Hermana

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Capítulo 17

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Capítulo 17

Martes

En la fiscalía me deslizo dentro del ascensor, que huele a goma quemada; los cuerpos se aprietan involuntariamente unos contra otros. Rodeada de gente, a la brillante luz de la mañana, sé que no voy a decir nada acerca del hombre del parque. Porque el señor Wright me diría, correctamente, que no es posible porque está en prisión, se le denegó la fianza, y después del juicio le condenarán a cadena perpetua, sin libertad condicional. Racionalmente, debería saber que no puede volver a hacerme daño. Cuando el ascensor alcanza el tercer piso me digo severamente que no está aquí y que nunca lo estará, que es una ausencia y no una presencia; no debo permitir que se convierta en una presencia ni siquiera en mi imaginación.

Así que esta mañana es un día de nuevas resoluciones. No pienso dejarme intimidar por el espectro de un mal imaginario. No permitiré que tenga poder sobre mi mente, como una vez tuvo sobre mi cuerpo. En lugar de eso dejaré que el señor Wright y la señorita Secretaria Enamorada y todos los demás que me rodean en este edificio me tranquilicen. Sé que mis desmayos son cada vez más frecuentes y que mi cuerpo está debilitado, pero no pienso ceder al terror irracional, ni tampoco a mi fragilidad física. En lugar de pensar en lo que me asusta y en lo que es horrible, intentaré encontrar la belleza de las cosas cotidianas, como hacías tú. Pero sobre todo, pensaré en lo que tuviste que pasar y sabré, de nuevo, que en comparación no tengo derecho a recrearme en una amenaza fantasma y en la autocompasión.

Hoy decido que seré yo quien traiga el café. Es una tontería pensar que me tiemblan las manos. Mira. He logrado hacer dos tazas de café —y llevarlas, yo sola, al despacho del señor Wright— sin problemas.

El señor Wright está un poco sorprendido y me agradece el café. Pone una cinta virgen en la grabadora y reemprendemos la declaración.

—Habíamos llegado hasta el día en que habló con los amigos de Tess acerca de Simon Greenly y Emilio Codi —dice.

—Sí. Luego volví al piso. Tess tenía un contestador viejísimo. Creo que lo había conseguido en un mercadillo de segunda mano, creo. Pero ella pensaba que estaba bien.

Estoy haciéndome la distraída, pero tengo que ir al grano.

—Cuando llegué vi que la lucecita estaba parpadeando, lo que indicaba que la cinta de la máquina estaba llena de mensajes.

* * *

Con el abrigo aún puesto, pulsé la tecla de reproducción. Se trataba de un mensaje de la compañía del gas, sin ninguna importancia. Ya había oído todos los demás mensajes, conversaciones unilaterales por parte de los que te llamaban.

Me quité el abrigo y estaba a punto de rebobinar la cinta cuando me fijé en que tenía cara A y cara B. Jamás había escuchado la cara B, así que la giré y la puse. Cada mensaje venía precedido por el día y la hora, enunciados por una voz electrónica.

El último mensaje de la cara B era del martes 21 de enero, a las 8:20 de la noche. Unas pocas horas después de que hubieras dado a luz a Xavier.

La melodía de una canción de cuna llenó la habitación. Era dulcemente cruel.

* * *

Trato de imprimir energía a mi voz, y sale un poco alta, quizá demasiado. Como si quisiera que las palabras ahoguen el recuerdo vivido que aflora en mi cabeza.

—Era una grabación profesional; pensé que se trataba de alguien que había puesto el auricular del teléfono contra el reproductor de CD.

El señor Wright asiente; ya ha escuchado la grabación, aunque a diferencia de mí, probablemente no se la sabe de memoria.

—Sabía por Amias que se sentía amenazada por las llamadas —continué—. Que tenía miedo de la persona que la estaba acosando, así que supe que debió haberlo hecho muchas más veces, aunque solo se grabara una llamada.

No me extraña que tuvieras el teléfono desconectado cuando llegué a tu apartamento. No podías soportar escucharlo más.

—¿Llamó enseguida a la policía? —pregunta el señor Wright.

