hasta entonces, la burocracia alemana no sabía qué hacer: es ahí donde hay que situar el papel de Hitler. Hacía falta que alguien, al llegar a la cumbre, diera luz verde a unos burócratas conservadores por naturaleza.»

Uno de los mayores argumentos de los intencionalistas es esta frase de Hitler, pronunciada en un discurso público en enero de 1939: «Si la banca judía internacional en Europa y fuera de Europa consigue nuevamente sumir a los pueblos en una guerra mundial, el resultado no será la bolchevización de la tierra y la victoria del judaísmo, sino por supuesto el exterminio de la raza judía en Europa.» Por el contrario, el indicio más revelador que vendría a darles la razón a los funcionalistas es que durante mucho tiempo los nazis buscaron concienzudamente territorios donde deportar a los judíos: Madagascar, el océano Ártico, Siberia, Palestina —Eichmann mismo mantuvo encuentros en varias ocasiones con militantes sionistas. Pero fueron los avatares de la guerra los que les habrían hecho abandonar todos esos proyectos. El transporte de los judíos a Madagascar, en concreto, no podía afrontarse mientras no se asegurase el control de los mares, es decir, mientras continuase prolongándose la guerra con Gran Bretaña. Fue el giro que adoptó la guerra en el Este el que habría precipitado la búsqueda de soluciones radicales. Aunque no lo confesaran, los nazis sabían que sus conquistas en el Este eran precarias, y la formidable resistencia soviética podía llevar a temer, no lo peor, pues nadie en 1942 se imaginaba al Ejército Rojo penetrando en Alemania para llegar hasta Berlín, pero sí al menos la pérdida de los territorios ocupados. Había, por tanto, que actuar con rapidez. Y fue así como, de una cosa a otra, la cuestión judía pasó a cobrar una dimensión industrial.

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Un tren de mercancías se para con un rechinamiento interminable. En el andén hay una larga rampa. Por el cielo se oye el graznido de los cuervos. En un extremo de la rampa hay una gran reja con una inscripción en alemán en su frontispicio. Detrás de ella, un edificio de piedra parda. La reja se abre. Es la entrada de Auschwitz.

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Esta mañana, Heydrich recibe una carta de Himmler indignado a propósito de la detención de unos quinientos jóvenes alemanes por la policía de Hamburgo, al parecer porque estaban entregados al swing, ese baile extranjero degenerado que se practica escuchando música de negros:

«Me sublevo contra todas esas medias tintas a este respecto. Hay que expedir a todos los menores a un campo de concentración. Para empezar, esta juventud recibirá allí una buena paliza. La estancia en el campo será bastante prolongada, dos o tres años. Hay que dejar claro que allí no tendrán derecho a estudiar nada. Sólo con una acción brutal podremos evitar una peligrosa propagación de esas tendencias anglófilas.»

Heydrich mandará deportar a unos cincuenta. El hecho de que el Führer le haya confiado la tarea histórica de hacer desaparecer hasta el último judío de Europa no es justificación para que descuide los expedientes menores.

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Diario de Goebbels, 21 de enero de 1942:

«Finalmente Heydrich ha nombrado el nuevo gobierno del Protectorado. Hácha ha remitido la declaración de solidaridad con el Reich que Heydrich le pedía. La política que Heydrich ha llevado a cabo en el Protectorado puede ser considerada verdaderamente como todo un modelo. No le ha costado mucho aplacar la crisis que se había producido y, en consecuencia, el Protectorado se encuentra ahora en un estado muy superior, todo lo contrario que en otros territorios ocupados o satélites.»

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Como todos los días, Hitler se entrega a interminables soliloquios y fulmina a un auditorio servil y silencioso con sus análisis políticos. En un momento dado de su logorrea, aborda la situación del Protectorado:

«¡Neurath se hizo embaucar completamente por los checos! ¡Seis meses en esa situación y la producción había caído un 25 %! De todos los eslavos, el checo es el más peligroso, porque es un obrero. Tiene sentido de la disciplina, es metódico, sabe cómo disimular sus intenciones. Ahora van a trabajar porque saben que somos violentos y sin compasión.»

