Hermana

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Capítulo 10

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Capítulo 10

El señor Wright vuelve a la habitación con un vaso de agua para mí. Recuerdo que su mujer murió en un accidente de coche. Quizá fue culpa suya, tal vez conducía después de haber bebido, o se distrajo un momento; mi sombra culpable se sentiría mejor acompañada. Pero no puedo preguntárselo. En lugar de eso, me bebo el vaso de agua y él enciende la grabadora de nuevo.

—¿Descubrió, pues, que Tess la había llamado?

—Sí.

—¿Y que usted tenía razón, desde el principio?

—Sí.

Había algo bueno en medio de la culpa. Tú me habías buscado, habías pedido ayuda, estábamos unidas, te conocía de verdad y por lo tanto podía estar completamente segura y convencida de que no te habías suicidado. ¿Había llegado a dudar? Un poco. Cuando pensé que no me habías contado la muerte de tu bebé; y cuando creí que no habías buscado mi ayuda, a pesar de que estabas asustada. Luego me pregunté si realmente habíamos estado tan unidas, y si te conocía de verdad. Luego, en voz baja, casi en privado, también me pregunté si realmente valorabas demasiado la vida como para ponerle fin. Tus llamadas de teléfono significan que la respuesta, aunque ha llegado al precio de un gran dolor, es un inequívoco sí.

* * *

A la mañana siguiente me desperté tan temprano que aún era de noche. Pensé en tomar una de las pastillas para dormir, ahora para escapar de la culpa, casi tanto como del dolor, pero no podía ser tan cobarde. Me levanté con cuidado de no despertar a Todd y salí fuera, con la esperanza de huir de mis propios pensamientos, o al menos de distraerlos.

Cuando abrí la puerta delantera vi a Amias poniendo bolsas de papel encima de tus macetas, ayudándose de una linterna para ver. Debió verme, recortada contra la puerta.

—Algunas se han soltado durante la noche —dijo—. Tengo que volver a ponerlas bien, antes de que se estropeen demasiado.

Pensé en cómo había plantado bulbos de narciso en la tierra helada. Desde el principio, no tuvieron ninguna oportunidad. No quise molestarle, pero como no era mi intención darle falsas esperanzas acerca de la eficacia de sus bolsas invernadero, cambié de tema.

—Qué tranquila es esta hora de la mañana, ¿no?

—Espere a que llegue la primavera, entonces eso cambiará radicalmente.

Debí mirarle confundida, porque añadió:

—El coro del amanecer. No estoy seguro de por qué a los pájaros les gusta esta calle en concreto, pero por algún motivo que solo ellos conocen, así es.

—Nunca he comprendido de verdad de qué va eso del coro del amanecer.

¿Estaba conversando con él para hacerle compañía o para evitar mis pensamientos?

—Cantan para atraer a una pareja y definir el territorio —respondió Amias—. Es una lástima que los humanos no puedan hacer también esas cosas cantando, ¿verdad?

—Pues sí.

—¿Sabe que van en orden? —preguntó—. Primero los mirlos, luego los petirrojos, los reyezuelos, los pinzones, las currucas y también solía haber un ruiseñor.

Mientras hablaba, supe que encontraría a la persona que te había asesinado.

—¿Sabía que un solo ruiseñor puede cantar hasta trescientas canciones de amor?

Era mi destino, mi única obsesión, la idea que se adueñaba de mi mente: no quedaba tiempo que perder con sentimientos de culpa.

—Un músico estudió la canción de la alondra, ralentizándola, y descubrió que se parecía a la Quinta Sinfonía de Beethoven.

Te lo debía, aún más que antes, te debía algún tipo de justicia.

Amias siguió hablando de los milagros musicales del coro del amanecer, y yo me pregunté si sabía lo tranquilizador que era, y pensé que probablemente así era. Me estaba dejando pensar, pero no me dejaba sola, y en cambio me proporcionaba un fondo agradable y que calmaba mis emociones. En la oscuridad me esforcé por escuchar a los pájaros cantando, pero no oí nada. Y en el silencio y la oscuridad resultaba difícil imaginar un brillante amanecer de primavera lleno de los cantos de los pájaros.

En cuanto fueron las nueve, levanté el auricular y llamé a la comisaría.

—Con el sargento detective Finborough, por favor. Soy Beatrice Hemming.

Todd, aún medio dormido, me miró entre divertido e irritado.

—¿Qué haces, cariño?

