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Segunda parte » 257

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La bomba explota y revienta instantáneamente las ventanillas del tranvía de enfrente. El Mercedes despega un metro del suelo. Unos pedazos golpean a Kubiš en la cara y lo proyectan hacia atrás. Una nube de humo inunda toda el área. Del tranvía surgen algunos gritos. Sobrevuela una guerrera de SS que estaba en el asiento de atrás. Durante unos segundos, los testigos medio ahogados sólo verán eso: esa chaqueta de uniforme flotando por los aires sobre una nube de polvo. Yo, en todo caso, es lo único que veo. La guerrera, como una hoja muerta, describe en el aire amplios rodeos mientras el eco de la deflagración se va tranquilamente resonando hasta Berlín y Londres. Sólo están en movimiento el sonido que se propaga y la chaqueta que revolotea. No hay ninguna otra señal de vida en la curva de Holešovice. Ahora estoy hablando de ese segundo. El segundo siguiente ya será otra cosa. Pero ahí, aquí, en esta clara mañana del miércoles 27 de mayo, el tiempo suspende su decurso por segunda vez en dos minutos, aunque de manera un poco diferente.

El Mercedes cae de nuevo sobre el asfalto con pesantez. En Berlín, Hitler no puede imaginar ni por un instante que Heydrich no honrará su cita de esta noche. En Londres, Beneš quiere creer todavía en el éxito de «Antropoide». Qué orgullo, en ambos casos. Cuando el neumático reventado de la rueda trasera derecha, último de los cuatro suspendidos en el aire, vuelve a contactar con el suelo, el tiempo vuelve a discurrir de verdad. Heydrich se lleva instintivamente la mano a su espalda, la mano derecha, en la que sostiene la pistola. Kubiš se levanta otra vez. Los pasajeros del segundo tranvía se pegan a los cristales de las ventanillas para ver qué ocurre, mientras que los del primero tosen, gritan y se atropellan para salir. Hitler duerme aún. Beneš hojea nerviosamente los informes de Moravec. Churchill está ya en su segundo whisky. Valčík observa desde lo alto de la colina la confusión que reina en la glorieta atestada por todos estos vehículos: un Mercedes, dos tranvías, dos bicis. Opálka está en la esquina de alguna parte pero no podría jurarlo. Roosevelt envía aviadores norteamericanos a Inglaterra para ayudar a los pilotos de la RAF. Lindbergh no quiere devolver la medalla que Goering le concedió en 1938. De Gaulle lucha por legitimar la Francia libre junto a los Aliados. El ejército de von Manstein sitia Sebastopol. El Afrika Korps ha empezado el ataque de Bir Hakeim desde ayer. Bousquet planifica la redada del Vél’ d’Hiv’. En Bélgica, los judíos son obligados a llevar la estrella amarilla a partir de hoy. Los primeros maquis aparecen en Grecia. Doscientos sesenta aviones de la Luftwaffe están en camino para interceptar un convoy marítimo aliado que se dirige hacia la URSS tratando de rodear Noruega por el océano Ártico. Después de seis meses de bombardeos diarios, la invasión de Malta es aplazada sine die por los alemanes. La guerrera de SS acaba de posarse delicadamente sobre los hilos eléctricos del tranvía, como ropa tendida puesta a secar. Que es como estamos. Pero Gabčík apenas se ha movido. El clic trágico de su Sten, más que la explosión, le ha dado una especie de bofetada mental. Como en un sueño, ve bajar del coche a los dos alemanes y, como si estuvieran haciendo prácticas, cubrirse mutuamente. En doble apoyo cruzado, Klein se vuelve hacia Kubiš mientras que Heydrich, titubeando, se presenta solo frente a él con el arma en la mano. Heydrich, el hombre más peligroso del Tercer Reich, el verdugo de Praga, el carnicero, la bestia rubia, la cabra, el judío Süss, el hombre de corazón de hierro, la peor criatura jamás forjada por el fuego vivo de los infiernos, el hombre más feroz jamás salido de un útero femenino, su objetivo, está frente a él, titubeante y armado. Saliendo de pronto del atenazamiento que lo había paralizado, Gabčík encuentra la agudeza necesaria para comprender inmediatamente la situación, libre de cualquier consideración mitológica o grandilocuente, y toma la decisión rápida y justa que le permite hacer exactamente lo único que puede hacer: arrojar la Sten y echar a correr. Suenan las primeras detonaciones. Los disparos provienen de Heydrich. Heydrich, el verdugo, el carnicero, la bestia rubia, etc. Pero el Reichsprotektor, campeón de todas las categorías en casi todas las disciplinas humanas, obviamente no está en las mejores condiciones. Falla una y otra vez. Por ahora. Gabčík llega a cubrirse detrás de un poste telegráfico, que debería de ser bastante grueso, porque decide quedarse allí. Desconoce, es verdad, a partir de qué momento Heydrich podrá recuperar todas sus facultades y acertar en su disparo. Entretanto, el trueno retumba. Por la otra parte, Kubiš, limpiándose la sangre que corre por su frente y le nubla la vista, distingue la silueta gigante de Klein que avanza hacia él. ¿Qué locura, o qué voluntad de lucidez suprema le recuerda la existencia de su bicicleta? Agarra el manillar y se monta. Todos los que han hecho bici saben que un ciclista, en relación con un hombre a pie, es vulnerable durante los diez, quince, pongamos veinte primeros metros de arranque, pasados los cuales se distanciará irremediablemente. Kubiš, vista la decisión que su cerebro le obliga a tomar, debe de tener esto en la cabeza. Porque, en lugar de huir en la dirección exactamente contraria a la de Klein, como por instinto habría hecho alrededor del 99 % del género humano enfrentado a una situación semejante, es decir, una situación en la que el asunto consiste en huir a toda velocidad de un nazi armado que tiene por lo menos una buena razón para querer matarte, él escoge pedalear hacia el tranvía, de donde los pasajeros medio asfixiados han empezado a salir, describiendo un ángulo inferior a 90º en la línea de Klein. No me gusta meterme en la cabeza de la gente, pero creo poder explicar el cálculo de Kubiš, que tal vez sea además doble. Por una parte, para compensar la relativa lentitud del demarraje y coger velocidad lo más rápidamente posible, sitúa su bicicleta en el sentido de la bajada. Ha calculado con acierto que pedalear en cuesta con un SS furioso a la espalda no sería una opción rentable. Por otra parte, para tener una oportunidad, siquiera ínfima, de salir de allí con vida, debe responder a dos exigencias contradictorias: no exponerse ni situarse al alcance de los disparos enemigos. Pero para no estar a su alcance primero es necesario franquear una cierta distancia inevitablemente al descubierto. Kubiš hace lo contrario que Gabčík, tienta su suerte ahora. Pero no se pone exactamente en manos del azar: se servirá de ese tranvía, cuya inoportuna presencia temían los paracaidistas una vez que habían optado por la curva de Holešovice. Los pasajeros que han bajado no son demasiado numerosos para formar una multitud, pero de todos modos va a tratar de utilizarlos como escudo. Supongo que no tiene en cuenta la falta de escrúpulos de un SS a la hora de disparar a través de un grupo de civiles inocentes, pero por lo menos se reducirá su visibilidad para el disparo. Este plan de evasión me parece genial, sobre todo si se considera que el hombre que lo ha concebido acaba de ser sacudido por una deflagración, tiene la cara ensangrentada y ha dispuesto de menos de tres segundos para elaborarlo. Sin embargo, hay un momento en el que Kubiš no tiene más remedio que exponerse a la pura suerte: cuando se aparta del escudo de pasajeros aturdidos. Pero a menudo el azar, creo yo, decide distribuir equitativamente sus hipidos: Klein, conmocionado aún por la explosión, se crispa sobre su arma, el percutor, el gatillo, la culata o qué se yo, el caso es que se le atasca también. ¿El plan de Kubiš va a funcionar? No, porque el escudo de pasajeros es demasiado compacto ante él. En el montón, algunos ya se han recuperado y, bien porque sean alemanes, simpatizantes, ávidos de proezas o de recompensas, bien porque los aterrorice la idea de que se les pudiera acusar de complicidad, o bien, en otros casos, sencillamente por estar paralizados y ser incapaces de moverse ni un centímetro, no parecen dispuestos a franquearle el paso. Dudo mucho que ni siquiera uno de ellos hubiera intentado sujetarlo, aunque tal vez sí le mostrase un aire vagamente amenazante. Llegamos entonces a esa escena cómica (parece que en cada episodio tiene que haber una) en la que Kubiš, en bici, dispara al aire para abrirse camino a través de los atónitos usuarios de un tranvía. Y consigue pasar. El estúpido de Klein comprende que su presa se le escapa, se acuerda de que tiene un patrón al que proteger y se vuelve hacia Heydrich, que continúa disparando. Pero de repente, el cuerpo del Reichsprotektor gira sobre sí mismo y se derrumba. Klein corre hasta él. El silencio que sigue a la interrupción de los disparos no cae en saco roto. Gabčík decide que si ha de probar suerte, es ahora o nunca. Deja el precario abrigo de su poste telegráfico y echa a correr. Ya ha recuperado todas sus facultades y también llega a reflexionar: para darle una oportunidad a Kubiš él debe tomar una dirección diferente. De golpe, sube por la cuesta. El análisis, sin embargo, no es del todo certero porque al hacer eso, se dirige hacia el puesto de observación de Valčík. Pero Valčík, por el momento, no ha sido identificado como participante en la operación. Heydrich consigue apoyarse en su codo. A Klein, que acaba de llegar hasta él, le ladra: «¡Coge el Schweiehund!» Klein consigue por fin armar su jodida pistola y entonces se inicia la persecución. Dispara hacia delante y Gabčík, provisto de un Colt 9 mm que afortunadamente llevaba como reserva de la Sten, responde. No sé cuántos metros le saca de ventaja. Ahora que caigo, no creo que Gabčík dispare por encima del hombro, por así decir, para darle a su adversario, sino más bien para advertirle del riesgo que corre si se le acerca demasiado. A la carrera, los dos hombres dejan detrás de sí la glorieta sumida en el caos. Pero delante se perfila una figura cada vez más nítida: es la de Valčík, que va a su encuentro. Gabčík lo ve correr con el arma en la mano, detenerse para apuntar y luego desplomarse antes de haber disparado.