Es su manera de decirle a Heydrich que está muy satisfecho de su trabajo.

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Poco tiempo después, Hitler recibe a Heydrich en Berlín. Heydrich se halla en presencia de Hitler, o más bien es al revés. Hitler perora: «Arreglaremos el estropicio checo si seguimos una política coherente con ellos. Una gran parte de los checos es de origen germánico y no es imposible germanizarlos otra vez.» Este discurso es otro modo de respaldar el trabajo del colaborador que más respeto le inspira, junto con Speer, sin duda, pero en géneros muy diferentes.

Con Speer puede hablar de otra cosa que no sea la política, la guerra o los judíos. Puede discutir de música, de pintura, de literatura, y además dar cuerpo a Germania, el futuro Berlín cuyos planos han diseñado juntos y que ha encargado erigir a su genial arquitecto. Para Hitler, Speer es una bocanada de aire fresco. Es su divertimento, su ventana a un mundo exterior al laberinto nacionalsocialista que él ha creado y en el que vive encerrado. Por otra parte, Speer está integrado y es completamente fiel a la causa. Desde que ha sido nombrado, además de arquitecto oficial, ministro de Armamento, pone toda su inteligencia y todo su talento en reorganizar la producción. Su lealtad y su eficacia están por encima de toda sospecha. Pero no es por eso por lo que goza de la preferencia de Hitler. En cuestión de lealtad, Himmler, su fiel Heinrich, como él lo llama, parece imbatible. Y en cuestión de eficacia también, qué duda cabe… Pero Speer tiene más clase, mejor apariencia con sus trajes tan bien cortados, más soltura en cualquier situación. Sin embargo, es el típico intelectual que Hitler, el artista fracasado, el antiguo vagabundo de Múnich, debía de aborrecer. Aunque Speer, expresamente, le da lo que nadie le ha dado: la amistad y la admiración de un hombre brillante cuya posición social le sirve para ser reconocido como tal en todos los medios.

Evidentemente, las razones por las que a Hitler le gusta Heydrich son muy distintas, si no opuestas. Mientras que Speer encarna la élite del mundo «normal» al que Hitler jamás ha podido pertenecer, Heydrich es el prototipo de nazi perfecto: alto, rubio, cruel, totalmente obediente y de una eficiencia letal. La ironía del destino quiere que tenga sangre judía, según Himmler. Pero la inequívoca violencia con la que combate y triunfa sobre esta parte corrompida de sí mismo demuestra, a los ojos de Hitler, la superioridad de la esencia aria sobre la judía. Y si Hitler cree que es verdad lo de su origen judío, no hay nada más sabroso para él que convertirlo en el ángel exterminador del pueblo de Israel confiándole la responsabilidad de la Solución Final.

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Conozco muy bien estas imágenes: Himmler y Heydrich, vestidos de civiles, charlando con el Führer sobre la terraza de su nido de águila, el Berghof, gigantesco búnker de lujo ubicado en la cumbre de los Alpes bávaros. Pero ignoraba que habían sido filmadas por la amante de Hitler en persona. Lo he sabido durante una velada monográfica «Eva Braun» organizada por una cadena de televisión por cable. Para mí ha sido toda una fiesta. Me gusta penetrar cuanto me sea posible en la intimidad de mis personajes. Veo otra vez con satisfacción esas imágenes de Heydrich recibido por Hitler, el alto rubio de nariz aguileña, que les saca una cabeza a todos sus interlocutores, sonriente y distendido, con su traje beis de mangas demasiado cortas. Pero no hay de su talla y eso, evidentemente, es muy frustrante. Los realizadores del documental sobre Eva Braun han hecho las cosas muy bien, al pedir a unos especialistas que les lean los labios. He aquí lo que Himmler le confía a Heydrich delante del pretil de piedra que domina el valle soleado: «Nada debe desviarnos de nuestra misión.» De acuerdo. Veo que eran pertinaces en las ideas. Sin embargo, estoy un tanto decepcionado, aunque contento a la vez. Es mejor que nada, sin duda. Y además, ¿qué me esperaba yo? No iba a decirle: «De veras, Heydrich, creo que ese pequeño Lee Harvey Oswald será un buen recluta.»

