HHhH

HHhH


Primera parte » 221

Página 13 de 21

Quien habla con él es Kubiš, porque el carpintero es moravo, como él. Su acento lo tranquiliza. «No te preocupes, nos vas a ayudar antes, pero no durante. Cuando lo matemos, tú estarás lejos.»

¿Ah, sí? ¿Conque ése es el secreto de la operación «Antropoide»? ¡Hasta al carpintero a quien sencillamente se le pide que les pase los horarios le ponen al corriente sin andarse con remilgos! Ya había leído en alguna parte que los paracaidistas no siempre gozaban de una gran discreción. Pero por otro lado, ¿para qué ir con tanto disimulo? El carpintero debe de sospechar que esos horarios que le están pidiendo sobre Heydrich no van dirigidos a engrosar las estadísticas sobre la circulación de los Mercedes por Praga. Y encima, cuando releo el testimonio del carpintero, veo que Kubiš le ha dejado claro, con su mejor acento moravo: «¡Ni una palabra de todo esto en casa!» Bueno, después de todo, si él lo dice…

El carpintero, por tanto, deberá anotar cada día la hora de llegada y la hora de salida de Heydrich, precisando cada vez si va acompañado o no de una escolta.

194

Heydrich está en todas partes, en Praga, en Berlín y, este mes de mayo, en París.

En los salones estucados del hotel Majestic, es el mandatario supremo de la policía, el jefe del SD, comisionado por Goering, quien recibe a los principales oficiales superiores de las tropas de ocupación de la SS para hablarles del proceso en marcha que tiene a su cargo, y que ni el mundo ni sus hombres conocen todavía por el nombre de «Solución Final».

Durante ese mes de mayo, las matanzas de los Einsatzgruppen han sido consideradas definitivamente demasiado agotadoras para los soldados que participan en ellas. Progresivamente van siendo reemplazadas por las cámaras de gas móviles. Este nuevo sistema es a la vez muy simple y muy ingenioso: consiste en hacer subir a los judíos a un camión en cuyo interior han conectado el tubo de escape, y asfixiarlos, víctimas del monóxido de carbono. La ventaja es doble: de esta manera se puede matar más judíos de una sola vez, sin que se resientan los nervios de los ejecutores. Hay una curiosidad añadida que divierte a los responsables: los cuerpos se vuelven de color rosa. El único inconveniente es que las personas, cuando se asfixian, tienen tendencia a defecar, y hay que limpiar los excrementos que alfombran el suelo del camión después de cada gaseado.

Pero esas cámaras de gas móviles, explica Heydrich, siguen siendo una técnica insuficiente. Dice: «Van a venir soluciones mayores, más perfeccionadas y que garantizan más el rendimiento.» Luego añade abruptamente, ante un auditorio pendiente de sus labios: «Se ha dictado la condena a muerte para la totalidad de los judíos de Europa.» Dado que los Einsatzgruppen han ejecutado ya a más de un millón de judíos, me pregunto quién de los asistentes seguiría sin comprender.

Es la segunda vez que sorprendo a Heydrich andándose con miramientos a la hora de formular este tipo de enunciado. Cuando informó a Eichmann, poco antes de Wannsee, de que el Führer había decidido la eliminación física de todos los judíos, ya había prolongado ese anuncio con un silencio que impresionó a su colaborador. No obstante, en los dos casos, aunque el asunto no era del todo oficial, no se puede decir que se tratara de una sorpresa. Más que el placer de dar una exclusiva, creo que Heydrich disfruta más verbalizando lo inaudito y lo impensable, como para ir dotando ya de un poco de cuerpo a la inimaginable verdad. Esto es lo que tengo que deciros, vosotros lo sabéis ya, pero me toca a mí decíroslo, y a todos nosotros hacerlo. Vértigo de la oratoria que debe tratar de lo innombrable. Ebriedad del monstruo al evocar monstruosidades que se anuncian y de las que él es el heraldo.

195

El carpintero les muestra el lugar en donde Heydrich se baja de su coche cada día. Gabčík y Kubiš miran a su alrededor. Ven una esquina detrás de una casa desde donde podrían esperarlo y abatirlo. Pero el recinto está fuertemente vigilado, como es lógico. El carpintero les asegura que no tendrían tiempo para huir ni saldrían con vida del Castillo. De acuerdo, es cierto que en un principio Gabčík y Kubiš estaban dispuestos a morir, pero ahora lo que quieren es ver cómo salir de allí. Quieren un plan que mantenga intactas sus opciones, por mínimas que sean, de salir bien librados, ya que ambos tienen proyectos para después de la guerra. Dentro de la Resistencia interior, entre todos los checos que arriesgan su vida para ayudarlos, hay valientes y hermosas jóvenes. Ignoro casi todos los detalles de la vida amorosa de mis héroes, pero el resultado de los pocos meses que han pasado en Praga en la clandestinidad es que Gabčík desea casarse con Libena, la hija de los Fafek, y Kubiš con la bella Anna Malinova de labios de frambuesa. Después de la guerra… No se hacen ilusiones. Saben que sólo tienen una oportunidad entre mil de sobrevivir a la guerra. Pero quieren jugar esa baza. Cumplir su misión por encima de todo, por supuesto. Pero sin tener que suicidarse por ello. Una idea terrible.

Los dos hombres descienden de nuevo por la Nerudova, la larga calle con letreros de alquimistas que une el Castillo con Malá Strana. Abajo, el Mercedes tiene que dar toda una vuelta. Hay que ver eso.

196

Contrariamente a lo que piensa Heydrich, la Resistencia checa todavía se mueve. Incluso se mueve bastante. Para recoger los datos cotidianos que el carpintero suministra al equipo de «Antropoide» acerca de los horarios de Heydrich, han encontrado un piso a los pies del Castillo, una planta baja. Siempre que sea necesario (es decir, imagino que todos los días), el carpintero viene y da unos golpecitos en el cristal. Una chica abre la ventana (son dos, por turnos, y el carpintero las toma por hermanas y respectivamente novias de los dos paracaidistas, lo que es muy posible). No intercambian ninguna palabra entre ellos. El carpintero le entrega su papel y se va. Hoy ha escrito: «9-5 (sin)». Lo que equivale a: 9 horas. 17 horas. Sin escolta.

