Hermana

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Capítulo 8

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Capítulo 8

Jueves

Cruzo el parque de St. James hacia la oficina de la fiscalía. Hoy el cielo es azul, de un tono Pantone PMS 635 para ser precisos, un cielo de esperanza. Esta mañana el señor Wright me preguntará por la siguiente entrega de tu historia, mi encuentro con tu psiquiatra. Pero aún estoy medio dormida y mi mente no posee la claridad necesaria como para contárselo, así que haré un ensayo ahora, una especie de prueba del vestido mental, antes de hablar con el señor Wright.

* * *

La lista de espera de la Seguridad Social para ver al doctor Nichols era de cuatro meses, así que pagué para verle. La sala de espera de sus pacientes privados se parecía más a un salón de peluquería cara y apenas recordaba a nada remotamente médico: había jarrones de violetas, revistas de moda, y un dispensador de agua mineral. La joven recepcionista tenía la misma desdeñosa mirada de rigueur, desplegando su poder de guardiana-de-la-puerta frente a los clientes que esperaban. Mientras llegaba mi turno, hojeé una revista (he heredado el nerviosismo de mamá, esa negativa a que parezca que uno «no tiene nada que hacer»). Tenía la fecha del mes siguiente en la portada, y recordé cómo te reías de las revistas de moda que viajaban en el tiempo, y que la fecha del mes siguiente debería darle una pista a la gente acerca de las tonterías que había en su interior. Era cháchara mental, estaba nerviosa porque muchas cosas dependían de la entrevista que me disponía a mantener. La policía estaba convencida de que sufrías de psicosis posparto por el diagnóstico del doctor Nichols; lo que había dicho los había convencido de que te habías suicidado. Nadie buscaba a tu asesino por el dictamen del doctor Nichols.

La recepcionista me miró de reojo.

—¿A qué hora dice que tenía la cita?

—A las dos y media.

—Ha tenido suerte de que el doctor Nichols le haya buscado un hueco.

—Seguro que me cobrará por mi buena suerte.

Estaba lista para subir de tono la discusión. Cuando habló, parecía irritada:

—¿Ha rellenado el formulario?

Le devolví el formulario, completado excepto por los datos de mi tarjeta de crédito. Lo cogió, con tono despreciativo y mirándome resentida:

—Falta su historial médico.

Pensé en la gente que venía aquí, deprimida o angustiada, que habían perdido el contacto con la realidad y caían en el vacío de la locura; personas frágiles y vulnerables, que tenían derecho a exigir un mínimo de cortesía por parte de la primera cara que les recibía en aquella consulta.

—No he venido para una visita médica.

Ella no quiso demostrarme lo interesada que estaba. O quizá pensó que solo era una loca de atar, y que no valía la pena preocuparse por mí.

—Estoy aquí porque mi hermana fue asesinada y el doctor Nichols era su psiquiatra.

Capté su atención por un instante. Observó mi pelo grasiento (una de las primeras señales del duelo es dejar de lavarse el pelo con frecuencia), mi falta de maquillaje y mis ojeras. Vio las marcas del duelo, pero las interpretó como señales de locura. Me pregunté si, en mayor medida, era lo que te había pasado a ti: que las señales de tu miedo se malinterpretaran como locura. Cogió el formulario que le tendía y no dijo nada.

Mientras esperaba, recordé los correos que nos habíamos cruzado cuando una vez te dije que pensaba ver un terapeuta.

De: tesshemming@hotmail.co.uk.

Para: iPhone de Beatrice Hemminq

¿Un loquero? ¿Para qué demonios necesitas uno, Bee? Si quieres hablar de algo, ¿por qué no hablas conmigo o con tus amigos?

Besos, T.

De: iPhone de Beatrice Hemming

Para: tesshemming@hotmail.co.uk.

Solo pensé que sería interesante, incluso valioso, ver a un psiquiatra. Es completamente distinto de hablar con un amigo.

Lol.

Besos, Bee

PS: Ya no los llaman loqueros, ¿lo sabías?

De: tesshemming@hotmail.co.uk.

Para: iPhone de Beatrice Hemming

Pero hablar conmigo te sale gratis, y yo me preocupo por ti de verdad, y no te cortaría en cuanto te pasases de una hora. Besos. T.

PS: Son como un programa de lavadora para la personalidad: te reducen a algo que encaja en la categoría de un manual de psicología.

De: iPhone de Beatrice Hemming

Para: tesshemming@hotmail.co.uk.

Son profesionales cualificados. Un psiquiatra (incluso más que un psicólogo) es un médico que luego se especializa. Seguro que no dirías que son lavadoras si fueras bipolar o estuvieras loca o esquizofrénica.

Lol

Bee

De: tesshemming@hotmail.co.uk.

Para: iPhone de Beatrice Hemming

Ahí tienes razón. Pero tú no eres ninguna de esas cosas.

Besos. T.

PS: Voy a gritar un poco más por si acaso no me has oído bien desde esa cátedra en la que te has encaramado.

De: iPhone de Beatrice Hemming

Para: tesshemming@hotmail.co.uk.

No me refería solamente a los que padecen enfermedades mentales graves y necesitan a un psiquiatra; los que caminan heridos a veces también necesitan ayuda profesional.

Lol. Besos, Bee.

De: tesshemming@hotmail.co.uk.

Para: iPhone de Beatrice Hemming

Bee, lo siento. ¿Quieres contármelo? Besos mil. T.

De: iPhone de Beatrice Hemming

Para: tesshemming@hotmail.co.uk.

