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Segunda parte » Treinta

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TREINTA

En Black Spring, la gente se agolpaba en las calles. Era un poco como en Nochevieja, cuando todo el mundo salía a intercambiar felicitaciones y buenos deseos, aunque ahora no había fuegos artificiales. Los vecinos llevaban más bien linternas, velas o antorchas caseras que grababan sombras intensamente oscuras y afiladas en el suelo escarchado. Tampoco flotaba ni un resquicio de felicidad en el ambiente. Poco a poco, la conmoción inicial había ido desapareciendo para dar paso a un miedo pertinaz, avivado por los rumores que corrían por el pueblo como un reguero de pólvora.

—¿Se ha cobrado otra víctima…?

—Te lo digo yo, esto es como en el 67…

—No…, ¿no creerás que esto es…? Dime que no es cierto…

Los ojos les brillaban como el mercurio a la luz tenue, pálidos y asustados. Les dolían los huesos del frío, pero solo unos cuantos se volvieron a casa; a la mayoría ni siquiera se les pasaría por la cabeza marcharse hasta que se enteraran de lo que estaba sucediendo.

En el centro de control del HEX, Robert Grim y Marty Keller ponían todo su empeño en intentar arrancar el generador de emergencia. No solo se había ido la luz en el pueblo —había fallado toda la puta red; adiós, wifi—, sino que además no quedaba presión en las tuberías del agua y se había caído toda la red telefónica, incluidas las líneas fijas. Las consecuencias de todo aquello escapaban a la comprensión de cualquiera —«igual que lo que lo ha causado», pensó Grim con creciente inquietud—, pero en aquel preciso instante su prioridad número uno era volver a poner en marcha el centro de control. Si ni siquiera eran capaces de hacer eso, estarían jodidos. Las cámaras de seguridad, la HEXApp y el sistema de alerta no valdrían una mierda. Y eso significaba que no podría mantenerse el espejismo general de seguridad… y estaba más claro que el agua que era hacia ahí adonde iban.

El generador de emergencia ni siquiera se inmutó. Ni una condenada chispa.

A la elipse temblorosa del faro de su casco, Marty manipulaba el conducto del combustible. El sudor le brillaba en la frente. Habían probado aquel dichoso aparato hacía tres semanas y había funcionado a la perfección. Resultaba desconcertante, pero daba igual lo que intentaran, el antiguo Centro de Visitantes de Popolopen permanecía a oscuras, y en aquella oscuridad los pensamientos de Grim campaban por sus respetos. «Joder, madre mía, ¿qué ha sido esa sacudida? ¿Qué ha sido esa conmoción que hemos sentido todos?».

En el cruce que había más abajo de la iglesia de la Meta de Cristal, la atmósfera se estaba calentando. Warren Castillo había subido corriendo a toda prisa hasta allí para evaluar la situación. Tuvo que abrirse paso entre una maraña de vecinos preocupados que lo agarraban, le hacían preguntas que no podía contestar y le desnudaban almas que no podía iluminar. Eran las cinco y media, y al menos doscientas personas se habían congregado en la plaza de The Point to Point Inn, donde el personal del hotel había encendido varios braseros. Warren oyó rumores acerca de que algunas personas habían vuelto al pueblo conduciendo a gran velocidad, como si el mismísimo diablo les pisara los talones, y se habían encerrado en su casa sin decir ni una palabra. Su primer impulso fue desestimarlos y considerarlos fruto del miedo. Pero luego vio el Chevy de Rey Darrel, con las palabras «Rush Painting» en el costado, aparcado en diagonal en Deep Hollow Road, con los faros rebanando la oscuridad. Una barrera. La silueta de Darrel se acercó a la multitud con los brazos en alto y gritó:

—¡No salgáis del pueblo! ¡No es seguro! Escuchad, gente: ¡no os mováis del pueblo!

Murmullos inquietos, cerniéndose al borde del abismo.

—¿De qué hablas? —preguntó alguien.

—¡No podéis salir! ¡Acabaréis con vuestra vida si salís de aquí!

Warren se abrió camino a empujones y agarró a Darrel por el cuello.

—Cierra el puto pico, tío. Estás consiguiendo que toda esta gente se cague de miedo.