Gabčík y Kubiš se enfrentan a un problema irresoluble. No tienen manera de prever con antelación la presencia o la ausencia de una escolta. Las estadísticas efectuadas basándose en el testimonio del carpintero no permiten descubrir ninguna alternancia establecida. Unas veces sin. Otras veces con. Sin: tendrán una mínima oportunidad de librarse. Con: ninguna.

Para llevar a cabo su misión, los dos paracaidistas van a encomendarse a esa lotería atroz: elegir una fecha sin saber si sin o con. Si su misión es una misión extremadamente arriesgada o más bien es una misión suicida.

197

Curva tras curva, los dos hombres, subidos a sus bicis, hacen y rehacen una y otra vez el trayecto desde el domicilio de Heydrich hasta el Castillo. Heydrich vive en Panenské Brežany, una pequeña localidad en las afueras, a un cuarto de hora en coche del centro. Una buena parte del trayecto está particularmente aislada, es una larga línea recta sin ninguna vivienda alrededor: si consiguieran detener el vehículo, podrían disparar a Heydrich lejos de cualquier mirada. Piensan parar el Mercedes con ayuda de un cable de acero tendido de un lado a otro de la carretera. ¿Y cómo huir luego? Necesitarían ellos mismos un coche, o una moto. Pero la Resistencia checa no dispone de ninguna de las dos cosas. No, hay que hacerlo en la ciudad, a pleno día, en medio de la multitud. Y les hace falta una curva. Los pensamientos de Gabčík y Kubiš no son más que vueltas y recodos. Sueñan con la curva ideal.

Y por fin la encuentran.

Aunque ideal no es exactamente la palabra.

198

La curva de la calle de Holešovice (ulice v Holešovíčkach en checo), ubicada en el barrio de Liben, tiene varias ventajas. Para empezar, es casi una horquilla y obliga al Mercedes a disminuir la marcha forzosamente. Luego, está a los pies de una elevación donde se puede apostar un vigía que avise de la llegada del Mercedes. Y por último, está situada a media distancia entre Panenské Brežany y el Hradčany, en las afueras de Praga, no en pleno centro de la ciudad, pero tampoco en medio del campo. Permite, además, posibilidades de huida.

La curva de Holešovice tiene también inconvenientes. Es una glorieta en la que se cruzan varias líneas de tranvía. Si un tranvía pasa al mismo tiempo que el Mercedes, existe el riesgo de que obstaculice la operación, ocultando el coche o exponiendo a civiles.

Jamás he cometido un asesinato, pero supongo que las condiciones ideales no existen, hay un momento en que es preciso decidirse porque, de todos modos, ya no queda tiempo para encontrar otro mejor.

Será, por consiguiente, Holešovice, esa curva que hoy en día ya no existe, tragada por una vía de circunvalación y por la modernidad que se ríe de mis recuerdos.

Porque yo recuerdo. Ahora. Cada día, cada hora, el recuerdo se hace más nítido. En esa curva de la calle de Holešovice tengo la impresión de que espero desde siempre.

199

Paso unos días de vacaciones en una hermosa casa, en Toulon, y escribo un poco. Esta casa no es una casa cualquiera. Es la antigua morada de un impresor alsaciano que se codeó con Eluard y con Elsa Triolet (y con Claudel también) por razón de sus actividades profesionales. Durante la guerra, él estaba en Lyon, donde imprimía papeles falsos para los judíos y donde almacenaba los fondos de Éditions de Minuit. En el mismo momento, su propiedad de Toulon era utilizada como campamento por el ejército alemán, pero nadie, por lo visto, llegó a habitar en la casa, que quedó tal cual está ahora. Los muebles y los libros están donde estaban, y aún continúan allí.

Su sobrina nieta, que conoce el interés que tengo en ese periodo, me muestra una delgada obra que saca de la biblioteca familiar. Es la primera edición de El silencio del mar, de Vercors, publicado el 25 de julio de 1943, «día de la caída del tirano de Roma», como se le menciona al final del volumen, y dedicado por el autor al tío abuelo:

Para Madame y para Pierre Braun,

con los sentimientos que unen

a quienes

El silencio del mar

ha sumergido en los días sombríos,

y como homenaje sincero de

Vercors.

Estoy de vacaciones y tengo un poco de Historia entre mis dedos, es una sensación muy dulce y muy agradable.

200

Circulan alarmantes rumores sobre Heydrich. Va a dejar Praga. Definitivamente. Mañana debe tomar el avión para Berlín. No se sabe si volverá. Evidentemente, sería un alivio para la población checa. Pero supondría también el fiasco de «Antropoide». Estas noticias son preocupantes para los paracaidistas, y también, aunque no sospechen nada, para… los franceses. Al parecer, se dice entre los historiadores que quizá Heydrich, considerando que ya había cumplido su misión de poner en marcha el Protectorado, habría orientado las miras hacia, como diríamos hoy, «un nuevo reto». Después de haber hecho estragos en Bohemia-Moravia con la increíble brutalidad que se ha visto, Heydrich se ocuparía de Francia.

Tiene que trasladarse a Berlín para discutir con Hitler el modo de proceder. Francia se agita, las larvas de Pétain y Laval están a punto, y si Heydrich se puede ocupar de la Resistencia francesa como se ha ocupado de la Resistencia checa, sería perfecto.

Esto no es más que una hipótesis, basada sin embargo en el viaje de Heydrich a París de hace quince días.