Tengo una reunión muy importante, hablamos después. Besos, Bee.

De: tesshemming@hotmail.co.uk.

Para: iPhone de Beatrice Hemming

Y se supone que yo estoy en mi turno del Coyote, no mandándote mensajes desde el ordenador de Bettina mientras la mesa cuatro aún está esperando su queso, pero no pienso moverme de aquí hasta que me contestes.

Besos, T.

De: tesshemming@hotmail.co.uk.

Para: iPhone de Beatrice Hemming

La mesa cuatro se ha ido a su casa sin el queso. Venga, Bee, échame un cable. ¿Ves? Hasta utilizo americanadas en mis frases, para que veas lo desesperada que estoy y lo mucho que lo siento. Perdóname, anda. Besos, T:

De: tesshemming@hotmail.co.uk.

Para: iPhone de Beatrice Hemming

Mi turno ha acabado, y aún estoy conectada al ordenador de Bettina, así que escríbeme en cuanto recibas esto, ¿vale? ¿De acuerdo? Besos, besos, besos. T.

De: iPhone de Beatrice Hemming

Para: tesshemming@hotmail.co.uk.

No te estaba evitando, es solo que me he metido en una reunión que se ha alargado mucho. No te preocupes por esas bobadas sobre el terapeuta. Es aquello de que cuando vayas a Nueva York, haz lo que hacen allí… Deben ser las doce pasadas, vete a casa y duerme un poco. Lol, Bee.

De: tesshemming@hotmail.co.uk.

Para: iPhone de Beatrice Hemming

Si no quieres contármelo, no pasa nada. ¿Me equivoco o tu herida tiene que ver con Leo? ¿O papá?

Besos, T

La recepcionista levantó la mirada y dijo:

—El doctor Nichols la recibirá ahora.

Al entrar en su consulta recordé nuestra conversación telefónica esa noche (hora de Nueva York, eran las dos de la madrugada en Londres). Aún no te había dicho por qué se me había ocurrido ir al psiquiatra, pero tú me explicaste por qué no te parecía necesario.

—Somos lo que hay en nuestra mente; es donde sentimos y pensamos y creemos. Es donde reside el amor y el odio y la fe y la pasión.

A mí me avergonzaba un poco tu tono entregado pero proseguiste:

—¿Cómo puede alguien pretender que va a comprender y cuidar de la mente de otra persona, a menos que también sea teólogo, filósofo y poeta?

Empujo la puerta de la consulta del doctor Nichols y entro.

Cuando viste al doctor Nichols en la clínica para los pacientes de la Seguridad Social, seguramente llevaba su bata blanca, pero en su consulta privada está vestido con pantalones de pana gastada y un viejo jersey de lana. Su aspecto es descuidado, y contrasta con el papel de pared a rayas estilo regencia. Tendrá unos treinta y muchos, ¿no te parece?

Se levantó de su silla y me pareció que me miraba con compasión. Tenía la cara arrugada.

—¿Señorita Hemming? Siento mucho lo de su hermana.

Oí unos ruidos bajo su mesa y vi un viejo labrador dormitando. Probablemente estaba soñando que cazaba conejos, porque su cola golpeaba el suelo animada. Reparé en que toda la estancia olía ligeramente a perro, y ese olor me gustó más que el aire perfumado de la sala de espera. Me imaginé a la recepcionista, deslizándose en el despacho entre un cliente y otro, para rociar de perfumador.

Me hizo un gesto y señaló una silla al lado de la suya.

—Por favor, siéntese.

Mientras lo hacía vi una fotografía de una niña en una silla de ruedas, expuesta en un lugar preferente, y me gustó que el doctor Nichols estuviera tan incondicionalmente orgulloso de ella.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó.

—¿Le contó Tess quién la estaba asustando?

Claramente, mi pregunta le había sorprendido, y sacudió la cabeza.

—Pero mi hermana le dijo que estaba recibiendo llamadas amenazadoras, ¿verdad? —insistí.

—Molestas, sí, me lo dijo.

—¿Le dijo quién la llamaba? ¿O qué le decía la persona que la acosaba?

—No. Le costaba hablarme de ellas y a mí tampoco me pareció útil seguir por esa vía. En ese momento, supuse que se trataba de llamadas a puerta fría, o alguien que se equivocaba de número, y que a causa de su depresión, ella las recibía como un ataque.

—¿Le dijo eso a Tess?

—Se lo sugerí, sí.

—¿Y se echó a llorar?

Me miró de nuevo, sorprendido por el hecho de que lo supiera. Pero yo te conozco, llevo conociéndote toda una vida. A los cuatro años, con las rodillas arañadas y sangre en la nariz, no derramabas una sola lágrima, pero si alguien no te creía cuando decías la verdad, entonces enormes lagrimones rodaban por tus mejillas y se convertían en la expresión de tu indignación.

—Ha dicho que en ese momento supuso que se trataba de llamadas de gente que quería vender algo, o de alguien que se equivocaba de número.

—Sí. Más tarde comprendí que Tess no estaba deprimida, como yo había creído, sino que sufría de psicosis puerperal, comúnmente llamada psicosis posparto.

Asentí. Había hecho mis deberes. Sabía que psicosis puerperal equivale a decir, simplemente, psicosis las seis semanas después del parto.

—En cualquier caso —prosiguió el doctor Nichols—, una vez comprendí que se trataba de psicosis puerperal, me di cuenta de que las llamadas telefónicas eran probablemente alucinaciones auditivas. Por decirlo llanamente, «oía voces», o en el caso de Tess, el sonido del teléfono.