—Tienen todas las razones del mundo para estar asustados —dijo Darrel con total sinceridad, y de repente Warren se dio cuenta de que el pintor estaba aterrorizado.

—¿Qué ha pasado?

—He salido del pueblo con el coche, porque parece que en el centro de reclutamiento de Round Pond sí tienen luz. Pero en cuanto dejé Black Spring, algo…, algo me detuvo. No sé de qué otra manera describirlo. Es como si hubiera unos putos tirantes gigantescos amarrados a la carretera y te obligasen a regresar en cuanto sales del pueblo. No lo ves, pero lo sientes. —Se le quebró la voz—. Ni siquiera había llegado al campo de golf y ya quería pegarme un tiro. Quería sacar mi Lancaster .410 del maletero y dispararme una bala en la boca. Tengo tres hijos y nunca he querido suicidarme.

Silencio profundo.

—Es terrible, realmente terrible —añadió Darrel.

No jodas, Sherlock.

Aquella fue la señal para que la gente del pueblo perdiera el juicio. Se produjo un efecto dominó: uno comenzó a susurrar, otro levantó la voz, unos cuantos intentaron llamar a sus parejas o a familiares que no habían vuelto a casa del trabajo, y todo ello envuelto en un pánico creciente. Se propagó entre la multitud como una ola. Warren miró a su alrededor con consternación; ya no reconocía a sus conciudadanos. Tenía el cuerpo rígido, tan rígido que no consiguió ponerse en movimiento. Lo habían entrenado para no dejar que los rumores y la superstición lo pillaran por sorpresa. Intentó obligarse a sacar sus emociones a la luz, donde podría analizarlas y descartarlas, porque no tenían ningún sentido. Pero no fue capaz. ¿Y si aquella vez, aquella única vez, el miedo era legítimo? ¿Y si en aquella ocasión era cierto que los habían aislado del mundo exterior, forzados a esperar la noche cerrada y el siguiente amanecer para ver qué le tenían reservado a Black Spring?

Más hacia el este, en la dirección de la que había llegado, Warren oyó gritos. No había luna ni estrellas que penetraran la noche, y aquel extremo de Deep Hollow Road se había vuelto de color negro carbón. Allí no se movía nada. Pero ¿qué era esa presión en la atmósfera? ¿Y por qué estaba tan anormalmente oscuro?

Warren no podía apartar la vista. El viento le clavaba los dientes. Lo entumecía, le alborotaba el cabello y le enfriaba tanto los globos oculares que empezaron a lagrimearle, pero ni siquiera así pudo cerrarlos.

«Es la noche de Katherine». El pensamiento le llegó de la nada… y entonces lo entendió. Entonces lo entendió todo.

La oscuridad escupió a tres hombres que chillaban, que corrían en una extraña alucinación proyectada por sus propias linternas: «Ahora me ves, ahora no». No pararon de volver la cabeza para mirar hacia lo que había por detrás de ellos hasta que llegaron dando traspiés a la luz de los braseros y se toparon con la mirada de más de un centenar de vecinos del pueblo. Warren Castillo vio que uno de ellos lucía la cara de un payaso: se había lacerado las mejillas con las uñas y los arañazos parecían rayos de sol que dibujaban una máscara de sangre.

—¡Son los ojos! —gritó—. ¡Tiene los ojos abiertos! ¡Lo hemos visto, estaba allí! ¡Nos ha mirado! ¡Corred por vuestra vida, todos! ¡El mal de ojo ha recaído sobre todos nosotros!

Y así llegó la perdición a Black Spring.

Sus habitantes, un colectivo de almas embrujadas que no encontraban la forma de escapar del pánico que los atenazaba, se dispersaron en todas direcciones. Aprisionados en un destino que todos compartían, ninguno de ellos alzó la voz más que su vecino ni sufrió menos que él. Esas eran las reglas del caos, y de ese caos surgía una especie de solidaridad enajenada: al cabo de segundos, la ilusión de la individualidad había desaparecido y solo un deseo, un grito agónico, prevaleció sobre la conciencia colectiva de Black Spring. La gente era Black Spring, y Black Spring había caído. El grito primitivo que permaneció fue «¡Alejaos! ¡Alejaos! ¡Alejaos de su mal de ojo!».

