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Primera parte » 221

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Una vez más estamos tocando servidumbres del género. Ninguna novela normal se enredaría con tres personajes que se llamen de la misma manera, salvo que aspirase a un efecto muy especial. Pues bien, yo tengo que vérmelas con el coronel Moravec, valiente jefe de los servicios secretos checos en Londres; la familia Moravec, de heroico comportamiento en la Resistencia interior; y Emanuel Moravec, el infame ministro colaboracionista. Eso sin contar con el capitán Václav Morávek, jefe de la red de resistencia «Tri králové». Seguro que esta lamentable homonimia es una incómoda fuente de confusión para el lector. Una ficción enseguida habría puesto orden en todo esto, transformando al coronel Moravec en coronel Novak, por ejemplo; a la familia Moravec pasaría a ser la familia Švigar, por qué no; o el traidor sería rebautizado con un nombre fantasioso, Nutella, Kodak, Prada, qué sé yo. Naturalmente, no quiero jugar a eso. Mi única concesión a la comodidad del lector consistirá en no declinar los nombres propios: si la forma femenina de Moravec debería ser, en buena lógica, Moravcová, mantendré sin embargo la forma básica para designar a la tía Moravec, para no redoblar una complicación (las homonimias de personajes reales) con otra (la declinación en femenino o en plural de los nombres propios en lengua eslava). No estoy escribiendo una novela rusa. Y además, como se puede comprobar, en las traducciones francesas de Guerra y Paz, Natacha Rostova pasa a ser directamente Natacha Rostov.

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Diario de Goebbels, 6 de febrero de 1942:

«Gregory me ha dado un informe sobre el Protectorado. El ambiente es muy bueno. Heydrich ha trabajado brillantemente. Ha demostrado inteligencia política y circunspección, así que ya no se puede hablar más de crisis. Por otra parte, Heydrich querría sustituir a Gregory por un SS-Führer. No estoy de acuerdo. Gregory posee un excelente conocimiento del Protectorado y de la población checa, y la política de personal que lleva Heydrich no es siempre la más inteligente ni de una clara directriz. Ésa es la razón por la que mantengo a Gregory.»

¿Quién es este Gregory? ¡A fe mía que no tengo ni la menor idea! Y que no se engañe nadie por mi tono falsamente desenvuelto: ¡lo he buscado!

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Diario de Goebbels, 15 de febrero de 1942:

«He tenido una larga conversación con Heydrich sobre la situación en el Protectorado. La atmósfera allí ha mejorado muchísimo. Las medidas tomadas por Heydrich producen buenos resultados. Sin embargo, la inteligentsia todavía nos es hostil. En todos los casos, el peligro que representan los elementos checos para la seguridad de Alemania ha sido completamente neutralizado. Heydrich maniobra con éxito. Juega al gato y al ratón con los checos y ellos se tragan todo lo que dice. Ha lanzado una serie de medidas particularmente populares, al frente de las cuales está una activa represión del mercado negro. Dicho sea de paso, se ha quedado estupefacto al ver la cantidad de reservas alimentarias almacenadas por la población que su lucha contra el mercado negro ha sacado a la luz. Está consiguiendo una política de germanización forzosa de una gran parte de los checos. Avanza en esta materia con una extrema prudencia, pero sin ninguna duda va a obtener con el tiempo unos resultados admirables. Los eslavos, subraya, no pueden ser educados como se educa a los alemanes. Hay que zurrarlos o doblegarlos sin interrupción. Ha logrado lo segundo en un abrir y cerrar de ojos, y encima con éxito (sic). Nuestra tarea en el Protectorado está perfectamente clara. Neurath se había descarriado del todo, lo que explica por qué surgió la crisis en Praga.

Por otra parte, Heydrich está montando un Servicio de Seguridad para todos los sectores ocupados. La Wehrmacht le ha puesto un montón de problemas al respecto, pero esas dificultades tienen tendencia a allanarse. Cuanto más evoluciona la situación, más incapaz se muestra la Wehrmacht de poner orden en esas cuestiones.

Además, Heydrich posee la experiencia de determinados cuerpos de la Wehrmacht: no están preparados para una política ni una guerra nacionalsocialistas, y en cuanto a lo que es dirigir al pueblo, no comprenden absolutamente nada.»

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El 16 de febrero, el teniente Bartoš, jefe de la operación «Silver A», transmite, por medio de la radioemisora «Libuše» con la que su grupo ha sido lanzado en paracaídas la misma noche que Gabčík y Kubiš, las siguientes recomendaciones a Londres, permitiéndonos de este modo hacernos una idea bastante precisa de las dificultades por las que pasaron los paracaidistas en su vida clandestina:

«Provean ampliamente de dinero y vistan convenientemente a los grupos que vayan a enviar. Una pistola de pequeño calibre en el bolsillo y una cartera, difícil de encontrar por aquí, son muy convenientes. El veneno debe ser llevado en un tubo apropiado, más pequeño. Según las posibilidades, lancen en paracaídas a los grupos en regiones diferentes de aquellas en las que tienen que operar. Esto hace más trabajosas las investigaciones de los organismos de la seguridad alemana. La mayor dificultad aquí es encontrar trabajo. Nadie acepta contratar a quien no posea una cartilla de trabajo. El titular es colocado por la Oficina de Empleo. El peligro del trabajo obligatorio aumenta mucho en la primavera, y no se puede reclutar a un mayor número de clandestinos sin aumentar los riesgos de que se descubra todo el sistema. Por eso creo más ventajoso utilizar al máximo a los que están aquí y limitar al mínimo indispensable la llegada de nuevos hombres. Firmado Ice.»

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Diario de Goebbels, 26 de febrero de 1942:

«Heydrich me remite un informe muy detallado sobre la situación en el Protectorado. No ha cambiado gran cosa. Pero lo que destaca muy claramente es que la táctica de Heydrich es la buena. Se comporta con los ministros checos como si fueran sus súbditos. Hácha se pone completamente al servicio de la nueva política de Heydrich. Por lo que se refiere al Protectorado, en estos momentos no hay de qué preocuparse.»