201

En este mes de mayo de 1942, en efecto, Heydrich ha pasado una semana en París. He hallado la crónica filmada de su visita en los archivos de la INA[*]: en un extracto de las noticias de actualidad francesas de esa época, hay 59 segundos de reportaje filmado dedicados a la visita de Heydrich, cuyo comentario, pronunciado con esa voz gangosa tan típica de los años cuarenta, decía así:

París. Llegada de M. Heydrich, general de las SS, jefe de la seguridad, representante del Reich en Praga, encargado por el jefe de las SS y de la policía alemana, M. Himmler, de dar posesión en sus funciones a M. Oberg, general de división de las SS y de la policía en territorios ocupados. Como es sabido, la comisión internacional de la policía criminal tiene por presidente a M. Heydrich y Francia ha estado debidamente representada en esa comisión. El general ha aprovechado su estancia en París para recibir a M. Bousquet, secretario general de la Policía, y a M. Hilaire, secretario general de la administración. M. Heydrich ha tenido contacto, asimismo, con M. Darquier de Pellepoix, que acaba de ser nombrado comisario general para la cuestión judía, así como con M. de Brinon.

Este encuentro de Heydrich y de Bousquet siempre me ha intrigado; me habría encantado tener las actas de su conversación. Después de la guerra, Bousquet hizo creer durante mucho tiempo que se enfrentó a Heydrich. Es verdad que se negó categóricamente a ceder en un punto: que las prerrogativas de la policía francesa no fueran recortadas, prerrogativas que consistían esencialmente en detener a las personas. Sobre todo a los judíos. En realidad, Heydrich no ve ningún inconveniente en que la policía local proceda de ese modo, quitándoles trabajo así a los alemanes. Le confiesa a Oberg que, por su experiencia en el Protectorado, dar autonomía a la policía y a la administración permitirá conseguir mejores resultados. A condición, naturalmente, de que Bousquet dirija su policía «con el mismo espíritu que la policía alemana». Pero Heydrich no tiene ninguna duda de que Bousquet es el hombre indicado. Al término de su estancia en Francia, dice: «La única personalidad que posee a la vez juventud, inteligencia y autoridad es Bousquet. Con hombres como él podremos preparar la Europa de mañana, una Europa muy diferente de la que es hoy.»

Cuando Heydrich anuncia a René Bousquet la inminente deportación de los judíos apátridas (es decir, no franceses) internados en Drancy, Bousquet propone espontáneamente añadir la de los judíos apátridas internados en la zona libre. No se puede ser más servil.

202

Durante toda su vida, René Bousquet fue, como todo el mundo sabe, el amigo de François Mitterrand, pero no es esto lo que más se le ha reprochado.

Bousquet no es un poli como Barbie, ni un miliciano como Touvier, ni siquiera un prefecto como Papon en Burdeos. Es un político de muy alto nivel destinado a una brillante carrera, pero que escoge la vía de la colaboración y se pringa en la deportación de los judíos. Es el que se asegura de que la redada del Vél’ d’Hiv’[*] (nombre en clave: «Viento primaveral»), en julio de 1942, sea efectuada adecuadamente por la policía francesa y no por los alemanes. Por tanto, es el responsable de lo que con toda probabilidad sea la mayor infamia vinculada a la historia de la nación francesa. Que esto se llame el Estado francés no cambia para nada el asunto, evidentemente. ¿Cuántas Copas del Mundo habría que ganar para lavar una mancha semejante?

Después de la guerra, Bousquet pasa por los filtros de la Santa Depuración, pero su participación en Vichy lo aparta por completo de la carrera política a la que parecía destinado. Sin embargo, no se queda en la calle y se arrastra por varios consejos de administración, como el del La Dépêche du Midi, en el que marca una línea antigaullista muy dura… pero de 1959 a 1971. En resumen, se beneficia de la sempiterna gran tolerancia de las clases dirigentes con sus elementos más comprometedores. A continuación, se complace en frecuentar, imagino que no sin malicia, a Simone Veil, superviviente de Auschwitz y desconocedora de sus actividades vichystas.

Sin embargo, su pasado acaba por atraparlo en los años ochenta, y en 1991 es acusado de crímenes contra la humanidad.

La instrucción se cierra cuando, dos años más tarde, es asesinado en su domicilio por un iluminado. Me acuerdo muy bien de aquel muchacho dando una rueda de prensa justo después de haber matado a Bousquet y un poco antes de que los polis vinieran a detenerlo. Me acuerdo de su aire de satisfacción, mientras explicaba tranquilamente que había hecho aquello únicamente para que se hablara de él. A esas alturas, me parecía algo completamente gilipollesco.

Este espectacular imbécil salido directamente de una pesadilla que ni el mismísimo Debord se habría atrevido jamás a producir, nos ha privado de un proceso que habría sido diez veces más interesante que los de Papon y Barbie juntos, más interesante que los de Pétain y Laval, más interesante que el de Landru y el de Petiot, el proceso del siglo. Por este escandaloso atentado contra la Historia, el insondable cretino fue condenado a diez años, ha cumplido siete y hoy ya está en libertad. Siento una enorme repulsión y profundo desprecio por alguien como Bousquet, pero cuando pienso en la majadería de su asesino, en la inmensa pérdida que su gesto representa para los historiadores, en las revelaciones que habrían aflorado durante el proceso y de las que nos ha privado irremediablemente, me siento inundado por el odio. No ha matado inocentes, es cierto, pero es un sepulturero de la verdad. ¡Y sólo por salir tres minutos en la tele! ¡Monstruosa, estúpida excrecencia warholiana! Los únicos que podrían poseer el derecho de fiscalización moral sobre la vida y la muerte de ese hombre son sus víctimas, las vivas y las muertas, que cayeron en las garras nazis por culpa de hombres como él, pero estoy seguro de que éstas lo querrían vivo. ¡Qué decepción debió de ser la suya ante el anuncio de su absurdo asesinato! La sociedad que produce comportamientos así, alienados así, me da asco. «No me gusta la gente indiferente a la verdad», escribió Pasternak. Peores aún son las fetideces ante las que ella deja indiferente, y que actúan tan activamente contra ella. Como todos los secretos que Bousquet se ha llevado a la tumba… No puedo seguir pensando en esto o me pondré malo.

El proceso Bousquet habría debido ser el equivalente francés al de Eichmann en Jerusalén.

