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Segunda parte » 257

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Capitulación y servilismo son las dos tetas del petainismo, un arte en el que el viejo presidente Hácha, ni más chocho ni menos chocho que su homólogo francés, ha pasado directamente a ser un maestro. Como testimonio de su buena voluntad, decide, en nombre del gobierno fantoche que él preside, doblar la recompensa ofrecida por la captura de los asesinos. Las cabezas de Gabčík y Kubiš pasan, por tanto, a valer diez millones de coronas cada una.

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Los dos hombres que se presentan a la puerta de la iglesia no vienen a misa. La iglesia ortodoxa San Carlos Borromeo, hoy rebautizada iglesia de San Cirilo y San Metodio, es un edificio macizo pegado a un lateral de la calle Resslova, calle en pendiente que sale de la plaza Carlos y baja hacia el río, en pleno corazón de Praga. El maestro de escuela Zelenka, alias «tío Hajsky» de la organización Jindra, es recibido por el padre Petrek, sacerdote ortodoxo. Le lleva un amigo. Es el séptimo. Se trata de Gabčík. Le hace penetrar por una trampilla en la cripta de la iglesia. Allí, en medio de los nichos de piedra en los que antaño se ponía a los muertos, se reencuentra con sus amigos Kubiš y Valčík, pero también con el teniente Opálka y otros tres paracaidistas, Bublík, Švarc y Hrubý. Uno por uno, Zelenka los ha reunido aquí porque a la Gestapo, que continúa registrando sin descanso en los pisos de la ciudad, no se le ha ocurrido todavía la idea de buscar en las iglesias. Sólo queda un paracaidista de quien no se tiene ninguna noticia: Karel Čurda. Es inencontrable, nadie sabe dónde está, ni si está escondido o detenido, ni siquiera si vive todavía.

La llegada de Gabčík causa sensación en la cripta. Sus camaradas corren a abrazarlo. Reconoce a Valčík, teñido de moreno, luciendo un fino bigote marrón, y a Kubiš, con el ojo hinchado y el rostro aún señalado, que le manifiestan expresivamente su alegría por volver a verlo. Gabčík, emocionado, llora, o ríe a carcajadas. Es evidente que se siente muy feliz de reencontrar a sus amigos casi sanos y salvos. Pero está desolado por el giro que han tomado los acontecimientos. Una vez terminados los saludos, Gabčík empieza una amarga letanía a la que sus amigos van a tener que habituarse: entre una mezcla de excusas y de lamentaciones, maldice a esa jodida Sten que se encasquilló en el preciso momento en que apuntaba a Heydrich.

Todo es por mi culpa, dice. Lo tenía delante de mí, era hombre muerto. Y luego esa mierda de Sten… Todo es demasiado estúpido. ¿Y está herido? ¿Lo hiciste tú, Jan? ¿Gravemente? ¿Tú crees? Muchachos, estoy totalmente jodido. Todo es por mi culpa. Tendría que haberlo rematado con el Colt. Disparaba a todas partes, tuve que salir corriendo, con el otro gigante pisándome los talones… Gabčík se siente avergonzado y sus amigos no consiguen consolarlo. No es tan grave, Jozef. Lo que hemos hecho ya es enorme, ¿no te das cuenta? ¡Al mismísimo verdugo! ¡Lo habéis herido! Heydrich está herido, es verdad, él lo vio caer, pero dicen que se recupera lentamente en el hospital. De aquí a un mes, estará de nuevo trabajando, y quizá más que antes, eso seguro, las bestias como él jamás se cansan. De todos modos, los nazis siempre han tenido una suerte insultante para escapar de los atentados (me acuerdo del de Hitler, en 1939, que debe dar su discurso anual en su famosa cervecería de Múnich entre las 20 y las 22 horas pero abandona la sala a las 21:07 con el fin de no perder su tren, y la bomba explota a las 21:30, matando a ocho personas). Lamentablemente, «Antropoide» ha fracasado, no piensa en otra cosa y ha sido por su culpa. Jan no tiene nada que reprocharse. Arrojó la granada, casi no le acertó al coche pero en definitiva es quien hirió a Heydrich. Menos mal que Jan estaba allí. No han cumplido su misión, pero gracias a él han dado en el blanco. Ahora ya se sabe que Praga no es Berlín y que los alemanes no pueden comportarse aquí como en su propia casa. Aunque no se trataba de meter miedo a los alemanes, no era este el objetivo de Antropoide. Quizá, después de todo, el objetivo fuera demasiado ambicioso: jamás se ha matado a un dignatario nazi de semejante nivel. ¡Pero qué estoy diciendo! Sin esa porquería de Sten, le habría ajustado las cuentas, a ese cerdo… ¡La Sten, la Sten!… Una verdadera mierda, ya les digo.

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El estado de Heydrich empeora brusca e inexplicablemente. Un fuerte acceso de fiebre se apodera del protector. Himmler ha acudido a su cabecera. El largo cuerpo de Heydrich se extiende desfallecido bajo una corta sábana blanca empapada de sudor. Los dos hombres filosofan sobre la vida y la muerte. Heydrich cita una frase sacada de la ópera de su padre: «El mundo es un organillo que Nuestro Señor toca y todos debemos bailar según su música.»

Himmler pide explicaciones a los médicos. La curación del paciente les parecía en buen camino pero de pronto se ha declarado una violenta infección. Quizá la bomba contuviera algún tipo de veneno, o sean las crines del asiento del Mercedes, que han traspasado el bazo, hay varias hipótesis, no sabrían decir cuál es la buena. Pero si, como creen, se trata de un principio de septicemia, la infección se propagará muy rápidamente y la muerte se producirá en cuarenta y ocho horas. Para salvar a Heydrich, haría falta algo que el Reich no posee en ninguna parte de todo su inmenso territorio: penicilina. Y no va a ser Inglaterra la que se la proporcione.

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El 3 de junio, la radioemisora Libuše recibe este mensaje de felicitación, dirigido a «Antropoide»:

«De parte del presidente. Soy muy feliz porque han conseguido mantener el contacto. Se lo agradezco sinceramente. Constato su absoluta determinación y la de sus amigos. Lo que me demuestra que la nación entera se solidariza. Puedo asegurarles que esto dará sus frutos. Los acontecimientos de Praga tienen un gran impacto aquí y contribuyen mucho al reconocimiento de la resistencia del pueblo checo.»