—¿Usted cambió su diagnóstico después de que descubrieran el cuerpo, verdad? —pregunté, y vi que un estallido de emoción endurecía por un instante su rostro arrugado. Tardó un poco en responder.

—Así es. Creo que será de utilidad que le cuente algo más sobre la psicosis puerperal. Los síntomas incluyen paranoia, delirios y alucinaciones. Y la trágica consecuencia es un grave aumento del riesgo de suicidio.

Yo ya lo sabía, porque antes de venir a verle me había documentado.

—Me gustaría aclarar esto —dije—. Después de que mi hermana muriera usted cambió su diagnóstico de depresión a psicosis. ¿Y solo entonces las llamadas se convirtieron en «alucinaciones auditivas»?

—Sí, porque ese tipo de alucinaciones son precisamente síntoma de la psicosis.

—Ella no padecía psicosis. Ni puerperal, ni posparto, ni de ningún tipo. —Trató de interrumpirme, sin conseguirlo, y proseguí—: ¿Cuántas sesiones tuvo con mi hermana?

—La psiquiatría no consiste en el conocimiento íntimo de una persona concreta, como suele pasar con los amigos o los familiares, y en los casos graves tampoco tiene nada que ver con la larga relación que un psiquiatra mantiene con un paciente durante una terapia. Cuando un paciente sufre una enfermedad mental, el psiquiatra está entrenado para reconocer los síntomas específicos que se manifiestan en el paciente.

Por algún motivo, le imaginé practicando ese discurso frente al espejo. Repetí mi pregunta:

—¿Cuántas veces?

Desvió la vista.

—Una vez. La derivaron automáticamente a mi consulta, a causa de la muerte de su bebé, pero se dio de alta voluntariamente del hospital justo después del parto, y no llegué a visitarla en la sala del hospital. Le asignaron una visita ambulatoria de emergencia dos días después.

—¿Era paciente de la Seguridad Social?

—Sí.

—En su lista de espera de la Seguridad Social hay que esperar cuatro meses. Por eso yo he venido pagando.

—Tess era una emergencia. Todos los casos potenciales de depresión puerperal y psicosis se solucionan de inmediato.

—¿Se solucionan?

—Disculpe. Me refería a que pasan delante en cualquier lista de espera.

—¿Cuánto dura una visita de un paciente de la Seguridad Social?

—Me gustaría disponer de más tiempo con todos los pacientes, pero…

—Con una lista de espera de cuatro meses, debe estar bajo bastante presión para avanzar rápidamente y recuperar el retraso.

—Paso el máximo de tiempo posible con cada paciente.

—Pero no es suficiente, ¿verdad?

Hizo una pausa.

—No. No lo es.

—La psicosis puerperal es una emergencia psiquiátrica aguda, ¿verdad?

Pensé que le vi parpadear cuando vio que conocía la calificación de la enfermedad, pero yo había hecho mis deberes.

—Sí.

—¿Que requiere hospitalización?

Su lenguaje corporal estaba rígidamente controlado, con los brazos pegados a ambos lados, y sus piernas de pana ligeramente separadas pero yo sabía que quería cruzarse de brazos y proteger su pecho, o poner una pierna encima de la otra, para expresar físicamente su actitud mental a la defensiva.

—Muchos psiquiatras habrían interpretado los síntomas de Tess igual que yo, como indicadores de una depresión, en lugar de psicosis. —Estiró la mano distraídamente y acarició las sedosas orejas de su perra, como si fuera él quien necesitara cariño, y prosiguió—: Es mucho más difícil emitir un diagnóstico en la psiquiatría que en cualquier otra rama de la medicina. Aquí no hay rayos X, ni análisis de sangre para ayudarnos. Y yo no tenía acceso a su historial, así que ignoraba si había antecedentes de enfermedades mentales familiares.

—No los hay. ¿Cuándo la vio?

—El veintitrés de enero. A las nueve de la mañana.

No había consultado su agenda de citas, ni mirado el calendario de su ordenador. Él también había preparado su entrevista conmigo, por supuesto. Lo más probable es que se hubiera pasado la mañana al teléfono hablando con el abogado del sindicato de médicos.

Vi en su rostro un espasmo de verdadera emoción. Me pregunté si era miedo por su propia seguridad, o genuina preocupación por lo que te había pasado.

—¿Así que la vio el día en que murió? —pregunté.

—Sí.

—¿Y la misma mañana en que murió, usted pensó que sufría depresión, y no psicosis?

Ya no podía ocultar su actitud defensiva, y cruzó las piernas y se encogió sobre sí mismo.

—En aquel momento no vi indicadores de psicosis. Y ella no mostraba señales de que fuera a autolesionarse. Nada indicaba que pensara quitarse la vida.

Quise gritarle, por supuesto que no mostrabas señales de que fueras a quitarte la vida, porque no lo hiciste. Alguien te la arrancó. En cambio, oí mi voz como si estuviera hablando muy lejos, resonando contra los gritos que había en el interior de mi cabeza.

—¿Fue su muerte, pues, lo que le hizo rectificar su diagnóstico?

No replicó. Su rostro arrugado y sus pantalones de pana ya no me parecían enternecedores y descuidados, sino muestras de una abandonada negligencia.

—Su error no fue diagnosticarle una depresión, cuando se trataba de psicosis. —Trató de interrumpirme pero seguí hablando—. Su error fue que no pensó que ella le estuviera contando la verdad, ni por un segundo.