El caos era inconmensurable. La gente se orinaba encima, gritaba hasta desgañitarse, se pisoteaban los unos a los otros y elevaban plegarias al cielo pidiendo misericordia. Se tironeaban de las extremidades y del pelo. No se necesitó ninguna aplicación para difundir la noticia, y en cuestión de minutos incluso los que vivían a las afueras del pueblo estaban ya enterados de lo que había ocurrido. Pero a pesar del miedo de todos ellos, la bruja no acudió. La bruja tenía los ojos abiertos, pero nadie, excepto los agoreros, lo había visto por sí mismo, y nadie deseaba verla acercarse. Muchos huyeron a sus casas y bloquearon las puertas y las ventanas con lo que tenían a mano. Temblando de miedo, rezaron envueltos en la oscuridad profunda. Hubo quienes se rajaron las muñecas o se tragaron el contenido de sus botiquines. Aunque la posibilidad de que aquel día llegara siempre había estado en algún rincón de la mente de incluso los más ingenuos de entre ellos, nadie sabía cómo se revelaría o qué sucedería después. Morir sin descubrirlo era mejor que vivir y tener que esperarlo. Los que tenían un instinto de supervivencia más fuerte intentaron escapar, pero se dieron la vuelta casi en cuanto superaron los límites de la ciudad, paralizados por la aterradora certeza de que estaban atrapados. Rey Darrel tenía razón. Solo unos cuantos infelices siguieron adelante, y nunca más se les volvió a ver.

A las siete de la tarde, solo el viento y su sombra se movían por las calles de Black Spring. La anticipada venganza de Katherine no se produjo, y si había personas muriendo era bajo su propio hechizo individual.

Uno de los primeros en sucumbir fue Colton Mathers. Durante toda su vida, el viejo concejal había creído que los suicidas irían directos al infierno, pero Dios le había enviado una visión. Estaba rezando en la iglesia cuando estalló el pánico y, mientras lo contemplaba desde los escalones del templo, una imagen temblorosa centelleó en su mente. Había chozas coloniales y desvencijadas granjas del siglo XVII. Los edificios transmitían una sensación de abandono y aislamiento total, de impiedad y muerte, y Katherine van Wyler estaba allí plantada, inmóvil como un mascarón al viento, en el jardín delantero de la iglesia…, viendo. Aquella ilusión, aquel fantasma divino, bastó para convencer a Colton Mathers de que su amado Señor había abandonado Black Spring de una vez para siempre. Los fuegos del infierno serían como un bálsamo calmante en comparación con lo que les esperaba allí. Y así, el pastor —que era como siempre había tenido la costumbre de verse— abandonó a su rebaño: se fue a casa y se tiró desde el balcón, se rompió todos los huesos del cuerpo y murió desangrado aquella misma noche, más tarde, en el suelo del jardín. Cuando se corrió la voz al amanecer, muchos lo calificaron de un acto de cobardía sin precedentes.

¿Y Katherine?

Nadie sabía dónde estaba.

Nadie sabía lo que quería.

En su casa en Upper Mineral Valley, Jackie y Clarence Hoffman se habían refugiado en la cocina junto con sus hijos, Joey y Naomi. Era una cocina lujosa, por lo general bañada en la potente luz del sol que entraba a través de las ventanas dobles e incidía sobre el fregadero. Pero ahora las puertas y ventanas estaban selladas con los tablones de todas las estanterías de la casa (eran lectores apasionados, los Hoffman). Sin embargo, a las 23:15, la lámpara que colgaba por encima de la mesa de la cocina comenzó a oscilar de un lado a otro como si el frío aire de diciembre hubiera encontrado una forma de filtrarse, y todas las velas se apagaron a la vez. Un instante después, Katherine apareció en medio de la habitación. Sucedió que en ese momento los pobres niños estaban en el otro extremo de la cocina (habían superado su agotamiento y estaban jugando al Angry Birds en el iPad mientras le durara la batería), y la aparición de Katherine los sorprendió separados de sus padres. La bruja proyectó una sombra grotesca sobre las paredes durante los pocos segundos que el pequeño Joey continuó aferrado a su iPad. Luego se le resbaló de entre los dedos y la pantalla se resquebrajó contra el suelo de la cocina, lo cual dio lugar a una oscuridad total.

