Hermana

Hermana


Capítulo 19

Página 23 de 31

Capítulo 19

Miércoles

Cuando llego a las oficinas de la fiscalía esa mañana, descubro que hay otras personas con pequeñas macetas de narcisos florecientes, porque la secretaria del señor Wright está desenvolviendo un ramo protegido por un envoltorio de papel húmedo. Como las petites madeleines mojadas en té de Proust, el puñado de tallos mojados me retrotrae sensualmente hacia una clase soleada y mi propio ramo de narcisos, que cogía en casa, y dejaba encima del escritorio de la señora Potter. Por un instante sostengo el hilo hacia un pasado en el que Leo estaba vivo y papá estaba con nosotros y el internado no había arrojado su sombra sobre el beso de buenas noches de mamá. Pero el hilo se desvanece y otro recuerdo más duro y cruel lo sustituye, cinco años después, cuando trajiste un puñado de narcisos a la señora Potter y a mí me sentó mal, porque yo ya no tenía profesora a la que regalar flores; porque estaba en el internado, donde sospechaba que aún si tuvieran flores, no me dejarían cogerlas. Y porque todo había cambiado.

El señor Wright entra. Tiene los ojos rojos y un poco hinchados.

—No se preocupe. Es solo fiebre del heno. No es contagioso.

Cuando entramos en su despacho siento pena por su secretaria, que en estos momentos debe estar tirando la feliz belleza de sus narcisos a la papelera, por cariñosa consideración hacia su jefe.

Se acerca a la ventana.

—¿Le importaría si la cierro?

—No, por supuesto.

Está claro que lo está pasando bastante mal, y me alegro de poder concentrarme en las afecciones de otra persona en lugar de las mías. Me hace sentir un poco menos egoísta.

—Habíamos llegado al momento en que Kasia se mudó a vivir con usted.

—Así es.

Sonríe y dice:

—Y veo que aún reside en su apartamento.

Debe haberlo leído en los periódicos. Tenía razón cuando decía que esa foto de mí, con mi brazo alrededor de Kasia, terminaría publicada en todos los diarios.

—Sí. A la mañana siguiente le pedí que escuchara la grabación de la canción de cuna que había en el contestador. Pero supuso que se trataba de una amiga, alguien que sin saberlo había cometido un desafortunado error.

—¿Le dijo lo que usted pensaba?

—No, no quería preocuparla sin que hubiera ningún motivo. Ya me había dicho, cuando la conocí, que ni siquiera sabía que Tess estaba pasando miedo, y mucho menos quién podía estar asustándola. Fue una estupidez por mi parte hacerle escuchar esa grabación.

¿Le habría contado lo que pensaba si la hubiera visto como mi igual? ¿Habría querido compañía en mi búsqueda, alguien con quien compartirla? Pero después de pasarme la noche oyéndola roncar, después de despertarla y prepararle una taza de té y un desayuno decente, había decidido que mi papel consistía en cuidarla. En protegerla.

—Y entonces se terminó la cinta del contestador —continué—. Había un mensaje de una mujer llamada Hattie, a quien yo no conocía, y que no había pensado que fuera importante. Pero Kasia reconoció su voz y me dijo que estaba en la clínica de «Mamás con desastres», con ella y Tess. Supuso que Hattie había tenido su bebé, pero no pensaba que fuera a llamarla. Nunca había sido muy amiga de Hattie; era Tess quien organizaba siempre sus quedadas. No tenía el número de teléfono de Hattie, pero sí su dirección.

* * *

Fui a la dirección que Kasia me había dado, lo cual puede parecer fácil. Pero sin coche y con un conocimiento rudimentario del transporte público, llegar allí fue estresante y me llevó bastante tiempo. Kasia se quedó en el apartamento, porque le daba vergüenza salir con la cara amoratada. Pensó que iba a ver a alguna de tus antiguas amigas, por sentimentalismo, y yo no la corregí.

Llegué frente a una bonita casa en Chiswick, y me sentí algo rara mientras llamaba al timbre. No había podido llamar para avisar de mi visita con antelación, y ni siquiera estaba segura de que Hattie estuviera ahí. Una niñera filipina, con un niño rubio, de un año y pico, en brazos, abrió la puerta. Parecía tímida y no me miró a los ojos.

