Henry

Henry


Emily

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Emily

—Emily, ¿qué te ha pasado? ¡Estás horrorosa!

Bienvenida sea siempre tu sinceridad, Miranda...

—Gracias Mir, qué bonito es escuchar un buen piropo la mañana del lunes.

—Oh, lo siento cariño. Pero es que estás...

—Horrible, lo sé. Tengo unas ojeras que soy la envidia de los vampiros.

—¿Ha pasado algo el fin de semana?

—Si con “algo” te refieres a no saber nada del capullo de tu novio en todo el fin de semana, bueno sí, es algo.

—¿No ha estado contigo?

—No, lo último que sé de él es que cogió un vuelo a Escocia el viernes para pasar el fin de semana de cachondeo con sus amigos, y no fue capaz ni de llamarme para decirme que había llegado bien. Y yo, como siempre, preocupándome como una gilipollas por si le había pasado algo, cuando lo único probable es que se haya pillado tal borrachera que se haya olvidado hasta de que existo.

O se haya estado follando a otra. Pero claro eso no se lo digo a Miranda.

—Emily, sabes ya las veces que te he dicho que pases de ese tío. Estoy más que harta de decírtelo.

—Lo sé Mir, pero...

—Siento molestarla, señorita Smith. Pero, ¿ha terminado ya con su cháchara mañanera?

Me doy la vuelta y veo al Estirado apoyado en la puerta de su despacho con los brazos cruzados. Cojo aire para no soltarle una grosería de las mías. Es tu jefe, no lo olvides Em.

—No es ninguna cháchara mañanera, señor Shelton. Y sí, he terminado.

Me vuelvo hacia Miranda y le pongo los ojos en blanco. Bajo la voz y le susurro.

—Luego hablamos. El Estirado me reclama y espero que no sea para colocarle bien el palo que lleva metido en el culo.

Miranda abre los ojos como platos y contiene una carcajada.

—¿Decía algo, señorita Smith?

—Eh...sí. Que hace un día maravilloso hoy, señor Shelton.

Paso por su lado y le dedico mi sonrisa más encantadoramente falsa.

En el cajón de mi mesa empieza a vibrar el móvil. Lo abro y veo en la pantalla que es George. Descuelgo corriendo.

—¿Se puede saber dónde coño estás?

—En casa.

—¡¿En casa?! ¿No has ido a trabajar?

—He llamado diciendo que no me encuentro bien.

—¿Qué no te encuentras bien?

—Sí, es verdad. No me encuentro muy bien.

—Es la tercera vez que faltas al trabajo en dos meses con la misma excusa, George. Al final van a echarte.

Suena el teléfono de mi escritorio también, pero no lo cojo. Lo pongo en espera.

—Pero es verdad, Em. No me encuentro bien. Tengo el estómago del revés.

—¿No me digas? ¿Cuánto has bebido este fin de semana?

—No te llamo para que me des monsergas.

—¿Ah, no? ¿Y para qué me llamas entonces?

—Para decirte que ya estoy aquí.

—¿La vuelta a Londres te ha devuelto la memoria?

—¿Qué dices?

—El viernes me podrías haber llamado exactamente para lo mismo. Y no lo hiciste. De hecho no me has llamado en todo el fin de semana.

—No tenía nada que contarte.

—¡¿Qué no tenías nada que...?! Pfff...Voy a callarme porque sino...

—¿Por qué sino qué, Emily? ¿Me estás amenazando?

Un sudor frío comienza a recorrerme la espalda.

—No... yo... No he querido decir eso.

La puerta de mi despacho se abre y El Estirado entra con cara de mala leche.

—Em, te espero en casa.

—Sí, tengo que colgar.

—¡¡Emily!!

Oigo su grito antes de darle a la tecla de fin de llamada. George odia que le cuelguen. De repente empiezan a temblarme las manos.

—Señorita Smith, ¿estaba usted hablando por su teléfono particular?

—Sí.

—Mientras yo la llamaba a su teléfono del trabajo, que es justo donde está ahora.

—Está bien, écheme la bronca. Mi día ya no puede ir a peor.