Pero Beneš no sabe que lo mejor está por llegar. Y también lo peor.

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Anna Maruščáková es una joven y bonita obrera a la que han despedido hoy de su trabajo. Por eso, cuando el correo de la tarde trae una carta dirigida a ella, el director de la fábrica, sin ningún miramiento, la abre y la lee:

Querida Ania,

Perdona que te escriba con tanto retraso, pero espero que lo comprenderás, pues sabes que tengo muchas preocupaciones. Lo que quería hacer, ya lo he hecho. Cuando pasó lo del día fatal, yo dormí en Čabárna. Voy bien, pasaré a verte esta semana, y luego no nos volveremos a ver nunca más.

MILAN

El dueño de la fábrica es un simpatizante nazi, o quizá no, quizá sólo es un individuo habitado por esa mentalidad innoble que siempre abunda por todas partes y se encuentra tan a sus anchas en los países ocupados. Decide que tal vez haya algo sospechoso y remite la carta a quien corresponda. En la Gestapo, la investigación está tan atascada que buscan cualquier hueso que roer. Tratan esa historia con una diligencia mucho mayor que la de los otros tres mil arrestos que no han conducido a nada serio, y descubren enseguida que se trata de un asunto amoroso: el autor de la carta es un joven casado que sin duda desea poner término a una relación extraconyugal. Los detalles de la historia no están muy claros, pero ciertamente algunas frases de la carta pueden prestarse a equívoco. Quizá incluso ese hombre quisiera dar a entender con medias palabras un alistamiento imaginario en la Resistencia, con el fin de impresionar a su amante, o tal vez pretendiera simplemente crear un clima de misterio para romper sin tener que justificarse. Sea como fuere, no tenía nada que ver, ni por asomo, con Gabčík, Kubiš y sus amigos. Ellos jamás han oído hablar de él y él jamás ha oído hablar de ellos. Pero la Gestapo tiene tan pocas pistas que opta por seguir ésta, que conduce hasta Lidice.

Lidice es un pequeño pueblo apacible y pintoresco de donde proceden dos checos que se enrolaron en la RAF. Eso es todo lo lejos que los alemanes han podido llegar con esa pista. Es evidente incluso para ellos que van tras una pista falsa. Pero la lógica nazi tiene algo de impenetrable. O quizá es más sencillo: cuando patalean, necesitan sangre.

Contemplo mucho tiempo la foto de Anna. La pobre chica posa como para un retrato de Harcourt, aunque se trata de una foto de identidad para su cartilla de trabajo. Cuanto más escruto ese retrato, más bella la encuentro. Se parece un poco a Natacha, de frente alta, boca bien perfilada, con su mismo aire de dulzura y de amor en los ojos, muy ligeramente ensombrecido tal vez por la premonición de una felicidad frustrada.

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«Señores, por favor…» Frank y Dalüge se sobresaltan. En el pasillo todo está en perfecto silencio y no sé cuánto tiempo llevan dando vueltas en redondo. Entran en la habitación del hospital conteniendo el aliento. El silencio ahí todavía es más agobiante. Está Lina, hierática, descolorida. Se acercan a la cama con sigilo, como si temieran despertar a una fiera o a una serpiente. Pero el rostro de Heydrich permanece impasible. En el registro del hospital han inscrito como hora del deceso las 4:30; y como causa de la muerte, infección debida a una herida.

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«Ya que es la ocasión la que hace no sólo al ladrón sino también al asesino, los comportamientos heroicos consistentes en circular en un coche descubierto y sin blindaje o caminar por las calles sin escolta no son más que una solemne estupidez y no sirven ni lo más mínimo a los intereses del país. Que un hombre tan irreemplazable como Heydrich ponga tan inútilmente su persona en peligro, ¡es idiota y estúpido! Los hombres de la importancia de Heydrich deberían saber que son eternamente blancos de feria y que siempre hay unos cuantos que esperan la menor ocasión para abatirlos.»

Goebbels asiste a un espectáculo que habrá de contemplar cada vez con mayor frecuencia hasta el 2 de mayo de 1945: Hitler tratando de dominar su cólera mientras adopta un tono sentencioso para leerle la cartilla al planeta entero, sin conseguirlo. Himmler asiente en silencio. No tiene por costumbre contradecir a su Führer, y además él también está encolerizado contra los checos y contra Heydrich. Por supuesto, Himmler desconfiaba de la ambición de su brazo derecho. Pero sin él, privado de la capacidad de esa implacable máquina de terror y de muerte que era, se sabe más vulnerable. Con Heydrich, pierde un rival en potencia pero sobre todo un triunfo en su jugada maestra. Heydrich era su carta clave. Como dice la leyenda: cuando Lancelot abandonó el reino de Logres, fue el principio del fin.

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Por tercera vez, Heydrich cubre solemnemente el trayecto que lo lleva al Hradchine, pero esta vez en su ataúd. Para la ocasión se ha orquestado una escenografía wagneriana. El ataúd, drapeado con un gigantesco estandarte de las SS, es depositado sobre un armón de artillería. Una procesión con antorchas sale del hospital. Una interminable fila de vehículos semiorugas avanza lentamente en la noche. En ellos, unos Waffen-SS armados llevan en alto hachones que iluminan la carretera. En los arcenes, unos soldados en posición de firmes saludan el convoy a lo largo del todo el camino. No se ha autorizado la presencia de ningún civil y, a decir verdad, nadie entre la población desea aventurarse ahí fuera. Frank, Dalüge, Böhme, Nebe, con casco y ropa de combate, forman parte de la guardia de honor que acompaña el ataúd a pie. Al cabo de un trayecto comenzado el 27 de mayo a las 10 horas, Heydrich llega por fin a su destino. Por última vez, cruza los batientes labrados, pasa bajo la estatua con la daga y penetra en las murallas del castillo de los reyes de Bohemia.