—¿Beatrice? —preguntó.

La miré perpleja. Ella se dio cuenta de mi confusión.

—Soy Hattie, la amiga de Tess. Nos conocimos en su funeral, brevemente. Le di la mano.

Había habido una larga fila de personas que hacía cola para vernos a mí y a mamá, una cruel parodia de la fila de un banquete nupcial, todos esperando a su turno para decir que lo sentían. Tantos «lo siento» como si fuera culpa suya que hubieras muerto. Yo solo tenía ganas de que terminara, de no ser la persona por la que hacían cola, y perdí la capacidad emocional de registrar nombres o caras nuevas.

Kasia no me había dicho que Hattie era filipina; supongo que no había motivo para que lo hiciera. Pero no fue solamente la nacionalidad de Hattie lo que me sorprendió, sino también su edad. Mientras que tú y Kasia erais jóvenes, todavía chicas, Hattie rozaba los cuarenta. Y lucía una alianza de casada.

Sostuvo la puerta abierta para que pasara. Su actitud era cortés, incluso deferente.

—Por favor, pase.

La seguí al interior y traté de escuchar el llanto de un bebé, pero solo podía oír un programa de televisión infantil en el salón. La observé mientras instalaba al niño frente a un ejemplar de Thomas el Motorcito y recordé que me habías hablado de una amiga filipina que trabajaba de niñera, pero no había recordado su nombre, irritada por tu costumbre de tener amistades liberales modernas. (¡Una niñera filipina, por el amor de Dios!).

—Me gustaría hacerle algunas preguntas, ¿le parece bien?

—Sí, pero tengo que recoger al hermano de este pequeñín a las doce. ¿Le importa sí…? —Señaló la tabla de planchar y un cesto lleno de ropa limpia en la cocina.

—Por supuesto que no.

Parecía aceptar con pasividad mi presencia en su puerta, y también que quisiera hacerle preguntas a bocajarro. La seguí hasta la cocina y me fijé en que llevaba un vestidito barato y ligero. Fuera hacía frío, y sin embargo Hattie llevaba sandalias de plástico.

—Kasia Lewski me dijo que su bebé también participó en el ensayo para la cura de la fibrosis quística —dije.

—Así es.

—Entonces, ¿tanto usted como su marido son portadores del gen de la fibrosis quística?

—Está claro.

El tono de su voz era duro, a pesar de su apariencia dócil. No me miró a los ojos y pensé que no la había oído bien.

—¿Se ha sometido a la prueba de la fibrosis quística?

—Tengo un niño con fibrosis quística.

—Lo siento.

—Vive con su abuela y con el padre. Mi hija también está con ellos. Pero no tiene fibrosis quística.

Tanto Hattie como su marido eran portadores del gen defectuoso, así que su caso no contribuiría a demostrar mi teoría de que Chrom-Med estaba utilizando bebés sanos para testar su terapia. A menos que.

—¿Su marido sigue en Filipinas?

—Sí.

Empecé a imaginar varias posibilidades: una mujer filipina pobre y muy tímida, embarazada mientras su marido está en su país de origen.

—¿Es usted niñera a tiempo completo? Quiero decir, ¿vive aquí, con la familia? —pregunté, y aún no sé si era un burdo intento de iniciar una conversación o si quería insinuarle que el dueño de la casa era en realidad el padre de su bebé.

—Sí, vivo aquí. A Georgina le gusta que me quede cuando el señor Bevan está de viaje.

Así que la señora de la casa era «Georgina», pero el padre era el «señor Bevan».

—¿No sería mejor para usted vivir en otra parte? —pregunté, concentrándome en mi suposición de que «el señor Bevan» era el padre. No estoy segura de qué esperaba, quizá una repentina confesión a lo «Oh, sí, así el dueño de esta mansión no podrá gozar de mí alevosamente por las noches».

—Soy feliz aquí. Georgina es una persona muy amable. Es mi amiga.

Al instante, di por sentado que no era verdad: la amistad solo puede darse entre iguales.

—¿Y el señor Bevan?