Volvió a intentar interrumpirme. ¿También hacía lo mismo contigo, cuando querías explicarle lo que te estaba pasando? Creía que los psiquiatras tenían que escuchar a sus pacientes. Supongo que en una visita de emergencia a una paciente del seguro, metida con calzador, en mitad de una lista de espera de cuatro meses, no queda mucho tiempo para escuchar.

—¿Se le ocurrió que las llamadas de teléfono amenazadoras eran tan reales como el hombre que la siguió hasta el parque ese día y la asesinó?

—Tess no fue asesinada.

Me pareció extraño que fuera tan tajante. Después de todo, el asesinato le habría facilitado escabullirse del problema del diagnóstico equivocado. Hizo una pausa y luego habló casi forzado, como si le doliera físicamente.

—Tess estaba sufriendo alucinaciones auditivas, como le he explicado, y puede ser que no esté de acuerdo conmigo en la interpretación de esos síntomas. Pero también tenía alucinaciones visuales. Cuando me habló de ello, pensé que eran pesadillas muy vívidas, lo cual es común en los pacientes con depresión y que han sufrido una pérdida —continuó el doctor Nichols—. Pero he repasado las notas que tomé y está claro que eran alucinaciones, y que no las identifiqué debidamente. —El estallido de malestar que había visto antes en su rostro se extendió por toda su expresión—. Las alucinaciones visuales son un indicio claro de psicosis aguda.

—¿Qué sucedía en esas «alucinaciones»?

—Tengo que respetar la confidencialidad entre médico y paciente.

Me pareció extraño que repentinamente pensara en la confidencialidad médico/paciente cuando hasta ahora no le había importado nada. Me pregunté si había algún motivo, o era simplemente otro indicio de su incompetencia.

—Le pedí que pintara lo que veía —dijo, y su cara parecía amable—. Pensé que le resultaría de ayuda, que seria una terapia beneficiosa. ¿Quizá podría encontrar algunas de esas pinturas?

La secretaria entró. Nuestro tiempo había terminado, pero yo no pensaba irme.

—Tiene que ir a la policía y decirles que tiene dudas acerca de que mi hermana tuviera psicosis puerperal.

—Pero es que no tengo ninguna duda. Los síntomas estaban ahí, como dije, solo que no los detecté en ese momento.

—Usted no es la razón por la que murió. Pero podría permitir que su asesino quede en libertad. Nadie está buscándole, a causa del diagnóstico que usted ha formulado sobre mi hermana.

—Beatrice…

Era la primera vez que empleaba mi nombre de pila. Había sonado la campana, se habían terminado las clases, ahora podía hablarme con más intimidad. No me levanté, pero él sí.

—Lo siento, pero no puedo prestarle más ayuda. No puedo cambiar mi criterio profesional simplemente porque usted quiera, y porque encaja con una construcción que usted ha elaborado sobre la muerte de Tess. Cometí un error, un grave error de juicio. Y tengo que enfrentarme a eso.

Su culpa estaba filtrándose por los bordes de sus palabras; como un goteo, antes de convertirse en cascada arrolladora. Parecía como si estuviera aliviado, ahora que podía confesarlo.

—La pura realidad es que una mujer joven con psicosis puerperal no recibió el diagnóstico adecuado, y yo tengo que asumir mi parte de culpa en su muerte.

Me pareció irónico que fuera más difícil argumentar contra la decencia, que contra su autocomplaciente y reprensible emoción opuesta. La autoridad moral es demasiado segura, aunque sea incómoda.

* * *

En el exterior, por la ventana abierta del despacho veo que está lloviendo. La lluvia primaveral recoge el aroma de la hierba y de los árboles antes de caer sobre los pavimentos de cemento. Noto el ligero aumento de la temperatura y el olor antes de verla. Casi he terminado de contarle al señor Wright lo que pasó durante mi entrevista con el doctor Nichols.

—Creí que estaba convencido de haber cometido un grave error y que se sentía avergonzado.

—¿Le pidió que fuera a la policía? —pregunta el señor Wright.

—Sí, pero sostuvo que estaba seguro de que era psicosis puerperal.

—Aunque eso le hacía quedar mal.

—Sí. A mí también me sorprendió. Lo atribuí a un valor moral equivocado; aceptar que Tess no tenía psicosis y que había sido asesinada era una opción demasiado cobarde para él. Cuando terminó nuestra entrevista, pensé que era un psiquiatra deplorable pero un hombre honesto.

Hacemos una pausa para comer; el señor Wright tiene una comida y yo me voy sola. Fuera aún llueve.

Jamás contesté tu correo electrónico en donde me preguntabas por qué quería ver a un terapeuta. Porque al final sí que fui a ver a uno. Sucedió seis semanas después de que Todd y yo nos comprometiéramos. Yo creía que casarme haría que dejara de sentirme insegura. Pero un anillo de compromiso en el dedo no era el ancla vital que yo había creído. Fui a ver a la doctora Wong, una mujer muy inteligente y dotada de empatía que me ayudó a comprender que, teniendo en cuenta el hecho de que papá se fue y Leo murió en el espacio de unos pocos meses, no era de extrañar que me sintiera abandonada y en consecuencia, insegura. Tenías razón acerca de esas dos heridas. Pero el abandono final tuvo lugar cuando me mandaron al internado.

Durante la terapia, comprendí que mamá no me había rechazado al enviarme allí, sino que trataba de protegerme. Tú eras mucho más pequeña, y contigo sí podía disimular su dolor, pero le habría costado mucho más ocultármelo a mí. Irónicamente, me mandó al internado porque pensó que allí estaría emocionalmente más segura.