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Me gustaría mucho pasar aquellos días con los paracaidistas en la cripta, reproducir sus discusiones, describir cómo organizan su vida cotidiana entre el frío y la humedad, lo que comen, lo que leen, qué ruidos de la ciudad escuchan, qué hacen con sus novias cuando van a visitarlos, sus proyectos, sus dudas, sus miedos, sus esperanzas, con qué sueñan, lo que piensan. Pero no es posible porque no tengo casi nada sobre eso. Ni siquiera sé cómo reaccionaron ante el anuncio de la muerte de Heydrich, cuando en realidad eso debería haber constituido uno de los momentos cumbres de mi libro. Sé que los paracaidistas tenían tanto frío en aquella cripta que al llegar la noche, algunos instalaban sus colchones en la galería superior que dominaba la nave de la iglesia donde hacía un poco más de calor. Es bastante estrecha. Sé incluso que Valčík estaba febril (sin duda a causa de su herida) y que Kubiš formaba parte de los que trataban de conciliar el sueño en la iglesia antes que en la cripta. Sé que lo intentó al menos una vez.

En cambio, dispongo de una documentación colosal sobre los funerales nacionales organizados para Heydrich, desde su salida del castillo de Praga hasta la ceremonia de Berlín, pasando por el transporte en tren. Decenas de fotos, decenas de páginas de discursos pronunciados en homenaje del gran hombre. Pero la vida es injusta, porque paso ampliamente de todo ello. No voy a copiar el elogio fúnebre de Dalüge (sabroso, a pesar de todo, porque los dos se odiaban), ni la interminable apología que Himmler hace de su subordinado. Prefiero seguir a Hitler, en su voluntad de ser breve:

Me ceñiré a unas pocas palabras para rendir homenaje al difunto. Era uno de los mejores nacionalsocialistas, uno de los más ardientes defensores de la idea del Reich alemán, uno de los mayores adversarios de todos los enemigos del Reich. Ha caído como un mártir por preservar y proteger el Reich. Como jefe del partido y führer del Reich alemán, yo te concedo, mi querido camarada Heydrich, la más alta condecoración que puedo otorgar: la medalla de la orden alemana.

Mi historia está agujereada como una novela, pero en una novela normal es el novelista quien decide la ubicación de esos agujeros, derecho que aquí he rechazado por considerarme esclavo de mis escrúpulos. Hojeo las fotos del cortejo fúnebre cruzando el puente de Carlos, subiendo hasta la plaza de Wenceslao, pasando por delante del Museum. Veo cómo las hermosas estatuas de piedra que bordean el puente se inclinan sobre las esvásticas y estoy ligeramente asqueado. Prefiero ir a poner mi colchón en la galería de la iglesia, todavía queda algo de sitio.

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Es de noche y todo está en calma. Los hombres han vuelto del trabajo y en las exiguas casas, donde las luces se apagan una tras otra, todavía se desprenden los buenos olores de los platos de la cena, mezclados de vez en cuando con tufos de repollo un poco acre. La noche cae sobre Lidice. Sus habitantes van a acostarse temprano porque mañana, como todos los días, habrá que levantarse pronto para ir a la mina o a la fábrica. Mineros y metalúrgicos duermen ya cuando empieza a oírse un ruido lejano de motores en marcha. Lentamente el ruido se va aproximando. Unos camiones entoldados avanzan en fila india por el silencio del campo. Luego los motores se callan. Y se sucede un continuo golpeteo metálico. El golpeteo recorre las calles como un líquido precipitándose por unas tuberías. Unas sombras negras se extienden por todo el pueblo. Luego, cuando las siluetas se han aglutinado en grupos compactos y cada uno ha ocupado su posición, el golpeteo metálico cesa. Una voz humana desgarra la noche. Es una señal gritada en alemán. Entonces empieza la cosa.

Los habitantes de Lidice, sacados de su sueño, no comprenden nada de lo que ocurre, o no lo comprenden del todo. Se les arranca de sus camas, se les saca de sus casas a culatazos, se les reúne a todos en la plaza del pueblo, delante de la iglesia. Cerca de quinientos hombres, mujeres y niños, vestidos a toda prisa, se encuentran, con asombro y terror, cercados por unos hombres con el uniforme de la Schutzpolizei. No pueden saber que se trata de una unidad traída expresamente de Halle-an-der-Saale, la ciudad natal de Heydrich. Pero saben ya que mañana nadie irá al trabajo. Luego, los alemanes empiezan a efectuar lo que pronto pasará a ser su ocupación favorita: se ponen a seleccionar. Las mujeres y los niños son encerrados en la escuela. Los hombres son conducidos con dureza y apretujados en un sótano. Empieza entonces una interminable espera, y la angustia más absoluta devora sus rostros. En el interior de la escuela, los niños lloran. Fuera, los alemanes se desatan. Pillaje y saqueos, de manera consciente y frenética, en cada una de las noventa y seis casas y en todos los edificios públicos, incluida la iglesia. Los libros y los cuadros, considerados inútiles, son arrojados por las ventanas, amontonados en la plaza y quemados. En cuanto a lo demás, se apoderan de las radios, de las bicis, de las máquinas de coser… Este trabajo les lleva varias horas, al cabo de las cuales Lidice se ha transformado en un campo de ruinas.

A las 5 de la mañana vienen a buscarlos. Los habitantes descubren el espectáculo de su pueblo puesto patas arriba y de los policías corriendo por todas partes dando gritos y llevándose consigo cuanto pueden cargar. Las mujeres y los niños son subidos a unos camiones que toman la dirección de Kladno, la ciudad vecina. Para las mujeres será una etapa previa a Ravensbrück. Los niños serán separados de sus madres y gaseados en Chelmno, excepción hecha de un puñado de ellos juzgados aptos para la germanización, que serán adoptados por familias alemanas. Los hombres son llevados delante de un muro en el que han colocado unos colchones. El más joven tiene quince años, el más viejo ochenta y cuatro. Se alinea a cinco y se les fusila. Luego a otros cinco, y así sucesivamente. Los colchones sirven para evitar que las balas reboten. Pero los hombres de la Schupo no tienen la experiencia de los Einsatzgruppen. Con las pausas, la recogida de los cuerpos y la recomposición del pelotón, la cosa se dilata, las horas pasan, durante las cuales todos esperan su turno. Para ir más rápido se decide doblar la cadencia y se los mata de diez en diez. El alcalde, encargado de identificar a los habitantes uno por uno antes de ejecutarlos, forma parte de la última tanda. Gracias a él, los alemanes apartan a nueve hombres que no son del pueblo, sino que únicamente habían ido de visita a casa de algún amigo, o fueron sorprendidos por el toque de queda, o eran invitados de alguna familia y alojados por esa noche. No obstante, serán ejecutados en Praga. Cuando diecinueve trabajadores vuelven de su turno de noche, encuentran su pueblo destrozado, sus familias desaparecidas y los cadáveres de sus amigos todavía calientes. Y como los alemanes siguen todavía allí, también ellos son inmediatamente fusilados. Hasta los perros son abatidos.