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Heydrich no olvida la cultura. En marzo, organiza el mayor acontecimiento cultural de su reinado: una exposición, titulada Das Sowjet Paradies, que manda inaugurar con gran boato al inmundo Frank en presencia del anciano presidente Hácha y de su infame ministro colaboracionista, Emanuel Moravec.

No sé exactamente en qué consiste la exposición, pero la idea es demostrar que la URSS es un país bárbaro y subdesarrollado, en condiciones de vida absolutamente deplorables, subrayando, evidentemente, el intrínseco carácter perverso del bolchevismo. Supone también la ocasión de exaltar las victorias alemanas en el frente del Este, exhibiendo como trofeos tanques y material militar capturados a los rusos.

La exposición dura cuatro semanas y atrae a medio millón de visitantes, entre los que se encuentran Gabčík y Kubiš. Será sin duda la primera y única vez que los dos verán un carro de combate soviético.

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Al principio, ésta me había parecido una historia sencilla de contar. Dos hombres tienen que matar a un tercero.

Lo consiguen, o no, y ya está, o casi. Todos los demás, pensaba yo, eran fantasmas que iban a colarse igualmente en el tapiz de la Historia. Pero de los fantasmas también hay que ocuparse, y eso exige poner mucha atención, ya lo creo. Yo ignoraba, y sin embargo debería haberlo sospechado, que un fantasma no aspira más que a una sola cosa: a revivir. Pero no dejo de repetirme, aunque esté obligado por los imperativos de mi historia, que no puedo ceder todo el espacio que querría a ese ejército de sombras que crece sin cesar y que, quizá para vengarse de la poca atención que le presto, me atormenta.

Pero esto no es todo.

Pardubice es una ciudad situada en Bohemia del Este, cruzada por el Elba. Con una población de alrededor de 90.000 habitantes, presenta una bonita plaza central y unos preciosos edificios estilo Renacimiento. De aquí es natural Dominik Hašek, el mítico guardameta, uno de los más grandes jugadores de hockey sobre hielo de todos los tiempos.

Hay un hotel-restaurante, bastante distinguido, que se llama Veselka. Como todas las noches, está lleno de alemanes. Unos hombres de la Gestapo están sentados a la mesa ruidosamente. Han comido y bebido bien. Llaman al camarero. Éste se acerca, impecable y obsequioso. Veo que quieren brandy. El camarero toma nota. Uno de los alemanes se lleva un cigarrillo a los labios. El camarero saca entonces un encendedor de su bolsillo, lo prende y, haciendo una ligera inclinación, ofrece fuego al alemán.

Ese camarero es muy bueno. Ha sido contratado muy recientemente. Joven, sonriente, con ojos claros, mirada franca, con rasgos finos que dibujan un rostro robusto. Aquí, en Pardubice, responde por el nombre de Mirek Šolc. A priori, no hay nada que parezca justificar el menor interés por este camarero, salvo que la Gestapo se interese.

Una buena mañana, en efecto, convocan al director del hotel. Quieren que les dé algunas informaciones sobre Mirek Šolc: de dónde viene, a quién frecuenta, si se ausenta y dónde va cuando lo hace. El director responde que Šolc viene de Ostrava, donde su padre tiene un hotel. Los policías descuelgan su teléfono y llaman a Ostrava. Allí nadie ha oído hablar de un hotelero de nombre Šolc. Entonces la Gestapo de Pardubice vuelve a convocar al director del Veselka, y a Šolc con él. El director acude solo. Explica que ha despedido a su camarero porque ha roto media vajilla. La Gestapo lo suelta y lo manda seguir. Pero Mirek Šolc ha desaparecido para siempre.

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Todos los paracaidistas con misiones en el Protectorado utilizaron un número incalculable de identidades falsas. Miroslav Šolc era una de ellas. Hay que poner ahora toda la atención que requiere el papel que en adelante tendrá en la historia la persona que usa esa identidad. Su verdadero nombre es Josef Valčík, y al contrario que el de Mirek Šolc, éste es un nombre que es preciso retener. Valčík es ese apuesto joven de veintisiete años que trabajaba de camarero en Pardubice. Ahora está fugado y trata de llegar hasta Moravia para ocultarse en casa de sus padres, ya que Valčík es moravo, como Kubiš, aunque a decir verdad no es éste su punto en común más significativo. El sargento Valčík, efectivamente, estaba en el Halifax que lanzó en paracaídas a Gabčík y Kubiš la noche del 28 de diciembre, pero pertenecía a otro grupo, de nombre en clave «Silver A», cuya misión consistía en ser lanzado con una radioemisora, de nombre en clave «Libuše», para reanudar el contacto entre Londres y A54, el super-espía alemán de informaciones inestimables, mediante la intermediación de Morávek (con una k), el último de los tres leones, el jefe de la red que tenía un dedo seccionado.

Evidentemente, las cosas no han marchado como se tenía previsto. Valčík, al caer, se vio separado de sus compañeros de equipo y pasó por las peores dificultades para recuperar la emisora: después de haber intentado transportarla en un pequeño trineo, acabó por ir a Pardubice en taxi, donde los agentes locales le encontraron la excelente tapadera de ese empleo de camarero, y la frecuentación del lugar por los alemanes halagó su sentido de la ironía.

En estos momentos, su estupenda tapadera se ha echado a perder y es una pena. Pero en cierto modo, eso le obliga a ir a Praga, donde lo esperan otros paracaidistas y su propio destino.

Si mi historia fuera una novela, no tendría ninguna necesidad de este personaje. Por el contrario, me sería un estorbo, ya que redundaría en los dos héroes, al revelarse tan alegre, optimista, valiente y simpático como lo son Gabčík y Kubiš. Pero no soy yo quien decide lo que la operación «Antropoide» necesita o deja de necesitar. Y la operación «Antropoide» va a necesitar un vigía.

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Los dos hombres se conocen, son amigos desde Inglaterra, donde han compartido la misma preparación con las fuerzas especiales del SOE, y tal vez desde Francia, donde quizá se reencontraran en la Legión Extranjera o en una de las divisiones del ejército de liberación checoslovaco, combatiendo al lado de Francia. Los dos llevan el mismo nombre. Sin embargo, sólo en el momento en que se estrechan firmemente la mano con una nada disimulada alegría es cuando se presentan:

—Buenos días, me llamo Zdenek.