203

¡Y para colmo, esto otro! Doy con el testimonio de Helmut Knochen, nombrado por Heydrich, a su paso por París, jefe de los policías alemanes en Francia. Pretende revelar una confidencia que le hizo Heydrich en esa ocasión y que jamás había contado a nadie todavía. Este testimonio data de… ¡el año 2000, cincuenta y ocho años más tarde!

Según él, Heydrich le habría dicho: «Ya no podemos ganar la guerra, habrá que hallar una paz de compromiso y temo que Hitler no sea capaz de admitirlo. Hay que pensar en esto.» ¡Le habría hecho partícipe de esta reflexión en mayo de 1942, antes de Stalingrado, cuando el Reich parecía más fuerte que nunca!

Knochen ve ahí la extraordinaria clarividencia de Heydrich, a quien considera mucho más inteligente que todos los demás dignatarios nazis. También entiende que Heydrich se plantea la posibilidad de derrocar a Hitler. Y a partir de ahí, nos lanza esta insólita teoría: la eliminación de Heydrich habría constituido una prioridad absoluta para Churchill, que en ningún caso querría que se le privase de una victoria total sobre Hitler. En resumidas cuentas, los ingleses habrían apoyado a los checos porque tenían miedo de que un astuto nazi como Heydrich apartara a Hitler y salvara al régimen nazi gracias a una paz de compromiso.

Sospecho que a Knochen le interesa especialmente asociarse a la hipótesis de un complot contra Hitler, para minimizar su papel bien real en el aparato policial del Tercer Reich. Es incluso totalmente factible que, sesenta años más tarde, él mismo esté convencido de lo que cuenta. Por mi parte, considero que todo esto carece de importancia. Pero lo refiero aquí, de todos modos.

204

He leído en un foro lo que decía un lector muy convencido a propósito del personaje de Littell: «Max Aue suena verdadero porque es el espejo de su época.» ¡No! Suena verdadero (para algunos lectores fáciles de engañar) porque es el espejo de nuestra época: nihilista posmoderna, por resumir. En ningún momento se ha sugerido que ese personaje se adhiera al nazismo. Hace alarde, por el contrario, de un desapego a menudo crítico con la doctrina nacionalsocialista, y en eso no se puede decir que refleje el fanatismo delirante que reinaba en su época. En cambio, ese desapego del que alardea, ese aire hastiado de vuelta de todo, ese malestar permanente, ese gusto por el razonamiento filosófico, esa amoralidad asumida, ese sadismo desabrido y esa terrible frustración sexual que le revuelve sin cesar las entrañas… ¡todo eso, claro que sí! ¿Cómo no había caído yo antes en la cuenta? De repente, lo veo claro: Las benévolas es «Houellebecq entre los nazis», así de sencillo.

205

Creo que empiezo a comprender: estoy escribiendo una infra novela.

206

El momento se acerca, lo presiento. El Mercedes está en camino. Llega. Flota en el aire de Praga algo que me traspasa hasta los huesos. Las revueltas de la carretera trazan el destino de un hombre, y de otro, y de otro, y de otro. Veo unas palomas que echan a volar de la cabeza de bronce de Jan Hus y, de fondo, el decorado más hermoso del mundo, Nuestra Señora de Týn, la negra catedral con sus torres afiladas, ante la que me dan ganas de caer de rodillas cada vez que puedo admirar la gris majestad de su maléfica fachada. El corazón de Praga late en mi pecho. Oigo la campanilla de los tranvías. Veo a unos hombres de uniforme verdegris cuyas botas resuenan sobre el pavimento. Estoy casi allí. Debo ir. Es preciso que vaya a Praga. Debo estar ahí en el momento en que todo se va a producir.

Debo escribirlo allí.

Oigo el motor del Mercedes negro que enfila a toda velocidad por la carretera como una serpiente. Oigo el aliento de Gabčík ceñido en su impermeable, esperando en la acera, veo a Kubiš enfrente, y a Valčík, apostado en lo alto de la colina. Siento el bruñido helado de su espejo, dentro de un bolsillo de su abrigo. Todavía no, todavía no, už nie, noch nicht.

Todavía no.

Noto el viento que golpea el rostro de los dos alemanes en el coche. El chófer conduce muy rápido, lo sé, tengo mil testimonios que lo atestiguan, estoy tranquilo por ese lado. El Mercedes va a toda marcha y ésta es la parte más valiosa de mi imaginario, de la que estoy más orgulloso, la que se desliza silenciosamente tras su estela. El aire entra con fuerza, el motor ruge, el pasajero no deja de decirle al chófer, un gigante, «schneller! schneller!» Más rápido, más rápido. Pero ignora que el tiempo ha empezado ya a ralentizarse. Pronto el devenir del mundo va a coagularse en una curva. La tierra dejará de girar exactamente al mismo tiempo que el Mercedes.

Pero todavía no. Sé que todavía es demasiado pronto. Todo no está aún completamente en su sitio. Aún falta algo que decir. Sin duda, querría poder dar marcha atrás a ese instante eternamente, aunque todo mi ser propende hacia él con tanta intensidad.

El eslovaco, el moravo y el checo de Bohemia también esperan y yo daría lo que fuera por sentir lo que ellos están sintiendo. Pero estoy demasiado corrompido por la literatura. «Siento crecer en mí algo peligroso», dice Hamlet, e incluso en un momento parecido es de nuevo una frase de Shakespeare la que me viene a la cabeza. Que me perdonen. Que ellos me perdonen. Todo esto lo hago por ellos. Ha habido que arrancar el Mercedes negro, lo que no ha sido nada fácil. Colocar todo en su sitio, ocuparse de los preparativos, de acuerdo, tejer la tela de esta aventura, preparar la capacidad de la Resistencia, disimular el horrible rodillo de la muerte tras el telón suntuoso de la lucha. Y todo esto no es nada, evidentemente. He tenido que asociarme, a despecho de todo pudor, con hombres tan grandes que al mirar hacia abajo no habrían podido ni siquiera sospechar mi existencia de insecto.