Pero esto no ha acabado. Hitler ha decidido que Lidice sea la válvula de escape catártica y simbólica de su rabia vengativa. La frustración engendrada por la incapacidad del Reich de encontrar y castigar a los asesinos de Heydrich provoca una histeria colectiva sin medida. La orden es borrar Lidice del mapa, literalmente. Se profana el cementerio, se asolan los huertos, se incendian todos los edificios y se vierte sal en la tierra para asegurarse de que nada crecerá en ella. El pueblo se convierte en una hoguera infernal. Unas apisonadoras que van de camino aplastarán las ruinas. No debe quedar ningún rastro, ni siquiera el espacio que ocupó el pueblo.

Hitler quiere dar un escarmiento por desafiar al Reich, y Lidice sirve de víctima expiatoria. Pero acaba de cometer un grave error. Como hace ya tanto tiempo que han perdido el sentido de la medida, ni Hitler ni ningún miembro del aparato nazi han calculado qué repercusión mundial va a provocar la publicidad que voluntariamente ellos mismos han dado a la destrucción de Lidice. Hasta entonces, los nazis buscaban disimular sus crímenes con cierta desidia, pero aplicando una discreción un tanto de fachada que permitía, a quien quisiera, taparse la cara para no ver la auténtica naturaleza del régimen. Con Lidice, la máscara de la Alemania nazi cae para todo el mundo. Hitler lo comprenderá en los días siguientes. Por una vez, no son sus SS quienes van a enfurecerse, sino una entidad de la que, sin duda, él no alcanza a atisbar todo su poder: la opinión pública mundial. Los periódicos soviéticos declaran que, en adelante, la gente luchará pronunciando el nombre de Lidice. Y tiene razón. En Inglaterra, los mineros de Birmingham hacen una colecta a favor de la futura reconstrucción del pueblo e inventan un eslogan que va a dar la vuelta al mundo: «¡Lidice vivirá!» En los Estados Unidos, en México, en Cuba, en Venezuela, en Uruguay, en Brasil, se le pone el nombre de Lidice a plazas, barrios, incluso pueblos. Egipto y la India manifiestan oficialmente su solidaridad. Escritores, compositores, cineastas, dramaturgos rinden homenaje a Lidice en sus obras. Los periódicos, las radios, las televisiones toman el relevo. En Washington, el secretario de la Marina declara: «Las futuras generaciones nos preguntarán por qué hemos combatido en esta guerra, les contaremos la historia de Lidice.» En las bombas lanzadas por los Aliados sobre ciudades alemanas va pintado el nombre del pueblo mártir, y en el Este, sobre las torretas de los T34, los soldados soviéticos hacen algo parecido. Hitler, reaccionando como el vulgar psicópata que es, y no como el jefe de Estado que, sin embargo, también es, conocerá en Lidice la más extraordinaria derrota en un ámbito en el que pensaba ser el maestro: al acabar el mes, la guerra de la propaganda a nivel internacional está irremediablemente perdida.

Pero el 10 de junio de 1942, ni él ni nadie es todavía consciente de ello, y menos aún Gabčík y Kubiš. La noticia de la destrucción del pueblo hunde a los dos paracaidistas en el horror y la desesperación. La culpabilidad los corroe más que nunca. Por más que se digan que han cumplido con su misión, que la bestia ha muerto, que han librado a Checoslovaquia y al mundo entero de una de sus criaturas más maléficas, tienen la impresión de haber matado ellos mismos a los habitantes de Lidice, y también de que hasta que Hitler no sepa que ellos han muerto, las represalias continuarán indefinidamente. Encerrados en su cripta, le dan vueltas a todo esto entre quebraderos de cabeza por la tensión nerviosa y llegan a la única conclusión posible: han de entregarse. Su cerebro ardiente imagina un escenario delirante: irán a pedir que los reciba Emanuel Moravec, el Laval checo. Un vez dentro, le darán una carta en la que expliquen que son los responsables del atentado, lo matarán a él y luego se suicidarán en su despacho. Se necesita toda la paciencia, la amistad, la fuerza de persuasión, la diplomacia del teniente Opálka, de Valčík y de los camaradas con quienes comparten la cripta para que renuncien a tan insensato proyecto. Primero, porque no es factible técnicamente. Luego, porque los alemanes desconfiarán de ellos. Y finalmente, porque, aunque llegaran a realizar su plan, el terror y las masacres habían comenzado mucho antes de la muerte de Heydrich y seguirán mucho después de la suya. No cambiaría nada. Su sacrificio sería completamente inútil. Gabčík y Kubiš lloran de rabia y de impotencia. Pero acaban por dejarse convencer. De todos modos, no llegaron nunca a persuadirse de que la muerte de Heydrich sirviera realmente para algo.

Si estoy escribiendo este libro, quizá sea para hacerles comprender que se equivocan.

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«Polémica sobre un juego checo.

»Un sitio de Internet concebido para captar el interés de los jóvenes checos por la historia del pueblo de Lidice, destruido por completo por los nazis en junio de 1942, propone un juego interactivo consistente en “quemar Lidice en el menor tiempo posible”.»

(Libération, 6 de septiembre de 2006)

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La Gestapo consigue tan pocos resultados que cualquiera diría que ha dejado de buscar a los asesinos de Heydrich. Busca cabezas de turco para justificar su fracaso y cree haber encontrado una. Se trata de un funcionario del ministerio de Trabajo que, en la noche del 27 de mayo, autorizó la salida de un tren lleno de trabajadores checos con destino a Berlín. Como los tres paracaidistas siguen sin aparecer, esta pista vale como cualquier otra, y la Gestapo ha «establecido» que los tres asesinos (sí, la investigación ha avanzado un poco y ya saben ahora que eran tres) iban a bordo. Los hombres del palacio Petschek están a punto de dar unas precisiones del todo sorprendentes: los fugitivos fueron escondidos debajo de los asientos durante el trayecto y aprovecharon una breve parada en Dresde para bajarse del tren y desaparecer por el campo. Es cierto que la idea de que los terroristas hubieran podido abandonar el país para ir a refugiarse en Alemania puede parecer ligeramente atrevida, pero se necesita algo más para hacer retroceder a la Gestapo. Por otra parte, el funcionario no acepta esa versión y se defiende cogiéndolos desprevenidos: sí, claro que autorizó la salida del tren, pero lo hizo a petición expresa del ministro del Aire en Berlín. Que es lo mismo que decir Goering. Además, ese funcionario meticuloso había conservado copia de la autorización para circular sellada por los servicios de policía de Praga. Por tanto, si hubo un error, la Gestapo deberá asumir su parte de responsabilidad. En el palacio Petschek optan por no insistir en esta historia.

