Hex

Hex


Segunda parte » Veintinueve

Página 33 de 39

VEINTINUEVE

A quince kilómetros de allí, en Newburgh, Jocelyn Grant sintió la conmoción inicial, pero le restó importancia pensando que sería un estremecimiento debido a la inestabilidad de sus biorritmos y la borró de su mente. Cuando llegó la segunda, levantó la vista del ejemplar del Esquire que estaba hojeando distraídamente y observó la silenciosa habitación del hospital. Y cuando la tercera sacudida las siguió poco después, más intensa que las dos anteriores juntas, salió disparada de su asiento y la revista se cayó al suelo.

Matt gimió y agitó la cabeza en sueños. Sobresaltada, Jocelyn rodeó su cama y le puso una mano en el hombro.

—¡Matt! Matt, ¿me oyes? ¿Me oyes, cariño?

Pero Matt no contestó. Tenía el ojo izquierdo tapado con una bola de algodón que se mantenía en su lugar gracias a la venda que le envolvía la cabeza. El vendaje del derecho se lo habían quitado. El ojo permanecía cerrado, pero aquella inquietud era el mayor síntoma de vida que había mostrado desde hacía días. ¿Se despertaría por fin? Sin embargo, la emoción de Jocelyn no era comparable a su repentino pánico en aumento: «Algo va mal. Algo va muy mal».

Lo sentía. No era su imaginación. La rodeaba por todas partes, pero no era capaz de entenderlo del todo. Era tan intocable como la electricidad estática entre dos emisoras de radio. El reloj de la pared decía que eran las cinco y pocos minutos. El viento se estaba poniendo las botas en el aparcamiento y azotaba una bolsa de plástico contra las filas de coches que destellaban bajo las luces de Navidad. Todo parecía normal, pero no lo era.

Y no era allí donde las cosas iban mal; era en casa, en Black Spring. Sentía que tiraba de ella, fuera lo que fuese.

Llamó a Steve, pero no obtuvo respuesta, ni siquiera el buzón de voz. Solo silencio. Y su mente respondió sin concesiones, como si aquel silencio estuviera relacionado al cien por cien con la corazonada que sentía: «Tenemos que volver a casa antes de que sea demasiado tarde».

La pilló por sorpresa: el sueño, el mismo sueño, y lo reconoció de inmediato. Era el sueño que había tenido una sola vez en toda su vida, hacía dieciocho años en un bungaló de bambú en Tailandia, pero que siempre había continuado presente en las profundidades de su mente y había tenido la culpa de gran parte de las sombras de su vida en Black Spring, a pesar de la relativa felicidad que creían haber conocido.

La intensidad era distinta, pero la esencia del sueño era la misma. Se vio a sí misma histérica, arrancándose mechones de pelo. Se vio tirando los papeles del expediente médico de Matt por toda la habitación. Revolotearon hasta el suelo, y los vio formar un collage de fotos, fotos de los muertos. Todos niños, niños pequeños y niños grandes. Tenían todo tipo de cortes en la cara y en el cuerpo. En la siguiente imagen, los propios niños muertos yacían en la habitación del hospital, los niños de Black Spring, y uno de ellos era Matt. Tenía la cara cortada y atiborrada de trozos de carbón negro. Se vio desnuda y rodando en relucientes charcos de pintura, con el cuerpo rojo y negro, mientras un jabalí la poseía. Los colmillos curvos del animal relucían mientras la embestía con su miembro, gruñendo, resoplando y estampando sus pezuñas contra el suelo, y ella gritaba extática.

Jocelyn no tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaba mirando la cama de Matt sumida en ese estado de aturdimiento horrorizado. Tampoco las imágenes que vio quedaron grabadas en su cerebro. Lo único que le llegó fue la vaga pero urgente sensación de que podría acabar con todo aquello quitándose la vida. La perspectiva no la asustó, solo la llenó de una tristeza opaca, en absoluto peor que lo que la estaba atormentando en ese momento. Se encaminó hacia la ventana con las piernas de plomo. Agarró por el respaldo la silla en la que había estado sentada y la levantó por encima de su cabeza con la intención de romper el cristal y eliminar el último obstáculo que la separaba de una caída de cuatro pisos.