A veces he tenido que hacer trampas y renegar de lo que creo, porque mis creencias literarias no tienen ninguna importancia con respecto a lo que se representa ahora. Lo que se va a representar en unos minutos. Aquí. Ahora. En esa curva de Praga de la calle de Holešovice, allí donde más tarde, mucho más tarde, se construirá una especie de vía de circunvalación porque las formas de una ciudad cambian más rápido, ay, que la memoria de los hombres.

Pero eso apenas si tiene importancia. Un Mercedes negro va a toda velocidad por la carretera como una serpiente, eso es en adelante lo único que cuenta. Nunca me he sentido tan próximo a mi historia.

Praga.

Siento el metal que roza contra el cuero. Y esa ansiedad que crece en los tres hombres, y esa calma que demuestran. No es la varonil seguridad de los que saben que van a morir, porque, aunque se han preparado para ello, nunca han descartado la posibilidad de escapar con vida, lo que, en mi opinión, hace aún más insoportable la tensión psicológica. No sé qué increíble resistencia nerviosa han necesitado para dominarse. Repaso rápidamente las ocasiones en que he tenido que dar prueba de sangre fría en mi vida. ¡Qué escarnio! Una tras otra, cada vez era a cual más ridícula: una pierna rota, una noche detenido en un calabozo o un rechazo amoroso, prácticamente eso es todo lo que me he arriesgado en mi pobre existencia. ¿Cómo podría dar más que una ínfima idea de lo que vivieron esos tres hombres?

Pero ya no queda tiempo de tener este tipo de estados de ánimo. Yo también, después de todo, tengo responsabilidades, y he de afrontarlas. Quedarme bien aferrado a la estela del Mercedes. Escuchar los ruidos de la vida de aquella mañana de mayo. Sentir el viento de la Historia que se pone a soplar suavemente. Hacer que desfile la lista de todos los actores desde el amanecer de los tiempos al siglo XII y hasta nuestros días y Natacha. Y luego quedarme solo con cinco nombres: Heydrich, Klein, Valčík, Kubiš y Gabčík.

En el embudo de esta historia, esos cinco nombres empiezan a ver la luz.

207

El 26 de mayo de 1942, por la tarde, unas horas antes del concierto inaugural de la semana de música organizada en Praga al que va a asistir y para el que ha programado una obra de su padre, Heydrich da una rueda de prensa ante los periodistas del Protectorado:

Me duele constatar que las descortesías, incluso las indelicadezas por no decir las insolencias, especialmente hacia los alemanes, vuelven a estar en alza. Ya saben, señores, que yo soy generoso y que aliento todos los planes de renovación. Pero también saben que, pese a toda mi paciencia, no titubearé a la hora de golpear con el rigor más extremo, si llegara a tener el sentimiento y la impresión de que se cree débil al Reich y de que se toma su bondad de espíritu por debilidad.

Yo soy un niño. Este discurso es interesante por varios conceptos: muestra a Heydrich en la cima de su poder, seguro de su fuerza, expresarse como el monarca iluminado que cree ser, el virrey orgulloso de su gobernanza, el amo severo pero justo, como si el título de «protector» se hubiera grabado en la conciencia de quien lo detenta, como si Heydrich se tomara verdaderamente por un «protector»; muestra a Heydrich, orgulloso de su agudo sentido de la política, manejando el palo y la zanahoria en cada uno de sus discursos; muestra a Heydrich el verdugo, a Heydrich el carnicero, en un claro ejemplo del escándalo retórico de todos los discursos totalitarios, invocando ingenuamente su generosidad y su progresismo, dominando la antífrasis con la insolencia y la pericia de los tiranos más expertos. Pero no es eso sólo lo que llama mi atención en ese discurso. Lo que llama mi atención es el término «descortesías» que emplea.

208

La tarde del 26 de mayo, Libena viene a ver a Gabčík, su novio. Pero éste ha salido para calmar los nervios porque no soporta más los aplazamientos de los miembros de la Resistencia que temen las consecuencias del atentado. La recibe Kubiš. Ella ha llevado cigarrillos. Duda un poco, pero finalmente se los entrega a Kubiš. «¡Jeniček (diminutivo afectuoso que emplea para Jan, lo que indica que conoce su verdadero nombre), ya sabes que no tienes que fumártelos todos…!». Y la chica se marcha, sin saber si volverá a ver a su novio.

209

Pienso que todo hombre al que la vida no ha reservado más que una serie de desgracias sin fin debe conocer, al menos una vez, un momento que considere, con razón o sin ella, la apoteosis de su existencia, y pienso que para Heydrich, con quien la vida se mostró muy generosa, ese momento ha llegado. Y por uno de esos jugosos azares en los que, crédulos, forjamos los destinos, ocurre la víspera del atentado.

Cuando Heydrich penetra en la iglesia del palacio Wallenstein, todos los invitados se ponen de pie. Camina solemne y sonriente, con la mirada alta, por uno de los lados de la alfombra roja que lo conduce hasta su sitio, en la primera fila. Por el otro lado, su mujer Lina, embarazada y radiante, vestida de oscuro, lo acompaña. Todas las miradas se han vuelto sobre ellos y los hombres que asisten de uniforme hacen el saludo nazi a su paso. Heydrich se deja invadir por la majestuosidad del lugar, lo leo en sus ojos, contempla con orgullo el altar, rematado por un fastuoso bajorrelieve, al pie del cual enseguida se ubicarán los músicos.

La música, como bien recuerda esa noche, si es que lo había olvidado, es toda su vida: lo acompaña desde su nacimiento y no lo ha abandonado jamás. En él, el artista siempre ha rivalizado con el hombre de acción. El curso de las cosas es el que ha decidido su carrera por él. Pero la música lo habita en todo momento, estará ahí hasta su muerte.

