Henry

Henry


Emily

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Emily

De camino al trabajo, Henry me acaricia la mano en el taxi. Yo la retiro y le miro frunciendo el ceño.

—No.

Él me mira aguantándose la risa. Resoplo.

—No me lo va a poner nada fácil, señor Shelton.

—Las cosas fáciles son aburridas, señorita Smith.

—Haga el favor, es usted una persona adulta. O al menos eso creo. Mantenga sus manos alejadas de mí cuando lleve puesto el traje.

—Mañana me pondré vaqueros, entonces.

Le miro con la boca abierta. ¿Me está vacilando?

—Pero bueno...

—¿A qué fastidia cuando te contestan continuamente? Aplíquese el cuento.

Ahora tengo que aguantarme yo la risa, pero no puedo y estallo en carcajadas. El taxista me mira por el retrovisor.

—Me acaba de contar un chiste. Humor británico, ya sabe.

Me sonríe.

—¿Qué le has dicho?

—Nada, que es usted muy chistoso. Cuando quiere.

Pero mi buen humor se ve chafado nada más entrar en el Meaning. Nos cruzamos con Abril en el ascensor.

—¿Qué tal el fin de semana, señor Shelton?

Pues follando con la señorita Smith. Perdón, haciendo el amor con Emily, señorita Torres. Vamos, díselo.

—Bien. Bastante bien, la verdad.

Sonríe pero no me mira. Aunque sé que lo hace para que Abril no se dé cuenta, porque me roza los dedos con los suyos. Un escalofrío de placer me recorre la espalda.

Cuando salimos del ascensor se coloca a su lado y empieza a hablar como una cotorra sin hacerme caso. Vamos, como siempre. Yo me meto en mi despacho y los dejo solos.

A la hora de comer, Henry entra en mi despacho.

—Señorita Smith, voy a salir a comer.

—¿No me espera?

—Voy a salir con la señorita Torres.

¡¿Qué?! Me invade un sentimiento que jamás había tenido el gusto de experimentar. Los celos. Los siento como lenguas de fuego consumiendo todo a su paso. Y lo peor de todo, consumiendo mi capacidad de razonar. Me levanto de la silla con mala hostia y los labios apretados en una línea.

—Creo que no le he entendido bien.

—Voy a salir a comer con la señorita Torres.

Cojo aire y lo suelto lentamente.

—Pues entonces sí que le había entendido. Lo que pasa es que mi cerebro no quería asimilarlo.

—No lo entiendo.

—¿El qué no entiende? ¿Qué me cabree porque salga a comer con la señorita Torres?

—Sí.

—Venga, váyase. Y déjeme tranquila.

Me dejo caer en la silla. Él se acerca a mi escritorio.

—Señorita Smith, quedamos en que todo iba a continuar como antes, en el trabajo al menos. Que salga a comer con la señorita Torres no significa nada. No debe estar celosa.

—¡Yo no estoy celosa!

—Sí, lo está. Se está dejando dominar por un ataque de celos. Pero no tiene de qué preocuparse, no tengo más interés en la señorita Torres que el estrictamente profesional.

Alarga la mano y me acaricia la mejilla con una sonrisa. Le doy un manotazo.

—Está usted loco.

—Señorita Smith, es usted la que me vuelve loco.

Se da la vuelta y me deja con la boca abierta.

Cuando vuelve de comer le miro de reojo. Pero se sienta en su escritorio y no me hace caso. Está bien, tengo que aprender a controlarme, aquí es mi jefe. ¿Y en casa? ¿Qué es? Si es que ni yo misma lo sé. Resoplo y sigo trabajando. Al final no salgo a comer, no tengo ni hambre, ni ganas de salir sola. A las cuatro de la tarde entra en mi despacho.

—¿Saliste a comer?

—No.

—¿Lleva sin comer desde el desayuno?

—No tengo hambre.

Sale por la puerta sin decirme nada. Al rato vuelve con una bolsa de papel y la deja encima de mi mesa.

—¿Qué es esto?

—Su comida.

—Ya le he dicho que no tengo hambre.

—Y a mí no me gustan nada las mujeres que no comen. No quiero que pase usted a la lista de mujeres que no me gustan, así que hágame el favor y cómase lo que le he traído.

Abro la bolsa y saco una ensalada, un sándwich de pollo, una botella de agua y una chocolatina. Sonrío.

—Gracias, señor Shelton.

—No hay de qué.

Vuelve a su despacho y se sienta. Me mira y me hace un gesto para que empiece a comer.