—No trato mucho con él. Siempre está fuera de viaje.

No había más información por ese lado. La observé mientras seguía planchando, meticulosa y perfecta, y pensé en lo mucho que las amigas de Georgina debían envidiarla.

—¿Está segura de que el padre de su bebé es portador del gen de la fibrosis quística?

—Ya se lo he dicho. Mi hijo tiene fibrosis quística. —Volvía a hablarme en el mismo tono duro e inequívoco que había empleado antes. Continuó—: He aceptado verla porque es hermana de Tess, como cortesía. No para que siga interrogándome. ¿Qué le importa a usted mi vida?

Me di cuenta de que mi primera impresión había sido completamente equivocada. Pensaba que no me miraba por timidez, pero en realidad estaba protegiendo cuidadosamente su territorio. No era pasiva y dócil, sino que defendía con fiereza su privacidad.

—Lo siento. Pero es que no estoy segura de que el ensayo clínico para la cura de la fibrosis sea legítimo, y por eso quiero saber más de usted y del padre de su bebé, para averiguar algo respecto al gen defectuoso.

—¿Cree que puedo entender una palabra inglesa tan larga como «legítimo»?

—Sí. De hecho creo que ya he sido lo bastante condescendiente con usted.

Se volvió hacia mí, casi sonriendo, y era como si estuviera mirando a una mujer completamente distinta. Ahora sí podía imaginarme que Georgina, quienquiera que fuese, se comportara con ella como una amiga de verdad.

—Los ensayos demuestran que la terapia funciona. Curó a mi bebé. Pero el hijo que tengo en Filipinas ya no puede curarse. Es demasiado tarde para él.

Pero aún no me decía quién era el padre. Tendría que volver a tocar el tema, esperaba que cuando estuviese dispuesta a confiar en mí y decirme la verdad.

—¿Puedo hacerle otra pregunta? —Asintió y procedí—: ¿Le pagaron dinero a cambio de participar en las pruebas?

—Sí. Trescientas libras esterlinas. Ahora tengo que ir a buscar a Barnaby a la guardería, si me disculpa.

Había tantas preguntas que todavía no le había hecho, que sentí pánico por si no tenía otra oportunidad. Se fue al salón y apartó al niño de la televisión.

—¿Puedo volver a verla? —pregunté.

—Estaré de niñera el próximo martes. Ellos saldrán a partir de las ocho. Puede venir entonces, si quiere.

—Gracias, yo…

Me hizo una señal para pedirme que me callara, con el niño en brazos, como si quisiera protegerle de una conversación posiblemente inadecuada.

* * *

—Cuando vi a Hattie por primera vez, pensé que era muy distinta de Kasia o de Tess —digo—. Era una mujer de más edad, de una nacionalidad diferente y su trabajo también era distinto. Pero su ropa era barata, como la de Tess y Kasia, y comprendí que tenían otra cosa en común, aparte de participar en el ensayo clínico contra la fibrosis quística en el hospital de St. Anne: las tres eran pobres.

—¿Eso le pareció significativo? —pregunta el señor Wright.

—Se me ocurrió que alguien podría creer que sería más fácil convencerlas con dinero, o incluso sobornarlas. También me di cuenta de que, puesto que el marido de Hattie estaba en las Filipinas, las tres eran solteras a todos los efectos.

—¿Y el novio de Kasia, Michael Flanagan?

—En el momento en que Kasia entró a formar parte del ensayo, él la había dejado. Cuando volvió, solamente estuvieron juntos durante unas semanas. Pensé que el responsable de todo aquello escogía deliberadamente mujeres solas, porque así nadie investigaría más, ni se preocuparía por ellas. Se dedicaba a explotar lo que consideraba una vulnerabilidad aislada.

El señor Wright está a punto de decir algo amable, pero no quiero desviarme por la tangente de la culpabilidad y el consuelo tranquilizador, así que sigo hablando, animadamente.

—Había visto escenas en la televisión y en Chrom-Med con bebés participantes de los ensayos, y allí también aparecían madres y también padres agradecidos. Me pregunté si las únicas mujeres solteras de la prueba eran las de St. Anne. Si así era, entonces algo terrible estaba sucediendo.