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El comisario Pannwitz, ese viejo soldado claramente fino conocedor del alma humana, tiene una idea para desbloquear la situación. Pannwitz parte de esta premisa: el clima de terror creado a propósito desde el 27 de mayo es contraproducente. No tiene nada en contra del terror, pero supone un problema: produce un efecto absolutamente disuasorio en todos los delatores de buena voluntad. Más de dos semanas después del atentado, nadie se ha arriesgado a ir a contarle a la Gestapo que tiene alguna información pero que hasta la fecha no se atrevía a darla. Hay que prometer —y cumplir— una amnistía para todos aquellos que acudan voluntariamente a hacer alguna revelación sobre el asunto, aunque estén implicados en él.

Frank se deja convencer: decreta una amnistía para cualquiera que aporte, en no más de cinco días, alguna información que permita la captura de los asesinos. Después, no podrá contener la sed de sangre de Hitler y de Himmler.

Enterada de esto la señora Moravec, comprende inmediatamente lo que quiere decir: los alemanes se juegan el todo por el todo. Si de aquí a cinco días nadie denuncia a los muchachos, estarán libres de toda delación y sus posibilidades de supervivencia habrán aumentado considerablemente. En efecto, una vez expirado el plazo de la amnistía, ninguna persona se atreverá a ir a la Gestapo. Estamos a 13 de junio de 1942. Ese mismo día, un desconocido pasa por su casa, pero no hay nadie. El hombre pregunta al portero si ella ha dejado una cartera para él. Es checo pero no da la contraseña, «Jan». El portero contesta que no sabe nada al respecto. El desconocido se marcha. Karel Čurda ha tenido que salir a la superficie.

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La tía Moravec ha enviado a su familia unos días al campo pero ella sigue estando demasiado atareada en Praga. Hace la colada, plancha, se encarga de la compra, corre de aquí para allá. Para no llamar la atención, le pide ayuda a la mujer del portero. No conviene que la vean con los brazos cargados tan a menudo. Por otra parte, el lugar donde se esconden los paracaidistas debe mantenerse en secreto. Eso hace que las dos mujeres se citen en la plaza Carlos, allí la portera le da las bolsas con provisiones entre la gente y los parterres de flores. Luego, la tía desciende por la calle Resslova, entra en la iglesia y desaparece. Otras veces, ambas montan en el mismo tranvía pero la portera se baja dos o tres paradas antes de llegar, dejando allí sus bolsas, que la tía se encarga de recuperar. Lleva a la cripta pasteles calientes recién salidos del horno, cigarrillos, alcohol de quemar para el funcionamiento de un viejo infiernillo, y las noticias del mundo exterior. Casi todos los muchachos están un poco enfermos debido al frío pero tienen la moral algo más alta. Aunque la muerte de Heydrich no puede hacer olvidar Lidice, poco a poco van comprendiendo el alcance de lo que han hecho. Valčík recibe a la tía en una especie de bata. Es verdad que tiene el aire un poco paliducho, pero se ha dejado un fino bigote que, en mi opinión, le da un porte distinguido. Le pregunta si sabe algo de Mula, su perro. Mula está bien, los porteros se lo han confiado a una familia que tiene un jardín enorme. A Kubiš se le ha ido la hinchazón en el rostro e incluso Gabčík recupera un poco su alegría natural. La pequeña comunidad de los siete se organiza: han hecho un colador con una camiseta, les encantaría poder tomar café. La tía les promete que intentará encontrar un poco. Durante todo ese tiempo, el maestro de escuela Zelenka ha estado trabajando con la Resistencia en hipotéticos planes de huida. «Antropoide» había sido concebida como una misión suicida y nadie había imaginado de verdad que podría plantearse la cuestión del retorno. Como primera medida, habría que mandarlos a todos al campo. Pero la Gestapo no descansa, la ciudad está en estado de alerta máxima y es preciso esperar. Pronto será San Adolfo y para celebrarlo (pues, para mayor precisión, Adolf es el nombre de pila del teniente Opálka), la tía querría encontrar unos filetes de ternera.

También le gustaría hacerles un caldo con higadillos. Obviamente, los muchachos ya no la llaman «tía» sino «mamá». Siete hombres superentrenados reducidos a la inacción, vulnerables como niños, enclaustrados en ese sótano húmedo, dependen exclusivamente de esta mujercita maternal. «Hay que aguantar hasta el 18», se repite ella. Estamos a 16.