Así que con ayuda de la doctora Wong, no solo llegué a comprenderme mejor, sino también a comprender a mamá, y el fácil mecanismo de echarle la culpa por todo se transformó en comprensión, duramente trabajada.

El problema era que saber la razón por la cual era tan insegura no me ayudaba a deshacer el daño que ya estaba hecho. Algo en mi interior se había quebrado, y aunque ahora sabía que fue con buena intención —como si un plumero hace caer accidentalmente una estatuilla al suelo, en lugar de arrojarla deliberadamente— de todos modos, estaba rota.

Así que entenderás, creo, por qué no comparto tu escepticismo sobre los psiquiatras. Aunque estoy de acuerdo contigo en que les hace falta tener sensibilidad artística además de conocimientos científicos (la doctora Wong se licenció en Literatura antes de dedicarse a la medicina), y en que un buen psiquiatra es la versión moderna del hombre del Renacimiento. Al decirte esto, me pregunto si mi respeto y mi gratitud hacia mi propia psiquiatra afectó mi opinión del doctor Nichols; si ésa es la verdadera razón por la cual me pareció que era un hombre fundamentalmente honesto.

Llego a las oficinas de la fiscalía antes que el señor Wright, que entra apresuradamente cinco minutos después, con aspecto agobiado. Quizá la comida no ha ido bien. Presumo que habrán hablado de ti. Tu caso es muy importante: titulares en los periódicos y en las noticias, parlamentarios exigiendo una investigación pública. Debe ser una gran responsabilidad para el señor Wright, pero no solamente oculta hábilmente la tensión que debe estar soportando, sino que no descarga sus problemas en mí, cosa que aprecio. Enciende la grabadora y proseguimos.

—¿Cuánto tardó en encontrar las pinturas, después de su encuentro con el doctor Nichols?

No necesita especificar, porque ambos sabemos de qué pinturas habla.

—Tan pronto como volví al apartamento me puse a buscarlas. Había movido todos los muebles al salón, excepto por la cama que había guardado en el dormitorio. Hasta el armario estaba allí, tenía un aspecto ridículo plantado en medio de la sala.

No estoy segura de por qué le digo eso. Quizá porque si tienes que ser la víctima, quiero que sepa que eres un víctima de costumbres curiosas, algunas de la cuales irritaban a tu hermana mayor.

—Debía haber unas cuarenta o cincuenta telas apoyadas contra las paredes del apartamento —proseguí—. La mayor parte eran pinturas, algunos dibujos y unos pocos collages. Todos eran grandes, un mínimo de un metro por cada lado. Me llevó un buen rato revisarlos todos. No quería estropearlos.

Tus pinturas son estremecedoramente hermosas. ¿Llegué a decírtelo alguna vez, o estaba demasiado preocupada por si podrías ganarte la vida con ellas? Sé la respuesta. Estaba inquieta por si nadie compraba tus enormes telas de colores que no iban con la decoración de sus casas. Me preocupaba que los gruesos trazos de pintura que aplicabas sobre la tela se cayeran y estropearan la alfombra de alguien; no comprendí que habías logrado que el propio color fuera táctil.

—Me llevó una media hora encontrar las pinturas de las que me había hablado el doctor Nicholls.

El señor Wright solo ha visto cuatro de las pinturas de las «alucinaciones», no las que pintaste antes. Pero creo que fue el contraste lo que más me sorprendió.

—Sus demás pinturas eran tan… —Maldita sea, valía más decirlo sin rodeos—. Alegres. Hermosas. Explosiones de vida y color y luz en la tela.

Pero estas cuatro pinturas las hiciste con la paleta de los nihilistas, con números de Pantone que iban del PMS 4625 al PMS 4715, el espectro de marrones y negros, y los temas que escogiste obligan al espectador a dar un paso atrás. No necesito explicárselo al señor Wright, porque tiene fotografías de esas pinturas en su carpeta y puedo verlas desde dónde estoy sentada. Aunque son pequeñas, y están al revés, siguen siendo perturbadoras, y aparto rápidamente la mirada.

—Estaban detrás de una pila de telas. La pintura de una de ellas se había pegado al dorso de otra. Pensé que las había escondido muy rápidamente después de terminarlas, sin dejarles tiempo para que se secaran.

¿Tenías que ocultar el rostro de la mujer, su boca abierta como una raja horrenda, mientras gritaba, para poder dormir? ¿O era el hombre enmascarado, oscuro y amenazador entre sombras, el que te atormentaba con tanta violencia como a mí?

—Todd pensó que esas pinturas demostraban que sí padecía psicosis.

—¿Todd?

—Mi prometido en aquel entonces.

La señorita Secretaria Enamorada nos interrumpe y le trae un sándwich al señor Wright; está claro que su reunión a la hora de comer no ha incluido ninguna comida, y ella ha pensado en eso, le está cuidando. Apenas me mira cuando me da el agua mineral. Él le sonríe, con su sonrisa abierta y encantadora.

—Gracias, Stephanie.

Su sonrisa empieza a verse borrosa. El despacho se oscurece. Su voz preocupada llega desde lejos.

—¿Se encuentra bien?

—Sí.

Pero la oficina está a oscuras. Puedo escuchar, pero no veo nada. Me sucedió ayer durante la comida con mamá, y le eché la culpa al vino pero hoy no tengo cabeza de turco. Sé que tengo que conservar la calma y que la oscuridad desaparecerá. Así que sigo adelante, me obligo a recordar, y en esa oscuridad, tus pinturas de tonos apagados están llenas de luz.