—Tengo derecho a una copia de la autopsia. La agente Vernon me dio un montón de papeles y tengo un folleto donde lo dice.

Había sido demasiado pasiva; me había limitado a aceptar la información que me habían dado.

—Querida, vas a hacerle perder el tiempo a todo el mundo.

Me fijé en que Todd no había dicho «será una pérdida de tiempo», sino que sería yo la que haría perder el tiempo a todo el mundo; gente a la que él ni siquiera conocía. Como yo, Todd siempre es consciente de cuándo molesta. A mí también me pasaba.

—El día antes de morir me llamó prácticamente a cada hora, y Dios sabe cuántas veces llamó a mi móvil. Ese mismo día le pidió a Amias que le guardara su llave extra porque tenía miedo de dejarla debajo la maceta.

—Quizá había empezado a preocuparse de mantener una mínima seguridad básica.

—No, él me dijo que fue justo después de recibir una de esas llamadas. El día que fue asesinada, me llamó a las diez, y eso debió ser cuando volvió al apartamento de su cita con el psiquiatra. Y entonces, me llamó cada media hora hasta la una y media; luego se fue hacia la oficina de correos y se reunió con Simon en Hyde Park.

—Cariño…

—Le dijo a su psiquiatra que tenía miedo. Y Simon decía que le había pedido protección las veinticuatro horas del día; que estaba «aterrorizada» y que había visto a alguien que la seguía hasta el parque.

—Eso dijo, pero estaba sufriendo psicosis puerperal…

El sargento detective Finborough se puso al teléfono y nos interrumpió. Le hablé de las múltiples llamadas que habías hecho a mi oficina y a mi apartamento.

—Eso debe haber sido muy duro. Seguro que se siente muy mal, incluso responsable.

Me sorprendió la gentileza de su voz, aunque no sé por qué. Siempre había sido muy amable conmigo. Continuó:

—Estoy seguro de que no es ningún consuelo, pero por lo que nos ha dicho su psiquiatra, creo que habría seguido adelante de todos modos, aunque usted hubiera hablado con ella por teléfono.

—¿Seguido adelante?

—Creo que las llamadas telefónicas eran probablemente gritos de ayuda. Pero eso no significa que nadie hubiera podido ayudarla, ni siquiera un familiar cercano como usted.

—Necesitaba ayuda porque la habían amenazado.

—Ella sin duda se sentía así. Pero a la luz de los demás hechos, las llamadas no cambian nuestra opinión de que se suicidó.

—Me gustaría ver una copia del informe de la autopsia.

—¿Está segura de que quiere pasar por eso? Le he explicado cuáles han sido nuestras principales conclusiones y…

—Tengo derecho a leer ese informe.

—Por supuesto. Pero me preocupa que le resulte perturbador.

—Eso debo decidirlo yo, ¿no le parece?

Además, ya había visto cómo retiraban tu cuerpo de unos lavabos abandonados, en una bolsa para cadáveres, y después de esa experiencia pensé que «perturbador» era un adjetivo relativamente fácil con el que seguir viviendo. A regañadientes, el sargento detective Finborough me dijo que le pediría al forense que me enviara una copia.

Cuando colgué el auricular vi a Todd mirándome fijamente.

—¿Qué estás tratando de conseguir con eso exactamente?

Y en las palabras «exactamente» y «eso» pude oír con meridiana claridad la mezquindad de nuestra relación. Nos unían las redes superficiales de lo pequeño y lo cotidiano, pero el hecho inabarcable de tu muerte estaba destrozando todas y cada una de nuestras frágiles conexiones. Dije que tenía que ir a St. Anne, aliviada por disponer de una excusa con la que dejar el apartamento y una discusión que aún no estaba lista para tener.

* * *

El señor Wright se vuelve hacia una caja que tiene delante, uno de sus múltiples archivos llenos de dosieres abultados, numerados con un código que aún tengo que descifrar, pero con el nombre de «Beatrice Hemming» escrito a mano en grandes letras descuidadas.

Me gusta el toque personal manuscrito de las letras, al lado de los números; me hace pensar en todas las personas que trabajan entre bambalinas para que triunfe la justicia. Alguien escribió mi nombre en ese archivo; quizá sea la misma persona que transcriba la grabadora cuyo zumbido nos acompaña de fondo, como un enorme mosquito.

—¿En ese momento, qué opinión tenía usted del sargento detective Finborough? —pregunta el señor Wright.