—Buenos días, ¡yo también me llamo Zdenek!

Sonríen por la coincidencia. Jozef Gabčík y Josef Valčík comprueban que Londres les ha adjudicado el mismo nombre falso a los dos. Si yo fuera paranoico y egocéntrico, creería que Londres lo hizo expresamente para añadir más confusión aún a mi relato. De todos modos, eso no tiene ninguna importancia, porque los dos utilizan casi un nombre diferente para cada interlocutor. Ya me he burlado antes de la ligereza con que Gabčík y Kubiš hablaban a veces abiertamente de su misión, pero sabían ser rigurosos cuando era preciso, y debían ser muy profesionales para no despistarse y acordarse de todas y cada una de las identidades que adoptaban según los interlocutores.

Entre paracaidistas, es diferente, por supuesto, y si Valčík y Gabčík se presentan como si se encontrasen por primera vez, es sólo para que cada uno sepa cómo se llama el otro, o más bien, ya que es variable, qué nombre aparece en el juego de documentación falsa que cada uno utiliza en ese momento.

—¿Te hospedas en casa de la tía?

—Sí, pero me largaré pronto. ¿Dónde puedo reunirme contigo?

—Deja un mensaje al portero, es de fiar. Pídele que te deje ver su colección de llaves, con eso se sentirá seguro. La contraseña es «Jan».

—Es lo que me ha dicho la tía, pero… ¿«Jan», como Jan?

—No, aquí él se llama Ota, es una casualidad.

—Ah, bueno, de acuerdo.

No veo muy útil esta escena, incluso prácticamente me la he inventado, no creo que vaya a conservarla.

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Con la llegada de Valčík a Praga, ya hay ahora una decena de paracaidistas que rondan por la ciudad. Cada uno, en teoría, prosigue con la misión para la que su grupo ha sido enviado. Con el fin de compartimentarlas, lo deseable es que esos grupos se comuniquen entre sí lo menos posible, de modo que si uno cae, no arrastre a los otros. Pero en la práctica es casi imposible. El número de direcciones donde los paracaidistas pueden encontrar asilo es limitado, y además la prudencia les impone cambiar de casa con mucha frecuencia. De hecho, cuando un grupo o un paracaidista deja una dirección, otro ocupa su lugar, y todos los miembros de todos los grupos se cruzan más o menos regularmente.

Por el piso de los Moravec es por donde desfila la mayoría de los paracaidistas que hay en Praga. El padre no hace preguntas; la madre, a quien llaman cariñosamente «la tía», les hace pasteles; el hijo, Ata, se pasma de admiración por esos misteriosos hombres que esconden una pistola en la manga.

Como resultado de ese ballet, Valčík, originariamente adscrito a «Silver A», se pasa rápidamente a «Antropoide». Enseguida presta ayuda a Gabčík y a Kubiš para efectuar sus localizaciones.

Otra de las consecuencias es que Karel Čurda, del grupo «Out Distance», se acaba encontrando con casi todo el mundo: con los paracaidistas y con quienes los albergan (demasiados nombres y demasiadas direcciones).

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«Adoro a Kundera, lo que no impide que me guste menos la única novela suya que transcurre en París. Porque no está en su auténtico elemento. Es como si se pusiera una magnífica americana, pero de un corte demasiado ancho o demasiado estrecho para él (risas). Yo me lo creo más cuando Milos o Pavel caminan por Praga.»

Esto es lo que dice Marjane Satrapi en una entrevista concedida a Les Inrocks con motivo del lanzamiento de su bellísima película Persépolis. Al leerlo, me siento ligeramente inquieto. La joven en cuya casa hojeo la revista y a quien he hecho partícipe de esa inquietud me tranquiliza: «Sí, pero, en tu caso, tú has ido a Praga, tú has vivido allí, tú amas esa ciudad.» Ya, pero Kundera y París son también una misma cosa. Luego Marjane Satrapi añade: «Aunque yo viviera veinte años más en Francia, no he crecido aquí. Siempre habrá un poso de Irán en mi obra. Evidentemente me gusta Rimbaud, pero Omar Jayyan (sabio y poeta persa del siglo XII, ndlr)[3] me dirá siempre más cosas.» Es curioso, nunca me había planteado la cuestión en esos términos. ¿Acaso Desnos me dice más que Nezval? No lo sé. No creo que Flaubert, Camus o Aragon me hablen más que Kafka, Hašek u Holan. Ni que García Márquez o Hemingway o Anatoli Ribakov. ¿Notará Marjane Satrapi que yo no he crecido en Praga? Cuando el Mercedes aparezca por la curva, ¿ella no se lo creerá? Luego sigue diciendo: «Por mucho que Lubitsch acabara siendo un cineasta hollywoodiense, nunca dejó de reinventar, de reimaginar Europa, una Europa de judío europeo del Este. Aunque sus películas se desarrollen en los Estados Unidos, para mí pasan en Viena o en Budapest. Y eso es mucho mejor.» Entonces, ¿ella tendría la impresión de que mi relato transcurre en París, donde he nacido, y no en Praga, hacia donde todo mi ser, sin embargo, propende? ¿Le vendrán imágenes del extrarradio parisino cuando yo sitúe el Mercedes en esa precisa curva de Holešovice, al lado del puente de Troya, en los suburbios de Praga?