«Do píči!» En el momento en que cae, con el muslo atravesado por un violento dolor, Valčík no puede exclamar otra cosa que «¡Mierda, será cabrón!» Alcanzado por una bala del alemán, qué mala suerte. Ahora el gigantesco SS está ya a unos pocos metros. Valčík se cree perdido. No tendrá tiempo de recuperar su arma, que ha dejado caer. Pero cuando Klein llega a su altura, milagro: no se detiene. Ya porque el alemán concede a Gabčík una importancia prioritaria, ya porque, al ir demasiado concentrado en su objetivo, no ha visto que Valčík estaba armado y listo para dispararle, o ni siquiera lo ha visto a secas, lo cierto es que pasa por delante sin pararse ni echarle una mirada. Valčík puede considerarse afortunado, pero aun así echa pestes: se burlarían de él si llega a saberse que le ha dado una bala perdida. Cuando se da la vuelta, los dos hombres han desaparecido.

Abajo, la situación apenas es menos confusa. Una joven rubia, sin embargo, ha comprendido lo que ha pasado. Ella es alemana y ha reconocido a Heydrich, que yace atravesado en la carretera sujetándose la espalda. Con la autoridad que le da la convicción de pertenecer a una raza superior, para un coche y ordena a los dos ocupantes que lleven al Reichsprotektor al hospital más próximo. El conductor protesta: su coche va cargado de cajas de bombones que ocupan el asiento trasero por completo. «¡Descárguelas! Sofort!», ladra la rubia. Nueva escena surreal, relatada por el conductor en persona: los dos checos, sin darse ninguna prisa, empiezan a descargar las cajas de bombones como a cámara lenta, mientras la joven rubia, bonita y elegante en su traje sastre, da vueltas alrededor de Heydrich en el suelo susurrándole unas frases en alemán que él parece no oír. Pero está claro que es el día de esa alemana. Aparece otro vehículo en la glorieta que, de un vistazo, considera más útil. Se trata de una pequeña furgoneta Tatra que reparte betún y cera para suelos. La rubia corre hacia ella gritando sin parar.