—Que era inteligente y amable. Y me frustraba el hecho de que yo entendía perfectamente que las llamadas telefónicas de Tess pudieran interpretarse como «gritos pidiendo ayuda».

—¿Entonces, después fue al hospital de St. Anne?

—Sí. Quería ocuparme de que enterraran a su bebé con ella.

No solo te debía justicia, sino también el funeral que querrías.

* * *

Había llamado al hospital a las seis y media de la mañana y una médico comprensiva había cogido mi llamada, impertérrita ante la hora. Me sugirió que viniera cuando «abrieran» más tarde esa mañana.

Mientras me dirigía en coche hacia el hospital puse el móvil en manos libres y llamé al padre Peter, el nuevo cura de la parroquia de mamá, y que sería el encargado de celebrar tu funeral. Tenía recuerdos difusos de las clases de primera comunión acerca del suicidio como pecado («¡No pases por la salida! ¡No cobres los doscientos! ¡Ve directamente al infierno!»). Empecé a hablar con agresividad, a la defensiva.

—Todo el mundo piensa que Tess se suicidó. Yo, no. Pero incluso si lo hubiera hecho, no hay que juzgarla por eso. —No le di al padre Peter ocasión para que me replicara—. Y deberían enterrar a su bebé con ella. No hay que juzgarla.

—Le prometo que ya no les enterramos en los cruces de caminos —dijo el padre Peter—. Y por supuesto que su bebé debería estar con ella.

A pesar de la amabilidad de su respuesta y su voz, yo seguía suspicaz.

—Perdone, pero ¿le ha dicho mi madre que no estaba casada? —pregunté.

—María tampoco estaba casada.

Me quedé sin palabras, porque no sabía si me estaba tomando el pelo.

—Es verdad —dije— pero ella era, bueno, virgen. Y la madre de Dios.

Le oí reírse. Era la primera vez que alguien se reía de mí desde que habías muerto.

—Mi trabajo no consiste en juzgar a la gente. Los curas tenemos que enseñar amor y perdón. Para mí, ésa es la esencia de ser cristiano. Y tratar de encontrar amor y perdón en nuestro interior y en los demás, cada día, debería ser la meta de todos.

Antes de que murieras, sus palabras me habrían parecido de mal gusto; los Grandes Temas eran embarazosos, y era mejor evitarlos. Pero desde tu muerte, prefiero las conversaciones de estilo naturalista. Vamos al hueso. Que las emociones y las creencias se exhiban sin la pudorosa protección de la charla trivial.

—¿Querrá hablar durante la misa? —preguntó.

—No. Eso lo hará mamá. Dijo que le gustaría.

¿Lo había dicho? ¿O yo había querido creerlo así, cuando dijo que lo haría?

—¿Desea añadir algo más? —dijo.

—La verdad es que no quiero que la entierren. Tess era un espíritu libre. Sé que es un cliché, pero no puedo encontrar ninguna otra forma de explicarla. No quiero decir que no le importaran las convenciones, aunque también era así, sino que cuando pienso en ella creo que está volando, en lo alto del cielo. Su elemento es el aire, no la tierra. Y no puedo soportar la idea de ponerla bajo tierra.

Era la primera vez que hablaba de ti así con otra persona. Las palabras brotaron de un estrato de pensamiento que quedaba soterrado bajo las capas superficiales que normalmente se utilizan. Supongo que a los clérigos les pasa a menudo, entran en contacto con las ideas más profundas, donde se encuentra la fe si es que existe. El padre Peter no contestó pero yo sabía que estaba escuchándome y mientras dejaba atrás un supermercado Tesco seguí con nuestra conversación incongruente:

—Hasta ahora no entendía las piras funerarias, pero ahora sí lo entiendo. Es horrible quemar a un ser querido, pero observar el humo subir hacia el cielo, creo que es hermoso. Y me gustaría que Tess pudiera estar ahí. En un lugar con color y luz y aire.

—La entiendo. No podemos ofrecerle una pira, me temo. Pero quizá usted y su madre deban plantearse una cremación. —Había una cierta ligereza en su voz que me gustó. Supuse que la muerte y los entierros formaban parte de su trabajo diario, y aunque sin faltarles al respeto, no iba a permitir que los borraran de su conversación.

—Creía que no permitían la cremación para los católicos. Mamá me dijo que la iglesia pensaba que era una práctica pagana.

—Bueno, eso era antes. Ya no. Mientras crea en la resurrección de la carne.

—Ojalá —dije, intentando sonar ligera a mi vez, pero en lugar de eso parecí desesperada.