No, mi historia empieza en una ciudad del norte de Alemania, prosigue en Kiel, Múnich, Berlín, luego se desplaza por la Eslovaquia oriental, pasa muy brevemente por Francia, continúa en Londres, en Kiev, vuelve a Berlín, y va a terminar en ¡Praga, Praga, Praga! Praga, la ciudad de las cien torres, ese corazón del mundo, el ojo del huracán de mi imaginario, la Praga de dedos de lluvia, sueño barroco del emperador, hogar pétreo de la Edad Media, música del alma fluyendo bajo los puentes, el emperador Carlos IV, Jan Neruda, Mozart y Wenceslao, Jan Hus, Jan Žižka, Joseph K., Praha s prsty deti, el shem incrustado en la frente del Golem, el caballero sin cabeza de la calle Liliova, el hombre de hierro que una vez cada cien años aguarda que una muchacha lo libere, la espada oculta en un pilar del puente, y, hoy esos ruidos de botas que resuenan quién sabe por cuánto tiempo aún. Un año. Quizá dos. En realidad, tres. Yo estoy en Praga, no en París, en Praga. Estamos en 1942. Es el principio de la primavera y no dispongo de una americana. «El exotismo es algo que detesto», afirma una vez más Marjane. Praga no tiene nada de exótico porque es el corazón del mundo, el hipercentro de Europa, porque ahí es donde, en esta primavera de 1942, va a representarse una de las mayores escenas de la gran tragedia universal.

Claro que, al contrario de Marjane Satrapi, Milan Kundera, Jan Kubiš y Jozef Gabčík, yo no soy un exiliado político. Pero precisamente por eso, tal vez, puedo hablar de donde quiera sin tener que remitirme siempre a mi punto de partida, porque no tengo cuentas que rendir ni que ajustar con mi país natal. No poseo por París una nostalgia desgarradora o aquella melancolía desencantada de los grandes exiliados. Ésta es la razón por la que puedo soñar libremente con Praga.

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Valčík ayuda a sus dos camaradas en la búsqueda del lugar ideal. Un día que deambula por la ciudad, atrae la atención de un perro vagabundo. ¿Qué familiaridad o qué añoranza despierta el animal en ese hombre? Le pisa los talones. Valčík no tarda en sentir una presencia en su espalda. Se da la vuelta. El perro se para. Anda de nuevo. El perro anda con él. Atraviesan juntos la ciudad. Cuando Valčík regresa a casa, el portero de los Moravec, donde está alojado, lo adopta y lo bautiza: en una segunda ocasión, el portero ya lo presenta como Mula. A partir de ese momento, harán juntos las localizaciones y cuando Valčík no puede llevarlo consigo, le suplica al valiente portero que le «cuide a su dragón» (debía de ser un perro grande, o quizá muy pequeño, si Valčík hacía una antífrasis). Cuando su amo se ausenta, Mula lo espera prudentemente echado debajo de la mesa del salón, sin moverse durante horas. La verdad es que el animal no tendrá ningún papel decisivo en la operación «Antropoide», pero prefiero contar un detalle inútil antes que correr el riesgo de que se me pase un detalle esencial.

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Speer vuelve a Praga, pero esta vez con menos pompa que en su anterior visita. Supongo que en ambos casos de lo que se trata es de discutir cuestiones de mano de obra entre el ministro de Armamento y el protector de uno de los mayores polos industriales del Reich. En la primavera de 1942, más aún que en diciembre de 1941, ahora que millones de hombres luchan en el frente del Este, ahora que los carros de combate soviéticos continúan superando los de los alemanes, ahora que la aviación soviética levanta la cabeza y los bombarderos ingleses sobrevuelan y golpean con cada vez más frecuencia las ciudades alemanas, el asunto es vital. Es incesante la necesidad de obreros para producir más tanques, más aviones, más cañones, más fusiles, más granadas, más submarinos, y esas armas nuevas que deben permitir al Reich alcanzar la victoria.

En esta ocasión, a Speer se le ha eximido de la visita por la ciudad y del cortejo oficial. Ha venido solo, sin su mujer, para una reunión de trabajo con Heydrich. Ni uno ni otro tienen tiempo para convencionalismos. Seguramente que Speer, cuya eficacia en su campo es equiparable a la de Heydrich en el suyo, se alegra por ello. Sin embargo, no puede dejar de observar que ahora Heydrich no sólo se desplaza sin escolta, sino que circula tranquilamente por las calles de Praga en un coche descubierto, sin blindar y sin más guardia de corps que su chófer. Le manifiesta su inquietud al propio Heydrich, quien le responde: «¿Por qué quiere usted que mis checos me peguen un tiro?» Es evidente que Heydrich no ha leído lo que escribía el judío Joseph Roth, escritor vienés refugiado en París, en sus artículos de periódico en los que se burlaba, desde 1937, del derroche de medios y de hombres movilizados para garantizar la seguridad de los dignatarios nazis. En uno de ellos, les hacía decir: «Sí, ya ve usted, me he convertido en alguien tan importante que yo mismo me veo obligado a tener miedo; soy tan valioso que no tengo derecho a morir; creo tanto en mi buena estrella que me río del azar fatal de las estrellas de los demás. ¡Quien osa, gana! ¡Quien ha ganado tres veces ya no necesita osar!» Después, Joseph Roth dejó de burlarse de nadie porque murió en 1939, pero es posible que tal vez, al fin y al cabo, Heydrich sí hubiera leído ese artículo, aparecido en un periódico de refugiados disidentes, y elementos subversivos por tanto, cuya vigilancia debería ser competencia del SD. Lo digo porque él, el hombre de acción, el atleta, el piloto, el combatiente, tiene que explicarle una parte de su Weltanschauung a ese civil de manicura que es Speer: rodearse de guardias de corps es un comportamiento pequeñoburgués demasiado inelegante. Deja esa actitud para Bormann y los demás jerarcas del partido. De hecho, desmiente a Joseph Roth: antes morir que dejar creer que se tiene miedo.

Esto no impide que la primera reacción de Heydrich haya turbado a Speer: ¿por qué atentar contra la vida de Heydrich? ¡Como si no hubiera suficientes razones para matar a los jefes nazis en general y a Heydrich en particular! Speer no se deja engañar por la popularidad de los alemanes en los territorios ocupados, y piensa que Heydrich tampoco. Pero éste parece tan seguro de sí mismo, que Speer no sabe si el tono paternalista de Heydrich al hablar de «sus» checos es una fanfarronada, o si Heydrich está totalmente convencido de lo que dice. Él mismo tiene a veces reflejos pequeñoburgueses, pero en el Mercedes descapotable que se desliza por las calles de Praga, no se siente del todo a salvo.