Lo que le salvó la vida fue su móvil, que empezó a sonar en ese mismo instante. Ofuscada, levantó la vista, aún presa de aquella tristeza inmensa, pero al menos consciente de sí misma, y pensó: «Dios mío. Quería hacerlo de verdad. Quería saltar por la ventana de verdad. ¿Qué me está pasando?».

Buscó el teléfono a tientas, dando por hecho que vería la foto de Steve en la pantalla táctil. Pero no era Steve. Era su padre.

—¡Papá!

—¿Te apetece bajar a cenar? No hay mucha gente en…

—Papá, tengo que irme a casa. ¿Puedes llevarme, por favor?

—Pero creía que…

—Steve no está bien —dijo, lo más obvio que se le ocurrió. Y la verdad—: No consigo comunicarme con él.

No podía explicarle a su padre por qué tenía que volver a Black Spring. La urgencia se había incrementado en su interior, como si más al sur hubiesen colocado un imán que tiraba de su mente. Sentía que su casa la llamaba con cánticos suaves y graduales: persuasivas voces de coro a las que tenía que obedecer antes de que sucediera algo terrible.

—Seguro que ha salido a que le dé un poco el aire —dijo Milford Hampton con calma y benevolencia—. Jocelyn, te estás volviendo loca. Una cosa, ¿por qué no…?

—¡Papá! Por favor, tengo que irme a casa. ¿Puedes acercar el coche? Te veo en la entrada.

—Bueno, supongo que no pasa nada, si lo que quieres… —dijo su padre.

Jocelyn colgó sin contestarle. «Contrólate —pensó—. Contrólate, concéntrate…».

Un ruido a su espalda. Matt se había arrancado el tubo del gotero y lo vio acercarse el extremo a los labios. Jocelyn volvió de un salto junto a su cama y se lo arrancó de entre las manos con un grito. La aguja salió volando del brazo del chico, con vendas y todo, y dibujó una fina veta de sangre en la sábana.

—Matt, cálmate —le dijo en tono febril—. Voy a sacarte de aquí. Tranquilízate. Todo va a salir bien.

Pero la oscuridad, aquella llamada, la marejada de su interior no desaparecieron, solo cobraron más fuerza. También se habían apoderado de Matt. Con cautela pero deprisa, luchando contra los impulsos que le abrasaban la mente de locura, le quitó el resbaladizo tubo de alimentación a Matt de la nariz y lo dejó caer sobre el embozo. Entonces le enfundó la sudadera con dificultad en el cuerpo rígido. Tuvo que volver a empezar tres veces porque las manos le temblaban demasiado para desenredar las mangas.

Había una silla de ruedas en el pasillo y, sin dudarlo, la empujó a través de las puertas. Arrastró a Matt hasta la silla, le puso los zapatos y le colocó los pies en los reposapiés. El chico no se movió —ni siquiera parecía darse cuenta de lo que estaba sucediendo—, pero ahora tenía los dedos agarrotados alrededor de los apoyabrazos y su único ojo nacarado, bien abierto, miraba la habitación con intensidad ciega.

«Suicidio —pensó Jocelyn—. Ha intentado suicidarse, y tú también… Solo lleva una semana fuera de Black Spring, y tú has estado allí esta misma mañana, así que sabes que se trata de un lapso demasiado corto para sentir su poder. ¿Qué deduces de eso? ¿Qué ha sido esa sacudida de hace un minuto?».

Jocelyn le envolvió las piernas a Matt con la sábana y la manta y cogió las gotas para los ojos de la mesita de noche. Con la esperanza de que el pasillo estuviera vacío, sacó a su hijo de la habitación del hospital.