—¿Por qué no lo piensa? Avíseme cuando lo hayan decidido, o incluso si no ha decidido nada pero si quiere hablar sobre ello.

—De acuerdo. Gracias.

Mientras aparcaba el coche de alquiler en el aparcamiento subterráneo del hospital, pensé en llevar tus cenizas a Escocia, hasta una montaña con brezos púrpuras y aulagas amarillas, ascendiendo hacia el suelo gris por encima del primer nivel de nubes, y en el aire frío y limpio, esparcirte a los cuatro vientos. Pero sabía que mamá jamás permitiría una cremación.

Había estado en St. Anne antes, pero después de unas obras de reforma, estaba irreconocible, con un vestíbulo nuevo y reluciente, instalaciones artísticas y una cafetería. A diferencia de todos los hospitales en los que había estado, parecía como si formara parte del mundo exterior. A través de los enormes ventanales podía ver a los paseantes cruzando la calle con bolsas, y el vestíbulo estaba inundado de luz natural. Olía a café recién molido y muñecas nuevas acabadas de salir de sus envoltorios de Navidad (quizá las nuevas sillas de la cafetería estaban hechas del mismo plástico).

Subí en ascensor hasta el cuarto piso, como me indicaron, y me dirigí al ala de maternidad. La nueva reforma no había llegado hasta allí, y el olor del café y las muñecas nuevas quedó aplastado por el habitual olor hospitalario a desinfectante y miedo. (¿O solo soy yo quien lo huelo, a causa de Leo?). No había ventanas, solo tubos fluorescentes que iluminaban con furia el linóleo del suelo; ni relojes, porque incluso los que llevaban las enfermeras en las muñecas estaban boca abajo; y yo volvía al mundo de los hospitales, con su propio no-tiempo y no-clima donde las aberrantes crisis de dolor, enfermedad y muerte se convertían en parte de la vida normal, como si ésta fuera una novela de Kafka. Un cartel pedía que me lavara las manos con el gel que el hospital ofrecía a tal efecto, y ahora ese olor también estaba en mi piel, apagando el diamante de mi anillo de compromiso. El timbre de la puerta cerrada del pabellón lo contestó una mujer de unos cuarenta años, y pelo rizado y pelirrojo recogido con un clip, de aspecto competente y agotado.

—Llamé antes. Soy Beatrice Hemming.

—Por supuesto. Soy Cressida, la comadrona principal. El doctor Saunders, uno de los tocólogos, la está esperando.

Me escoltó hasta una sala dentro de la maternidad. De ambos lados llegaba el sonido de los bebés llorando. Jamás había oído el llanto de un recién nacido antes y uno de ellos parecía desesperado, como si le hubieran abandonado. La matrona me acompañó hasta la sala de los familiares, y su voz era profesionalmente amable.

—Siento mucho lo de su sobrino.

Por un momento no sabía a quién se refería. Jamás había pensado en nuestra relación.

—Siempre le llamo el bebé de Tess, no mi sobrino.

—¿Cuándo es el funeral?

—El próximo jueves. También será el funeral de mi hermana.

La voz de la matrona ya no era profesionalmente amable, sino que estaba sorprendida:

—Lo siento muchísimo. Solo me dijeron que el bebé había muerto.

Agradecí al considerado doctor con el que había hablado esa mañana que no hubiera convertido tu muerte en el cotilleo con el que pasar el día. Aunque supongo que en un hospital el tema de la muerte no se considera cotilleo, sino trabajo.

—Quiero que el bebé esté con ella.

—Sí, por supuesto.

—Y me gustaría hablar con quienquiera que estuviera con Tess cuando dio a luz. Tenía que estar yo con ella, ¿sabe?, pero no pude. Ni siquiera le cogí el teléfono. —Empecé a llorar, pero las lágrimas eran tan normales aquí, incluso en esa habitación con fundas de sofá lavables, que probablemente había sido diseñada pensando en los familiares llorosos. La matrona puso su mano en mi hombro—. Averiguaré quienes eran y les pediré que vengan a hablar con usted. Discúlpeme un momento.

Salió al pasillo. Por la puerta abierta vi a una mujer con un cochecito y un bebé recién nacido en brazos. A su lado, el médico ponía su brazo alrededor de un hombre.

—Lo habitual es que llore el bebé, no el padre. —El padre se echó a reír y el médico le sonrió—. Cuando llegaron esta mañana eran una pareja, y ahora son una familia. Es asombroso, ¿verdad?