No, no era total: había un matiz de negro más tenue y suave que se colaba por las junturas de las tablas del suelo, lo justo para distinguir las formas de Joey y Naomi presionadas con rigidez contra la puerta tachonada y la sombra oscura de la bruja alzándose sobre ellas. Jackie gritó. Clarence Hoffman avanzó pegado a la encimera para intentar llegar a sus hijos, pero de repente la sombra retorció el cuerpo y le bufó como un gato. No había ojos que contemplar en la oscuridad, pero aun así Clarence los sintió sobre él, inhumanos y malévolos. Retrocedió de inmediato, encogido como si lo hubieran golpeado con un ladrillo, y agarró a Jackie por la cintura cuando ella echó a correr hacia los niños.

—Por favor, no les hagas daño a mis hijos —suplicó—. Son inocentes, como lo eran los tuyos, Katherine… Dios mío, ¿qué está haciendo? Joey, dile a mamá qué está haciendo.

—Está… Creo que nos está dando algo, mami.

—¡No lo toquéis! —gritó su padre.

—¿Qué es?

—No sé… Creo que es una cebolla.

—¡Y lo mía es una zanahoria! —dijo Naomi.

—¡Os he dicho que no lo toquéis!

Pero Jackie le dio un codazo a su marido en el costado y le susurró:

—No la pongas nerviosa, Clarence… A lo mejor lo hace con buena intención…

La sombra no se movió; parecía insistir. Jackie Hoffman empezó a caer en la cuenta de que, si las verduras provenían de su delantal, las habían arrancado del suelo en 1665 y se habían conservado gracias a la muerte de Katherine. A Naomi no le gustaban las zanahorias…, pero Jackie sabía que aquellas no se parecerían ni por asomo a las verduras empaquetadas de la nevera del Market & Deli. Comprendió lo que la bruja les estaba pidiendo.

—Venga, dadle un mordisco, cielos.

—Pero mami…

—Es lo que quiere que hagáis, cariño.

—Pero no me gusta, mami —protestó Naomi entre lágrimas.

—¡Cómete la puta zanahoria!

Debió de ser con enorme reticencia, pero oyó el crujido de lo que debían de ser los dientes de Joey en la piel de la cebolla. Naomi no tardó en seguir el valiente ejemplo de su hermano mayor y mordió la zanahoria. Despacio, empezaron a masticar.

—¡Es dulce! —dijo Naomi sin dejar de llorar.

Con ansia, la niña le dio otro bocado a su zanahoria, y entonces las cosas se enrarecieron muy rápidamente. Más tarde, Clarence y Jackie Hoffman nunca llegarían a ponerse del todo de acuerdo sobre cómo había ocurrido con exactitud. Ambos recordaban los terroríficos momentos durante los que Katherine tuvo a cada uno de sus hijos agarrado de una mano, pero ninguno tenía el valor de confesar lo que habían visto después. O lo que creían que habían visto, porque las escenas que habían presenciado eran tan horribles y contradictorias que debían de haber sido imaginarias. En una de ellas, Naomi y Joey se abrían paso a través de las tablas que bloqueaban la puerta mordiéndolas con los dientes ensangrentados, luego se daban la vuelta con los ojos brillantes, nublados y obsesivos, bajo una luz que parecía proceder de la nada, con el paladar roto y lleno de astillas. Ridículo: por supuesto que tenía que ser imaginario, porque Joey llevaba puesto un jubón de cuero y Naomi, un sayo largo y sucio. Con independencia de lo que hubiera sucedido, el caso era que cuando Clarence y Jackie recobraron la conciencia, la barrera y la puerta se habían podrido, como si estuvieran infestadas por una plaga de carcoma, y el frío aire del invierno formaba remolinos en la cocina. Jackie gritó desesperada llamando a sus hijos desaparecidos, pero no salió a buscarlos, porque entendía que allí entraban en juego poderes contra los que un simple ser humano no podía alzarse.