Volvemos a casa sin decirnos nada. Pero cuando cierra la puerta del apartamento me agarra del brazo y me estampa contra sus labios, mientras se quita la chaqueta y se desabrocha la camisa. Termina de quitársela y se lanza a por los botones de mi blusa. Cuando llegamos a su habitación ya llevo las bragas por las rodillas, levanto las piernas para sacármelas. Le desabrocho el pantalón y se lo quito.

—Llevo todo el día pensando en esto.

—Bueno, todo el día... No.

—Cuando digo todo el día, es todo el día. A duras penas me he concentrado en lo que decía Abril, si es que te refieres a eso.

—Olvídalo, los celos me dominan de nuevo.

Bromeo.

Él me acaricia el cuello con los labios y se acerca a mi oído para susurrarme.

—Ya te dije que no te preocuparas por Abril. Así que ten cuidado con ellos.

Me recorre la oreja con la punta de la lengua, y me olvido de la señorita Torres, de todo el personal del Meaning y hasta de mí misma.

Después de cenar, no tengo ganas de poner la televisión, me aburren un montón los programas que ponen, así que enciendo el equipo de música y busco con el dial una emisora en la que suene algo que me guste. Henry está recogiendo la cocina. Pero cuando oye los acordes de una canción que está sonando me da una voz.

—¡Emily, deja esa canción!

Se acerca limpiándose las manos con un trapo que luego tira en el sofá para cogerme de las manos.

—¿Bailas?

Me echo a reír, pero veo que me lo dice muy en serio, así que asiento. Me coge por la cintura y yo apoyo la cabeza en su pecho. Cierro los ojos y me concentro en la letra de la canción.

Esa luz que alumbra la distancia entre tú y yo, que llena de esperanzas mi renglón, esa luz que recompone lo que compone, esa luz...

Fue un abrazo de tu amor con guantes, con sonrisas que me regalabas, el saber que sin ti no soy nada, yo estoy hecho de pedacitos de ti...

Cuando se termina me mira y sonríe.

—No me he enterado de nada de la letra, pero me ha parecido preciosa.

—Sí, es muy bonita.

—¿Cómo se titula?

—Estoy hecho de pedacitos de ti.

***

Al día siguiente recibo una llamada de George cuando llegamos del trabajo. Otra vez. La primera llamada fue de súplica y perdón, pero me temo que esta va a ser de amenaza. Henry está haciendo algo en el ordenador, así que me meto en el baño.

—¡Voy a ducharme!

—¡Vale, preciosa!

Cierro los ojos conteniendo las lágrimas. George también era así al principio. ¿Qué nos pasó, maldito? Abro el grifo de la ducha a tope para que Henry no me escuche hablar, y descuelgo.

—¿Sí?

—¡Emily! ¿Se puede saber cuándo vuelves?

—No... No lo sé aún. Pero a ti debería de darte igual.

—¡No me da igual pedazo de zorra! ¡Te vas a enterar cuando vuelvas! ¿Crees que puedes dejarme así como así?

—Ya lo he hecho. Tú y yo ya no estamos juntos.

—¡Emily, tú eres mía! ¡¿Me oyes?!

—Yo no soy de nadie.

—¡¿No serás ahora la puta del jefe?! ¡¿Te estás follando a tu jefe, Em?! Apuesto a que sí. Las zorras como tú es lo que soléis hacer.

—¡¡Yo no soy ninguna zorra!!

—Ya lo creo que lo eres, siempre lo has sido. Por eso hay que darte de vez en cuando una lección, para que aprendas.

—¡¡Tú no vas a volver a ponerme la mano encima!! ¡¿Me entiendes hijo de puta?!

La rabia me hace gritar más de lo que pretendía y no oigo la puerta del baño abrirse.

—Emily, ¿con quién hablas?

Henry me observa desde la puerta con una interrogación en su mirada.

—¿Quién es ese que ha hablado, Em? ¿Tu jefe, el que te estás follando? ¡¿U otro imbécil para el que te abres de piernas?!

—¡¡Cállate cabrón!! ¡¡Cállate!! ¡¡Cállate!! ¡¡Cállate!!

Me dejo caer al suelo de rodillas con lágrimas de impotencia en mis ojos.

—Emily, como estés con otro te mataré. Lo mataré a él primero y después te mataré a ti, con mis propias manos.

Henry se acerca a mí y me levanta la cara. Yo empiezo a llorar histérica.

—¡¡Yo te mataré si me tocas!!