La matrona sacudió la cabeza, acercándose a él:

—Es usted un tocólogo, doctor Saunders, no debería resultarle tan asombroso.

El doctor Saunders empujó el cochecito y acompañó a la madre y al bebé a otra sala. Le observé. Incluso de lejos pude ver que su rostro tenía facciones cinceladas, con ojos que se iluminaban desde dentro, haciendo que su expresión fuera hermosa, en lugar de duramente atractiva.

Llegó con la matrona.

—Doctor Saunders, ésta es Beatrice Hemming.

Me sonrió de forma totalmente natural, y me recordó a ti por la forma en que llevaba su belleza con despreocupación, como si su propietario no estuviera al caso de que la poseía.

—Por supuesto. Mi colega, la médico con la que usted habló un poco antes, me dijo que vendría durante la mañana. El capellán del hospital lo ha organizado todo con la funeraria, y vendrán a recoger el bebé esta tarde.

Su voz era notablemente tranquila, en medio del bullicio de la planta; era alguien que confiaba en que la gente le prestaría atención.

—El capellán hizo que trajeran el cuerpo de la morgue —continuó— porque pensábamos que no era lugar para él. Lamento que tuviera que esperar tantos días allí.

Yo tendría que haberlo pensado antes. Tendría que haber pensado en él antes. No debería haberlo dejado en la morgue.

—¿Quiere que la acompañe a verlo? —preguntó.

—¿Está seguro de que tiene tiempo?

—Por supuesto.

El doctor Saunders me acompañó por el pasillo hacia los ascensores. Oí el grito de una mujer. El sonido venía de arriba, y pensé que debía ser la sala de partos. Como los llantos de los recién nacidos, sus gritos no se parecían a nada que hubiera oído jamás; estaban teñidos de dolor puro. Había enfermeras y otros médicos en el ascensor, pero no parecieron reparar en esos gritos. Supuse que se habían acostumbrado, trabajando día sí y día también en el mundo kafkiano del hospital.

Las puertas del ascensor se cerraron frente a nosotros. El doctor Saunders y yo quedamos levemente apretados el uno contra el otro. Me fijé en que llevaba una fina alianza matrimonial colgada de una cadena al cuello, que solo se atisbaba bajo el cuello de su bata. En el segundo piso todos se bajaron y nos quedamos solos. Me miró a los ojos, ofreciéndome toda su atención.

—Siento mucho lo de Tess.

—¿La conoció?

—Tal vez sí, no estoy seguro. Lo siento, puede parecer insensible, pero…

Terminé la frase:

—¿Ve a cientos de pacientes?

—Sí. De hecho, en este hospital nacen más de cinco mil bebés al año. ¿Cuándo nació su bebé?

—El veintiuno de enero.

Hizo una pausa.

—En este caso, no estuve ese día. Lo siento. Esa semana me encontraba en un seminario de formación en Manchester.

Me pregunté si mentía. ¿Tenía que pedirle pruebas de que no estaba en el hospital el día que nació tu bebé, o cuando te asesinaron? No podía oír tu voz respondiéndome, ni siquiera tomándome el pelo. En lugar de eso, oí a Todd diciendo que no fuera ridícula. Y no le faltaría razón. ¿Eran culpables todos los hombres del reino hasta que, uno por uno, demostraran su inocencia? ¿Y quién decía que el culpable tenía que ser un hombre? Quizá también debía sospechar de las mujeres, de la amable matrona, de la médico con la que había hablado esa mañana. Y pensaban que estabas paranoica. Pero los médicos y las enfermeras tienen poder sobre la vida y la muerte, y algunos se vuelven adictos a ese poder. Aunque con un hospital de gente vulnerable, ¿qué podría llevar a un profesional de la salud a escoger unos lavabos abandonados en Hyde Park para dar rienda suelta a sus impulsos psicópatas? Mientras rumiaba eso, el doctor Saunders me sonrió, lo cual me hizo sentir una mezcla de vergüenza y bochorno.

—La próxima es nuestra parada.

Aún no podía escuchar tu voz y me dije, severamente, que ser guapo no implicaba que fuera un asesino, solo alguien que me habría rechazado cuando era soltero, sin ni siquiera darse cuenta de que lo hacía. En el fondo, sabía que por eso sospechaba de él. Estaba asignándole mis sospechas cotidianas a un gancho muy distinto, y mucho más extremo.