Al asomarse por las rendijas que quedaban entre las cortinas y las ventanas, muchos vecinos vieron al trío caminando por la calle aquella noche. La bruja era una mera sombra, con los ojos invisibles —Dios, aquellos ojos—, pero unos cuantos reconocieron a los niños Hoffman, aunque no eran capaces de entender sus extrañas y anticuadas vestiduras. A medida que avanzaba la madrugada, cada vez más gente veía al niño con jubón y bombachos y a la niña con una gruesa capa y un pañuelo en la cabeza. Aunque ambos tenían los ojos vidriosos, parecían caminar junto a la bruja de buen grado. Hubo quienes creyeron ver en las manos de la niña un molinillo de juguete, clavado en un palo de madera, que daba vueltas con el viento y la hacía soltar carcajadas.

Poco antes del amanecer, una sombra entró en el dormitorio de Griselda Holst. El hedor de la carne podrida en la carnicería se había extendido por toda la casa como un manto empalagoso, pero Griselda no había tenido ánimos de bajar y tirarla. A primera hora de la noche, Jaydon se había quedado dormido, atontado por su alta dosis de litio y apenas —si acaso— consciente de lo que había sucedido. Muy al contrario que su madre. Dios sabe que Griselda se había preparado más exhaustivamente que ninguna otra persona del pueblo para el día en que Katherine al fin pudiera abrir los ojos…, pero, ahora que había ocurrido, se sentía aquejada de una parálisis convulsiva. Había sido demasiado repentino. ¡Ni siquiera la había avisado! ¿Implicaba eso que Katherine la había abandonado de verdad?

Griselda necesitaba tiempo para pensar en lo que le esperaba ahora, pero los pensamientos no llegaban. Con cada sonido desconocido, cada crujido de los zócalos y cada suspiro estructural, se levantaba de la cama y recorría el silencioso piso superior de su casa con el muñón de una vela en las manos temblorosas, alerta a todas las sombras que se movían en la oscuridad. Pero solo perseguía fantasmas. Al final se quedó dormida de agotamiento… y con cada bocanada de aire que inhalaba, la putrefacción que flotaba en el ambiente le revoloteaba en los pulmones y le enquistaba la ponzoña en los poros.

No se había fijado en la sombra que había junto a su cama. Tan solo murmuró cuando su única amiga por fin le dio lo que con tanto fervor había deseado durante todos aquellos años: una respuesta. De repente, aquellos ojos abiertos como platos estaban justo delante de ella, atándola al sueño que estaba teniendo. No había rostro, ni paisaje ni boca, solo aquellos ojos. Griselda dio vueltas y más vueltas, cubierta de sudor, y enterró la cara en la almohada, porque incluso en sueños sabía que se estaba enfrentando a su peor pesadilla. Pero luego estaba aquella voz. No eran del todo palabras, y no era en realidad un idioma lo que Katherine utilizaba para contar su historia. Griselda lo escuchaba igual que una rata en una jaula escucha el parloteo de su domador, incapaz de comprender nada. Katherine hablaba del mundo y de vivir exiliada de él, del engaño y de las decisiones que tomabas por amor, de la devastación de tener que sacrificar a la persona que más amabas para salvar a la otra persona que más amabas. Griselda no tenía muy claro cuándo había terminado el sueño, pero al incorporarse en la cama, la luz gris de la mañana se colaba en ángulo oblicuo a través de la cortina. Se había destapado mientras dormía, y en aquel momento contemplaba con repugnancia su cuerpo de cera, carnoso, un cuerpo que llevaba demasiado tiempo sin ser amado ni por los demás ni por ella misma. Griselda había olvidado lo que era tomar decisiones por amor; lo único que conocía era la dureza de la supervivencia.

Un alboroto sombrío surgió de entre una multitud que, al parecer, se había congregado en la plaza del pueblo, delante de la ventana de Griselda, y en ese preciso momento comenzó a formarse en ella la más que plausible idea de que, en efecto, podría salvarse a sí misma sacrificando a su hijo, Jaydon, ante Katherine… y así fue como malinterpretó por completo lo que la bruja había querido transmitirle con su mensaje.

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