El pasillo no estaba vacío. En el extremo opuesto, cerca de la máquina de bebidas, dos enfermeras tomaban café. Jocelyn contuvo el impulso de echar correr y se dirigió a toda prisa hacia los ascensores. Apretó el botón. Cuando el tintineo anunció la llegada del ascensor y las puertas se abrieron, oyó voces detrás de ella:

—¿Señora? —Y más firme—: ¡Señora!

Con las mandíbulas apretadas, empujó fuerte la silla de ruedas mientras los pasos se acercaban. Le dio un manotazo al botón de la planta baja y las puertas del ascensor la aislaron de los gritos furiosos de las enfermeras.

Abajo, el área de recepción estaba atestada de gente, pero nadie les prestó atención. Jocelyn se abrió paso entre la multitud hacia la salida. Mientras guiaba la silla de ruedas a través de la puerta giratoria, escudriñó la zona de recogida en busca del Toyota; no estaba. El viento tironeó de la manta de Matt y su madre sintió que el abismo se abría de nuevo, aquella atracción extraña y sombría. Para mantenerse distraída, marcó el número de Steve por enésima vez, pero su marido no contestó.

—¡Mierda! —exclamó, un grito de desesperación y frustración puras.

Por fin llegó su padre con el coche. Jocelyn abrió la puerta trasera a lo bruto, antes incluso de que el Toyota se detuviera por completo. El señor Hampton se quedó horrorizado cuando la vio arrastrar a Matt hacia el asiento de atrás como si fuera una muñeca de trapo y darle una patada a la silla de ruedas para poder cerrar la portezuela del coche a su espalda.

—Jocelyn, ¿qué narices haces? ¿Qué hace Matt aquí?

—Arranca.

—Pero si no le han dado el alta. Venga, Jocelyn, has entrado en barrena, y no es de extrañar. Vamos a devolverlo a su habitación ahora mismo, no puedo permitir que…

—¡No se te ocurra dejarnos aquí! —gritó Jocelyn, y el señor Hampton retrocedió asustado—. Está ocurriendo algo muy grave, y Matt tiene que irse a casa antes de que sea demasiado tarde.

—Pero ¿qué es? —insistió su padre—. ¡Cuéntame qué está pasando!

—No puedo. Está relacionado con Steve. Y con nosotros. Y…

Empezó a sollozar de pura desesperación, con la cabeza hundida en las manos. El señor Hampton miró primero a su hija y luego a su nieto, un poco nervioso. Entre lágrimas, Jocelyn lo vio por primera vez como el viejo cansado que era. Los trágicos acontecimientos de la última semana le habían dejado huellas irreversibles en el rostro.

—Muy bien. Iremos hasta Black Spring si es necesario. Veremos cómo está Steve y, cuando lo encontremos, nos lo traeremos con nosotros y volveremos directos al hospital. Todo este alboroto no puede ser bueno para Matt. —Miró por el espejo retrovisor y se incorporó a la rotonda—. Pero me debes una explicación.

—Gracias, papá —suspiró ella, y se hundió en el asiento trasero, exhausta.

Para cuando salieron del centro de Newburgh y enfilaron la 9W, que se internaba en el Parque Estatal, el reloj digital del salpicadero marcaba las 17:43, y Jocelyn empezaba a sentir que el peso opresivo que fermentaba en su cerebro era un veneno enloquecedor. En Tailandia había sido horrible, pero aquello era mucho peor. Estaba fuera de sí. ¿Por qué Steve no contestaba al puñetero teléfono? ¿En qué clase de lío se había metido? ¿Y qué tipo de poder, capaz de provocar tal desesperación, se había liberado? Sus pensamientos iban a la deriva, como nubes solitarias, y le creaban un vacío en la cabeza. Su mente se negaba a soportar aquel dolor colosal, era simplemente incapaz. Su mundo se había convertido en una enorme y apestosa buba de tristeza. Se le agotó la voluntad de luchar contra ello: Jocelyn quería morir. Y Matt, el pobre Matt: en su estado, ni siquiera era capaz de liberarse de aquella desesperanza…

—¡Jocelyn, por el amor de Dios!