Se sienta en el borde de mi escritorio y me mira fijamente. No me había dado cuenta que uno de sus ojos azules tiene una pequeña mancha marrón. Heterocromía creo que leí en algún sitio que se llamaba. Me quedo mirándolo más tiempo del necesario.

—Señorita Smith, no quiero pasarme la vida echándole broncas.

—Eso es problema suyo.

—No, eso es problema tuyo. Estoy haciendo todo lo posible por adaptarme a usted y no tener que pedir otra secretaria dentro de un par de meses. Day me dijo que la juzgué mal al principio, ¡no me dé a mí la razón, maldita sea!

¿Ahora va de buena persona? Me pongo morada de rabia.

—¡Pues pídala! Así me ahorro tener que verle la cara todos los días.

Me llevo la mano a la boca. ¡Dios mío! ¿He dicho eso en alto?

—¡¿Se puede saber qué coño te pasa, Emily?! ¡¿Estás jugando a perder tu trabajo, o qué?!

El Estirado se baja de la mesa y la golpea con los dos puños. Doy un respingo asustada, empiezan a pitarme los oídos y la cabeza comienza a darme vueltas. Cierro los ojos. Me encojo como un bebé en la silla y apoyo la frente en las rodillas, oigo mis propios sollozos y me quiero morir. Después de lo que parece un siglo, alguien me pone una mano en el hombro. Grito y me retiro asustada.

—Señorita Smith, soy yo. ¿Qué le ocurre?

El Estirado me mira con preocupación. Mierda. He perdido los papeles. En mi puto trabajo. Bien, Em.

—Tengo que ir al baño.

Me levanto y las rodillas apenas me sujetan. Él me coge del brazo para que no me caiga y esta vez no me retiro. Solo está siendo amable.

—Gracias.

—La acompañaré al baño.

—No... No hace falta.

—Insisto. No quiero que se caiga por el pasillo.

—Está bien.

No tengo fuerzas ni para discutir. Por el pasillo nos cruzamos con Miranda.

—¡Em! ¿Qué te pasa?

—No es nada, Mir. Un pequeño mareo.

—¿Y con un mareo se te llena la cara de churretones de máscara de pestañas?

Me mira con la ceja alzada y después le mira a él, que se encoge de hombros.

—Déjalo, Mir.

—Te acompaño dentro. Ya me encargo yo de ella, señor Shelton.

—Gracias, Miranda.

El Estirado me suelta y no me gusta la sensación de vacío que deja. Estás alucinando, Emily.

Miranda me coge por los hombros y me mira muy seria.

—Me vas a decir ahora mismo qué coño ha pasado, Emily. O te juro que no vuelvo a hablarte en la vida.

—Si es que no ha pasado nada.

—¡Deja de mentirme joder, Em! ¿Pero te crees que soy tonta o qué?

—No, no es eso.

—Bueno, pues yo estoy cansada ya de hacerme la tonta. ¿Qué te ha pasado con Shelton?

—Ha entrado en mi despacho mientras estaba hablando con George.

—¿Y?

—Pues que tenía una llamada suya en espera, y supongo que se había cansado de esperar. Me ha echado la bronca por hablar con mi teléfono particular.

—No me creo que te hayas puesto así solo por eso. Mírate.

Me da la vuelta y me gira frente al espejo.

—Estás temblando, Em. ¿Ha sido Shelton?

—No.

—¿George?

Me callo y el que calla, otorga.

—¡Por el amor de Dios! ¡¿Es que no vas a espabilar nunca?!

Me zarandea y yo me echo a llorar.

—Tengo que volver al trabajo.

—Eso, vuelve al trabajo y haz como si no hubiera pasado nada. Como haces siempre.

Miranda resopla y se va.

Me lavo la cara y vuelvo a mi despacho. Cuando paso por la puerta del Estirado miro hacia otro lado, como si así él no pudiera verme.

—¡Emily!

Cojo aire y me doy la vuelta.

—Señor Shelton yo...

—No, escúcheme. Siento lo de antes.

Asiento con la cabeza.

—Vale.

—No va a contarme lo que le pasa, deduzco.

—Es que no acostumbro a contarle los problemas personales a mi jefe.