Llegamos al depósito de cadáveres del hospital mientras yo todavía pensaba en encontrar a tu asesino, en lugar de pensar en Xavier. El doctor Saunders me acompañó hasta la habitación que había en el hospital para que los familiares «vieran a los fallecidos». Me preguntó si quería que entrara conmigo, pero sin pensarlo detenidamente le contesté que estaría bien a solas.

Entré. La habitación estaba decorada con gusto y cuidado, como si fuera el salón de alguien, con cortinas estampadas y una alfombra y flores (falsas, pero de seda cara). Trato de hacer que suene bien, incluso agradable, pero no quiero mentirte, esta sala de estar para los que ya no están era espantosa. Una parte de la alfombra, la que estaba más cerca de la puerta, ya se había gastado casi por completo, aplastada por los pasos de la gente que había estado de pie en el mismo sitio en que yo me encontraba, con el peso del dolor asfixiándoles, sin querer avanzar hacia la persona que habían amado, sabedores de que cuando se acercaran, sabrían a ciencia cierta que el ser amado ya no estaba allí.

Me acerqué a él.

Lo cogí y lo envolví en la manta de cachemira azul que le habías comprado.

Lo sostuve en mis brazos.

No hay más palabras.

* * *

El señor Wright me escuchó, con expresión compasiva y concentrada, cuando le hablé de Xavier, sin interrumpirme ni apresurar mi narración, permitiéndome los silencios. En determinado momento debió darme un Kleenex porque está, húmedo, en mi mano.

—Y fue entonces cuando decidió que no se haría una cremación —dice.

—Sí.

Uno de los periodistas escribió ayer que no «permitimos la cremación» porque así me aseguraba que «las pruebas no se destruirían». Pero no fue por eso.

* * *

Debí pasar unas tres horas con Xavier. Y mientras lo sostuve, supe que el aire frío que sopla encima de una montaña gris no es lugar para un bebé y que por lo tanto tampoco lo era para ti, que eras su madre. Cuando por fin me fui, llamé al padre Peter.

—¿Pueden enterrarlo en brazos de Tess? —pregunté, esperando oír que eso era imposible.

—Por supuesto. Creo que es el lugar adecuado para él —respondió el padre Peter.

* * *

El señor Wright no me presiona para que le cuente por qué motivo elegí un entierro al uso, y le agradezco su tacto. Intento seguir, sin dejar que la emoción se filtre en mis palabras, que salen forzadas.

—Luego volví a hablar con la matrona, pensando que me iba a presentar a la persona que había estado con Tess cuando dio a luz. Pero no había podido encontrar el historial de Tess, así que no sabía quién era. Me dijo que volviera el martes siguiente, y que para entonces ya habría tenido tiempo de buscar el dato.

—¿Beatrice?

Salgo corriendo de la oficina.

Llego al lavabo justo a tiempo. Tengo el estómago revuelto. No puedo controlar las náuseas. Mi cuerpo está temblando. Veo una joven secretaria sacar la cabeza por la puerta y luego desaparecer. Me tiendo en el frío suelo de losas, me obligo a recuperar el control de mi cuerpo.

El señor Wright entra y me coge en brazos; me ayuda a levantarme con cuidado. Cuando me sostiene, me doy cuenta de que me gusta que me cuiden, pero no de forma patriarcal, sino sencillamente con amabilidad. No entiendo por qué he tardado tanto en comprenderlo, ni por qué rechazaba los gestos de amabilidad incluso antes de que me los ofrecieran.

Por fin dejo de temblar.

—Es hora de ir a casa, Beatrice.

—Pero la declaración…

—¿Qué le parece si venimos los dos mañana por la mañana, si se siente mejor?

—De acuerdo.

Quiere llamar a un taxi para que venga a buscarme, o al menos acompañarme hasta el metro pero rechazo su ofrecimiento educadamente. Le digo que solo necesito un poco de aire fresco, y parece comprender.

Quiero estar sola con mis pensamientos, y ahora estoy pensando en Xavier. Desde el momento en que le cogí, le amé por quien era y no solo porque era tu bebé.

Salgo fuera y levanto la cabeza hacia el cielo azul pálido, para impedir que las lágrimas se derramen. Recuerdo la carta que me escribiste acerca de Xavier, esa que en tu historia yo aún no he leído. Pienso en ti, regresando a casa desde el hospital bajo la lluvia. Pienso en ti, levantando la vista hacia un cielo negro y sin piedad. Pienso en ti gritando: «Devolvédmelo». Y pienso en que nadie te contestó.

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