—Dame el teléfono, Emily.

Henry me tiende la mano. Pero no quiero siquiera que escuche su voz, no quiero que sepa cómo se llama, no quiero que le pase nada. Porque sé que George es capaz de todo.

—No.

Pulso la tecla de colgar y lanzo el móvil contra los azulejos del baño, rompiéndolo en pedazos. Me tapo la cara con las manos y sigo llorando. Henry pasa el brazo por debajo de mis rodillas y me alza. Me sujeto a él y entierro mi cara en su cuello. Inspiro con fuerza para que todo su olor me envuelva y pensar en nuestros momentos juntos. Ojalá pudiera borrar de mi vida estos dos últimos años. Ojalá nunca te hubieras cruzado en mi camino, George Morgan.

Se sienta en el sofá conmigo encima. Espera un rato a que me tranquilice mientras me abraza con fuerza.

—¿Vas a contarme ahora lo que pasa, Emily?

—¿Hace falta que te lo diga? Suma dos más dos, Henry.

Me acaricia el pelo.

—Quiero que me lo cuentes tú.

—¿Para qué? ¿Para que sea más doloroso?

—No, para que sueltes toda la rabia que llevas acumulada dentro. Quiero que te desahogues. Y después, cuando volvamos a Londres, me ocuparé yo mismo de él.

—¡No! Por favor, Henry. No.

Le miro asustada.

—Emily, le mataré si te hace algo.

—Tú no lo entiendes. George es muy peligroso.

—Los cobardes como él no me da ningún miedo. ¿Cuántas veces te ha pegado?

—No lo sé, ya no lo recuerdo.

—¿Y desde cuándo?

—Llevamos juntos cinco años. Pero empezó a golpearme hace unos dos.

—¡¿Dos años llevas aguantando eso?!

Aprieta los puños con fuerza.

—Lo sé, la culpa es mía. No debí dejar que me pegara una segunda vez pero...

—Emily, voy a matarlo.

—¡¿Qué?! ¡No puedes! ¡Irás a la cárcel! Y yo jamás podría perdonarme eso. Por favor, dime que no harás ninguna locura.

Le suplico con la mirada.

—Es que no te lo puedo prometer. Si estuviéramos ahora mismo en Londres, nada me hubiera detenido de salir a buscarlo.

Su respiración se vuelve agitada. Intento tranquilizarle.

—Henry, escúchame. Tiene que haber otra manera. Por favor, hazlo por mí.

—Cuando regresemos a Londres no volverás a tu casa ni de coña. Prométeme tú a mí eso.

—Está bien. Puedo quedarme donde Miranda por unos días.

—No, te quedarás con Lily y conmigo. No pienso dejarte sola hasta que ese hijo de puta deje de ser un peligro para ti.

—¡Ni hablar! Henry, yo necesito mi espacio.

—Y te dejaré tu espacio. Pero sabiendo dónde estás a cada momento.

—No hay trato, no, no y no.

—Esto no es ningún trato. No estamos negociando nada.

Me levanto de sus piernas cabreada y me cruzo de brazos.

—Estamos negociando mi vida.

Él se levanta también.

—Exacto, tu vida. Y no quiero que te pase nada. Si a ese cabrón se le ocurre ponerte la mano encima otra vez, no respondo.

—Te dejaré que me lleves a casa cuando salga del trabajo, e incluso me puedes recoger por las mañanas si quieres. Pero no puedo irme a vivir contigo.

—¿Y quién me asegura que no te pasará nada mientras no estés conmigo?

—Tienes que confiar en mí.

Me agarra del brazo y me estrecha contra él.

—Confío en que Miranda sea sensata y me avise si sospecha de algo. Hablaré con ella cuando regresemos a Madrid.

—¡No! Déjalo, ya hablaré yo con ella.

—¿No quieres contárselo, no?

—¿El qué?

—Lo nuestro.

—¿Y puedes decirme qué es lo nuestro? Que yo sepa me pediste que fuéramos poco a poco. Que yo sepa tú y yo no tenemos nada, de momento.

—Puedes llamarlo como quieras, pero algo tenemos. Y si seguimos adelante yo no pienso esconder nada. Ese tipo de relaciones nunca funcionan.

—Pues entonces cuéntamelo cuando esto sea una relación.

El miércoles a medio día, mientras estamos comiendo, me sorprende cuando me dice que el fin de semana nos vamos a Barcelona.

—Pensaba que ibais a ir Lily y tú.