—Espero que no comiencen a afectar a su trabajo, o entonces será cuando tenga que empezar a darme explicaciones, ¿ok?

Asiento otra vez.

—¿Puedo irme?

—Sí, puede irse. Pero la próxima vez que no me coja el teléfono porque esté atendiendo una llamada personal, que no sea de carácter urgente, tendré que pensar en amonestarla de algún modo.

—Lo pillo.

—¿Lo pilla?

Frunce el ceño.

—Sí, que lo entiendo. ¡Cómprese un diccionario de habla moderna!

Me doy la vuelta y me meto en mi despacho, no sin antes ver que acabo de arrancarle una sonrisa al Estirado. Y qué sonrisa...

Llego a casa y no hay nadie. Respiro aliviada. Pero el alivio solo me dura unos segundos, hasta que vuelvo a oír la llave en la cerradura. Acelero el paso hasta la habitación y cierro la puerta.

—¡¿Emily?!

Oh, Dios, viene cabreado. Me siento en el borde de la cama e intento controlar mi respiración y calmarme.

—¡¡Emily!!

—¡Estoy en la habitación!

Me levanto de la cama y espero a que entre por la puerta con los ojos cerrados. Oigo el golpe de ésta contra la pared y sus pasos acercándose a mí. Noto como desliza su mano por mi cuello y me coge del pelo tirándome fuerte. Sus labios me rozan la oreja, antes solía calentarme y erizarme la piel con ese roce, pero ahora ya no siento nada de placer cuando lo hace, solo miedo. Su aliento huele a alcohol.

—No vuelvas a colgarme el teléfono, nunca.

—Mi jefe... mi jefe entró y... y...

—¡¡Me importa una mierda tu jefe!!

Me tira del pelo con más fuerza y me dobla el cuello hasta que me duele.

—George, está bien... no... No me hagas daño.

—Eres una zorra desobediente, y es lo que te mereces, ¡¿me oyes?!

—Sí, pero por favor...

Comienzo a sollozar.

—Quítate la ropa.

—Pero George no quiero...

—¡¡Qué te quites la ropa he dicho!!

Me suelta el pelo y me empuja. Me desnudo despacio mientras las lágrimas me caen rodando por las mejillas. Al menos no me ha golpeado, aún...

—¿Quieres darte prisa?

Me quito las bragas y me quedo de pie quieta. Se acerca a mí despacio. Repite el mismo movimiento de su mano en mi cuello pero ahora con más delicadeza.

—No llores, mi amor.

Muevo la cabeza negando, pero estoy muerta de miedo. Suena un teléfono. Me mira con el ceño fruncido.

—No es el mío.

Me suelta y sale de la habitación. Le oigo maldecir y cagarse en todos los muertos de alguien. Por Dios, que no le cabreen más... Después sus pasos de vuelta a la habitación.

—Tengo que irme, Em.

Asiento con la cabeza mientras el alivio inunda mi cuerpo.

—Vale.

—No sé si volveré esta noche.

Por mí como si no vuelves nunca. Se acerca a mí y me da un beso en los labios. Yo me armo de valor para decirle mis planes del fin de semana, cuanto antes lo sepa y me lleve el guantazo, mejor.

—George...este fin de semana voy a salir con Miranda por ahí.

Me lo ha propuesto a última hora y me apetece mucho salir y olvidarme un poco de todo por una noche.

—Ya veremos.

—No, ya veremos no. Voy a salir, no te estoy pidiendo permiso.

Vuelve a cabrearse.

—Emily, no me pongas de más mala hostia. Te he dicho que ya veremos.

—¿Tú te puedes ir un fin de semana entero con los gilipollas de tus...?

¡Zas! Me vuelve la cara de un guantazo.

—Da gracias a que me tengo que ir. Si no te iba a enseñar a no llevarme la contraria, y menos aún cuando estoy cabreado.

Me pongo la mano en la mejilla para calmar el dolor e intento aguantar las lágrimas. No quiero que el desgraciado vuelva a verme llorar.

Cuando sale por la puerta vuelvo a vestirme, me pongo el abrigo y salgo a la calle a dar una vuelta y pensar.

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