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Oigo la campanilla de la puerta y de repente un olor familiar invade la librería. Cierro los ojos e inspiro. Echarla tanto de menos ya me hace alucinar. Pero cuando los abro, la veo parada en la puerta. El corazón me da un vuelco. No puede ser una alucinación.

—Hola.

Las palabras se me atascan en la garganta. Y cuando quiero decir algo, solo me sale un reproche.

—¿Qué haces tú aquí?

Sus ojos reflejan decepción y dolor.

—Ya veo que nada.

Mueve la cabeza a los lados. Se da la vuelta y abre la puerta.

—¡No! ¡Em, espera!

Me acerco hasta la puerta y doy la vuelta al cartel de ABIERTO. Echo el pestillo. Ella mira al suelo, conteniendo la respiración. El corazón me retumba en el pecho como un tambor.

—¿Por qué has venido?

Cuando levanta la mirada hacia mí, las lágrimas le brillan contenidas.

—He venido a buscarte, ¿te parece poco? Llevo dos días recorriéndome la jodida isla de Jersey para encontrarte.

—¿Por qué ahora?

—No lo sé. No sé qué contestarte a eso.

—Te lo preguntaré de otra manera entonces. ¿Has decidido que vas a confiar en mí, de una vez?

—Sí.

—¿Seguro, Emily?

—No estaría aquí si no estuviera segura.

—¿Y si yo ahora no lo estuviera? Porque estoy un poco harto de los tira y afloja. Estoy harto de salir siempre jodido.

—¿Qué más tengo que hacer? ¿Suplicarte de rodillas?

—No, Em. No.

—¿Crees que yo no lo he pasado mal? ¿Qué no he estado jodida, echándote de menos cada segundo del día?

—Em, yo...

—¡Tú! ¿Tú qué? Dime qué es lo que sientes. ¡Si no quieres estar conmigo dímelo, Hank!

Cierro los ojos al oír el apodo de mi madre. Ella comienza a golpearme el pecho con los puños.

—¡Maldita sea! ¡Dímelo, dímelo! ¡Dime que no me quieres y me iré! ¡Dime que no me necesitas en tu vida y te dejaré en paz!

Le sujeto las muñecas y la acerco a mi cuerpo. Y con mis labios pegados a los suyos le susurro las palabras que debí haberle dicho hace tiempo.

—No puedo decirte eso, porque te mentiría. Alguien me dijo una vez que para superar el pasado tenía que aprender a vivir el presente. Tú me has enseñado a vivir ese presente, Emily. Y en mi futuro no quiero nada más. No quiero a nadie más. Sólo me haces falta tú. Sólo tú.

Sus hombros comienzan a sacudirse. Primero solloza despacio, después rompe a llorar y se abraza a mí.

—Te quiero, te quiero, te quiero...

Me acaricia la cara y enreda los dedos en mi pelo. La beso con todo la pasión que mi corazón siente por ella y lo veo todo claro, como el agua cristalina. Mi vida no está completa sin ella.

—¿Sabes qué?

—No, no sé qué.

—Me prometí a mí mismo no volver a hacer nunca esa pregunta. Pero supongo que las promesas también están para romperlas.

Me mira sin comprender.

—¿Qué me vas a preguntar?

—Siento no tener ahora mismo a mano un anillo que regalarte pero... Emily, ¿te casarías conmigo?

Esa sonrisa que consiguió derribar mis defensas se abre paso en sus labios.

—Sí, sí, ¡síiiiiiiiiiiiiii!

De un salto se sube encima de mí y enreda sus piernas en mi cintura.

—No me dejes colgado, Em.

—Jamás.

La veo apoyada en la barandilla de la terraza mirando al mar.

También dijo que veía una casa cerca del mar y a una mujer.Era ella, la mujer de mi vida. Emily.

Lleva puesto aún el vestido de novia, y está preciosa con la luz de la luna brillando en su melena, que se mece con el viento. El vestido blanco se ondula al son de su pelo. Me acerco a ella y la agarro por la cintura, apoyando mi barbilla en su hombro.

—¿En qué piensas?

—En ti. Siempre en ti.

Se gira y me sonríe.

—Sé que te lo he repetido muchas veces hoy, pero estás preciosa.

—Oh, usted también está muy guapo, señor Shelton.

—Ha sido un día maravilloso.

—Sí, sí lo ha sido. Casi, casi el mejor de mi vida.

La giro hacia mí y la miro curioso.

—¿Casi, casi?

—Sí.

—¿Cuál es el otro?

—El día que me cogiste por primera vez de la mano. Ese abrazo de mi amor sin guantes.

Me echo a reír.

—¿He cumplido tu sueño?

—Has cumplido mucho más que eso.

—Pero no ha sido en una ermita al lado del mar, como tú querías.

—¿Bromeas? La iglesia era preciosa, tesoro. Además no te preocupes por eso. Igual no recordaba bien el sueño. Seguro que era la iglesia de Saint Clements la que quería.

Me guiña un ojo.

—Te quiero, Em.

—Para siempre, Hank.

Hoy, en la librería, está colgado el cartel de cerrado. Esos pedacitos de mí, en los que me rompí una vez, vuelven a estar unidos. Y solo un nombre está grabado en ellos. El suyo. Emily Rose Smith.

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