—¿Qué ocurre?

—¡Un atentado!

—¿Y qué quiere?

—Tiene que llevar a Herr Obergruppenführer al hospital.

—Pero… ¿por qué yo?

—Su coche está vacío.

—Pero es que ahí dentro no va a estar muy cómodo, hay cajas de betún, huele mal, no es conveniente transportar al protector en tales condiciones…

Schnell!

Mala suerte para el trabajador de la Tatra, le ha tocado a él salir pitando. Un guardia que ha llegado mientras tanto lleva a Heydrich sosteniéndolo en pie. Parece que el Reichsprotektor trata de caminar recto pero no lo consigue. La sangre corre por su uniforme desgarrado. A duras penas logra poner su cuerpo en el asiento del pasajero, delante, mientras aprieta su revólver en una mano y sujeta con la otra la cartera. La furgoneta arranca y circula por la bajada. Pero entonces el conductor cae en la cuenta de que el hospital está del otro lado y tiene que dar media vuelta. La maniobra no le pasa desapercibida a Heydrich, que le grita: «Wohin fahren wir?» Mi flojo nivel de alemán me permite entender la pregunta: «¿Adónde vamos?» El conductor también la entiende, pero como no logra recordar cómo se dice «hospital» (Krankenhaus), no contesta, y en ese momento Heydrich se pone a proferir amenazas blandiendo su arma. Afortunadamente, la furgoneta ha regresado a su punto de partida. El conductor ve a la joven rubia, que todavía sigue ahí y que a su vez, al verlos llegar, corre hacia ellos. El conductor se lo explica. Pero Heydrich masculla algo a la rubia. No puede seguir en ese asiento delantero, está demasiado hundido para él. Entonces ella lo ayuda a salir, se pone en la parte de atrás, boca abajo, entre las latas de cera y las cajas de betún. Heydrich pide que le den su cartera. Se la arrojan a su lado. La Tatra se pone otra vez en marcha. Heydrich sigue sujetándose la espalda con una mano y se oculta la cara con la otra.

Mientras tanto, Gabčík no ha dejado de correr. Con la corbata al viento, el cabello despeinado, se parece a Cary Grant en Con la muerte en los talones, o a Belmondo en El hombre de Río. Pero evidentemente, Gabčík, por muy bien entrenado que esté, no tiene la resistencia prodigiosa de la que el actor francés hará alarde en su extravagante papel. Gabčík, al contrario que Belmondo, no puede correr indefinidamente. Zigzagueando por el barrio residencial de los alrededores, ha llegado a cobrar un poco de ventaja sobre su perseguidor, pero sin dejarlo atrás. Cada vez que tuerce por una calle, tiene unos segundos en los que desaparece de su campo visual. Debe sacar provecho de ello. Sin aliento, divisa una tienda abierta y se mete en su interior, exactamente durante el lapso de tiempo en que Klein no puede verlo. Desafortunadamente para él, no ha podido leer el nombre del establecimiento: carnicería Brauner. Cuando le pide jadeante al dependiente que lo ayude a esconderse, éste se precipita fuera, ve a Klein dando saltos y, sin decir ni una palabra, le señala su tienda con el dedo. No sólo este Brauner es un checo alemán, sino que para colmo tiene un hermano en la Gestapo. Muy mala baza, por tanto, para Gabčík, que se encuentra acorralado en la trastienda de una carnicería nazi. Pero Klein, durante la persecución, ha tenido que darse cuenta de que el fugitivo va armado. No entra, se protege detrás de una maceta y se pone a disparar hacia el interior como un loco. Después de haber esperado detrás del poste telegráfico a que Heydrich dejara de dispararle, la situación de Gabčík no ha cambiado ahora gran cosa. Sin embargo, bien porque recuerde sus cualidades como tirador, bien porque un simple SS de dos metros le impresiona menos que el verdugo de Praga en persona, se siente mucho más capaz de reaccionar. Se descubre por un segundo, distingue el extremo de una silueta que sobrepasa, apunta, dispara, y Klein se derrumba, herido en la pierna. Sin más dilación, Gabčík da un brinco, pasa por delante del alemán, se lanza hacia la calle y se pone a correr. Pero se pierde en un dédalo de callejuelas. Llega a la glorieta siguiente y se queda paralizado. Al final de la calle por la que se disponía a subir, distingue el nacimiento de la curva. En su huida alocada, ha girado en redondo y está a punto de volver a su punto de partida. Parece una pesadilla de Kafka a cámara rápida. Se mete por la otra calle del cruce, que es de bajada, y se precipita hacia el río. Y yo, que cojeo por las calles de Praga y subo por Na Poričí arrastrando la pierna, lo veo alejarse.

La Tatra llega al hospital. Heydrich está amarillo, apenas si se sostiene sobre sus piernas. Lo llevan inmediatamente al quirófano y le quitan la chaqueta. Con el torso desnudo, mira con desdén a la enfermera que se marcha sin pedir más explicaciones. Se queda solo, sentado en la mesa de operaciones. Daría lo que fuera por saber cuánto tiempo exactamente dura esa breve soledad. Aparece un hombre con gabardina negra. Ve a Heydrich, abre los ojos como platos, echa una mirada circular por la habitación y sale enseguida a telefonear: «¡No, no es una falsa alarma! ¡Envíame un escuadrón de SS inmediatamente! ¡Sí, Heydrich! Repito: el Reichsprotektor está aquí y está herido. No, no sé nada más. Schnell!» A continuación viene un primer médico, checo. Está blanco como un lienzo pero nada más llegar empieza a examinar la herida con unas pinzas y unos algodones. Tiene ocho centímetros de largo y contiene muchos fragmentos e inmundicias. Heydrich no rechista mientras las pinzas escudriñan en la herida. Un segundo médico, este alemán, irrumpe en la sala. Pregunta qué ocurre, y ve a Heydrich. Enseguida golpea los tacones y exclama: «Heil!» A continuación prosiguen examinando la herida. El riñón no ha sido dañado, tampoco la columna vertebral, el diagnóstico preliminar parece alentador. Ponen a Heydrich en una silla de ruedas y lo llevan a radiografía. Por los pasillos parece que los SS han copado el hospital. Se toman las primeras medidas de seguridad: embadurnar con pintura blanca todas las ventanas que dan al exterior, con el fin de evitar a los francotiradores, y colocar nidos de ametralladoras en el tejado. Y por supuesto, poner de patitas en la calle a todos los enfermos que sobren. Heydrich se levanta de la silla y va por su propio pie a situarse delante del aparato de rayos X, haciendo grandes esfuerzos por tener un porte digno. La radiografía revela que el daño ha sido mayor. Una costilla está rota, el diafragma está perforado y la caja torácica dañada. Descubren que hay algo alojado en el bazo, una esquirla de la bomba o un trozo de la carrocería. El médico alemán se inclina hacia el herido:

—Herr Protektor, vamos a tener que operarlo…

Heydrich, lívido, dice que no con la cabeza:

—¡Quiero un cirujano de Berlín!