—Sí. Dejé un recado en el buzón de voz del sargento detective Finborough. Le hablé del falso proyecto de Simon y también le dije que había descubierto la razón por la que Emilio habría esperado para matar a Tess hasta después del parto. Dije que podía haber problemas con el ensayo médico de la fibrosis quística, por lo del dinero que recibieron, y porque el historial de Tess se había extraviado, aunque no pensé que ambas cosas estuvieran relacionadas. Le dije también que si descubrían quién era el de las llamadas de las canciones de cuna, encontrarían a su asesino. No fue un mensaje calmado, ni moderado. Pero es que acababa de escuchar esa nana. Mi estado de ánimo no tenía nada que ver con la calma o la moderación.

* * *

Después de dejar mi mensaje en el buzón de voz del sargento detective Finborough, me fui al hospital St. Anne. Sentía una furia y un malestar viscerales y necesitaba desahogarme físicamente. Me fui derecha al departamento psiquiátrico, donde el doctor Nichols tenía la consulta para pacientes externos. Encontré una puerta con su nombre y me colé delante de un paciente que se disponía a entrar. Detrás de mí, oí a la recepcionista protestando pero no le hice caso.

El doctor Nichols me miró, asustado.

—Había una canción de cuna grabada en su contestador —dije. Entonces empecé a cantar la nana—: «Duérmete niño / duérmete ya / Que viene el coco / Y te comerá».

—Beatrice, por favor…

Le interrumpí:

—Lo oyó la noche que volvió del hospital. Apenas unas horas después de que su bebé hubiera muerto. Dios sabe cuántas veces más le llamó. Las llamadas no eran «alucinaciones auditivas». Alguien la estaba torturando mentalmente.

El doctor Nichols me miraba asombrado y guardaba silencio.

—No estaba loca, pero alguien intentaba que se volviera loca; o quería que todos creyeran que lo estaba.

Cuando habló, le temblaba la voz.

—Pobre chica. La canción de cuna debe haberle herido profundamente. Pero ¿está segura de que era intencionado? ¿No puede ser una confusión terriblemente torpe de alguna amiga que no supiera que su bebé había muerto?

Pensé en lo conveniente que sería eso para él.

—No, estoy segura de que no es así.

Me dio la espalda. Llevaba una chaqueta blanca esta vez, algo arrugada y con unas manchas, y parecían aún más desaliñado.

—¿Por qué no le hizo más caso? ¿Por qué no habló más con ella?

—La única vez que la vi fue en mi consulta, estaba desbordado de pacientes como de costumbre, y desde urgencias me mandaron más gente para la que no tenía tiempo material. Tenía que efectuar las visitas y hacerlo en un tiempo récord para que no se incrementara la lista de espera. —Le miré pero no se atrevió a devolverme la mirada—. Debería haberle dedicado más tiempo. Lo siento.

—¿Sabía que tenía PCP en su organismo?

—Sí. La policía me lo dijo, pero no hasta después de nuestro último encuentro. Les dije que originaría alucinaciones, probablemente terroríficas. Y que serían especialmente potentes, teniendo en cuenta el estado de Tess a causa de la muerte de su bebé. Los estudios dicen que los que consumen esa droga suelen atentar contra su propia vida. Las canciones de cuna debieron ser la gota que colmó el vaso.

Esta vez no había ningún perro en su consulta y pude sentir físicamente cuánto echaba de menos la posibilidad de estirar la mano y acariciar una reconfortante oreja de seda.

—Eso explicaría por qué se transformó tanto, desde el momento en que la vi por la mañana hasta el suicidio —prosiguió—. Debió oír una de esas grabaciones, quizá tomó algo de PCP, y la combinación… —Se detuvo al ver la expresión de mi rostro—. ¿Cree que estoy tratando de buscar excusas para lo que hice?

Me sorprendió que fuera tan intuitivo.

—Es que no hay excusas —continuó—. Claramente estaba sufriendo alucinaciones visuales. Y si las causaba la psicosis o la droga, eso no importa. No lo detecté. El hecho es que era un peligro para sí misma y no la protegí como tenía que haber hecho.

Igual que durante nuestro primer encuentro, me pareció detectar vergüenza en sus palabras.