Cada invitado sostiene en la mano el programa de la velada en el que se puede leer la mala prosa que el protector interino ha creído adecuado redactar a modo de introducción:

«La música es el lenguaje creativo de los que son artistas y melómanos, el medio de expresión de su vida interior. En los tiempos difíciles, aporta el alivio a quien la escucha y lo anima en los tiempos de grandeza y de combate. Pero la música es, por encima de todo, la mayor expresión de la producción cultural de la raza alemana. En este sentido, el festival de música de Praga es una contribución a la excelencia del presente, concebido como el fundamento de una vida musical vigorosa en esta región situada en el corazón del Reich por todos los años venideros». Heydrich no escribe tan bien como toca el violín, pero le trae sin cuidado, ya que la música es el verdadero lenguaje de las almas artísticas.

La programación es excepcional. Ha hecho venir a los más grandes músicos para interpretar la música alemana. Beethoven, Haendel, Mozart también, sin duda, y, por una vez, se les ha escapado Wagner esa noche (aunque no estoy seguro de ello, porque no he podido conseguir el programa completo). Pero cuando se alzan las notas del concierto para piano en do menor de Bruno Heydrich, su padre, tocadas por los antiguos alumnos del conservatorio de Halle, acompañados por un célebre pianista virtuoso llegado expresamente, es cuando Heydrich, dejando que la música fluya por él como una onda bienhechora, debe conocer ese sentimiento de apoteosis. Tengo curiosidad por escuchar esa pieza. Mientras Heydrich aplaude, al acabar, puedo leer en su rostro la orgullosa ensoñación de los grandes egocéntricos megalómanos. Heydrich disfruta su triunfo personal a través de este póstumo de su padre. Pero triunfo y apoteosis no son exactamente la misma cosa.

210

Gabčík ha vuelto. Ni él ni Kubiš fuman en el piso, para no molestar a la valiente familia Ogoun que los acoge, y para no levantar las sospechas de los vecinos.

Por la ventana, se puede ver la silueta del Castillo perfilada en la noche. Kubiš, absorto en la contemplación de su masa imponente, piensa en voz alta: «Me pregunto qué pasará mañana, a esta misma hora…» La señora Ogounová pregunta: «¿Y qué debería pasar?» Quien le responde es Gabčík: «Pues nada, señora.»

211

La mañana del 27 de mayo, Gabčík y Kubiš se disponen a partir más temprano de lo habitual. El hijo de la familia Ogoun que les hospeda repasa por última vez sus exámenes, ya que hoy es el día de la prueba de bachillerato, y está muy nervioso. Kubiš le dice: «Tranquilízate, Luboš, aprobarás, debes aprobar. Y esta noche haremos todos una fiesta juntos por tu éxito…»

212

Heydrich, según su costumbre, ha tomado su desayuno mientras consultaba los periódicos del día que le traen de Praga todas las mañanas al amanecer. A las nueve, su Mercedes negro o verde oscuro ya ha llegado, conducido por su chófer, un gigantesco SS de casi dos metros que responde al nombre de Klein.

Pero esta mañana lo ha hecho esperar. Ha jugado un poco con sus hijos (me pregunto a qué podría parecerse la escena de Heydrich jugando con sus hijos) y ha dado un paseo con su mujer por los amplios jardines de su propiedad. Lina ha debido de entretenerlo con las obras que están en marcha. Unos fresnos que hay que cortar, por lo visto, y el proyecto de plantar árboles frutales en su lugar. Pero me pregunto si Ivanov no se lo habrá inventado. Según él, la más pequeña, Silke, le habría dicho a su papá que un tal Herbert, desconocido en el batallón, la había enseñado a cargar un revólver. Y, sin embargo, ella tiene tres años. Aunque, bueno, en esos tiempos turbulentos ya nada me debería de sorprender.

213

Estamos en la mañana del 27 de mayo, aniversario de la muerte de Joseph Roth, fallecido por alcoholismo y tristeza tres años antes en París, observador feroz y visionario del régimen nazi en sus días de ascenso, que escribía, en 1934: «¡Qué hormigueo en este mundo, una hora antes de su fin!»

Dos hombres suben a un tranvía diciéndose que puede que ése sea su último viaje, mientras miran ávidamente las calles de Praga desfilar por la ventanilla. Habrían podido, en cambio, optar por no ver nada, hacer el vacío en ellos, buscar su concentración abstrayéndose del mundo exterior, pero lo dudo mucho. Estar al acecho se ha convertido, desde hace tiempo, en una segunda naturaleza. Al subir al tranvía, verifican maquinalmente el comportamiento de todos los pasajeros masculinos: quién sube y quién baja, quién se pone delante de cada puerta, pueden incluso decir instantáneamente quién habla alemán, aunque esté en la otra punta del vagón. Saben qué vehículo precede al tranvía, qué vehículo lo sigue, a qué distancia, se fijan en el sidecar de la Wehrmacht que dobla por la derecha, echan una ojeada a la patrulla que sube por la acera, observan las dos gabardinas de cuero que rondan por delante del edificio de enfrente (ok, ya me paro). También Gabčík lleva una gabardina, incluso aunque brille el sol, pero todavía hace demasiado fresco a esas horas como para llamar la atención. O en tal caso, la lleva del brazo. Él y Kubiš se han puesto elegantes para el gran día, por así decir. Y los dos estrechan contra su costado una pesada cartera.

Se bajan en alguna parte de Žižkov (pronúnciese «Jijkof»), el barrio que lleva el nombre del legendario Jan Žižka, el más grande y más feroz general husita, el tuerto, el ciego que supo plantar cara durante catorce años a los ejércitos del Sacro Imperio Romano Germánico, el jefe taborita que hizo descargar la ira del cielo sobre todos los enemigos de Bohemia. Una vez allí, van a casa de un contacto para recuperar sus vehículos: dos bicis, en las que se montan. Una de las dos pertenece a la tía Moravcová. De camino a Holešovice, se paran a saludar a otra dama de la resistencia, otra madre postiza que también los ha escondido y que les hacía pasteles, una tal señora Khodlová, a la que quieren dar las gracias. ¿No habréis venido a despediros, verdad? Claro que no, mami, pasaremos pronto a verla, tal vez hoy mismo, ¿estará en su casa? Por supuesto, venid luego…

Cuando por fin llegan, Valčík ya está allí. Quizá esté también un cuarto paracaidista, el teniente Opálka, de «Out Distance», que ha ido a echarles una mano, pero su papel nunca ha quedado muy claro, ni siquiera su presencia ha sido constatada realmente, así que me atendré sólo a lo que me consta. Aún no son las nueve, y los tres hombres, después de una breve discusión, ocupan sus puestos.