—Pero su estado exige… exigiría una intervención inmediata…

Heydrich reflexiona. Comprende que está en juego su piel, que el tiempo no corre a su favor, y acepta que manden venir al mejor especialista que haya en la clínica alemana de Praga. Inmediatamente lo llevan otra vez a la sala de operaciones. Karl Hermann Frank y los primeros miembros del gobierno checo empiezan a llegar. El pequeño hospital de barrio conoce una efervescencia como nunca había conocido ni volverá a conocer jamás.

Kubiš se gira sin detenerse y ve que nadie lo persigue. Lo ha logrado. ¿Pero exactamente qué es lo que ha logrado? Matar a Heydrich no, ya que tenía toda la pinta de estar en plena forma cuando lo dejó rociando a tiros a Gabčík, y ayudar a Gabčík tampoco, porque parecía en serias dificultades con su Sten enmudecida. En cuanto a ponerse fuera de peligro, era obvio que lo había conseguido sólo de modo provisional. La batida empezará de un minuto a otro, y su descripción no será muy complicada: un hombre en bicicleta con una herida en la cara. No se le ocurre nada más fácilmente reconocible. Y queda otro dilema por resolver: la bici le permite una movilidad preciosa para alejarse rápidamente de la zona del atentado, pero lo hace mucho más expuesto ante cualquier control. Kubiš opta por deshacerse de ella. Reflexiona mientras pedalea. Bordea el lugar del atentado y va a dejar su vehículo delante de la zapatería Bata, en el barrio del viejo Liben. Habría sido preferible cambiar de sector pero cada segundo que pasa a la intemperie incrementa las posibilidades de que lo detengan. Por eso elige buscar refugio en casa de su contacto más cercano, la familia Novák. Penetra en un edificio de viviendas obreras y sube los escalones de cuatro en cuatro. Una vecina lo interpela: «¿Busca a alguien?» Se tapa torpemente la cara.

—A la señora Nováková.

—Está ausente, pero acabo de dejarla, volverá enseguida.

—La esperaré.

Kubiš sabe que la brava señora Nováková nunca cierra su puerta para que él y sus amigos puedan aparecer por allí cuando lo consideren oportuno. Entra en el piso y se arroja sobre el sofá. Primer segundo de respiro en esta larguísima y espantosa mañana.

El hospital de extrarradio Bulovka se asemeja ahora a la cancillería del Reich, al búnker de Hitler y a la sede de la Gestapo a la vez. Las fuerzas de choque de las SS dispuestas alrededor, en, sobre y debajo del edificio, están preparadas para enfrentarse a toda una división de blindados soviéticos. Sin embargo, esperan al cirujano. Frank, el antiguo librero de Karlovy Vary, abrasa cigarrillo tras cigarrillo como si fuera a ser papá. De hecho rumia: habrá que informar a Hitler.

La ciudad está en zafarrancho de combate: en Praga, todo aquel que lleve uniforme ha sido poseído por unas irreprimibles ganas de correr en cualquier dirección. La agitación es máxima, la eficacia prácticamente nula. Si Gabčík y Kubiš hubieran querido tomar el tren en la estación de Wilson (desbautizada) para abandonar la ciudad en las dos horas que siguieron al atentado, habrían podido hacerlo con toda tranquilidad.

Curiosamente Gabčík, peor parado, tiene menos problemas: debe encontrar como sea una gabardina porque su descripción seguro que va a mencionar que carece de ella, al haber tenido que abandonar la suya a los pies del Mercedes, pero en cambio conserva toda su integridad física, no tiene ninguna herida en el cuerpo, ni visible ni invisible. A fuerza de correr, llega hasta el barrio de Žižkov. Una vez allí, recupera el aliento y la calma, compra un ramo de violetas y llama a la puerta del profesor Zelenka, miembro de Jindra, la organización de resistencia de los Sokols. Ofrece el ramo de violetas a la señora Zelenka, pide prestada una gabardina y vuelve a marcharse. O quizá pidiera prestada la gabardina en casa de los Svatoš, que le habían prestado ya la cartera, también abandonada en la curva, pero los Svatoš viven demasiado lejos, en el corazón de la ciudad, en la plaza Wenceslao; en este punto los testigos no se aclaran y me pierdo un poco. Sea como sea, él vuelve enseguida al domicilio de los Fafek, donde lo aguardan un baño caliente y su jovencísima novia, Libena. Ignoro lo que hacen y lo que dicen. Pero sabemos que Libena estaba al corriente de todo. Debió de sentirse muy feliz al verlo otra vez con vida.

Kubiš se lava la cara, la señora Novák le aplica tintura de yodo, la vecina, buena persona, le presta una camisa de su marido para que pueda cambiarse, una camisa blanca con rayas azules. Completa su disfraz con un uniforme de ferroviario, prestado por el señor Novák. Con su apariencia de obrero, su rostro hinchado atraerá menos la atención: los trabajadores son más proclives a los accidentes que los caballeros con traje, como todo el mundo sabe. Queda un problema: habría que ir a recuperar la bicicleta dejada delante de Bata. Está demasiado cerca de la curva, la policía la encontrará enseguida. Como caída del cielo, la pequeña Jindriska, la benjamina de los Novák, llega toda feliz de la escuela y está muerta de hambre, ya que se come pronto en Checoslovaquia. Mientras se dispone a hacerle la comida, su mamá le confía una misión: «Un señor que conozco ha dejado su bicicleta delante de los almacenes Bata. Ve por ella y déjala en el patio. Y si alguien te pregunta de quién es esa bicicleta, no le contestes, ha tenido un accidente y podría causarle problemas…». La chica sale a escape mientras su madre le grita: «¡Y no intentes usarla, que no sabes! ¡Pon atención a los coches…!».

