Hermana

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Capítulo 12

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Capítulo 12

Una hora y media después de que el sargento detective Finborough se hubiera ido, Todd dejó a mamá en el apartamento. La calefacción parecía haberse dado definitivamente por vencida y ella optó por no quitarse el abrigo.

En el salón casi helado, su respiración era visible.

—Bueno, pues vamos a empezar. He traído papel de burbujas y más cosas para envolver.

Quizá esperaba que su animosa actitud nos engañara y pensáramos que éramos capaces de organizar el caos que tu muerte había dejado atrás. Aunque para ser justos, la muerte da lugar a un abanico sobrecogedor de detalles prácticos: todas las posesiones que uno se ve obligado a abandonar tienen que seleccionarse y redistribuirse en el mundo de los vivos. Me hizo recordar un aeropuerto vacío, con la cinta del equipaje girando sin parar, con tu ropa y tus pinturas y tus libros y tus lentes de contacto y el reloj de la abuela, girando y girando, y solo quedábamos mamá y yo para reclamar los objetos perdidos.

Mamá empezó a cortar tiras de papel de burbujas, y su voz sonó acusadora cuando dijo:

—Todd me ha contado que le pediste al sargento detective Finborough que viniera otra vez.

—Sí —dije, aunque dudé al seguir hablando—. Había drogas en su cuerpo.

—Todd ya me lo dijo. Todos sabemos que no se encontraba bien, Beatrice. No era ella. Y Dios sabe que tenía mucho de qué escapar.

Se fue al salón sin darme oportunidad a que discutiera con ella, para «ir avanzando antes de la hora de comer».

Saqué los desnudos que Emilio había pintado de ti y los envolví apresuradamente. En parte porque no quería que mamá los viera, pero tampoco yo quería mirarlos. Sí, soy una mojigata, pero era por eso. Es que no podía soportar ver el vivo color de tu cuerpo pintado, cuando tu rostro en la morgue era tan vívidamente pálido. Mientras los envolvía, pensé que Emilio era quien tenía el motivo más obvio para matarte. Por tu causa, podría haber perdido su carrera y también a su esposa. Sí, es cierto que ella ya sabía lo vuestro, pero Emilio no estaba enterado de eso, y quizá no se hubiera imaginado la reacción de su mujer. Tu embarazo le habría delatado así que yo no podía comprender por qué —si es que te mató para proteger su matrimonio y su carrera— él habría optado por esperar hasta que naciera tu bebé.

Terminé de tapar los desnudos y empecé a envolver una de tus pinturas en el papel de burbujas, sin mirar la imagen y sus colores vivos; me puse a recordar tu alegría de niña de cuatro años mientras apretabas gozosa el envoltorio de papel de burbujas entre tus pequeños dedos pulgar e índice, mientras hacías «¡POP!».

Entró mamá y miró las pilas de tus pinturas.

—¿Qué demonios pensaba hacer con todo eso?

—No estoy segura, pero la facultad de Bellas Artes quiere utilizarlas para una exposición. Será dentro de tres semanas y les gustaría organizar una exhibición destacada de las pinturas de Tess.

Me habían llamado un par de días antes, y había aceptado sin dudarlo.

—Pero no pagarán por ellas, ¿verdad? —preguntó mamá—. Quiero decir, ¿qué pensaba que iba a conseguir con todo esto?

—Quería ser pintora.

—¿Como una decoradora, quieres decir? —preguntó mamá, atónita.

—No, es la palabra que utilizan ahora para decir artista.

—Es la forma políticamente correcta de decirlo —me dijiste, tomándome el pelo por mi vocabulario pasado de moda—. Las estrellas del pop son artistas, los artistas son pintores y los pintores son decoradores.

—Pintar es lo que hacen todos los días los niños en la guardería —continuó mamá—. No me importaba tanto lo de la Educación Secundaria, pensé que a ella le iría bien no seguir con las asignaturas de verdad, pero llamarlo educación superior es ridículo.

—Estaba siendo fiel a su talento.

Sí, lo sé. Algo flojo.

—Era infantil —replicó mamá—. Era tirar por la borda todos sus logros académicos.

Estaba tan enfadada contigo porque te habías muerto.

No le había hablado a mamá de los detalles del entierro, y de que me había ocupado de que a Xavier lo enterraran contigo porque tenía miedo de su reacción, pero no podía posponerlo más.

—Mamá, creo que a ella le gustaría que Xavier…

Me interrumpió.

—¿Xavier?

—Su bebé, ella hubiera querido que…

—¿Eligió el nombre de Leo?

Estaba horrorizada. Lo siento.

Volvió al salón y empezó a meter ropa en una bolsa de basura negra.

—Tess no querría que lo tirásemos todo junto, mamá. Reciclaba.