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Karel Čurda está de pie en la acera, en lo alto de la calle Bredovska, hoy rebautizada como Růžová, la calle rosa, que los checos, como recuerdo, llaman también «la calle de los prisioneros», y que desemboca en la Estación central, ex estación Wilsonovo. Enfrente, el palacio Petschek es un imponente caserón de piedra gris, lúgubre y perfectamente inquietante, que hace esquina. Ese inmueble macizo fue edificado después de la Primera Guerra Mundial por un banquero checo que poseía la casi totalidad de las minas de carbón de Bohemia del Norte. Quizá la antracita que recubre la fachada del edificio sea como una reminiscencia del origen carbonero de su fortuna. Pero el banquero cedió las minas y el palacio al gobierno, optando prudentemente por abandonar el país para irse a Inglaterra justo antes de la invasión alemana. Todavía hoy, el palacio Petschek es un edificio oficial que alberga el ministerio de Comercio y de Industria. Pero en 1942 es el cuartel general de la Gestapo en Bohemia-Moravia. Cerca de mil empleados trabajan allí en las más oscuras tareas, a lo largo de pasillos tan sombríos que incluso a pleno día parece que es de noche. Situado en el corazón de la capital, dotado de un equipo ultramoderno, con una imprenta, un laboratorio, un correo neumático y una central telefónica, el edificio es, desde un punto de vista funcional, absolutamente idóneo para la policía nazi. Sus numerosos subsuelos y sótanos han sido convenientemente acondicionados. Regenta la casa el doctor Geschke, un joven Standartenführer cuya única foto que he visto me hiela la sangre, con su cuchillada en la cara, su piel femenina, sus ojos de loco, sus labios crueles, su raya a un lado y su cabeza medio rapada. En resumidas cuentas, el palacio Petschek es la imagen misma del terror nazi en Praga, y el mero hecho de pararse delante del edificio ya requiere cierto valor. Karel Čurda no carece de él, pero lo que le motiva son veinte millones de coronas. Porque también hace falta valor para denunciar a los propios camaradas. Hay que sopesar los pros y los contras. Nada le garantiza que los nazis mantendrán su palabra. Va a jugarse la vida al doble o nada: la fortuna o la muerte. Pero Čurda es un aventurero. Por afán de aventura se alistó en las fuerzas checoslovacas libres. Ese mismo afán de aventura le hizo presentarse como voluntario para misiones especiales en el Protectorado. Sin embargo, su regreso al país no le ha gustado, la clandestinidad para él no tiene nada de atractivo. Desde el atentado vive en casa de su madre, en provincias, en la pequeña ciudad de Kolín, a 60 kilómetros al este de Praga. Antes, sin embargo, tuvo tiempo de contactar con el mayor número de personas implicadas en la Resistencia, incluidos Kubiš y Valčík, con los que participó en la operación Škoda en Pilsen, y también Gabčík y Opálka, con quienes se cruzó repetidas veces a causa de los cambios de escondites por Praga. Conoce, entre otros, el piso de los Svatoš, que suministraron una bicicleta y una cartera para el atentado. Conoce también, y sobre todo, las señas de los Moravec. No sé por qué ha pasado por casa de éstos hace tres días. ¿Tenía ya en ese momento la intención de traicionarlos? ¿O en cambio buscaba recuperar el contacto con la red de la que no tenía noticias? ¿Pero por qué regresar a Praga, si no es por la recompensa? ¿No estaba más seguro en casa de su madre, en la pintoresca pequeña ciudad de Kolín? La verdad es que no: Kolín, en 1942, es un centro administrativo alemán; allí también es donde se reagrupa a los judíos de Bohemia Central y la estación sirve de nudo ferroviario para las deportaciones hacia Terezín. Por consiguiente, es posible que Čurda no quisiera poner por más tiempo a su familia en peligro —aparte de su madre, también su hermana vivía en Kolín— y regresara a Praga para buscar apoyo y refugio junto a sus camaradas. ¿Cómo sopesó las cosas cuando al ir a llamar a casa de los Moravec encontró la puerta cerrada? Porque la tía Moravec lo esperaba, ya que cuando el portero le habló de un misterioso visitante, ella le preguntó si venía de Kolín. Pero había salido… Nunca podemos saber qué hace que las cosas sucedan como suceden, si el azar travieso y burlón o las poderosas fuerzas de una voluntad en marcha. Sea como sea, este martes 16 de junio de 1942, Karel Čurda parece haber tomado ya su decisión. No sabe dónde se esconden sus camaradas paracaidistas. Pero sabe bastante al respecto.

Karel Čurda atraviesa la calle, se presenta al centinela que hace guardia en el pesado pórtico de madera, dice que tiene una revelación que hacer, sube los gruesos peldaños alfombrados de rojo que lo conducen hasta el amplio vestíbulo de entrada y se abisma en el vientre de piedra del palacio negro.

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Ignoro cuándo y por qué los Moravec padre e hijo volvieron a Praga. Regresan como por arte de magia tras unos días de descanso en el campo, por la impaciencia del chico, sin duda, para ayudar a los paracaidistas o para no dejar totalmente sola a su madre. Y por el trabajo del padre, tal vez. Dicen que no estaba enterado de nada pero me cuesta creerlo. Cuando su mujer acogía a los paracaidistas en su casa, él veía perfectamente que no se trataba de boy scouts. Y además ha llamado varias veces a amigos suyos para conseguir un traje, una bici, un médico, un escondite… Toda la familia, por tanto, ha participado en la lucha, incluido el primogénito, refugiado en Inglaterra, piloto de la RAF, del que no tienen noticias y que morirá el 7 de junio de 1944 cuando su caza se estrelle al día siguiente del Desembarco, dentro de casi dos años, es decir, para los tiempos que corren, una eternidad.

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Čurda ha cruzado el Rubicón pero no es recibido exactamente como un triunfador. Después de toda una noche de interrogatorio, durante la cual la Gestapo ha demostrado enseguida la importancia de su testimonio dándole una paliza en la misma proporción, aguarda prudentemente sentado en un banco de madera de uno de aquellos pasillos sombríos a que se decida su suerte. A solas un momento con él, el intérprete militarizado le hace la siguiente pregunta:

—¿Por qué ha hecho esto?

—Porque no podía soportar más asesinatos de gente inocente.

Y también por veinte millones de coronas. Que va a cobrar.

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Una mañana les sucede a los Moravec lo que toda familia teme esos años de hierro y de horror. Suena la puerta y es la Gestapo. Los alemanes empujan a la madre, al padre y al hijo contra la pared, y luego destrozan frenéticamente el piso. «¿Dónde están los paracaidistas?», vocifera el comisario alemán y traduce el traductor que lo acompaña. El padre responde tranquilamente que no conoce a nadie. El comisario se va a registrar por las habitaciones. La señora Moravec pregunta si puede ir al baño. Un agente de la Gestapo la abofetea. Pero nada más hacerlo, es requerido por su jefe y desaparece. Ella le insiste al traductor, que se lo autoriza. Sabe que dispone tan sólo de unos pocos segundos. Así que va rápidamente a encerrarse en el cuarto de baño. Saca su cápsula de cianuro y la muerde sin dudar. Muere al instante.