Un cuarto de hora más tarde, vuelve con la bici. Una señora le ha preguntado, pero, siguiendo las instrucciones, ella no ha abierto la boca. Misión cumplida. Kubiš ya puede irse tranquilo. Aunque lo de tranquilo es una manera de hablar, evidentemente, tan tranquilo como pueda estarlo alguien que se sabe abocado a convertirse en uno de los dos hombres más buscados del Reich en las próximas horas, quizá minutos.

La situación de Valčík, en tanto que su participación en los hechos todavía no ha sido claramente establecida, es quizá un poco menos delicada. Pero pasearse por una Praga en estado de máxima alerta, cojeando y herido de bala, no permite sin duda afrontar el inmediato futuro con serenidad. Encuentra refugio en casa de un colega y amigo de Alois Moravec, empleado como él en el ferrocarril, resistente y protector de paracaidistas como él, y como él casado con una mujer totalmente leal a quienes luchan contra el ocupante. Ella es quien deja entrar a Valčík, muy pálido, a quien conoce bien por haberlo recibido, alojado y escondido a menudo, pero a quien llama Mirek porque ignora su verdadera identidad. A cambio, como por toda la ciudad corre ya el rumor, le pregunta nada más verlo: «Mirek, ¿estás al corriente de que ha habido un atentado contra Heydrich?» Valčík levanta la cabeza: «¿Ha muerto?» Todavía no, le dice, y Valčík baja la cabeza de nuevo. Pero ella no puede sustraerse de hacerle la pregunta que la está quemando en los labios: «¿Estás en el ajo?» Valčík tiene aún fuerzas para sonreír: «¡Vaya idea! Mi corazón es demasiado blando para eso.» Ella ha tenido ocasión de calibrar la pasta de la que está hecho ese hombre y, en consecuencia, sabe que está mintiendo. Valčík, por otra parte, lo hace de manera refleja y no espera que lo crea. Ella no se percata en absoluto de que está cojo, pero le pregunta si necesita alguna cosa. «Un café muy cargado, por favor.» Valčík le pregunta también si ella podría ir a dar una vuelta por la ciudad para informarle de lo que acontece. Luego él también tomará un buen baño, porque le duelen las piernas. La mujer y el marido se dicen que tal vez haya caminado demasiado. Hasta el día siguiente por la mañana, cuando encuentren rastros de sangre por las sábanas, no se darán cuenta de que lo han herido.

El cirujano llega al hospital a eso de las doce en punto y enseguida comienza la operación.

A las doce y cuarto, Frank traga saliva y llama a Hitler. Como era previsible, Hitler no está nada contento. Lo peor es cuando Frank debe confesarle que Heydrich circulaba sin escolta, en un Mercedes descapotable y encima sin blindar. Al otro extremo del hilo, para variar, aúlla. Las vociferaciones hitlerianas pueden significar dos cosas: por una parte, ese hatajo de perros que constituye el pueblo checo va a pagar cara su audacia; por otra parte, ¡cómo es posible que Heydrich, su mejor elemento, un hombre de su envergadura, de su importancia para el buen funcionamiento de todo, todo el Reich, ha podido ser tan cretino para dar pruebas de una negligencia tan culpable, sí, culpable! La cosa es sencilla, inmediatamente hay que:

1. Fusilar a 10.000 checos.

2. Ofrecer 1.000.000 de Reichmarks a cualquiera que contribuya al arresto de los criminales.

Hitler siempre ha sido aficionado a las cifras, a ser posible redondas.

Por la tarde, Gabčík, acompañado de Libena, porque una pareja levanta menos sospechas que un hombre solo, va a comprar un sombrero tirolés para pasar por alemán, un sombrerito verde con una pluma de faisán. E, inesperadamente, su disfraz funciona por encima de las expectativas: un SS de uniforme lo llama. Le pide fuego. Gabčík, ceremoniosamente, saca su encendedor y le enciende el cigarrillo.

Yo también me voy a encender uno. Me siento un poco como un grafómano neurasténico errando por Praga. Creo que voy a hacer una pequeña pausa.

Pero no hay pausa que valga. Hay que pasar este miércoles.

El comisario Pannwitz, el hombre de gabardina negra que apareció por el hospital, al que la Gestapo había enviado para obtener noticias, es el encargado de la investigación. A la luz de los indicios dejados en el lugar del crimen, una Sten y una cartera con una bomba anticarro de fabricación inglesa en su interior, el origen del atentado no es ningún misterio: lleva la firma de Londres. Hace un informe para Frank, quien llama otra vez a Hitler. No ha sido la Resistencia interior la que ha dado el golpe. Frank desaconseja las represalias masivas, que sugerirían la existencia de una fuerte oposición entre la población local. Las ejecuciones individuales de sospechosos o de cómplices, con sus familias, para dar ejemplo, llevarán el asunto a sus justas proporciones: una acción individual, organizada desde el extranjero. Se trata ante todo de conjurar ante la opinión pública la enojosa impresión de que el atentado es la expresión de una revuelta nacional. Sorprendentemente, Hitler más o menos se deja convencer de esta relativa propuesta de moderación. Las represalias masivas se suspenden provisionalmente. Sin embargo, en cuanto cuelga, Hitler escupe sapos y culebras junto a Himmler. Así que los checos no quieren a Heydrich, ¿no? ¡Pues les mandaremos a alguien peor! Para ello se impone, necesariamente, un tiempo de reflexión, porque encontrar a alguien peor que Heydrich es difícil. Hitler y Himmler se devanan los sesos. Hay algunos Waffen SS de alto rango que serían bastante indicados para organizar una carnicería, pero están todos movilizados en el frente del Este, donde, en esa primavera de 1942, tienen mucho que hacer. Finalmente se conforman con la opción de Kurt Dalüge porque oportunamente se encuentra ya en Praga por razones de salud. La ironía quiere que Dalüge, jefe de la policía regular del Reich y recientemente nombrado Oberstgruppenführer, sea un rival directo de Heydrich. Con la diferencia de que aquél está lejos de hacerle sombra a éste. Heydrich siempre se refiere a él como «el estúpido». Si se despierta, va a sentirse francamente humillado. En cuanto se restablezca, habrá que ir pensando en cómo promocionarlo.