* * *

Cuando Todd llegó, me encontró llorando. Las lágrimas caían sobre las pinturas y se convertían en gotas de negro color tinta y marrón barro que se deslizaban por las telas. Todd me abrazó y dijo:

—No era Tess la que pintó esto, cariño.

Por un momento, sentí una absurda esperanza. Alguien las había puesto ahí, alguien que no eras tú se había sentido así.

—No era ella —continuó Todd—. Ya no era la hermana que tú conocías. La locura hace eso, le arranca la identidad a una persona.

Me enfureció que creyera conocer cómo actuaba una enfermedad mental; que unas pocas sesiones con un terapeuta cuando tenía trece años, después del divorcio de sus padres, le convirtieran en una especie de experto.

Me volví hacia las pinturas. ¿Por qué las hiciste, Tess? ¿Eran un mensaje? ¿Y por qué las habías escondido? Todd no comprendió que mi silencio estaba lleno de un inquieto y urgente diálogo mental conmigo misma.

—Alguien tiene que decir las cosas claras, cariño.

De repente actúa como un estúpido; como si estar completamente equivocado equivaliera a ser masculino, como si pudiera convertir el día después de tu muerte en un fin de semana solo para hombres. Esta vez sí se da cuenta de que estoy furiosa.

—Lo siento, locura quizá sea una forma demasiado cruda de describirlo.

En ese momento, estaba muy enfadada y en desacuerdo con lo que decía, pero no abrí la boca. «Psicosis» me parecía mucho peor que «locura». Pensé que no se puede ser un sombrerero psicótico ni una liebre de marzo psicótica. No hay ligeras metáforas de cuento para la psicosis. Ni el rey Lear era presa de la psicosis, cuando descubría las grandes verdades de la vida y la muerte en medio de sus delirios. Pensé que todos podemos entender la locura como una emoción que se experimenta a un nivel perturbador e intenso, e incluso respetarla por su honorable pedigrí literario, pero que la psicosis permanece extramuros, repudiada y temida.

Pero ahora le tengo miedo a la locura, no me entretengo con su pedigrí literario. Y me doy cuenta de que mi anterior punto de vista pertenece al del testigo, y no al de la persona que la sufre. «Nada de loco y dulce cielo», porque la pérdida de la cordura, del yo, genera un terror desesperado, sin importar la etiqueta que uno quiera utilizar.

Busqué una excusa cualquiera para irme del apartamento y Todd se quedó decepcionado. Debió pensar que las pinturas pondrían punto final a mi «negativa a enfrentarme a la verdad». Le había oído decir esa frase durante sus conversaciones por teléfono en voz baja con nuestros amigos de Nueva York, cuando pensaba que no le oía; incluso se lo había dicho a mi jefe. Desde su punto de vista, tus pinturas me obligarían a enfrentarme a la realidad. Estaban ahí, delante de mí, cuatro veces: una mujer que gritaba y un hombre monstruo. Psicóticas, estremecedoras, infernales. ¿Qué más necesitaba para convencerme? Seguramente ahora sí aceptaría el hecho de que te habías suicidado, y pasaría a otra cosa. Podríamos dejar toda esta pesadilla atrás y seguir adelante con nuestras vidas. Todas esas frases manidas de los manuales de autoayuda podrían convertirse en realidad.

Fuera todo estaba oscuro, y el frío recrudecía el aire. Los primeros días de febrero no son una buena época para dar constantes paseos. Volví a hundir mi mano en el bolsillo en busca del guante inexistente. Si fuera una rata de laboratorio, no sería muy buen sujeto en los experimentos de pautas de aprendizaje, y castigos. Me pregunté si resbalar en las escaleras sería peor que agarrar una barandilla de hierro cubierta de nieve con la mano desnuda. Decidí optar por lo segundo, y parpadeé cuando el frío metal me mordió la piel.

Sabía que en el fondo no tenía ningún derecho a estar enfadada con Todd, porque si las cosas hubieran sucedido al revés, sería yo la que le pediría que volviera a ser la persona que creía conocer: alguien sensato y con la cabeza en su sitio, que respetaba la autoridad y no causaba ningún escándalo innecesario. Pero creo que a ti te gusta que me pelee con la policía y que acose a hombres hechos y derechos en el porche de sus casas, y en sus pisos, sin prestarle la más mínima atención a la autoridad, y que todo esto lo haga por ti.

Mientras caminaba sola por las calles, entre pilas de nieve resbaladiza, me di cuenta de que Todd en realidad no me conocía de nada. Ni yo a él. Nuestra relación se basaba en conversaciones de salón. Jamás nos habíamos quedado despiertos por la noche, hablando hasta encontrar en el diálogo físico y nocturno una conexión mental. No nos habíamos mirado a los ojos, porque si son la ventana del alma, sería un poco maleducado y vergonzoso mirar ahí. Habíamos creado una relación que circunvenía las emociones en estado puro y los sentimientos complejos, de modo que nuestros yoes verdaderos eran perfectos desconocidos.

Hacía demasiado frío para seguir fuera, así que volví al piso. Cuando llegué a las escaleras, choqué con alguien en la oscuridad y di un bote hacia atrás, asustada, antes de darme cuenta de que era Amias. Creo que él también se llevó un buen susto al verme.

—¿Amias?

—Lo siento. ¿La he asustado? Tenga… —Sostuvo una linterna en alto para que pudiera ver dónde ponía los pies. Vi que llevaba un saco de tierra.

—Gracias.