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El capitán Morávek, último de los tres reyes todavía vivo y último jefe de la organización tricéfala de la Resistencia checa, sabe que no debería acudir a la cita que le ha fijado su viejo amigo René, alias del coronel Paul Tümmel, oficial del Abwehr, alias A54, el mayor espía que ha trabajado jamás para Checoslovaquia. A54 ya se lo ha advertido: él está quemado y esa cita es una trampa. Pero Morávek piensa sin duda que su propia audacia lo protege. ¿No ha salvado la vida tantas veces gracias a ella? Alguien como él, que tiene la costumbre de mandarle una postal al jefe de la Gestapo de Praga firmando cada una de sus hazañas, no se deja amedrentar por tan poco. Por la razón que sea, quiere saber a qué atenerse. Una vez que llega al parque de Praga donde han concertado la cita, identifica a su contacto, pero también a los hombres encargados de vigilarlo. Se dispone a salir pitando, cuando lo interpelan dos individuos con gabardina que surgen a su espalda. Yo personalmente jamás he asistido a un tiroteo, y me cuesta imaginar a qué puede parecerse uno en una ciudad tan apacible como lo es Praga hoy en día. Más de cincuenta disparos, no obstante, se intercambian en la persecución que se entabla. Morávek atraviesa a la carrera uno de los puentes que cruzan el Vltava (desafortunadamente ignoro por cuál) y salta a un tranvía en marcha. Pero los hombres de la Gestapo se han multiplicado, llegan por doquier como si se teletransportaran, están incluso en el vagón. Morávek salta otra vez del tranvía. Pero es alcanzado en las piernas. Cae sobre los raíles y, rodeado por todas partes, dirige su arma contra sí mismo. Es el medio más seguro de no llegar a decir nada al enemigo. Pero serán sus bolsillos quienes hablen: en su cadáver, los alemanes hallan la foto de un hombre que aún no saben que se trata de Josef Valčík.

Esta historia supone el final del último jefe de los «tres reyes», la legendaria red checa. Será igualmente una espina clavada en el pie de «Antropoide», ya que esa fecha, el 20 de marzo de 1942, Valčík está estrechamente vinculado a su suerte. Esto, asimismo, permite a Heydrich lograr un éxito añadido, en tanto protector de Bohemia-Moravia que acaba de decapitar a una de las más peligrosas organizaciones de la Resistencia aún activa, cumpliendo así con la misión para la que fue enviado, pero también en tanto jefe del SD, al desenmascarar a un superespía que además es un oficial del Abwehr, el servicio competidor de su rival y antiguo mentor Canaris. No es el primero ni será el último mal día por el que la Historia atravesará, pero este 20 de marzo de 1942 no podrá señalarse con una piedra blanca en la guerra secreta que los Aliados libran contra los alemanes.

183

En Londres se impacientan. Hace ya cinco meses que «Antropoide» ha sido lanzado en paracaídas y desde entonces no hay prácticamente noticias. Londres sabe, no obstante, que Gabčík y Kubiš siguen con vida, y operativos. «Libuše», nombre en clave de la única radioemisora clandestina en funcionamiento, transmite este tipo de informaciones, cuando las tiene. A través de ella, Londres decide reasignar una nueva misión a los dos agentes. De toda la vida, los patronos han estado obsesionados con el rendimiento de sus empleados. Esta misión no anula la anterior, sino que se añade a ella. Aunque de facto la suspende. Gabčík y Kubiš están furiosos. Deben ir a Pilsen y participar en una operación de sabotaje.

Pilsen es una gran ciudad industrial situada al oeste del país, bastante próxima a la frontera alemana, renombrada por su cerveza, la famosa Pilsner Urquell. Pero no es su cerveza, sin embargo, lo que le interesa a Londres sino sus fábricas Škoda. En 1942 Škoda no produce coches, sino cañones. Se ha programado una incursión aérea para la noche del 25 al 26 de abril. Lo que han de hacer los paracaidistas es encender unas hogueras de señalización en las cuatro esquinas del complejo industrial con el fin de permitir a los bombarderos ingleses identificar su objetivo.

Varios paracaidistas, por lo menos cuatro, se dirigen a Pilsen por separado, de cara a esa operación. Se reúnen en la ciudad, en un punto convenido de antemano para la cita (el restaurante Tivoli, del que me pregunto si existirá todavía) y, al caer la noche, pegan fuego a un establo y a unos fardos de paja cercanos a la fábrica.

Cuando los bombarderos llegan, sólo tienen que arrojar sus bombas entre los dos puntos luminosos. Pero finalmente se equivocan y caen a un lado. La misión es un fracaso absoluto, aunque los paracaidistas han cumplido perfectamente con la tarea encomendada.

Sin embargo, Kubiš, durante su breve estancia en Pilsen, traba conocimiento con una joven vendedora, miembro de la Resistencia, que ayuda al grupo a realizar su misión. Por donde quiera que pase, debido a su bello rostro de actor americano, algo así como el hijo de Cary Grant y Tony Curtis si hubieran tenido un niño juntos, Kubiš siempre tiene mucho éxito. Por lo menos, aunque la operación resulte un fracaso notable, él no habrá perdido el tiempo. Dos semanas más tarde, es decir, dos semanas antes del atentado, le escribirá una carta a esa joven, Marie Žilanová. De nuevo otra imprudencia, aunque ésta no vaya a más. Me habría encantado conocer el contenido de esa carta, tendría que haberla copiado en checo cuando la tuve ante mis ojos.

A su regreso en Praga, los paracaidistas están muy nerviosos. Se les ha obligado a correr muchos peligros, con el riesgo de comprometer su misión principal, su misión histórica, y todo por unos cuantos cañones. Hacen llegar a Londres un agrio mensaje en el que piden que, la próxima vez, envíen pilotos que conozcan la región.

A decir verdad, en esa misión de paréntesis que fue la de Pilsen, no estoy muy seguro de que Gabčík estuviera presente. Lo único que sé a ciencia cierta es que fueron Kubiš, Valčík y Čurda.