Y entonces se despierta. La operación ha transcurrido adecuadamente. El cirujano alemán es más bien optimista. Ha habido que proceder a extirpar el bazo, pero no ha habido ninguna complicación que destacar. La única cosa un tanto sorprendente es esa especie de mechones de pelo encontrados en la herida y dispersos por todo el cuerpo. Los doctores han dedicado un tiempo a interpretar de dónde procedía eso: por lo visto proviene del asiento de cuero del Mercedes, reventado por el impacto, que estaba relleno de crin de caballo. En la radiografía se temía que unos pequeños fragmentos de metal se hubieran alojado en los órganos vitales. Pero no es nada de eso, y el gotha germanopragués empieza a respirar. Lina, que no ha sido avisada hasta las 15 horas, está a su lado. Aún grogui, articula débilmente, dirigiéndose a su mujer: «Cuida de nuestros hijos.» En esos momentos no parece estar muy seguro de su futuro.

La tía Moravec está loca de alegría. Irrumpe en la portería y le pregunta al portero: «¿Se sabe algo de Heydrich?» Sí, saben algo, por la radio, no se habla de otra cosa. Pero también dan el número de serie de la segunda bicicleta abandonada en el lugar de los hechos. Su bicicleta. Olvidaron borrarlo. Su alegría decae inmediatamente y se transforma en un amargo lamento. Palidece, les reprocha a los muchachos su negligencia. Pero está dispuesta a acudir en su ayuda. Esta dama pequeña es decididamente una mujer de acción y no es momento de lamentarse. No sabe dónde pueden estar, pero tiene que encontrarlos. Incansable, vuelve a salir.

Por todas las zonas de la ciudad se pegan los habituales carteles rojos bilingües que se utilizan siempre que hay que comunicar algo a la población local, y éste, que quedará sin ninguna duda como la joya de la colección, proclama:

1. EL 27 DE MAYO DE 1942 SE HA COMETIDO EN PRAGA UN ATENTADO CONTRA EL REICHSPROTEKTOR INTERINO, SS OBERGRUPPENFÜHRER HEYDRICH.

Para el arresto de los culpables se ha previsto una recompensa de diez millones de coronas. Cualquiera que dé cobijo a esos criminales, les proporcione ayuda o, conociéndolos, no los denuncie será fusilado con toda su familia.

2. En la región del Oberlandrat de Praga se proclama el estado de sitio a partir de la lectura de esta ordenanza en la radio. Se tomarán las siguientes medidas:

a) Se prohíbe a la población civil, sin excepción, salir a la calle desde el 27 de mayo a las 21 h. hasta el 28 de mayo a las 6 h.;

b) Cierre absoluto de pensiones y restaurantes, cines, teatros, lugares de recreo, y suspensión de todo el tráfico en la vía pública durante esas mismas horas;

c) Cualquiera que, despreciando esta prohibición, aparezca en la calle será fusilado si no se para al primer requerimiento;

d) Están previstas otras medidas y, en caso de que sean necesarias, serán anunciadas por la radio.

A partir de las 16:30 h, esta ordenanza es leída en la radio alemana. A partir de las 17 h, la radio checa empieza a difundirla cada media hora. A partir de las 19:40 h cada diez minutos, y desde las 20:20 h hasta las 21 h, cada cinco minutos. Supongo que quienes vivieron aquella jornada en Praga, si es que están vivos hoy en día, pueden todavía recitar de memoria el texto íntegro. A las 21:30 h, el estado de sitio se extiende por todo el Protectorado. Mientras tanto, Himmler ha vuelto a llamar a Frank para confirmar las nuevas directrices de Hitler: ejecutar inmediatamente a las cien personalidades más significativas que haya entre los rehenes encarcelados por prevención desde la llegada de Heydrich a Praga en octubre del año pasado.

En el hospital, se vacían los armarios de toda la morfina que pueda encontrarse para aliviar al gran herido.

Al caer la noche, se lleva a cabo una demente batida. 4.500 hombres de las SS, SD, NSKK, Gestapo, Kripo y demás Schupo, más tres batallones de la Wehrmacht ponen cerco a la ciudad. Con la colaboración de la policía checa, el número de hombres que participa en la operación es más de 20.000. Todas las vías de acceso son neutralizadas, los grandes ejes bloqueados, las calles cortadas, los inmuebles registrados, la gente registrada. Veo por todas partes a hombres armados saltar de camiones sin toldo, correr en formación de un edificio a otro, invadir los huecos de las escaleras con el martilleo de las botas y el ruido del acero, golpear en las puertas, gritar órdenes en alemán, sacar a la gente de su cama, poner patas arriba su piso, maltratarlos duramente y ladrarles encima. Especialmente los SS parecen haber perdido por completo el control de sus nervios y van por las calles como locos furiosos, disparan a las ventanas que ven encendidas o que sencillamente están abiertas, porque temen en todo momento ser el blanco de francotiradores emboscados. Praga está más que en estado de sitio. Se parece a la guerra. La operación policial, tal como es ejecutada, sumerge a la ciudad en un caos indescriptible. 36.000 pisos son visitados por la noche para obtener un resultado irrisorio, en vista de los medios desplegados. Se detiene a 541 personas, entre ellas a tres o cuatro vagabundos, una prostituta, un delincuente juvenil y, eso sí, a un jefe de la Resistencia comunista pero que no tiene ninguna relación con «Antropoide». De todos ellos, se suelta enseguida a 430. Y no se encuentra ningún rastro de los paracaidistas clandestinos. O lo que es peor, no se tiene ni el menor asomo de un principio de pista. Gabčík, Kubiš, Valčík y sus amigos han debido de pasar una extraña noche. Me pregunto si alguno de ellos llegó a dormir algo. Me sorprendería mucho. Desde luego, yo duermo fatal en este momento.