—Quiero que vengas tú también.

—Pero no me has preguntado.

—Tómatelo como una sorpresa.

—¿Y si no quería ir?

—Tengo los billetes y la reserva del hotel, no puedes decir que no.

—Eso lo dirás tú.

—Oh, vamos, Em. Dame un respiro. Pensé que te gustaría que saliéramos un fin de semana fuera.

Em. Eso ha sonado demasiado íntimo. Oh, oh. Ya hemos cruzado un límite nuevo. El de los apodos cariñosos.

—Gracias por tenerme en cuenta. Me encantará ir con vosotros. Es ya la costumbre de llevarte la contraria.

Se echa a reír.

—Le dije a Benavent que nos diera el viernes libre a los dos.

—Ah, claro. Por eso tenía cara de mala leche Abril esta mañana.

—Emily...

—¿Qué? Es verdad.

Pone los ojos en blanco.

—¿Conoces Barcelona?

—No, el verano que estuve solo fui a Huelva. Los padres de Adrián siempre iban quince días a la playa, y ese año tocaba la Costa de la Luz.

—¿Costa de la Luz?

—Sí, se llama así porque tienen más de trescientos días de sol al año.

—¿Trescientos días de sol? Me voy a pensar seriamente mudarme allí, entonces.

Me echo a reír.

—Bueno primero tendrías que aprender a hablar español.

—Pero eso no es problema, ya tengo profesora particular.

Se acerca a mí y me da un beso en los labios. Yo me aparto rápidamente.

—¡¿Estás loco?!

Miro desesperada por toda la cafetería y rezo porque no haya nadie del Meaning también comiendo aquí.

—No te preocupes, no hay nadie.

Me sonríe de medio lado.

—Henry, tú has sido el que has puesto las condiciones y eres el primero que se las está saltando a la torera.

—Yo solo hago lo que me apetece, no puedo evitarlo.

—Pues contente un poco, por favor. Yo también tengo ganas muchas veces de hacer cosas que no puedo.

—¿Ahora, por ejemplo?

—Pues sí, ahora.

—¿Y de qué tienes ganas ahora?

Se acerca otra vez a mi boca. Yo apenas puedo hablar. Solo puedo mirar esos labios de pecado que tiene.

—Yo...

Mira el reloj.

—Nos queda media hora aún. ¿No tienes ganas de ir al baño?

Me mira alzando una ceja.

—Yo... Eeehh... ¡No!

Le miro con los ojos como platos y me echo a reír.

—¿Estás segura?

—¿Serías capaz?

—He hecho cosas peores, créeme.

No sé por qué ese comentario me pone de mala leche. No quiero pensar la cantidad de locuras que habrá hecho con la tal Helena.

—Vale, vale. No hace falta que me des detalles.

—No te enfades. También me gustaría hacerlas contigo.

—No lo estás arreglando.

Me levanto a pagar la cuenta a la barra. Mientras espero a que me cobren, me doy la vuelta y me quedo mirándole embobada. Está terminándose el café y me encanta como arruga la nariz cuando se lleva la taza a la boca. Miranda va a flipar cuando se lo cuente. Va a flipar MUCHO. Y lo peor de todo es que me va a soltar un te lo dije, que se va a quedar bien agusto. Aunque yo también he pensado desde el principio que era guapo, es algo obvio y si dijera lo contrario, mentiría. Pero con ese carácter que se gastaba al principio no me gustaba nada. ¿Cómo he llegado a esto? Me estoy enamorando de él como una tonta. Se da cuenta de que le miro y sonríe mirándome de reojo. Por fin termino de pagar y salimos a la calle. El Meaning está a un par de calles de la cafetería, pero él se permite el lujo de echarme el brazo por los hombros. Yo se lo quito.

—Señor Shelton, me está usted poniendo de los nervios.

—Mmmm... ¿Ya soy el señor Shelton? Aún nos quedan diez minutos.

—Parece usted una jodida alarma. ¡Deje de mirarse el reloj!

Acelero el paso y de dos zancadas vuelve a ponerse a mi lado.

—¿Sabes qué? Antes no me gustaba cuando me contestabas y me llevabas la contraria.

—¿Y ahora sí?

—Ahora me pones a mil cuando lo haces.

—¿Y qué es lo que ha cambiado?

—Compartimos cama, eso es lo que ha cambiado.

—Pero yo sigo siendo la misma.

—Lo sé. Soy yo el que está cambiando.

—No te entiendo.

—O no me quieres entender...

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