Ahora que caigo, con excepción de una elíptica alusión en el capítulo 178, todavía no he hablado de Karel Čurda, cuyo papel aquí, sin embargo, es histórica y dramatúrgicamente esencial.

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En toda buena historia hace falta un traidor. Y en la mía, hay uno. Se llama Karel Čurda. Tiene treinta años y no sabría decir si, por las fotos de que dispongo, la traición se podía leer en su rostro. Es un paracaidista checo cuya trayectoria podría confundirse con la de Gabčík, Kubiš o Valčík. Alistado en el ejército, desmovilizado luego con la ocupación alemana, abandona el país vía Polonia y llega hasta Francia, donde se enrola en la Legión extranjera; más tarde se integra en el Ejército checoslovaco en el exilio y pasa a Inglaterra después de la caída de Francia. No obstante, a diferencia de Gabčík, Kubiš y Valčík, él no es enviado al frente durante la retirada francesa. Pero no será esto lo que le distinga fundamentalmente de los demás paracaidistas. En Inglaterra, se presenta voluntario para misiones especiales y sigue el mismo entrenamiento intensivo. Es lanzado sobre el Protectorado con otros dos compañeros de equipo la noche del 27 al 28 de marzo de 1942. Lo que pasa después, aún es demasiado pronto para contarlo.

Pero el drama comienza ya en Inglaterra, y es allí donde debería haber sido evitado: es allí donde progresivamente se revela el carácter ambiguo de Karel Čurda. Bebe mucho, lo que, naturalmente, no es ningún crimen. Pero cuando ha bebido demasiado, dice cosas que espantan a sus camaradas del regimiento. Dice que admira a Hitler. Dice que lamenta haber dejado el Protectorado, que ahora viviría allí mucho mejor si se hubiera quedado. Sus camaradas se fían tan poco de él, lo encuentran tan sospechoso, que llegan a escribir una carta para indicar su comportamiento y sus comentarios al general Ingr, ministro de Defensa del gobierno checo en el exilio. Añaden que también ha intentado timar con un falso matrimonio a dos familias inglesas. Heydrich, en su tiempo, fue expulsado del ejército por mucho menos. El ministro transmite esas informaciones al coronel Moravec, jefe de los servicios secretos y responsable de las operaciones especiales.

Es en ese momento cuando se sella la suerte de muchos hombres. ¿Qué hace Moravec? Nada. Se contenta con anotar en el dosier de Čurda que éste es un buen deportista con gran capacidad física. En todo caso, no lo aparta de la selección de paracaidistas para misiones especiales. Y así, en la noche del 27 al 28 de marzo de 1942, Čurda, con otros dos compañeros, es lanzado sobre Moravia. Ayudado por la Resistencia local, alcanza Praga.

Después de la guerra, alguien hará esta constatación: entre las varias decenas de paracaidistas seleccionados para ser enviados en alguna misión al Protectorado, la casi totalidad había declarado sentirse motivados por un sentimiento patriótico. Sólo dos, uno de ellos Čurda, declararían haberse presentado voluntarios por un afán de aventura, y los dos acabaron como traidores.

Pero el alcance de la traición del otro no es comparable en absoluto con la de Karel Čurda.

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La estación de Praga es un magnífico edificio de piedra negra, adornado con torres perfectamente inquietantes, que parece un decorado de Enki Bilal. Hoy, 20 de abril de 1942, cumpleaños del Führer, el presidente Hácha, en nombre del pueblo checo, envía un regalo a Hitler: le ofrece un tren médico. Forzosamente, la ceremonia oficial, cuyo plato fuerte es la visita del tren por Heydrich en persona, tiene lugar en la estación. Mientras Heydrich inspecciona el tren, una muchedumbre de curiosos se concentra en el exterior, en el mismo lugar en el que puede leerse en un letrero blanco clavado en el suelo: «Aquí se alzaba el memorial a Wilson, retirado por orden del Reichsprotektor, SS-Obergruppenführer Heydrich.» Me encantaría poder decir que entre la muchedumbre se encuentran Gabčík y Kubiš, pero lo desconozco, y hasta lo dudo. Ver a Heydrich en esas condiciones no tiene ningún interés práctico para ellos, ya que se trata de un acontecimiento puntual que no va a volver a producirse, y como el lugar, encima, está extremadamente protegido para la ocasión, su presencia allí los expondría a unos riesgos inútiles.

En cambio, estoy casi seguro de que el chiste que se ha extendido por toda la ciudad como un reguero de pólvora ha partido de aquí. Imagino que alguien, entre la multitud, sin duda un checo viejo de genuino espíritu checo, dijo en voz alta, para que lo oyera todo el mundo alrededor: «¡Pobre Hitler! Debe de estar muy enfermo, si necesita todo un tren para que lo atiendan…» Puro soldado Schwejk.

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Jozef Gabčík, echado sobre su estrecho jergón, escucha fuera el chirrido del tranvía que sube hasta Karlovo náměstí, la plaza Carlos. Muy cerca de aquí, la calle Resslova, que baja hacia el río, ignora todavía la tragedia de la que muy pronto será escenario. Algunos jirones de luz se abren paso a través de los postigos cerrados del piso que esos días acoge y oculta al paracaidista. De vez en cuando, se oye crujir el parqué en el pasillo, en el rellano o en casa de un vecino. Gabčík está al acecho, como siempre, pero tranquilo. Sus ojos fijos en el techo dibujan mentalmente mapas de Europa. En uno de ellos, Checoslovaquia ha encontrado de nuevo su sitio y sus fronteras. En otro, la peste parda ha cruzado la Mancha para agarrar a la Gran Bretaña con uno de los brazos de la cruz gamada. Gabčík, sin embargo, al igual que Kubiš, repite a quien quiera oírle que está convencido de que la guerra habrá acabado en menos de un año. Y no como los alemanes esperan, claro. Declarar la guerra a la URSS, error fatal del gran Reich. Declarar la guerra a los Estados Unidos para hacer honor a su alianza con el Japón, segundo error. Es bastante irónico que si Francia ha sido vencida en 1940 por no hacer honor a sus compromisos con Checoslovaquia en 1938, sea ahora Alemania quien vaya a perder la guerra por hacer honor a los suyos con Japón. ¡Pero un año! Visto retrospectivamente, demuestra un optimismo conmovedor.