El Toyota iba dando tumbos por toda la carretera y lanzaba a Jocelyn y a Matt de un lado al otro del asiento trasero. La situación la hizo salir de su estupor durante un instante, pero sintió que volvía a hundirse en él de inmediato, como si estuviera intentando, sin éxito, luchar contra la anestesia. Recuperó la cordura con un respingo, tras sorprenderse enrollándole a Matt el cinturón de seguridad alrededor del cuello para tratar de estrangularlo con él: un acto de amor maternal, para liberarlo.

Con un fogonazo de miedo intenso e inefable, soltó el cinturón.

«Te está embrujando. Te está hipnotizando. Y cuando sucumbas, te obligará a suicidarte. Así es como debió de llevarse a Tyler».

Con un chirrido estridente, el Toyota se detuvo en el arcén.

—¿Qué coño te pasa, joder? —gritó su padre volviéndose hacia atrás desde el asiento del conductor.

—Uf, papá, no lo sé. —El señor Hampton se asustó de lo que vio: Jocelyn estaba realmente aterrorizada. Tenía los ojos abiertos como platos y lo miraba implorante—. Date prisa, llévanos a casa. Y hazme hablar, por favor…

—¡Pero dime qué está pasando!

No podía, igual que tampoco podía contarle a su padre el verdadero motivo de la muerte de Tyler. Lo lamentaba muchísimo, y supuso que se lo explicaría todo a su debido tiempo. Tenía derecho a saber, aunque fuera contra las reglas del pueblo, que Black Spring le había costado la vida a su nieto mayor. Pero primero era fundamental que llegaran al pueblo, porque sentía que la influencia de Katherine la arrastraba hacia abajo…

—Por favor, no hagas preguntas —dijo atragantándose con sus propias palabras—. Te lo explicaré más adelante. Tú hazme hablar, es importante.

Hubo algo en aquellas últimas palabras que hizo que, por fin, el señor Hampton también reaccionara. No sabía qué le había dado a su hija, pero le estaba poniendo los pelos de punta. Así que giró el volante del Toyota hacia la salida de la 9W y cogió la Ruta 293 en dirección a Black Spring.

—Tenía un mal presentimiento respecto a que Steve se quedara en casa. Deberíais estar juntos, sobre todo en estos momentos. Estoy preocupado por él. No lo está llevando bien. Nadie lo está llevando bien, qué coño; es una situación terrible y repugnante, pero…

Con la mejor de las intenciones, el señor Hampton estaba cometiendo el fatal error de acaparar la palabra…, así que no se dio cuenta de que los ojos de Jocelyn habían perdido el brillo casi de golpe, ni de que miraban con fijeza hacia la nada. Aún les faltaba la mitad del camino para llegar al único semáforo naranja que marcaba la salida de Deep Hollow Road cuando Jocelyn y Matt, cada uno en un extremo del asiento trasero, comenzaran a golpearse la cabeza contra las puertas del coche. El señor Hampton soltó una palabrota ahogada. Volvió la cabeza por encima del hombro y vio a Jocelyn buscar a tientas la manija de la puerta, así que pisó el freno con violencia. El volante comenzó a darle vueltas entre las manos, girando tan rápido que le quemó las palmas, y una vez más, se detuvieron en seco y los tres salieron proyectados hacia sus respectivos cinturones de seguridad.

—Papá, ayúdame, por favor…

Jocelyn levantó la vista hacia él, agarrotada de miedo. Tenía una herida en un lateral de la cabeza y la sangre le corría por la cara. Rodeó a Matt con los brazos otra vez y comenzó a mecerlo.

El señor Hampton se los quedó mirando. Sintió náuseas. Lo superaba, aquello escapaba por completo a su entendimiento, pero sentía la urgencia, y lo carcomía por dentro. Y de repente supo que la causa de todo aquello estaba por delante de ellos, a la espera…, un secreto que aguardaba al final de aquella carretera, en el bosque, en la noche.

El señor Hampton se convenció al instante de que, si nunca descubría cuál era el secreto, no se arrepentiría lo más mínimo.