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A pesar del volumen creciente de su enorme responsabilidad en la organización de la Solución Final, Heydrich no descuida los asuntos internos del Protectorado. Este mes de enero de 1942 encuentra tiempo para hacer una remodelación ministerial en el gobierno checo, suspendido de hecho desde su estruendosa llegada a Praga en septiembre. La misma víspera de la conferencia de Wannsee, o sea el 19, nombra a un nuevo Primer Ministro, pero esto carece de toda significación ya que ese puesto no conserva ninguna realidad funcional. Los dos puestos claves de ese gobierno fantoche son el ministerio de Economía, confiado a un alemán cuyo nombre en esta historia es totalmente irrelevante, y el ministerio de Educación, atribuido a Emanuel Moravec. Al nombrar a un alemán como ministro de Economía, Heydrich impone el alemán como lengua de trabajo en el equipo de gobierno. Al nombrar a Moravec a la cabeza de Educación, se asegura los servicios de un hombre en el que ha sabido apreciar una extraordinaria predisposición a colaborar. Ambos ministerios están unidos por un mismo objetivo: mantener y desarrollar una producción industrial que responda a las necesidades del Reich. Para conseguirlo, el papel del ministro de Economía consiste en someter todas las empresas checas al esfuerzo de guerra alemán. El papel de Moravec consiste, por su parte, en desarrollar un sistema educativo cuya única vocación sea la formación de obreros. En consecuencia, los niños checos no recibirán más enseñanza que aquella estrictamente necesaria para su futura profesión, es decir, un saber básicamente manual, completado por un mínimo de conocimientos técnicos.

El 4 de febrero de 1942, Heydrich da un discurso que me interesa porque concierne a la honorable corporación a la que yo pertenezco:

«Es esencial ajustar cuentas con los profesores checos, porque el cuerpo docente es un vivero para la oposición. Hay que destruirlo y cerrar los institutos checos. Naturalmente, habrá que hacerse cargo de la juventud checa en algún lugar donde se la pueda educar fuera de la escuela y arrancarla de esa atmósfera subversiva. No veo mejor lugar para ello que un campo de deporte. Con la educación física y el deporte, nos aseguraremos a la vez un desarrollo, una reeducación y una formación.»

Todo un programa: esta vez hay que reconocerlo.

Es obvio que no se contempla la posibilidad de volver a abrir las universidades checas, sacudidas por una prohibición de tres años desde noviembre de 1939 por culpa de la agitación política. Moravec tendrá que encontrar un motivo para prorrogar el cierre una vez que hayan transcurrido esos tres años.

Ese discurso me inspira tres observaciones:

1. En Chequia, como en otras partes, el honor de la educación nacional nunca ha sido tan mal defendido como por su ministro. Antinazi virulento al principio, Emanuel Moravec se convirtió después de lo de Múnich en el colaboracionista más activo del gobierno checo nombrado por Heydrich, y el interlocutor privilegiado de los alemanes, muy por encima de Emil Hácha, el viejo y chocho presidente. Los libros de historia local tienen por costumbre designarlo como el «Quisling checo», nombre del famoso colaboracionista noruego, Vidkun Quisling, cuyo patronímico es desde entonces, en la mayoría de lenguas europeas, sinónimo de «colaboracionista» por antonomasia.

2. El honor de la Educación nacional está magníficamente defendido por los profes que, al margen de lo que se pueda pensar sobre ellos, tienen vocación de ser elementos subversivos, y merecen que se les rinda homenaje por eso mismo.

3. El deporte es, pese a todo, una hermosa mamarrachada fascista.

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