—Esto no le serviría a nadie.

—Una vez mencionó un puesto de reciclaje textil, iré a ver si…

Pero mamá se había dado la vuelta y había abierto el último cajón, el de debajo de todo del armario. Sacó una diminuta chaqueta de cachemira que estaba envuelta en papel de seda. Se volvió hacia mí con la voz suavizada y dijo:

—Es precioso.

Recordé mi asombro, también, cuando llegué al apartamento y encontré la exquisita ropita de bebé, en medio de la pobreza que se respiraba en el resto de tu casa.

—¿Quién le dio esa ropa? —preguntó mamá.

—No lo sé. Amias dijo que había salido de compras un día y había vuelto con todo eso.

—¿Pero con qué dinero lo pagó? ¿Se lo dio el padre?

Me preparé; ella tenía derecho a saberlo.

—Está casado.

—Lo sé.

Mamá debió percibir mi confusión; la suavidad había desaparecido de su voz.

—Me preguntaste si quería «poner una A de adúltera» en el ataúd. Tess no estaba casada, así que la letra escarlata, la marca del adulterio, solo podía significar que el padre de su bebé si lo estaba. —Se puso aún más tensa al notar mi sorpresa—. Ni siquiera se te ocurrió que lo entendería, ¿verdad?

—Lo siento. Fue cruel por mi parte decir eso.

—Vosotras pensasteis que al sacaros el bachillerato me dejasteis atrás, ¿no es cierto? Que solo pensaba en el menú para una cena aburrida dentro de tres semanas.

—Es que casi nunca te he visto leer un libro.

Aún sostenía la chaquetita de Xavier, y sus dedos la acariciaban mientras hablaba.

—Yo solía leer mucho. Me quedaba con la luz encendida por la noche leyendo, mientras tu padre se iba a dormir. Le irritaba, pero yo no podía parar de leer. Era como una compulsión. Entonces Leo se puso enfermo y ya no tuve tiempo de leer. Y después comprendí que los libros están llenos de trivialidades y de sandeces. ¿A quién le importa el romance de unos y otros, o el aspecto de una puesta de sol que dura páginas y páginas? ¿A quién le importa eso?

Dejó la prenda y siguió guardando tu ropa en la bolsa de basura. Ni siquiera le había quitado los colgadores de metal, y éstos empezaban a rasgar el plástico negro y barato. Mientras contemplaba sus torpes y angustiosos movimientos, pensé en el horno de cerámica que había en nuestra escuela, y las bandejas de blandas jarras de barro que colocábamos dentro. Se cocían hasta endurecerse, y los que estaban mal hechos se rompían en pedazos. Tu muerte había descentrado a mamá y yo supe, mientras ella anudaba la bolsa de basura, que cuando por fin se enfrentara al dolor que le causaba tu muerte, se convertiría en un pedazo de barro destrozado dentro del horno de tu duelo.

Una hora más tarde la llevé a la estación. Al volver, saqué la ropa que había guardado frenéticamente en las bolsas y la guardé de nuevo en tu armario; volví a colocar el reloj de la abuela encima del mantel de la mesa. Incluso puse tus productos higiénicos en el armario del lavabo, mientras los míos seguían en un neceser encima del taburete. Quién sabe, quizá por esa razón me he quedado en tu apartamento durante todo este tiempo. Así he podido evitar guardarte en una maleta.

Luego acabé de envolver tus pinturas. Solo las estaba preparando para el transporte hasta la exposición, así que la tarea no me causaba ningún problema. Finalmente solo quedaron cuatro telas. Eran las escenas de pesadilla, espesos gouache de un hombre enmascarado inclinándose sobre una mujer, mientras su boca se desgarraba y se desangraba al gritar. Comprendí al observarla de nuevo que la forma que había en sus brazos, el único trazo blanco de la obra, era un bebé. También me di cuenta de que los pintaste bajo los efectos del PCP; que eran un registro visual de tus atormentados viajes al infierno. Reparé en las marcas de las lágrimas que dejé sobre ellos cuando los vi por primera vez, con la pintura chorreando hacia abajo. Entonces las lágrimas eran la única respuesta que fui capaz de concitar, pero ahora sabía que alguien te había torturado deliberadamente, y mis lágrimas se habían secado hasta convertirse en odio. Le encontraría.

* * *

Hace calor en la oficina, con el sol que entra por la ventana que aún la calienta más, y eso me marea. Me bebo la taza de café y trato de mantenerme despierta.

—¿Y entonces volvió al apartamento de Simon? —pregunta el señor Wright.

Debe estar cotejando lo que le cuento con las demás declaraciones de los testigos, asegurándose de que todas nuestras versiones coinciden.

—Sí.

—¿Para preguntarle acerca de las drogas?