Había venido a descargar mi furia, pero ahora no tenía sentido. Parecía que ya se castigaba a sí mismo lo suficiente, y que no pensaba cambiar de opinión. La puerta se abrió de repente y la recepcionista, acompañada de un enfermero, entraron de golpe en la habitación. Pareció sorprenderles el silencio que había.

Les dejé ahí y cerré la puerta tras de mí. No tenía nada más que decirle.

Me apresuré a recorrer el pasillo como si pudiera adelantarme a los pensamientos que me acosaban, porque ahora no había nada que pudiera distraerme; solo podía pensar en ti escuchando la canción de cuna.

—¿Beatrice?

Me había dado de bruces con el doctor Saunders. Solo entonces me di cuenta de que estaba llorando, con las lágrimas recorriendo mis mejillas, la nariz llena de mocos y un pañuelo húmedo en la mano.

—La torturaron, antes de matarla. Mentalmente. Le hicieron creer que estaba loca. La empujaron hacia su propio suicidio.

Sin hacerme ninguna pregunta más, me abrazó. Sus brazos me rodearon y eran fuertes, pero no me hicieron sentir más segura. Siempre me había perturbado la intimidad física, incluso con mi familia, no digamos con un completo extraño, así que en lugar de tranquilizarme me puse más nerviosa. Pero parecía bastante acostumbrado a abrazar mujeres nerviosas, como si fuera algo que no le resultara nada incómodo.

—¿Podemos volver a tomar un café?

Acepté, porque quería preguntarle acerca del doctor Nichols. Quería obtener pruebas de que era un incompetente y que la policía reconsiderara todo lo que les había dicho. Y en parte también porque cuando le dije que te habían torturado mentalmente, lo había aceptado, sin mostrar incredulidad, y junto con Amias y Christina había entrado en la reducida categoría de personas que me tomaban en serio.

Nos sentamos en una mesa en medio de la ajetreada cafetería. Me miró fijamente, concediéndome toda su atención. Me acordé de nuestras propias competiciones de miradas.

—Solo tienes que mirar directo a las pupilas, Bee. Ése es el truco.

Pero aún así, no podía. No cuando se trataba de mirar a los ojos de un hombre atractivo. Ni siquiera en estas circunstancias.

—Doctor Saunders, ¿usted…?

—Llámame William, y de tú, por favor —dijo él—. Jamás se me han dado bien las formalidades. La culpa es de mis padres, por mandarme a una escuela progresiva. La primera vez que me puse un uniforme es cuando me dieron la bata blanca de médico, para este trabajo. —Sonrió—. También tengo la costumbre de hablar más de la cuenta, y dar más información de la que me piden. ¿Querías preguntarme algo?

—Sí, quería saber si conoces al doctor Nichols.

—Solía verle a menudo. Estuvimos juntos en una rotación de turnos de la Seguridad Social durante muchos años, y seguimos siendo amigos, aunque últimamente ya no coincidimos tanto. ¿Puedo preguntarte por qué quieres saberlo?

—Era el psiquiatra de Tess. Y quiero saber si es un incompetente.

—La respuesta corta para esa pregunta es no. Aunque, ¿opinas lo contrario?

Esperó a que respondiera, pero yo quería obtener información, no darla. Pareció entenderlo. Prosiguió:

—Sé que a veces Hugo parece un poco desorganizado —continuó William—. Esos trajes de tweed y ese perro anciano que tiene y todo eso, pero sí que es bueno en lo que hace. Si algo no fue bien con tu hermana, es más probable que sea a causa del lamentable estado de atención al paciente de la Seguridad Social que por algo que hiciera Hugo.

De nuevo volvió a recordarme a ti, buscando lo mejor en la gente, y como solía pasarme contigo, seguro que mi expresión denotaba escepticismo.

—Antes de convertirse en médico fue investigador —explicó William—. La joven estrella de la universidad, al parecer. Los rumores decían que era brillante. Destinado a la grandeza y todo eso.

Esta descripción del doctor Nichols me sorprendió; no encajaba en absoluto con el hombre que yo había conocido. Nada en su forma de ser y actuar sugería algo así.