De vuelta en el salón, el comisario pregunta dónde está la mujer. El traductor se lo explica. El alemán comprende enseguida. Loco de rabia, se abalanza al cuarto de baño y derriba la puerta con un golpe del hombro. La señora Moravcová está todavía de pie, tiene una sonrisa en los labios. Luego se desploma. «Wasser!», grita el comisario. Sus hombres llevan agua y tratan desesperadamente de reanimarla, pero ya está muerta.

Sin embargo, su marido todavía vive. Y su hijo todavía vive. Ata ve a los hombres de la Gestapo transportar el cuerpo de su madre. El comisario se acerca a él sonriendo. Ata y su padre son detenidos y llevados en pijama.

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Desde luego, son atrozmente torturados. Al parecer, les llevaron la cabeza de su madre flotando en un tarro de cristal. «Ves esta caja, Ata…». Las palabras de Valčík le han venido seguramente a la memoria. Pero una caja no tiene madre.

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Finalmente, soy Gabčík. Como se suele decir, habito mi personaje. Me veo caminando del brazo de Libena por la Praga liberada, la gente ríe y habla en checo y me ofrecen cigarrillos. Nos hemos casado, ella espera un niño, me han ascendido a capitán, el presidente Beneš vela por la Checoslovaquia reunificada, Jan viene a vernos con Anna al volante de un Škoda último grito, lleva su gorra ladeada, vamos a beber una cerveza en una kavárna a la orilla del río y fumar cigarrillos ingleses, reímos a carcajadas recordando los tiempos en que nos tocó luchar. ¿Te acuerdas de la cripta? ¡Qué frío hacía allí! Es un domingo, a la ribera del río, abrazo a mi mujer, Josef viene a unirse a nosotros, y Opálka con su novia de Moravia de la que tanto nos ha hablado, y también están los Moravec, y el coronel que me ofrece un puro, y Beneš, que nos trae unas salchichas y regala flores a las chicas, quiere dar un discurso en nuestro honor, Jan y yo protestamos, no, no, más discursos no, Libena ríe, me pincha con cariño, me llama su héroe y Beneš comienza su discurso en la iglesia de Vyšehrad, hace fresco, voy vestido de novio, oigo a la gente que entra en la iglesia detrás de mí, oigo a la gente y a Nezval que recita un poema, una historia de judíos, del Golem, de Fausto en la plaza Carlos, con unas llaves de oro y los letreros de la calle Nerudova, y unos números en una pared que son los de mi fecha de nacimiento antes de que el aire se los lleve…

No sé qué hora puede ser.

No soy Gabčík y nunca lo seré. Me resisto in extremis a la tentación del monólogo interior y, al hacerlo, quizá me libre del ridículo en esos instantes decisivos. La gravedad de la situación no constituye una excusa, sé muy bien la hora que es y estoy completamente despierto.

Son las 4. No consigo dormir en los nichos de piedra reservados a los monjes fallecidos de la iglesia de San Cirilo y San Metodio.

En la calle, unas formas negras empiezan su ballet furtivo, con la diferencia de que ya no estamos en Lidice sino en el corazón de Praga. Ya es demasiado tarde para lamentarse de nada. Los camiones entoldados llegan por todas las direcciones, dibujando los brazos de una estrella cuyo núcleo central sería la iglesia. Si tuviéramos una pantalla de vigilancia veríamos las estelas luminosas de los vehículos converger lentamente hacia el objetivo pero detenerse antes de llegar a juntarse en él. Los dos principales puntos de estacionamiento son las orillas del Vltava y la plaza Carlos, en los dos extremos de la calle Resslova. Se apagan los faros y los motores. De debajo de los toldos surgen las tropas de asalto. En cada puerta cochera y en cada sumidero se aposta un SS. Se instalan ametralladoras pesadas sobre los tejados. La noche, prudentemente, se retira. Las primeras luces del alba han empezado a blanquear el cielo porque la hora de verano no ha sido inventada todavía y Praga, aunque ligeramente más al oeste que Viena, por ejemplo, está lo suficientemente al este como para que la frialdad de las mañanas claras la saque muy pronto de su sueño. La manzana de casas está ya rodeada cuando llega el comisario Pannwitz escoltado por un pequeño grupo de agentes. El intérprete que lo acompaña aspira el buen olor difuminado por los parterres de flores de la plaza Carlos (debe de ser muy buen intérprete, para que esté ahí todavía después de haber dejado ir al baño a la señora Moravec para suicidarse). El comisario Pannwitz está encargado del acordonamiento y la detención; es un honor pero también una enorme responsabilidad: bajo ningún concepto puede repetirse el fiasco del 28 de mayo en aquel prostíbulo inverosímil, en el que por fortuna él se mantuvo al margen. Si todo va bien, será el coronamiento de su carrera; si la operación no se salda con el arresto o la muerte de los terroristas, seguro que tendrá serios problemas. En esta historia, todo el mundo apuesta fuerte, incluso por la parte alemana, en la que la ausencia de resultados se convierte fácilmente en sabotaje a los ojos de los superiores, sobre todo si se trata de disimular sus propios errores o de aplacar su sed de víctimas (aquí los dos factores operan conjuntamente). Chivos expiatorios cueste lo que cueste, tal habría podido ser la divisa del Reich; tampoco Pannwitz escatima esfuerzos para quedar del lado bueno de la barrera, obviamente. Es un poli profesional que procede con método. Ha dado instrucciones extremadamente estrictas a sus hombres. Silencio absoluto. Varios cordones de seguridad. Estrechísimo cerco a todo el barrio. Que nadie dispare sin su autorización. Los necesitamos vivos. No les perdonarán nunca que los maten, porque un enemigo capturado vivo es la promesa de diez nuevas detenciones. Los muertos no hablan. Aunque, en cierto modo, el cadáver de la Moravcová ha sabido hallar las palabras. ¿Se ríe Pannwitz en su interior? Ahora que va a detener por fin a los asesinos de Heydrich que han puesto en ridículo a todos los policías del Reich, debe de sentir por lo menos cierto nerviosismo. Después de todo, ignora lo que le aguarda allí dentro. Prudentemente, envía a un hombre para que le abran la sacristía. Nadie puede saber en esos instantes que el silencio que cubre Praga vive sus últimos minutos. El agente llama. Transcurre un largo momento. Luego los goznes acaban por girar. Un sacristán adormilado aparece en el marco de la puerta. Es golpeado y esposado antes de que pueda abrir la boca. Hay que explicarle, no obstante, el motivo de esta visita matinal. Desean ver la iglesia. El intérprete traduce. El grupo atraviesa un pasillo, le obliga a abrir una segunda puerta y penetra en la nave. Los hombres de negro se despliegan como arañas, con la diferencia de que no suben por las paredes, pero el eco de sus pasos resuena rebotando por los altos lienzos de piedra. Buscan por todas partes pero no encuentran a nadie. Sólo queda explorar la galería superior de la nave. Pannwitz repara en una escalera de caracol que hay detrás de una reja cerrada con llave. Le pide la llave al sacristán que jura no tenerla. Pannwitz hace saltar la cerradura a culatazos. Cuando se abre la reja, un objeto esférico aunque ligeramente oblongo rueda por la escalera, y mientras oye su entrechocar metálico por los peldaños, Pannwitz lo comprende todo, estoy seguro. Comprende que acaba de descubrir la guarida de los paracaidistas, que se han refugiado en la cámara del coro, que están armados y que no van a entregarse. La granada explota. Una nube de humo se apodera de la iglesia. Simultáneamente, unas Sten entran en acción. Uno de los agentes, el más activo de todos después del intérprete, lanza un grito. Pannwitz da inmediatamente la orden de replegarse pero sus hombres, ciegos o desorientados, echan a correr y a disparar en todos los sentidos, en medio de un fuego cruzado de arriba abajo. La batalla de la iglesia acaba de comenzar. Es obvio que los visitantes no estaban preparados. Quizá creyeran que sería algo fácil por estar acostumbrados a que sólo el olor a cuero de sus gabardinas baste para petrificar a cualquiera. El factor sorpresa ha sido favorable a los defensores. Bien que mal, la Gestapo reúne a sus heridos y consigue evacuarlos. Los disparos cesan por ambas partes. Pannwitz va a buscar un escuadrón de SS que lanza al asalto y que recibe la misma acogida. En lo alto, los invisibles tiradores hacen bien su trabajo. Perfectamente posicionados para cubrir todos los ángulos de la nave, se toman su tiempo, apuntan con cuidado, disparan con parsimonia y aciertan con frecuencia. Cada ráfaga provoca gritos del invasor. La estrecha e incómoda escalera hace de la galería un lugar tan poco accesible como la más sólida barricada. El asalto se salda con una segunda retirada. Pannwitz comprende que es ilusorio pretender cogerlos vivos. Para añadir más caos al ambiente, alguien ordena abrir fuego a las ametralladoras apostadas en el tejado de enfrente. Las MG42 vacían sus cargadores contra las vidrieras que saltan en mil pedazos.