—Sí.

* * *

Llamé a la puerta de Simon y cuando abrió una señora de la limpieza, entré sin detenerme, como si tuviera todo el derecho del mundo de estar ahí. De nuevo, la opulencia de la casa me golpeó como una bofetada. Después de vivir en tu apartamento durante un tiempo, ya no estaba tan acostumbrada a la riqueza material. Simon estaba en la cocina, sentando en una barra de desayuno. Pareció sorprendido al verme allí, y luego enojado. Aún no se había afeitado la cara de niño, pero pensé que, igual que los piercings, era una pose.

—¿Fuiste tú quien le diste a Tess dinero para comprarle ropa al bebé? —pregunté. Ni siquiera se me había ocurrido la pregunta hasta que puse pie en su casa, pero parecía algo muy probable en aquel lugar.

—¿Qué hace aquí, irrumpiendo en mi casa?

—La puerta estaba abierta. Necesito hacerte más preguntas.

—No le di ese dinero. Lo intenté, una vez, pero no lo aceptó.

Parecía ofendido, y por lo tanto creíble.

—Así que sabes quién le dio el dinero.

—No tengo ni idea.

—¿Estaba adormilada ese día en el parque?

—Dios mío, ¿pero esto qué es?

—Solo quiero saber si te pareció que estaba adormilada cuando te reuniste con ella.

—No. En todo caso, más bien nerviosa.

Así que te dio el sedante después de que Simon te dejara.

—¿Tenía alucinaciones?

—Pensaba que usted no creía en lo de la psicosis posparto —me tanteó.

—Contéstame, ¿tenía alucinaciones?

—¿Quiere decir aparte de que creía ver a extraños entre los arbustos?

No le contesté. Su voz era desagradable, exudaba ironía mientras añadió:

—Pues no, aparte de eso me pareció completamente normal.

—Había sedantes y PCP en su sangre. También lo llaman polvo de ángel.

Me interrumpió, y su respuesta fue inmediata y convencida.

—No, eso no puede ser. Tess era una puritana estrecha con las drogas.

—Pero tú no, ¿verdad?

—¿Y qué?

—Que tal vez querías que se sintiera mejor, y le metiste algo en la bebida que creíste que la ayudaría. ¿Lo hiciste?

—No, no metí nada en su bebida. Ni tampoco le di ningún dinero. Y ahora quiero que se vaya, antes de que esto se nos vaya de las manos.

Estaba tratando de imitar a un hombre con autoridad, probablemente su padre.

Me adentré en el vestíbulo y crucé un arco hacia una habitación. Vi una fotografía tuya en la pared, con tu cabello suelto ondeando. Entré en la habitación para verla mejor. Estaba claro que era la de Simon, su ropa estaba doblada en pilas, las chaquetas colgaban impecables; una habitación obsesivamente ordenada.

Había un cartel con meticulosa caligrafía a lo largo de una pared, La hembra de la especie. Debajo había fotografías tuyas, decenas de ellas, pegadas a las paredes. En todas dabas la espalda a la cámara. De repente Simon estaba a mi lado, estudiando mi rostro.

—Sabía que estaba enamorado de ella.

Pero esas imágenes me hacían pensar en los nativos de las islas de Bequia, que creen que una fotografía roba el alma. El tono de Simon era de orgullo.

—Son para mi tesina de último curso. Escogí el reportaje fotográfico de un tema único. Mi tutor piensa que es el proyecto más original e interesante del grupo de este año.

¿Por qué no había ninguna fotografía de tu cara?

Debió adivinar lo que pensaba.

—No quería que el proyecto estuviera centrado en una sola persona, así que me aseguré de que no tuviera identidad. Quería que fuera una mujer cualquiera.

¿O en realidad quería observarte, seguirte a todas partes, sin que le vieras?

El tono de Simon seguía siendo presuntuoso:

—«La hembra de la especie» es el primer verso de un poema. El siguiente reza «es más peligrosa que el macho».

Noté sabor a ceniza en mi boca y mis palabras restallaron con furia.

—Ese poema habla de las madres que protegen a sus vástagos. Por eso la hembra de la especie es más peligrosa que el macho. Tiene más valor. Los cobardes son los hombres, eso quiere decir Kipling. «En guerra con su conciencia», dice.

A Simon le sorprendió que yo conociera la referencia al poema de Kipling; probablemente no pensaba que supiera ningún poema, y quizá a ti también te sorprende. Pero estudié Literatura Inglesa en Cambridge, ¿recuerdas? Hubo un tiempo en que me decantaba por el arte y la literatura. Aunque para ser sincera, fue mi capacidad científica para el análisis estructural lo que me permitió aprobar las asignaturas, y no tanto el que comprendiera su significado profundo.