Estoy seguro de que esas consideraciones geopolíticas ocupan el ánimo de Gabčík y de sus amigos, arrastrándolos a una discusión infinita por la noche, cuando no consiguen conciliar el sueño, cuando pueden por lo menos distenderse un poco charlando de esas cosas, y así olvidarse de la eventualidad de una visita nocturna de la Gestapo, de prestar atención al más pequeño ruido en la calle, en la escalera, en la casa, de oír en su cabeza sonidos imaginarios del timbre de la puerta sin dejar de escuchar el timbre verdadero.

Es una época distinta, en la que, a diario, la gente espera con más impaciencia las noticias del frente ruso que los resultados deportivos.

Sin embargo, el frente ruso no es la primera preocupación de Gabčík. Hoy, la cosa más importante de la guerra es su misión. ¿Cuántos lo van a creer así? Gabčík y Kubiš están convencidos. Valčík, el buen muchacho paracaidista que va a ayudarlos, también. El coronel Moravec, jefe de los servicios secretos checos en Londres, también. El presidente Beneš también, al menos por ahora. Y yo. No hay más, creo. De todos modos, el objetivo de «Antropoide» es conocido por un puñado de hombres. Pero incluso entre ellos, algunos lo desaprueban.

Es el caso de los oficiales paracaidistas que actúan en Praga, y también el de los jefes de la Resistencia interior (o del único que queda), porque temen las represalias en caso de éxito. Gabčík ha tenido hace poco una lamentable discusión con ellos. Querían persuadirlo de que renunciara a su misión, o por lo menos de que cambiara de objetivo y se orientase más bien hacia un checo colaboracionista, Emanuel Moravec, por ejemplo, en lugar de Heydrich. ¡Ese miedo al alemán! Es como un amo que pega a su perro: el perro puede negarse a obedecer a su amo algunas veces, pero nunca llegará a volverse contra él.

El teniente Bartoš, lanzado en paracaídas por Londres para cumplir otras misiones de resistencia, quiso dar la orden de anular la operación. Es el de mayor graduación de todos los paracaidistas que hay en Praga. Pero aquí los grados no significan nada. El equipo de «Antropoide», compuesto sólo por Gabčík y Kubiš, ha recibido sus instrucciones directamente de Londres, del presidente Beneš en persona. Nadie más puede darles otra orden. Tienen que llevar a cabo su misión y punto. Puede que Gabčík y Kubiš sean sólo hombres, y todos los que se codearon con ellos han hecho hincapié en sus cualidades humanas, su generosidad, su buen humor, su entrega. Pero «Antropoide» es una máquina.

Bartoš ha llegado a pedir a Londres que mande parar «Antropoide». Como única respuesta, ha recibido un mensaje en clave indescifrable, salvo por Gabčík y Kubiš. Gabčík, echado sobre su estrecho jergón, sostiene el texto en la mano. Nadie ha hallado jamás ese documento que ha escrito la Historia. Pero en unas pocas líneas crípticas el destino ha escogido su camino: el objetivo permanece inalterable. La misión de «Antropoide» vuelve a confirmarse. Heydrich va a morir. Fuera, un tranvía se aleja con un chirrido metálico.

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El Standartenführer SS Paul Blobel, a cargo del Sonderkommando 4a del Einsatzgruppe C, que con tanto celo llevó a cabo su tarea en Babi Yar, en Ucrania, está a punto de volverse loco. Cuando, en la noche de Kiev, pasa en coche por delante del lugar de sus crímenes y contempla a la luz de los faros el espectáculo alucinante que ofrece el barranco maldito, es como cuando Macbeth ve los fantasmas de sus víctimas. Hay que decir que los muertos de Babi Yar no se dejan olvidar fácilmente, porque la tierra que ha servido para sepultarlos está viva. Humea, saltan terrones como corchos de champán, mientras unas burbujas, producidas por el gas de los cuerpos en descomposición, salen del suelo. El olor es horrible. Blobel, agitado por una risa demente, explica a sus acompañantes: «¡Aquí es donde reposan mis treinta mil judíos!» Y hace un gesto amplio que abarca todo el barranco, ese inmenso vientre con borborigmos.

Si la cosa sigue así, los muertos de Babi Yar se cobrarán su pellejo. Estando ya en las últimas, hace un viaje a Berlín para pedirle a Heydrich en persona que lo traslade a otra parte. El jefe de la RSHA lo recibe como se merece: «Así que tiene dolores de barriga, ¿eh? Es usted un blando. ¡Se ha vuelto maricón o qué! No se le puede enviar más que a una tienda de porcelana. ¡Pero le voy a meter la nariz bien hasta el fondo…!». No sé si se trata de una expresión idiomática alemana. Sea como sea, Heydrich recupera enseguida la calma. El hombre que tiene enfrente es un pingajo empapado de sudor, se ha vuelto incapaz de garantizar por más tiempo la tarea que le ha sido confiada. Sería inútil y peligroso mantenerlo en sus funciones contra su voluntad. «Preséntese ante el Gruppenführer Müller, quien le dirá que, ya que ha pedido usted unas vacaciones, será apartado del mando de Kiev.»

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El barrio obrero de Žižkov, situado al este de Praga, pasa por poseer la mayor concentración de bares de toda la ciudad. Contiene también muchas iglesias, como debe ser en una capital que se autodenomina «la ciudad de los cien campanarios». En una de ellas, un sacerdote recuerda que una joven pareja, «cuando florecían los tulipanes», vino a su encuentro. El hombre era de baja estatura, tenía la mirada penetrante y los labios finos. La chica era encantadora, rezumaba alegría de vivir, lo sé. Parecían estar enamorados. Querían casarse, pero no inmediatamente. Deseaban reservar una fecha concreta, pero aleatoria: «Quince días después de la guerra.»