214

Van a dar las diez y Heydrich todavía no ha salido para su trabajo. Esa misma tarde ha de volar hasta Berlín, donde tiene cita con Hitler. Tal vez le suponga un especial cuidado preparar esa cita. Burócrata meticuloso, no deja de verificar por última vez los documentos que lleva en su cartera. Por fin a las diez en punto Heydrich ocupa su sitio en el asiento delantero del Mercedes. Klein arranca, las verjas del castillo se abren, los centinelas, con el brazo tendido, saludan al paso del protector, y el Mercedes descapotable se lanza a la carretera.

215

Mientras el Mercedes de Heydrich serpentea por el hilo anudado de su destino, mientras los tres paracaidistas están ansiosos al acecho, con los cinco sentidos en guardia, en la curva de la muerte, yo releo la historia de Jan Žižka, contada por George Sand en una obra poco conocida titulada Jean Žižka. Y una vez más me dejo distraer. Veo al feroz general reinar desde su montaña, ciego, con el cráneo afeitado y los bigotes trenzados al estilo galo cayéndole sobre su torso como lianas. A los pies de su improvisada fortaleza, el ejército imperial de Segismundo, dispuesto a asaltarla. Los combates, las masacres, los botines de guerra, los sitios, todo eso desfila ante mis ojos. Žižka era chambelán del rey de Praga. Dicen que se lanzó a la guerra contra la Iglesia católica por odio a los sacerdotes, porque un sacerdote había violado a su hermana. Es la época de las primeras famosas defenestraciones de Praga. No saben aún que en el hogar de Bohemia van a abrazar por más de un siglo las terribles guerras de religión, y que de las cenizas de Jan Hus va a emerger el protestantismo. Aprendo que la palabra «pistola» viene del checo píšt’ala. Aprendo que fue Žižka quien prácticamente inventó los combates de blindados, organizando unos batallones de carros armados pesadamente. Se cuenta que Žižka encontró al violador de su hermana y que lo castigó con enorme dureza. También se dice que Žižka es uno de los más grandes jefes guerreros de cuantos han existido, porque jamás conoció la derrota. Me disperso. Leo todas estas cosas que me alejan de la curva. Y entonces doy con esta frase de George Sand: «Pobres trabajadores o lisiados, siempre vuestra lucha es contra quienes persisten en deciros: “Trabajad mucho para vivir peor.”» ¡Más que una invitación a la digresión es una auténtica provocación! Pero concentrado en mi objetivo, no voy a distraerme más de aquí en adelante. Un Mercedes negro va a toda velocidad como una serpiente por la carretera, ya lo veo.

216

Heydrich se retrasa. Son ya las diez. La hora punta ha pasado y la presencia de Gabčík y Kubiš en la acera de Holešovice se hace más notoria. En 1942, en cualquier lugar de Europa, dos hombres solos quietos demasiado tiempo en un mismo lugar se vuelven enseguida sospechosos.

Estoy seguro de que ellos están seguros de que todo se ha ido al garete. Cada minuto que pasa los expone al riesgo de hacerse notar y detener por una patrulla. Pero siguen esperando. Hace más de una hora que el Mercedes debería haber pasado. Según los horarios marcados por el carpintero, Heydrich no ha llegado jamás al Castillo después de las diez. Todo hace creer que ya no vendrá. Ha podido cambiar de trayecto, o bien irse directamente al aeropuerto. Tal vez ha volado para siempre.

Kubiš está apoyado en una farola, en la parte interior de la curva. Gabčík, al otro lado del cruce, pone cara de esperar el tranvía. Después de ver pasar una buena docena ha perdido la cuenta. El flujo de trabajadores checos decrece progresivamente. Los dos hombres están cada vez más terriblemente solos. Los ruidos de la ciudad se van apagando poco a poco y la tranquilidad que se apodera de la curva resuena como el eco irónico del fracaso de su misión. Heydrich no se ha retrasado jamás. Ya no vendrá.

Pero no he escrito este libro hasta aquí, por supuesto, para que Heydrich no venga.

A las 10:30, de repente, los dos hombres son sacudidos por el rayo, o más bien por el sol que desde lo alto de la colina se refleja en el pequeño espejo que Valčík ha sacado del bolsillo. Es la señal. Por tanto, es que llega. Allí está. Dentro de unos segundos estará ahí. Gabčík cruza corriendo la carretera y viene a apostarse a la salida de la curva, ocultado por ella hasta el último momento. Por el contrario, Kubiš, más adelantado (salvo si realmente está colocado detrás de Gabčík, como afirman algunas reconstrucciones de los hechos, pero me parece menos probable), no puede ver que el Mercedes que se perfila en el horizonte no lleva escolta. Apostaría a que ni lo ha pensado. Por fuerza, en ese instante sólo existe una idea que ocupa todo su cerebro en ebullición: dar en la diana. Pero percibe sin duda alguna el ruido característico de un tranvía que llega por su espalda.

De pronto surge el Mercedes. Como era de prever, frena. Pero como era de temer, en el peor momento se cruza con él un tranvía lleno de civiles: en el instante preciso en que se va a poner a la altura de Gabčík. Peor para todos. El riesgo de exponer a los civiles ha sido evaluado y han decidido correrlo. Gabčík y Kubiš son unos Justos menos escrupulosos que los de Camus, pero quizá porque su existencia se inscribe más allá o más acá de meros caracteres negros formando líneas sobre el papel.