De repente, caí en que estaba viviendo en su apartamento.

—Debería pagarle alquiler si me quedo aquí.

—De ninguna manera. Además, Tess ya había pagado el mes entero.

Debió adivinar que no le creía.

—Le pedí que me pagara con sus pinturas —dijo él—. Como Picasso, pagaba con sus dibujos en los restaurantes donde comía. Y ella había pagado las que tocaban para febrero y marzo por adelantado.

Solía pensar que pasabas tiempo con tu casero porque era otro de tus perros sin hogar, pero Amias posee un cierto encanto misterioso, ¿verdad? Algo masculino y de clase alta, sin ser esnob ni sexista, que me hace pensar en una estampa en blanco y negro, trenes de vapor y sombreros de fieltro y mujeres de vestidos estampados.

—Me temo que no es la residencia más salubre del mundo —siguió—. Me ofrecí a remozarla, pero Tess dijo que así tenía carácter.

Me siento avergonzada por haberme quejado mentalmente de la falta de pequeños electrodomésticos en la cocina, del estado del baño y de las ventanas con rendijas.

Mis ojos, acostumbrados ya a la noche, comprobaron que había estado plantando en tus macetas, las que había delante de tu puerta; tenía las manos manchadas de tierra.

—Solía subir a verme cada jueves —prosiguió Amias—. A veces tomábamos algo, a veces una cena. Seguro que tenía un montón de cosas que hacer que le hubieran gustado más.

—Usted le caía bien.

Me había dado cuenta de que era la verdad. Siempre habías tenido amigos sinceros, en todas las generaciones y edades. Yo imaginaba que a medida que te hicieras mayor, sería al revés. Que un día te convertirías en una vivaz octogenaria, de esas que charla por los codos con gente mucho más joven que ella. Amias se sentía completamente cómodo con mi silencio, y con amabilidad, parecía percibir los momentos en que mis pensamientos habían terminado, antes de disponerse a hablar de nuevo.

—La policía no me hizo mucho caso cuando denuncié su desaparición. Hasta que les hablé de las llamadas amenazadoras. Entonces hicieron un montón de aspavientos y se pusieron en marcha.

Se giró de nuevo y se concentró en las macetas y las plantas. Traté de mostrar la misma cortesía hacia él, de esperar que terminara de recordarte en paz, antes de intervenir de nuevo.

—¿Tess le habló de las llamadas?

—Solo dijo que la acosaban. Que recibía llamadas amenazadoras y violentas. Me lo contó porque dijo que había desconectado el teléfono y le preocupaba que yo necesitara localizarla. Solía tener un móvil, pero creo que lo perdió.

—¿Violentas? ¿Fue la palabra que utilizó?

—Sí. Al menos, eso creo. Lo peor de la edad es que ya no puedes confiar en ti mismo, en lo que respecta a la precisión. Pero sí recuerdo que lloró mucho. Intentaba no hacerlo, pero no podía evitarlo. —Se quedó callado, por un instante, tratando de recuperar la compostura—. Le dije que tenía que ir a la policía.

—El psiquiatra de Tess le dijo a la policía que las llamadas telefónicas solo estaban en su cabeza.

—¿Y también le dijo eso a Tess?

—Sí.

—Pobrecita Tessie. —No había oído a nadie llamarte así desde que papá se fue—. Es durísimo que no te crean.

—Sí, lo es.

Se giró hacia mí.

—Yo oí el teléfono sonando. Se lo dije a la policía, pero no podía jurar que fuera una de esas llamadas de acoso. Sucedió inmediatamente después de que Tess me pidiera que me quedara con su llave. Dos días antes de que muriera.

Pude ver la angustia invadiendo su rostro, a la luz naranja de la farola.

—Debí haber insistido para que fuera a la policía.

—No es culpa suya.

—Gracias, es muy amable. De veras. Como su hermana.

Me pregunté si debía contar lo de la llave a la policía, pero no creía que lo tomaran en cuenta. Lo considerarían otra señal más de tu supuesta paranoia.

—Un psiquiatra piensa que estaba loca. ¿Usted cree lo mismo? Después de lo del bebé, quiero decir —pregunté.

—No. Estaba muy triste, y asustada, creo. Pero no estaba loca.

—La policía también cree que estaba loca.

—¿Y alguno de esos policías llegó a conocerla?

Siguió plantando semillas y sus manos ancianas, de piel fina como el papel y maltratada por la artritis debían dolerle a causa del frío. Pensé que así se enfrentaba él al dolor: plantando bulbos de aspecto mortecino que milagrosamente florecerían en primavera. Recuerdo que después de la muerte de Leo, tú y mamá os dedicasteis al jardín con fervor. Acaba de darme cuenta del porqué.

—Son narcisos —dijo Amias—. Su variedad favorita, porque son de un color amarillo profundo. Hay que plantarlos en otoño, pero florecen en unas seis semanas, así que aún tienen tiempo de florecer esta primavera.

Pero incluso yo sabía que no se puede plantar en la tierra helada. Por alguna razón, el hecho de pensar que las semillas de Amias nunca crecerían ni florecerían me enfureció.

Por si te lo estás preguntando, sí, llegué a sospechar de Amias al principio. Sospeché de todo el mundo. Pero mientras plantaba los bulbos de narcisos para ti, cualquier residuo de sospecha que pudiera abrigar se marchitó hasta el absurdo. Siento haberlo pensado, incluso.

Me sonrió.

—Ella me dijo que hay científicos que han insertado el gen de los narcisos en la planta de arroz para obtener arroz con vitamina A. ¿Se lo imagina?