Saqué una fotografía tuya de la pared y luego otra y otra. Simon trató de impedírmelo, pero no me detuve hasta que no quedaba ninguna de tus imágenes en su pared; hasta que ya no podía mirarte de nuevo. Luego me fui, llevándome las fotografías, mientras Simon protestaba enfadado y decía que las necesitaba para su trabajo de fin de curso; gritaba que era una ladrona y algo más que no pude oír porque cerré la puerta de golpe tras de mí.

Mientras conducía de vuelta a casa con las fotos en mi regazo me pregunté cuántas veces te habría seguido Simon, para sacarlas. ¿Lo hizo también después de que le dejaras ese día en el parque? Paré el coche y estudié las fotos. Eran imágenes de espaldas, siempre; el escenario cambiaba, de verano a otoño e invierno, y tu ropa de camiseta a chaqueta a un grueso abrigo. Debió haberte seguido durante meses. Pero no pude encontrar ninguna fotografía tuya en un parque nevado.

Recordé de nuevo a los nativos de Bequia, que piensan que una imagen puede formar parte de una maldición vudú, con muñecas incluidas; que una imagen es un elemento tan potente de una maldición como poseer un pelo o la sangre de la víctima.

Cuando llegué a casa, vi una tetera nueva, aún dentro de su caja, en la cocina y oí a Todd en el dormitorio. Entré en la habitación y vi que estaba tratando de romper una de tus «pinturas psicóticas», pero la tela era gruesa y no cedía.

—¿Se puede saber qué estás haciendo?

—No caben en una bolsa normal y no puedo dejarlas tal cual en los contenedores, ¿no te parece? —Se giró y me miró—. No tiene ningún sentido conservarlas, teniendo en cuenta lo mucho que te duelen.

—Pero no puedo tirarlas.

—¿Por qué no?

—Porque…

Me quedé callada.

—¿Por qué?

Eran la única prueba que tenía de que alguien torturó psicológicamente a mi hermana; quise decirlo, pero no lo hice. Porque sabía que si lo decía, nuestra conversación terminaría en una pelea sobre cómo habías muerto; porque esa discusión acabaría inevitablemente en nuestra separación. Y porque no quería estar aún más sola de lo que me sentía.

* * *

—¿Le contó a la policía que había encontrado esas fotografías en casa de Simon? —pregunta el señor Wright.

—No. Ya eran lo bastante escépticos, más que eso, acerca de la posibilidad de que Tess fuera asesinada, y no pensé que las fotografías les convencieran de lo contrario.

Tampoco podía mencionar a los nativos de Bequia y las muñecas de vudú.

—Sabía que Simon diría que formaban parte de su trabajo para la universidad —continué—. Tenía una excusa para seguir a mi hermana.

El señor Wright comprueba su reloj.

—Tengo una reunión en diez minutos, así que mejor que lo dejemos aquí.

No me dice con quién va a reunirse, pero debe ser importante si es un sábado por la tarde. O quizá solo nota que estoy cansada. La mayor parte del tiempo me siento agotada, de hecho, pero en comparación con lo que tú llegaste a soportar, sé que no tengo derecho a quejarme.

—¿Le importaría seguir con su declaración mañana? —pregunta el señor Wright—. Si es que se siente lo bastante fuerte.

—Por supuesto —digo. Pero no sé si es muy normal trabajar un domingo.

Debe adivinar lo que pienso.

—Su declaración es de vital importancia para garantizar una condena. Y quiero conseguir el máximo de información posible ahora que está fresca en su memoria.

Como si mis recuerdos estuvieran dentro de una nevera con piezas de información útil que corren peligro de pudrirse en el cajón de los congelados. Pero eso no es justo. La verdad es que el señor Wright ha descubierto que estoy peor de lo que pensaba en un principio. Y es lo bastante astuto como para pensar que si me estoy deteriorando físicamente, entonces mi mente y en particular mi memoria también pueden empeorar. Tiene razón, debemos seguir.

Ahora estoy en un autobús rodeada de gente, aplastada contra la ventanilla. Hay un agujero transparente en medio del cristal lleno de vaho y a través de él diviso los edificios de Londres que siguen nuestra ruta. Jamás te dije que me hubiera gustado estudiar arquitectura en lugar de literatura inglesa, ¿verdad? A las tres semanas de la primera asignatura, supe que había cometido un error. Mi mente matemática y mi naturaleza insegura necesitaban algo más sólido que la estructura de símiles de la poesía metafísica, pero no me atreví a preguntar si podía cambiar de curso por si me echaban de Literatura Inglesa y no encontraba plaza en Arquitectura. Era un riesgo demasiado grande. Pero cada vez que veo un hermoso edificio, lamento no haber tenido el valor de cambiar.

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