217

Usted es fuerte, poderoso, está encantado consigo mismo. Ha matado a gente, y va a matar a mucha más todavía. Todo lo consigue. Nada se le resiste. En el espacio de apenas diez años, se ha convertido en «el hombre más peligroso del Tercer Reich». Nadie se ríe de usted. Ya no le llaman «la cabra», sino «la bestia rubia»: es innegable que ha cambiado de categoría en la escala de las especies animales. Hoy, todo el mundo le teme, incluso su propio jefe, que es un pequeño hámster con gafas, aunque también él sea muy peligroso.

Va usted acomodado en el asiento de su Mercedes descapotable y el viento azota su rostro. Va a su despacho, a su despacho en el castillo. Vive usted en un país en el que todos los habitantes son súbditos suyos, tiene derecho sobre la vida y la muerte de cada uno de ellos. Si así lo decidiera, podría usted matarlos a todos, hasta el último. Por otra parte, es tal vez lo que les espera.

Pero ya no estará usted aquí para verlo, porque otras aventuras lo reclaman. Tiene nuevos retos que afrontar. Dentro de poco, tendrá usted que volar y abandonar su reino. Había venido a instaurar de nuevo el orden en este país y ha cumplido brillantemente con su cometido. Ha doblado el espinazo de todo un pueblo, ha dirigido el Protectorado con mano férrea, ha hecho política, ha gobernado, ha reinado. Dejará usted a su sucesor la pesada tarea de perpetuar su herencia, a saber: impedir cualquier resurgimiento de la Resistencia que usted ha destrozado; mantener todo el aparato de producción checo al servicio del esfuerzo de guerra alemán; proseguir el proceso de germanización que usted ha puesto en marcha y cuyo procedimiento ha definido perfectamente.

Al pensar tanto en su pasado como en su futuro, le ha invadido un inmenso sentimiento de autosatisfacción. Aprieta su cartera de cuero entre sus rodillas. Piensa en Halle, en la marina, en la Francia que lo espera, en los judíos que van a morir, en este Reich inmortal cuyas bases usted ha hecho más sólidas y cuyas raíces ha enterrado más hondas. Pero olvida usted el presente. ¿Tan embotado está su instinto policial por las ensoñaciones que atraviesan su cerebro mientras el Mercedes corre a toda velocidad? No está viendo en ese hombre que lleva una gabardina bajo el brazo debido al caluroso día de primavera y que cruza por delante de usted la imagen de su presente que lo alcanza.

¿Qué hace ese imbécil?

Se para en mitad de la carretera.

Hace un cuarto de giro sobre sí mismo para ponerse de cara al coche.

Se cruza con su mirada.

Aparta la gabardina.

Deja al descubierto un arma automática.

Encañona el arma hacia usted.

Apunta.

Y dispara.

218

Dispara y no pasa nada. No sé cómo evitar los efectos fáciles. No pasa nada. El gatillo se atasca o, al contrario, se hunde suavemente y percute en vacío. Meses de preparación para que al final la Sten, esa mierda inglesa, se encasquille. Heydrich ahí, a quemarropa, a su merced, y el arma de Gabčík no funciona. Aprieta el gatillo y la Sten, en lugar de escupir balas, se calla. Los dedos de Gabčík se crispan sobre el tallo de metal inútil.

El coche se ha detenido y, esta vez, el tiempo también se ha detenido de verdad. El mundo entero se paraliza, no respira. Los dos hombres del coche están estupefactos. Solamente el tranvía sigue su curso como si no pasara nada, y eso que algunos pasajeros tienen ya esa misma mirada petrificada, porque han visto lo que pasaba, es decir, nada. El rechinamiento de las ruedas por el acero de los raíles desgarra el tiempo detenido. No pasa nada, salvo por la cabeza de Gabčík. Su cabeza es un torbellino, en ella todo se sucede muy rápido. Estoy absolutamente convencido de que si yo hubiera podido estar dentro de su cabeza en ese preciso instante habría tenido material para contar durante centenares de páginas. Pero no estaba dentro de su cabeza y no tengo ni la menor idea de lo que sintió, jamás podría encontrar, en mi pequeña vida, una circunstancia que me hubiera permitido aproximarme a un sentimiento, incluso muy desvaído si cabe, semejante al que lo estuvo invadiendo en aquel instante. Sorpresa, miedo, más un torrente de adrenalina que acude en tropel por las venas como si todas las válvulas de su cuerpo se hubieran abierto a la vez.

«Quienes algún día moriremos, pronunciamos el nombre inmortal en el centro del instante.» Escupo sobre Saint-John Perse pero no escupo necesariamente sobre su poesía. He escogido este verso ahora para rendir homenaje a aquellos combatientes, a sabiendas de que están muy por encima de cualquier elogio.

Hay quien ha aventurado una hipótesis: la Sten estaba escondida en una cartera que Gabčík había rellenado con hierba para ocultar el arma. ¡Vaya idea! ¿Cómo justificar, entonces, en caso de toparse con un control, que uno se pasee por la ciudad con una cartera llena de paja? Pues nada más fácil, basta con responder que es para el conejo. Muchos checos, es verdad, para contar con ciertas mejoras cotidianas, criaban conejos en sus casas e iban a los parques a proveerse de con qué alimentarlos. Sea como fuere, esa hierba se habría metido en el mecanismo del arma.

En conclusión, la Sten no dispara. Y todo el mundo se queda paralizado de estupor durante unas larguísimas décimas de segundo. Gabčík, Heydrich, Klein, Kubiš. ¡Es tan kitsch, tan de wéstern! Aquellos cuatro hombres convertidos en estatuas de piedra, todos con la mirada fija en la Sten, todos haciendo revolucionar su cerebro a una velocidad loca, a una velocidad inconcebible para la gente corriente. Al final de esta historia, sólo quedan esos cuatro hombres en esa curva. Y para colmo, hay un segundo tranvía que viene detrás del Mercedes.

219

Eso quiere decir que no tenemos todo el día. Kubiš entra en acción, y Kubiš, a quien los dos alemanes, estupefactos por la aparición de Gabčík, ni siquiera han visto a su espalda, el tranquilo y amable Kubiš, saca una bomba de su cartera.

220

Ir a la siguiente página

Report Page