William fue a buscar leche al mostrador y me pregunté si el doctor Nichols me había tomado el pelo. ¿Acaso el perro y su desaliño eran una cuidadosa artimaña para proyectar una imagen inofensiva, que yo me había tragado sin dudarlo? Pero ¿por qué se tomaría tantas molestias? ¿Para qué tanto engaño y manipulación? Ahora estaba acostumbrada a desconfiar de todas las personas con las que me cruzaba, y la duda era mi estado de ánimo habitual. Pero no podía sospechar de él: era demasiado honesto y desaliñadamente desesperado como para relacionarse con un hecho violento. Seguramente, el rumor acerca de sus días de investigador brillante estaba equivocado. En cualquier caso, te conoció después de que dieras a luz a Xavier, y solo te vio una vez, así que, a menos que fuera un psicópata, ¿qué motivo podía tener para asesinarte?

William volvió con la leche. Tenía ganas de confiar en él; habría sido un alivio compartir lo que sabía con él, pero en lugar de eso removí mi café y vi mi anillo de compromiso. Debería habérselo devuelto a Todd.

William siguió mi mirada.

—Menudo pedrusco.

—Pues sí. De hecho ya no estoy comprometida.

—¿Y por qué lo llevas?

—Me olvidé de quitármelo.

Se echó a reír, y me recordó la forma en que tú te reías de mí, con amabilidad. Nadie excepto tú me tomaba el pelo de esa manera.

Sonó su busca e hizo una mueca.

—Habitualmente tengo veinte minutos para acudir a urgencias, pero hoy en día los interinos necesitan un poco más de supervisión y cariño.

Al levantarse, su alianza de matrimonio, que llevaba colgando de una cadenita al cuello, se balanceó fuera de su bata. Quizá mi expresión dio a entender más de lo que quería traslucir. Explicó:

—Mi esposa está en Portsmouth. Es radióloga. No es fácil encontrar trabajo en la misma ciudad, y mucho menos en el mismo hospital. —Guardó el anillo debajo de su bata—. No nos dejan llevar los anillos en los dedos. Demasiados gérmenes podrían ocultarse debajo de la alianza. ¿Simbólico, no?

Asentí, sorprendida. Pensé que me trataba de una forma distinta a la que me habían tratado hasta entonces. De repente fui consciente de mi ropa arrugada, de mi pelo que hacía tiempo que no pasaba por la peluquería, o de que apenas me había maquillado. Nadie de mi vida anterior en Nueva York me habría reconocido cuando cantaba furiosamente la canción de cuna en la consulta del doctor Nichols. Ya no era la persona controlada, de presencia impecable, que había sido en Estados Unidos, y me pregunté si por eso la gente, en justa correspondencia, se animaba a mostrarme los aspectos menos ordenados de su personalidad y de sus vidas.

Mientras contemplaba a William alejándose de la cafetería pensé, como todavía lo hago hoy, si había estado esperando el momento de encontrar a alguien que me recordara a ti, aunque fuera un poco. Y también me pregunté si era la esperanza lo que me hacía creer que os parecíais, aunque quizá no fuera así.

* * *

Le he contado al señor Wright mi visita al doctor Nichols, seguida de mi conversación con William.

—¿Quién cree que llamaba y dejaba esas canciones de cuna en el contestador de su hermana? —pregunta el señor Wright.

—No lo sabía. Pensé que Simon era capaz de algo así. Y Emilio. No podía imaginarme que profesor Rosen supiera lo suficiente de una mujer joven como para torturarla así. Pero me había equivocado con él antes.

—¿Y el doctor Nichols?

—Él si sabría cómo pulsar las teclas mentales de alguien. Su trabajo se lo permitía. Pero no parecía cruel, ni sádico, en absoluto. Y no tenía ninguna razón para hacer algo así.

—¿Se cuestionó su opinión del profesor Rosen, pero no del doctor Nichols?

—Así es.

El señor Wright parece a punto de hacerme otra pregunta, pero desiste. En lugar de eso, apunta algo.

—Y más tarde, ese día, el inspector jefe Haines la llamó —dice.

—Sí. Dijo que era el superior del sargento detective Finborough. Al principio pensé que era bueno que me devolviera la llamada un detective de mayor rango.