Con una mano temblorosa, puso el coche en marcha y avanzó en dirección a Black Spring.

Jocelyn bajó la ventanilla y sintió que la corriente de aire frío le despejaba la cabeza. La oscuridad del bosque de Black Rock permaneció en silencio mientras pasaban, sugiriendo una normalidad que allí no existía. Percibió lo grave que era. Un poco más adelante estarían a salvo, implicara lo que implicase esa seguridad. No tenía sentido especular, ya que lo vería con sus propios ojos al cabo de unos momentos…, suponiendo que hubiera algo que ver, claro.

Con la señal de BIENVENIDOS A BLACK SPRING ya en el horizonte, lo vio… y se quedó boquiabierta.

El señor Hampton apartó el pie del acelerador y después lo clavó en el freno.

—No quiero ir a Black Spring —murmuró.

—¿Papá?

—Yo… ¿Sabes qué? Vamos a darnos la vuelta. Todavía tenemos… cosas que hacer… en Newburgh. Sí. Yo tendría que estar en otro sitio.

Ya había empezado a darle la vuelta al coche, pero sin apartar la mirada de lo que tenían delante. Estuvo a punto de salirse de la carretera y hacerlos caer en la zanja adyacente.

—¡Papá, no! ¡Tenemos que seguir!

Pero su padre no le hizo caso. Murmuró algo ininteligible y el sonido de su voz hizo que Jocelyn se helara como un témpano. Una expresión de estupefacción le invadió el rostro, pero enseguida se transformó en un gesto de comprensión total. Aquel no era su padre. La misma influencia que a ella la atraía de regreso al pueblo a él lo ahuyentaba de Black Spring.

Porque era un forastero.

Jocelyn abrió la portezuela del coche y tiró de Matt hacia la calle. No podían volver a Newburgh, esa sería su tumba.

—Papá, por favor… —suplicó.

—Lo siento, cariño. —Se dio la vuelta para mirarla con unos ojos que no eran los de su padre—. Tengo mucho que hacer. En casa, en Atlanta.

Con la puerta trasera aún abierta, el Toyota se lanzó hacia la carretera. Avanzó a toda velocidad y, unos treinta metros más allá, la puerta se cerró de golpe. Jocelyn gritó tras él, pero el señor Hampton no tardó en desaparecer.

A los trece años, Matt todavía era un niño a la espera de pegar el estirón, pero Jocelyn acusaba la fatiga de su peso muerto en los brazos. Llevarlo cogido hasta casa le reventaría la espalda, pero no le quedaba más remedio. Como mínimo, tenían que cruzar la frontera del pueblo. Con las mandíbulas apretadas, lo levantó y comenzó a caminar.

Black Spring se extendía ante ellos sumido en la oscuridad total.

En el lado de la frontera que ocupaba Highland Falls, las farolas estaban encendidas y se reflejaban débilmente en el Long Pond, a un lado de la carretera. En Black Spring la negrura era absoluta. Las casas y los árboles eran colosales, siluetas que apenas se vislumbraban recortadas contra la noche. Jocelyn ni siquiera habría alcanzado a distinguir el único semáforo, situado un poco más allá, si no hubiera sido por los crujidos que le arrancaba el viento. Se había ido la luz. Pero se trataba de algo más que la mera ausencia de luces eléctricas…, era como si la propia noche se hubiera vuelto más intensa, de un tono de negro más profundo, una oscuridad a la que los ojos jamás llegarían a acostumbrarse. Allí, en las afueras de la ciudad, el contraste era innegable. A Jocelyn le dio la sensación de que una mancha de tinta había emergido en aquel remoto rincón del mundo y de que no pararía de crecer hasta cubrir todo Black Spring y bloquear todo rayo de luz o esperanza. Gimió de forma inconexa, sabedora de que la única salvación posible para Matt y para ella residía en aquella oscuridad.

Con su hijo en brazos, Jocelyn dejó atrás el cartel de entrada y la engulleron las tinieblas.

Ir a la siguiente página

Report Page