También me lo habías contado a mí.

—Es la vitamina A de los narcisos lo que les da el color amarillo. ¿No es increíble, Bee?

—Sí, supongo que sí.

Yo intentaba concentrarme en los primeros esbozos que mi equipo de diseñadores había preparado para el nuevo logo corporativo de una empresa petrolera, y había reparado con disgusto que habían utilizado el Pantone PMS 683, que uno de los competidores de nuestro cliente ya utilizaba. No sabías que tenía la cabeza en otro sitio.

—Hay miles de niños que se quedaban ciegos por falta de vitamina A en su dieta. Pero ahora, con el nuevo arroz, eso ya no pasará.

Por un instante dejé de pensar en el logo.

—Los niños podrán ver, gracias al color amarillo de los narcisos.

Creo que fue el hecho de que un color pudiera salvar la vista lo que te parecía tan milagrosamente apropiado. Le devolví la sonrisa a Amias y creo que en aquel momento ambos te recordamos igual: tu entusiasmo por la vida, por sus múltiples posibilidades, por sus milagros cotidianos.

* * *

Vuelvo a recuperar la vista, y la oscuridad se transforma en luz. Me alegro porque veo la luz eléctrica que no funcionaba bien, y que no puede apagarse, y el sol de primavera que entra por el enorme ventanal abierto. Veo también al señor Wright, mirándome preocupado.

—Está muy pálida.

—Me encuentro bien, de veras.

—Vamos a dejarlo aquí. Tengo una reunión.

Quizá es verdad, pero lo más probable es que lo haga por mí.

El señor Wright sabe que estoy enferma, y creo que su secretaria sigue sus órdenes al asegurarse de que siempre tenga agua mineral; por eso también, hoy ha decidido que terminemos la sesión antes de lo habitual. Es lo suficientemente sensible como para comprender que no quiero hablar de mis problemas físicos, aún no, al menos no hasta que tenga que hacerlo.

Tú ya te has dado cuenta de que no estoy bien, ¿verdad? Y te has preguntado por qué no te lo he explicado con más detalle. Debes haber pensado que era ridículo, cuando ayer te dije que un vaso de vino a la hora de comer casi hizo que me desvaneciera. No intentaba engañarte, es solo que no quería admitir, ni frente a mí misma, las fragilidades de mi cuerpo. Porque debo ser fuerte para terminar con mi declaración. Y tengo que terminarla.

Quieres saber porqué estoy enferma, lo sé, y te lo diré, cuando lleguemos a ese punto de la historia; el punto en que tu historia se convierte en la mía, también. Hasta entonces, intentaré no pensar en la causa de mi mal porque mis pensamientos, cobardes ellos, se dan la vuelta y corren despavoridos.

La música a toda potencia interrumpe nuestra conversación monólogo. Estoy cerca de nuestro apartamento y a través de las ventanas sin cortinas veo a Kasia bailando al son de su CD de los Golden Hits de los 70. Me ve y momentos después, aparece en la puerta. Me coge del brazo y ni siquiera deja que me saque el abrigo, antes de intentar hacerme bailar a mí también. Siempre lo hace: «Bailar bueno para el cuerpo». Pero hoy, incapaz de bailar, me disculpo y me dejo caer en el sofá, y la miro. Mientras baila, con el rostro resplandeciente y sudoroso, riéndose porque a su bebé le encanta, parece ajena a los problemas que tendrá que enfrentar como madre soltera, polaca y en paro.

Arriba, Amias sigue la música golpeando el suelo con el pie. La primera vez que lo hizo, pensé que nos pedía que bajáramos el volumen, pero al final resultó que le gusta. Dijo que todo estaba muy silencioso antes de que Kasia viniera. Finalmente convenzo a Kasia, que está casi sin aliento, para que deje de bailar y coma algo conmigo.

Cuando Kasia está instalada mirando la televisión, le doy un bol de leche a Pudding, y luego salgo al jardín con la regadera llena. Dejo la puerta ligeramente entreabierta para que la luz del salón me acompañe. Empieza a ser de noche y hace frío. El sol primaveral no basta para calentar el aire durante tanto tiempo, hasta la noche. Al otro lado de la puerta, veo que tus vecinos de al lado utilizan el patio trasero para colocar tres cubos de basura con ruedas. Mientras riego las plantas muertas y la tierra yerma, me pregunto como siempre por qué lo hago. Tus vecinos deben pensar que soy absurda. Yo misma lo pienso. De repente, como si un mago acabara de obrar su truco, veo diminutos brotes verdes en las ramas muertas. Me invade una oleada de alegría y asombro. Abro la puerta de la cocina de par en par, arrojando un chorro de luz sobre el jardín. Todas las plantas muertas tienen ahora pequeños brotes verdes en sus ramas. Más allá, en el suelo gris hay un puñado de hojas de color rojo vino, una peonia que florecerá con toda su exuberante belleza este verano.

Finalmente comprendo la pasión que tú y mamá sentíais por la jardinería. Es un milagro estacional. Una explosión de salud y crecimiento y vida nueva y renacer. No me extraña que los políticos y las religiones secuestren las metáforas de los brotes verdes y de la primavera para sus propósitos. Esta noche, yo también exploto esa imagen para mis objetivos, y me permito esperar que la muerte quizá no sea el fin de todas las cosas; que en alguna parte, como en los queridos libros de Narnia que Leo tenía, exista un cielo donde la bruja blanca está muerta y las estatuas reviven. Esta noche, no parece tan inconcebible.

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