* * *

La voz del inspector jefe Haines retumbó por la línea telefónica; era un hombre acostumbrado a hacerse oír en una sala ruidosa.

—Entiendo su posición, señorita Hemming, pero no puede ir por ahí culpando indiscriminadamente a la gente. Le concedí el beneficio de la duda cuando el señor Codi presentó su queja, porque comprendimos que la pérdida de su hermana la había afectado mucho, pero ha agotado mi paciencia. Tengo que dejárselo claro: no puede seguir gritando que viene el lobo, ¿entiende?

—No estoy gritando que viene el lobo…

—No —interrumpió—. Está gritando que vienen varios lobos, todos a la vez, porque lo cierto es que no está segura de que existan esos lobos. —Casi se oyó una risita de satisfacción en labios del inspector Haines, ante su propio ingenio—. Pero el juez de instrucción ha llegado a un veredicto sobre la muerte de su hermana, en función de los hechos. Por muy insoportable que le resulte la verdad —y de veras entiendo que sea muy duro para usted—, lo cierto es que fue un suicidio, y que no hay ningún otro responsable de su muerte.

Creo que la policía ya no admite a gente como el inspector jefe Haines: superior, patriarcal, condescendiente para con los demás y totalmente convencida de estar en posesión de la verdad.

Me esforcé por parecer calmada, y no la mujer irracional que él pensaba que yo era.

—Pero ahora, con las canciones de cuna grabadas en las cintas de su contestador, está claro que alguien intentaba…

—Ya sabíamos lo de esa grabación, señorita Hemming.

Me quedé sin palabras. El inspector jefe Haines prosiguió:

—Cuando su hermana desapareció, su vecino de arriba, un hombre mayor, nos dejó entrar en su apartamento. Uno de mis agentes fue a ver si había algo que pudiera ayudarnos a localizarla. Escuchó todos los mensajes de su contestador. No pensamos que la canción de cuna fuera nada siniestro.

—Pero debió haber más llamadas con esas melodías, aunque solo se grabara una. Por eso le asustaba el teléfono. Por eso lo desconectó. Y Amias dijo que habían sido varias llamadas, en plural.

—Es un hombre mayor, que admite abiertamente que su memoria ya no es lo que era.

Yo seguía tratando de controlarme.

—Aún así, ¿no le pareció que esa única llamada era extraña, como mínimo?

—No más que tener un armario en el salón y poseer lienzos caros, pero no una tetera.

—¿Por eso no la mencionó antes? ¿Por que no creyeron que la grabación de la canción de cuna fuera extraña, o siniestra?

—Exactamente.

Puse el altavoz del teléfono, para que no se diera cuenta de que me temblaban las manos.

—¿No le parece que interpretadas conjuntamente con la presencia de PCP en su cuerpo, esas canciones de cuna grabadas en su contestador demuestran que alguien estaba torturándola psicológicamente?

Su estruendosa voz llenó el apartamento, proyectada por los altavoces del teléfono.

—Sería más probable que fuera una amiga que no sabía que había perdido el bebé y, sin querer, cometió un error falto de tacto.

—¿Le dijo eso el doctor Nichols?

—No hizo falta. Es la conclusión lógica. Especialmente dado que el bebé fue prematuro, y nació tres semanas antes de la fecha prevista.

No podía evitar que mi voz temblara.

—Entonces, ¿por qué me llama? ¿Si ya sabía lo de las nanas y lo descartó?

—Usted nos ha llamado, señorita Hemming. Le devuelvo su llamada por cortesía.

—Hay más luz en su habitación. Por eso sacó el armario de allí y lo metió en el salón. Porque así podía utilizar el dormitorio como estudio.

Pero él ya me había colgado.

Desde que vivo aquí, lo comprendí.

* * *

—Y una semana después de lo de la canción de cuna, ¿llegó el día de la exposición en la facultad? —pregunta el señor Wright.

—Sí. Los amigos de Tess me habían invitado a ir. Simon y Emilio iban a asistir también, así que sabía que tenía que ir.

Y creo que fue apropiado: fue en la exposición de la facultad, con tus maravillosas pinturas expuestas, y tu espíritu y tu amor por la vida patente para todos, donde encontré por fin el camino que me llevaría a tu asesino.

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