En la galería, tres hombres son duchados por una lluvia de vidrios de colores, sólo tres: Kubiš, de «Antropoide», Opálka, de «Out Distance», y Bublík, de «Bioscope». Saben exactamente lo que tienen que hacer: atrancar el acceso a la escalera (Opálka es quien se sitúa ahí), economizar las municiones, cruzar los tiros y matar a todos los que puedan. Fuera, los asaltantes entran en una dinámica febril. Cuando las ametralladoras callan, afluyen por oleadas al asalto dentro de la nave. Se oye a Pannwitz gritar: «Attacke! Attacke!» Cortas ráfagas inteligentemente distribuidas bastan para rechazarlos. Los alemanes se precipitan en la iglesia y vuelven a salir lloriqueando como críos. Entre dos oleadas, las ametralladoras alemanas tabletean largas y contundentes ráfagas que carcomen la piedra y destrozan todo lo demás. Cuando tienen la palabra las pesadas ametralladoras, Kubiš y sus dos compañeros no están en condiciones de replicar y no tienen más remedio que dejar pasar la tormenta protegiéndose lo mejor que puedan detrás de unas columnas. Por fortuna para ellos, los asaltantes tampoco pueden exponerse a esos disparos de cobertura, de manera que la acción de las MG42 neutraliza tanto el ataque como la defensa. La situación es muy precaria para los tres paracaidistas, pero pasan los minutos, éstos se hacen horas y ellos siguen aguantando.

Seguro que cuando Karl Hermann Frank llega allí, se pensaba ingenuamente que todo habría terminado ya, pero en vez de eso descubre con estupefacción el increíble caos que reina en la calle y a Pannwitz sudando bajo su ropa de civil y su corbata demasiado apretada. «Attacke! Attacke!» Las oleadas de asalto se estrellan una tras otra. La cara de los heridos sólo expresa alivio cuando se les saca de ese infierno para llevarlos al centro de socorro. En cambio el semblante de Frank es de enorme contrariedad. El cielo está azul, hace muy bueno, pero el atronar de las armas ha debido de despertar a toda la población. A saber qué se dirá por la ciudad. Todo esto no pinta bien. Como ha sucedido siempre siglo tras siglo, en situaciones de crisis el jefe insulta hasta la saciedad al subordinado. Exige que se neutralice a los terroristas como sea. Una hora más tarde, las balas siguen silbando por todos lados. Pannwitz insiste con mayor excitación: «Attacke! Attacke!» Pero los SS han comprendido que no tomarán jamás la escalera mientras no cambien de táctica. Hay que limpiar el nido desde abajo. Tiros de cobertura, asaltos, tiroteos, lanzamiento de granadas hasta que alguien más diestro o con más suerte dé en el blanco. Después de tres horas de enfrentamientos, una serie de explosiones revientan las bovedillas del coro y se hace el silencio por fin. Durante largos minutos, nadie se atreve a moverse. Finalmente, deciden ir a ver qué ha ocurrido allá arriba. El soldado designado para subir por la escalera espera con resignación no exenta de ansiedad la ráfaga que va a dejarlo tieso, pero ésta no llega. Se introduce en la galería. Cuando el humo se disipa, descubre tres cuerpos inmóviles. Uno es ya cadáver y dos están heridos pero inconscientes. Opálka ha muerto pero Bublík y Kubiš todavía respiran. Informado al punto, Pannwitz llama a una ambulancia. La ocasión es inesperada, hay que salvar a estos hombres para poder interrogarlos. Uno de ellos tiene las piernas rotas, el otro no está mucho mejor. La ambulancia vuela por las calles de Praga con la sirena puesta. Pero cuando llega al hospital, Bublík ha muerto. Veinte minutos más tarde, Kubiš sucumbe a sus heridas.

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