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En la segunda planta del hospital, enteramente vacía de otros enfermos, Heydrich está echado en su cama, débil, con los sentidos embotados y el cuerpo adolorido, pero consciente. Se abre la puerta. Un guardia deja entrar a su mujer, Lina. Intenta sonreírle, está contento de que ella esté ahí. También ella se siente aliviada al ver a su marido en la cama, muy pálido, pero vivo. Ayer, cuando lo vio justo antes de la operación, inconsciente y totalmente blanco, creyó que estaba muerto; y cuando abrió los ojos, su estado no parecía ser mucho mejor. No se ha creído las palabras tranquilizadoras de los doctores. Y si los paracaidistas no han conciliado el sueño, la noche de ella tampoco ha sido muy buena que digamos.

Esta mañana le lleva una sopa caliente en un termo. Ayer víctima de un atentado, hoy ya en la piel de un convaleciente. La bestia rubia tiene la piel dura. Saldrá de ésta, como siempre.

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La señora Moravec viene a buscar a Valčík. El valiente ferroviario en cuya casa ha dormido no quiere dejarlo marchar así como así. Le entrega un libro para que lo vaya leyendo en el tranvía y de ese modo poder ocultar su rostro: Treinta años de periodismo, de H. W. Steed. Valčík se lo agradece. Una vez que se ha ido, la mujer del ferroviario ordena su cuarto y, al hacer la cama, encuentra sangre en las sábanas. No conozco la gravedad de su herida, pero sé que todos los médicos del Protectorado están obligados, por mandato, a declarar a la policía cualquier herida de bala, bajo pena de muerte.

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Gabinete de crisis tras los negros muros del palacio Petschek. El comisario Pannwitz hace un resumen: considerando los indicios recogidos en el lugar del crimen, sus primeras conclusiones son que se trata de un atentado planeado por Londres y ejecutado por dos paracaidistas. Ésa es también la opinión de Frank. Pero Dalüge, nombrado la víspera, se teme en cambio que el atentado sea la señal de un levantamiento nacional organizado. Ordena, como medidas preventivas, fusilar sin titubeos y reunir a todos los efectivos policiales de la región para intensificar la presencia de la policía en la ciudad. Frank está verde. Es evidentísimo que el atentado lleva la firma de Beneš, pero ése no sería el caso. Políticamente, le importa un comino saber si la Resistencia interior está implicada o no: «¡Hay que borrar de la opinión mundial la impresión de que se trata de una revuelta nacional! Debemos decir que se trata tan sólo de una acción individual.» Además, con una campaña de detenciones y ejecuciones masivas se corre el riesgo de desorganizar la producción. «¿He de recordarle la importancia vital de la industria checa para el esfuerzo de guerra alemán, Herr Oberstgruppenführer?» (¿Por qué he inventado esta frase? Sin duda porque la habrá dicho de verdad.) El visir creía llegada su hora. En lugar de eso, le imponen a ese Dalüge que no tiene ninguna experiencia como hombre de Estado, que no conoce nada de los asuntos del Protectorado y que apenas si debe de saber ubicar Praga en el mapa. Frank no es contrario a una demostración de fuerza: ya sabe que hacer reinar el terror en las calles no les perjudica. Pero ha aprendido las lecciones políticas de su maestro: nunca palo sin zanahoria. La redada histérica de la noche anterior ha demostrado con creces lo inútil que es este tipo de acciones. Una buena campaña de incentivos a la delación, bien llevada, sin escatimar en gastos, dará, por el contrario, mejores resultados.

Frank abandona la reunión. Bastante tiempo ha perdido ya con Dalüge. Un avión lo aguarda para llevarlo acto seguido a Berlín, donde tiene una cita con Hitler. Confía que el genio político del Führer no ceda el paso a su rabia proverbial. Tal como fue la entrevista telefónica de ayer, más le vale ser muy convincente. En el avión, Frank prepara cuidadosamente la exposición de las medidas que preconiza. Con el fin de no pasar por un blando, recomienda invadir la ciudad de carros de combate, desplegar regimientos, cortar algunas cabezas, pero, una vez más, evitar las represalias masivas. Aconseja, antes bien, presionar a Hácha y a su gobierno con la amenaza de suprimir la autonomía del Protectorado y de poner todos los organismos checos, sea cual sea su naturaleza, bajo control alemán. Más todas las medidas de intimidación habituales, presiones, chantaje, vejaciones, etc., pero, por el momento, bajo forma de ultimátum. Lo ideal sería proceder de manera que los propios checos les entreguen a los paracaidistas.

Las preocupaciones de Pannwitz son diferentes. Su terreno es la investigación, no la política. Colabora con dos superdetectives enviados por Berlín, que todavía siguen pasmados por las «proporciones catastróficas» del caos con que se han encontrado al llegar. Delante de Dalüge se callan, pero se quejan a Pannwitz de haber precisado una escolta para poder regresar a su hotel sanos y salvos. Sobre el comportamiento de los perros rabiosos de las SS, su diagnóstico no tiene paliativos: «Están completamente locos. No van a encontrar el camino para salir del caos que ellos mismos están creando, y menos aún van a encontrar así a los asesinos.» Hay que actuar con más método. En menos de veinticuatro horas, los tres investigadores ya han obtenido algunos resultados nada desdeñables: gracias a los testimonios recogidos, están a punto de reconstruir con bastante exactitud la evolución del atentado, y poseen, aunque todavía un tanto vaga (¡estos jodidos testigos nunca pueden ponerse de acuerdo en lo que han visto!), una descripción de los dos terroristas. Pero siguen sin tener ninguna pista para llegar hasta ellos. La buscan, sin embargo, lejos de la agitación de la calle, escudriñando en los dosieres de la Gestapo.

Y encuentran aquella vieja foto hallada en el cadáver del valeroso capitán Morávek, el último de los Tres Reyes, el jefe de la red, abatido en un tiroteo en un tranvía hace dos meses. En esa foto, el guapo Valčík tiene un aire inexplicablemente abotargado. Pero no cabe duda de que es Valčík. Los policías no cuentan con ningún indicio que relacione ese nombre con el atentado. Pueden pasar al dosier siguiente o decidir sacar partido de esta fotografía a ver qué pasa. Si fueran como Maigret, a eso se le llamaría tener olfato.