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Me pregunto cómo sabe Jonathan Littell que Blobel, el responsable alcohólico del Sonderkommando 4a del Einsatzgruppe C, en Ucrania, tenía un Opel. Si Blobel circulaba verdaderamente en un Opel, me inclino a sus pies. Confieso que su documentación es superior a la mía. Pero si es un bluf, eso debilita toda la obra. ¡Por completo! Es cierto que los nazis se proveían masivamente en la casa Opel, lo que hace totalmente verosímil que Blobel hubiera poseído, o dispuesto, de un vehículo de esa marca. Pero verosímil no es lo mismo que probado. Menuda tontería, ¿verdad? Las personas a quienes les cuento estas cosas me toman por un maniático. No ven cuál es el problema.

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Valčík y Ata, el hijo de los Moravec, acaban de escapar milagrosamente de un control policial que se ha saldado con la muerte de dos paracaidistas. Han encontrado refugio en la portería de la casa de los Moravec, y le han contado al portero su desventura. También yo podría contarla, pero ¿por qué hacer otra escena más de novela de espías? Las novelas modernas buscan la economía, es así y ya está, y a la mía le cuesta escapar continuamente de esa lógica mezquina. Me basta con que se sepa que no fueron arrestados, ni en consecuencia asesinados, gracias a la sangre fría de Valčík y a su perfecta valoración de la situación.

Valčík, aprovechando la gran impresión que esa aventura y él mismo le han causado al adolescente, le dice esto, para aleccionarlo:

—Ata, ¿ves esta caja de madera? Los boches podrían golpearla hasta hacerla hablar. Pero tú, en un caso parecido, no debes decir nada, nada, ¿comprendes?

Ésta, en cambio, no es una réplica gratuita en la economía narrativa de esta historia.

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Evidentemente, habrán sospechado que la aparición del libro de Jonathan Littell, y su éxito, me han perturbado un poco. Aunque siempre puedo tranquilizarme diciéndome que no tenemos el mismo proyecto, estoy obligado a reconocer que nuestros temas son bastante cercanos. Estoy leyéndolo, y en cada página me dan ganas de hacer comentarios. Tengo que reprimir esas ganas. Mencionaré tan sólo que hay un retrato de Heydrich al principio del libro. Sólo citaré una frase: «sus manos parecían demasiado largas, como algas nerviosas sujetas a sus brazos», ya que, no sé por qué razón, me gusta esa imagen.

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Yo digo que inventar un personaje para comprender unos hechos históricos es como falsificar las pruebas. O más bien, como dice mi hermanastro, con quien discuto de todo esto, culpar al escenario del crimen cuando en realidad las pruebas abundan por el suelo…

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En 1942 flota fatalmente sobre Praga una atmósfera de foto en blanco y negro. Los hombres por la calle llevan sombreros y trajes oscuros, mientras que las mujeres llevan esas faldas entalladas que les dan a todas un aire de secretarias. Lo veo, tengo las fotos delante de mí. Bueno, no tanto, he de confesar que exagero un poco y no todas parecen secretarias. Enfermeras también.

Los policías checos, plantados en medio de las glorietas para regular el tráfico, parecen curiosamente unos bobbies londinenses, con su extraño casco, máxime ahora que se acaba de adoptar la conducción por la derecha, a saber la razón…

Los tranvías que pasan y vuelven a pasar tocando su campanilla tienen la apariencia de los viejos vagones de tren rojos y blancos (¿y cómo puedo saberlo, si las fotos son en blanco y negro? Pues lo sé, ya está). Tienen unos faros redondos que son como linternas.

Las fachadas de los inmuebles en Nové Mesto lucen unos neones luminosos que sirven de reclamo para toda clase de cosas: cerveza, firmas textiles, y por supuesto Bata, el célebre fabricante de calzado, al comienzo de la plaza Wenceslao, esa plaza que es como una gran avenida, casi tan larga y ancha como los Campos Elíseos.

A decir verdad, la ciudad entera parece cubrirse de carteles, y no sólo publicitarios. Proliferan las uves por todas partes, símbolo al principio de la Resistencia checa, pero recuperado por los nazis como una exhortación a la victoria final del Reich en la guerra. Hay uves en los tranvías, en los coches, a veces hasta pintadas en el suelo, uves por todas partes, que se disputan las fuerzas ideológicas enfrentadas.

En una pared desnuda, unas pintadas: Židi ven, ¡judíos fuera! En los escaparates, precisiones tranquilizadoras: čiste arijský obchod, comercio puramente ario. Y en el bar: Žádá se zdvorile, by se nehovorilo o politice. Se ruega a nuestra amable clientela se abstenga de hablar de política.

Y luego los siniestros pasquines rojos, bilingües como todos los indicadores que hay por la ciudad.

No hablo ya de las banderas y demás enseñas, por supuesto. Nunca ninguna otra bandera habrá dicho tanto lo que quiere decir que esa cruz negra sobre un disco blanco con fondo rojo. Aunque alguien me hizo reparar un día en que ésos eran exactamente los colores de Darty,[4] lo que confieso que me dejó perplejo…

Cualquiera que fuese el ambiente de Praga en los años cuarenta, lo que es seguro es que, a falta de serenidad, no carece de elegancia original. Por las fotos, se podría esperar reconocer en ellas a Humphrey Bogart entre los transeúntes, o a Lida Baarová, muy bella y muy célebre actriz checa (también tengo su foto ante mis ojos, en la portada de una revista de cine), eventualmente amante de Goebbels antes de la guerra. ¡Vaya una época!

Conozco un restaurante que se llama «De los dos gatos», en la ciudad vieja, bajo unas arcadas en las que unos frescos representan dos gatos gigantes dibujados por ambas partes de los arcos, pero en cambio ignoro dónde se encuentra, ni si todavía existe, el mesón «De los tres gatos».

Tres hombres beben allí su cerveza y no discuten de política. Discuten de horarios. Gabčík y Kubiš están sentados a la mesa frente a un carpintero. Pero este carpintero no es un carpintero cualquiera. Es el carpintero del Castillo, y, debido a ese cargo, cada día ve llegar el Mercedes de Heydrich. Y lo ve marcharse cada noche.

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