Henry

Henry


Emily

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Pasan las semanas y no recibo respuesta, pero tampoco me sorprendo. Sabía que no iba a contestarme.

Se me quitan las ganas de todo, hasta de comer. Cuando mi pérdida de peso se hace bastante evidente, Miranda me echa la bronca del siglo e intento empezar a llenar el estómago otra vez.

Los días pasan sin ninguna novedad. Mi nuevo jefe es aburrido y anodino. Cada mañana, cuando llego al despacho, entro con la esperanza de que Henry esté sentado en su silla. Suplicando que todo haya sido una pesadilla y que mis días tristes y grises se borren de un plumazo. Pero eso no pasa nunca, claro. Ni va a pasar. No sé por qué mi jodida mente aún sigue guardando esperanzas.

Porque le quieres.

Lo sé. Le quiero. ¿Y de qué sirve eso ahora? Tengo lo que me merezco.

Al final asumo que no va a llegarme nunca un correo suyo. Y un día me sorprende un correo de Miranda.

Qué raro. ¿Para qué me manda un correo si está a solo tres metros de mi despacho?

Lo abro. Tiene un archivo adjunto. Me quedo sin aire cuando lo descargo. Es la foto que nos hicimos en el Templo de Debod. Cuando consigo dominar mi estado de nervios, me levanto y voy a recepción.

—¿Por qué me has mandado esa foto?

—¿Qué foto?

—Vamos, Mir. No te hagas la tonta.

Coge aire y lo suelta de golpe.

—Porque no me gusta verte así, Em. No has vuelto a ser la misma desde que él se fue.

—¿Y qué quieres que haga?

—Que le busques.

—¿Qué le busque? ¡Tú estás loca!

Se me escapa una risa irónica.

—¿Por qué no?

—Porque seguramente no querrá ni volver a verme, Mir. Por eso mismo.

—No lo sabes.

—Sí, sí lo sé.

—¿Por qué eres tan cabezota?

—No soy cabezota, soy realista.

—¡No! ¡Eres una jodida cabezota, Emily Smith!

Se levanta enfadada de la silla y se apoya en el mostrador.

—Miranda, baja la voz, por favor.

—¡No me da la gana! ¡Eres una cabezota y una cobarde! ¡Has dejado marchar al único hombre que te ha tratado como te mereces, Emily! ¡Si no fuera porque estamos en la oficina, te daba un guantazo para que espabilaras!

Las lágrimas me escuecen en los ojos.

—¿Qué significa este alboroto, señorita Smith?

Mi jefe asoma la cabeza por la puerta de su despacho y nos mira con el ceño fruncido.

—Nada, señor Houseman. Es que Miranda me quiere llevar a comer a un sitio que no me gusta nada.

Sigue mirándonos con cara de cabreo.

—No quiero volver a tener que llamarles la atención.

—No se preocupe, no volverá a pasar.

Vuelvo a mi despacho y me siento en la silla. La foto sigue abierta, y ocupa toda la pantalla del ordenador. Miro sus ojos azules, sus labios, su hoyuelo en la barbilla. Recuerdo aquel primer beso. Las lágrimas se derraman por mis mejillas.

Quizá Miranda tenga razón.

Oh, Dios... Miranda siempre tiene razón...

Recorro la isla con el coche alquilado dando palos de ciego. Ya no sé lo que hacer. Estoy a punto de tirar la toalla, parece que nadie en esta puñetera isla sabe de quién es la persona por la que pregunto. Quizá debería haber llamado a Lily antes de venir. Pero me daba miedo que ella pudiera decírselo a él. O quizá que me dijera que ya ha encontrado a alguien, y se ha olvidado de mí.

Entro en una pequeña floristería en Saint Clement, el último pueblo que tengo señalado en el mapa. El olor de las flores me envuelve y cierro los ojos.

—¿Puedo ayudarla, señorita?

Abro los ojos sobresaltada. Delante de mí tengo un chico de unos treinta años, vestido con vaqueros, camisa roja y un delantal verde.

—¡Sí! Digo... Bueno, en realidad no lo sé. Estoy buscando a alguien.

—Mi hermana May viene por las tardes.

—¿Cómo?

Le miro sin entender.

—¿No es usted amiga de May?

—Eh, no.

—Disculpe, pensé que venía usted buscando a mi hermana.

Me echo a reír.

—No te preocupes.

—Pues dígame, a ver si puedo ayudarla, ¿señorita...?

—Emily, me llamo Emily.

—John.

Me tiende la mano y se la estrecho.

—John, estoy buscando a un hombre. Se llama Henry. Henry Shelton. Se mudó de Londres a Jersey hará cosa de dos meses. Pero no sé exactamente a qué parte de la isla.

—Pues el caso es que ese apellido me suena, pero siento no poder ayudarte en algo más. Creo que no lo conozco.

Suspiro.

—Muchas gracias de todas formas.

—Ha sido un placer conocerte, Emily.

Sonrío.

—Lo mismo digo.

Me doy la vuelta para irme y John llama mi atención.

—¡Espera! Quiero darte algo.

Se pierde en la trastienda y vuelve a los pocos minutos con algo en la mano.

—Es un trébol de cuatro hojas, para que tengas suerte en tu búsqueda.

Me guiña un ojo. Y en ese momento ninguno de los dos nos damos cuenta, que esos minutos de más que me ha entretenido, son los que van a darme esa suerte.

Entra por la puerta un señor mayor con un sombrero de lana cubierto de nieve.

—John, tu madre quiere que vayas a ayudar a María con la manualidad que tiene que hacer para el colegio. Creo que a ella se le está agotando la paciencia. Yo me quedaré en la tienda.

—Está bien, ahora iré a ayudar a María. Pero ahora necesito yo tu ayuda. Bueno, mejor dicho, ella necesita tu ayuda. Emily, mi padre sabe mejor que yo quién entra y sale del pueblo. ¿Cómo dijiste que se llamaba la persona que buscas?

El hombre se vuelve hacia mí curioso.

—Henry Shelton.

—¿Shelton? Sí, claro. El hijo del doctor Shelton.

Mi corazón comienza a latir a mil por hora.

—¡¿Lo conoce?!

Grito sin poder evitarlo y los dos me miran alzando las cejas. Me disculpo.

—Siento haber gritado. ¿Sabe dónde puedo encontrarle?

—Dos calles más abajo ha abierto una librería.

Pedazos de ti, creo que se llama.

—Ah, ¿es el de la librería?

—Claro, si deberías acordarte de él, John. Su padre te trataba cuando eras un crío. Y solías jugar con él y su prima Lily a veces en el parque.

—¿Es ese Henry? ¡Pues claro que me acuerdo! ¿Cómo no me habré dado cuenta antes?

Ellos siguen hablando. Yo mientras me echo a llorar sin querer.

Pedazos de ti. Oh, Henry...

—¿Qué te pasa, querida?

El hombre me coge del brazo.

—Nada, no... Muchas gracias.

Le cojo de la mano y le miro con gratitud.

—¿Puedo preguntar para qué le buscas?

Sonrío y asiento.

—Porque le quiero.

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