* * *

Hattie había dejado al niño rubio con cuidado en la sillita, con un biberón y un peluche. Puso la alarma y cogió las llaves. Yo había echado un vistazo en busca de señales de un bebé, pero no había nada: ni llantos, ni transistor, ni cestita de pañales. Ella no me había dicho nada. Ahora se iba de la casa, y estaba claro que no iba a dejar a un bebé solo en el piso de arriba. Yo estaba en el umbral, saliendo ya, cuando reuní el valor necesario, o el descaro, para preguntarle:

—¿Su bebé…?

Bajó la voz para que el niño no la oyera:

—Murió.

* * *

El señor Wright tiene una reunión a la hora de comer, así que salgo fuera. El parque está limpio después de la lluvia que cayó ayer, y la hierba brilla luminosa y verde, mientras los copos de color azafrán parecen joyas. Preferiría hablar de ti aquí fuera, donde los colores son brillantes incluso sin que salga el sol. Hattie te dijo que su bebé había muerto después de una cesárea de emergencia. ¿Te dijo también que tuvo que someterse a una histerectomía, para extirparle la matriz? No estoy muy segura de qué pensará la gente que pasa por la calle y que me ve llorar, probablemente que estoy un poco loca. Pero cuando me lo contó, ni siquiera me detuve a pensar en su bebé, ni mucho menos a llorar. Estaba totalmente concentrada en las implicaciones de lo que acababa de decirme.

Regreso a las oficinas de la fiscalía y sigo con mi declaración frente al señor Wright. Desgrano los hechos, obviando su impacto emocional.

—Hattie me dijo que su bebé murió a causa de un defecto congénito en el corazón. Xavier había muerto por un fallo renal, según lo que me habían dicho. Estaba segura de que la muerte de los dos bebés estaba conectada, y que debía estar relacionada con las pruebas que se habían efectuado en el St. Anne.

—¿Tenía alguna sospecha acerca de cuál podía ser la relación?

—No. No entendía qué pasaba. Antes, mi teoría era que los bebés se sometían a una prueba falsa; que era un fraude enorme en busca de beneficios económicos. Pero ahora que dos de los bebés habían muerto, esa teoría no tenía ningún sentido.

La secretaria del señor Wright nos interrumpe, con pastillas antihistamínicas para el señor Wright. Me pregunta si quiero una yo también, malinterpretando la causa de mis ojos enrojecidos. Comprendo que la he juzgado mal, no tanto porque intenta ser amable conmigo, sino por su iniciativa de tirar los narcisos. Se va y nosotros seguimos.

—Llamé al profesor Rosen, que seguía de viaje en Estados Unidos en su circuito de conferencias. Dejé un mensaje en su móvil, preguntándole qué demonios pasaba con su terapia genética.

Me pregunté si su orgullo al ser invitado por todas esas universidades de la Ivy League solo cumplía un objetivo: distraer de su verdadera motivación. ¿Quizá había optado por huir, por si la verdad salía a la luz?

—¿No volvió a hablar con la policía? —pregunta el señor Wright. El registro de mis llamadas a la comisaría muestra un claro hueco en ese lapso de tiempo.

—No. El inspector jefe Haines creía que era una mujer irracional y que mis sospechas eran ridículas, lo cual había sido en parte culpa mía. Necesitaba obtener esos «hechos» que les hicieran revisar su teoría, antes de volver a hablar con ellos.

* * *

Pobre Christina. Me imagino que cuando acabó su carta de condolencias con el habitual «si hay algo en lo que pueda ayudarte, no dudes en pedírmelo» no imaginaba que me la tomaría en serio no una, sino dos veces. La llamé al móvil y le conté lo del bebé de Hattie. Estaba en el trabajo, y su voz sonaba animadamente eficiente.

—¿Se hizo autopsia? —preguntó.

—No. Hattie me dijo que no quería.

Se oyó un pitido al fondo y Christina hablando con alguien. Con voz agobiada, dijo que tendría que volver a llamarme esa noche, porque ahora no podía hablar.

Mientras, decidí ir a ver a mamá. Era el doce de marzo, y sabía que sería un día duro para ella.

Ir a la siguiente página

Report Page