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Hanka, joven checa y agente de enlace, llama a la puerta de los Moravec. La conducen hasta la cocina. Allí encuentra, sentado en un sillón, a Valčík, a quien conoce de cuando era camarero en Pardubice, la ciudad donde ella vive con su marido. Siempre tan afable, la sonríe a la vez que se excusa: se ha torcido el tobillo y no puede levantarse.

Hanka tiene el encargo de transmitir el informe de Valčík al grupo de Bartoš, que se ha quedado en Pardubice, para que éste pueda informar a Londres con ayuda de la «Libuše», la valiosa radioemisora. Valčík le ruega a la joven que no mencione su herida. Como responsable de «Silver A», el capitán Bartoš sigue siendo oficialmente su jefe de misión. Pero desde el principio desaprueba el atentado. En cierto modo, Valčík se ha transferido él mismo de «Silver A» a «Antropoide». Visto el cariz de los acontecimientos, considera que sólo tiene que rendir cuentas a sus dos amigos, Gabčík y Kubiš, que espera que estén a salvo, a Beneš en persona, si acaso, y tal vez a Dios (me han dicho que era creyente).

La joven vuelve corriendo a la estación. Pero antes de tomar el tren, se queda paralizada ante un nuevo cartel rojo. Telefonea inmediatamente a los Moravec: «Deberían venir a ver una cosa interesante.» En el cartel aparece la foto de Valčík, y debajo: 100.000 coronas de recompensa. Sigue después una descripción relativamente imprecisa del paracaidista, suerte que se añade al hecho de que la foto sea poco parecida. Se menciona su verdadero apellido, pero el nombre y la fecha de nacimiento (que lo rejuvenece cinco años) son erróneos. Una pequeña nota al final recuerda lo sabroso de los avisos de busca y captura: «La recompensa será entregada con la mayor discreción.»

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Pero hay mejores cosas que ver que ese cartel.

Bata ha amasado su imperio antes de la guerra. Empezando con una pequeña fábrica de calzado en su ciudad, Zlín, desarrolló una inmensa empresa que cuenta con tiendas por todo el mundo y, sobre todo, en Checoslovaquia. Para huir de la ocupación alemana, emigró a América. Pero pese al exilio del dueño, los comercios continuaron abiertos. En la gran avenida Wenceslao, abajo del todo, en el número 6, se alza un inmueble que es una gigantesca tienda Bata. Esta mañana en el escaparate no hay zapatos expuestos sino otro tipo de artículos. Una bicicleta, dos carteras de piel y, sobre un perchero, una gabardina y una boina, cuerpos del delito hallados en los lugares del crimen, acompañados de una llamada a los testigos. Los transeúntes que se paran delante del escaparate pueden leer:

Considerando la recompensa prometida de diez millones de coronas por las indicaciones que lleven al arresto de los culpables y que será pagada íntegramente, conviene señalar que se busca respuesta a las cuestiones siguientes:

1. ¿Quién puede dar alguna información sobre los criminales?

2. ¿Quién se percató de su presencia en los lugares del crimen?

3. ¿A quién pertenecen los objetos descritos y, ante todo, a quién le falta esta bicicleta de señora, este abrigo, esta boina y esta cartera?

Cualquiera que pudiera suministrar la información solicitada y no la comunicara voluntariamente a la policía será fusilado con su familia, en los términos de la ordenanza del 27 de mayo sobre la proclamación del estado de sitio.

Todas las personas pueden estar tranquilas de que sus indicaciones serán recibidas de manera estrictamente confidencial.

Por otra parte, desde el 28 de mayo de 1942, los propietarios de casas, pisos, hoteles, etc., de todo el Protectorado están obligados a declarar ante la policía a todas las personas cuya estancia todavía no haya sido anunciada en las comisarías. La infracción a esta prescripción será castigada con la muerte.

SS-Obergruppenführer

Jefe de la policía

adjunto del Reichsprotektor

de Bohemia-Moravia

K. H. Frank

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El gobierno checo en el exilio declara que el atentado perpetrado contra el monstruo Heydrich es a la vez un acto de venganza, un rechazo del yugo nazi y un símbolo para todos los pueblos oprimidos de Europa. Los golpes dados por los patriotas checos son un testimonio de solidaridad enviado a los Aliados y de fe en la victoria final que resonará en el mundo entero. Nuevas víctimas entre los checos caen ya bajo las balas de los pelotones de ejecución alemanes. Pero este nuevo ataque de furor nazi también será aniquilado por la resistencia inflexible del pueblo checo y sólo servirá para reforzar su voluntad y su determinación.

El gobierno checo en el exilio anima a la población a esconder a los héroes desconocidos y amenaza con un justo castigo para cualquiera que los traicione.

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En su apartado de correos de Zúrich, el coronel Moravec recibe un telegrama enviado por el agente A54: «Wunderbar —Karl.» Paul Tümmel, alias A54, alias René, alias Karl, no se ha visto jamás con Gabčík ni con Kubiš y no ha participado directamente en los preparativos del atentado. Pero con esa simple palabra, tras el anuncio de la noticia, se hace eco del poderoso sentimiento de euforia experimentado por todos los combatientes contra el nazismo en el mundo.

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Suena el timbre de la portería. Es Ata, la hija de los Moravec, que viene a buscar a Valčík. El portero no quiere que se vaya. Podría vivir en el desván, en el quinto, nadie iría a buscarlo allá arriba… A Valčík le gustan los pasteles que le hace la mujer del portero, dice que son tan buenos como los de su madre. Aquí juega a las cartas escuchando la BBC. La primera noche se tuvo que esconder en el sótano porque un agente de la Gestapo pasó por el edificio, pero se siente seguro entre estas personas. Entonces, ¿por qué no se queda?, insiste el portero. Valčík le explica que ha recibido órdenes, que es un soldado, que tiene que obedecer y que ha de reunirse con sus camaradas. El portero no tiene por qué preocuparse, ya le han encontrado un refugio seguro. Lo único es que debe de hacer bastante frío. Le harán falta mantas y ropa de abrigo. Valčík coge su gabán, se pone un par de gafas verdes sobre la nariz y sigue a Ata, que es quien debe llevarlo hasta su nuevo escondite. Olvida en casa del portero el libro que su precedente anfitrión le había prestado. En el interior del libro está escrito el nombre del propietario. Éste salvará la vida gracias a ese olvido.

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