Henry

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Emily

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Emily

Al final El Estirado me ha dado las horas para salir antes. Menos mal. Quiero ir a comprarme algo bonito para mañana y no quiero que George se entere.

Me acerco a Harrods a ver si veo algo nuevo que me guste. Doy unas cuantas vueltas y al final me compro un vestido negro, como siempre. Qué poco original eres, Em.

Cuando llego a casa lo guardo en el armario corriendo y rezo porque George mañana se vaya con sus amigos los imbéciles antes de que salga yo.

Hoy parece que está de buen humor y no menciona nada de lo del sábado. Hago la cena mientras ve la tele.

—Emily, ¿qué hay de cenar?

Se para en la puerta de la cocina y me mira con una sonrisa.

—Estoy haciendo pavo a la plancha.

—¿Otra vez eso?

—¿Otra vez? ¿Cuántos días hace que lo comiste?

—Siempre estás haciendo esa mierda de comida.

—¡Pues cocina tú!

—¿Cómo dices?

Se acerca a mi amenazante. Yo me doy la vuelta e intento que no se me queme la cena.

—Que cocines tú, George. No haces más que quejarte.

—A mi no me contestes así, ¿me oyes?

Me agarra de la coleta y tira con fuerza. Me hace tanto daño que las lágrimas se me agolpan en los párpados. Me callo para no cabrearle más.

—¡¿Me oyes, Emily?!

—Sí, sí. Te oigo.

Me suelta y me coge por la cintura. Me da un beso en el cuello y se aprieta contra mí hasta que me doy con el mueble de la cocina. Noto su erección en mi trasero. Pero yo no siento nada, si acaso asco.

—Ya sabes luego lo que te toca.

Claro que lo sé, pedazo de cabrón. Me trago mis lágrimas y me doy la vuelta sonriendo.

—Claro, cariño.

Después de cenar me preparo para lo que viene. Me desnudo sin ganas mientras George me acaricia las tetas. Me doy la vuelta y me besa metiéndome la lengua sin ninguna delicadeza. Yo intento evadirme pensando en otra cosa, como hago desde que George dejó de ser el chico dulce que era para convertirse en el animal que es ahora. Me empuja y me tira encima de la cama. Se coloca sobre mí, yo giro la cara y cierro los ojos con fuerza. Intenta penetrarme pero no puede. Empuja y empuja haciéndome un daño horrible. Me muerdo los labios aguantando el dolor.

—¡Maldita sea, Emily! ¿Qué coño te pasa últimamente?

—No lo sé.

Sí, sí lo sé. Que es imposible que me ponga cachonda tratándome como me tratas, bestia.

—¡Mírame a la cara cuando te hablo! ¿Te estás tirando a otro?

Le miro sorprendida. Es la primera vez que me ataca con eso, seguramente sea él el que se está tirando a otra.

—¿Pero qué estás diciendo?

—Esto no te había pasado antes, ¡mírate! ¡Estás más seca que el jodido desierto del Sahara!

Esto no me pasaba antes porque tú antes no eras así, George. Lágrimas de humillación me escuecen en los ojos.

—¡Y ahora te pones a llorar! ¡Mira lo que has conseguido al final! ¡Contigo no hay quien se empalme, joder!

Se mira el pene que le cuelga flácido.

—George...

—¡Date la vuelta!

—¿Qué?

—¡Qué te des la vuelta, joder! ¡¡Date la vuelta, Emily!! ¡Y ponte de rodillas!

—No.

—¡¿Qué no?! ¡Date la puta vuelta o te juro que...!

Levanta la mano y yo me pongo el brazo delante de la cara antes de que me golpee. El corazón me late a mil por hora. Tengo mucho miedo.

—George, por favor...

—¡¡Qué te des la vuelta!! Si no puedo darte por delante te voy a dar por detrás, a ver si así disfrutas de una puta vez.

Me coge del pelo y me levanta hasta que su boca está a la altura de mi oreja.

—He oído que hay tías que prefieren que les den por el culo. A lo mejor eres tú una de ellas.

—Pero yo nunca... yo nunca...

—Alguna vez tenía que ser la primera, cariño. Vamos sé buena y ponte de espaldas. Si lo haces bien a lo mejor te dejo salir mañana con Miranda.

Cierro los ojos y hago lo que me dice. Hundo la cara en la almohada y la agarro con fuerza. El dolor de la primera embestida me hace gritar con toda la fuerza de mis pulmones. Con la segunda, un estallido de puntitos rojos aparece ante mis párpados cerrados. Y con la tercera, me desmayo sobre la almohada.

Cuando despierto estoy sola, encima de la cama. Siento un dolor agudo en el trasero cuando intento moverme. Es tan fuerte que me cuesta hasta respirar. Intento tranquilizarme y controlar mi respiración.

—Por favor, por favor, que no me haya desgarrado...

Me levanto poco a poco y veo las sábanas manchadas de sangre.

—Oh, Dios mío...

Miro el reloj. Son las 2 de la mañana. Cojo las sábanas y directamente las tiro a la basura.

Me meto en la ducha y me quedo media hora debajo del agua caliente. No sigo sangrando así que creo que es buena señal. Cuando termino de ducharme, voy a la cocina y me tomo un analgésico. Me apoyo en la encimera mientras me bebo un vaso de leche. ¿Qué coño estás haciendo, Em? ¿Por qué no le echas de casa de una puta vez? ¿Por qué no le echo de casa? ¿Por qué no le echo de casa? ¡¿Por qué maldita sea?! Estrello el vaso contra la pared y me dejo resbalar por el mueble, pero cuando mi culo toca el suelo quiero morirme del dolor. Y grito con todas mis ganas un hijo de puta que resuena por las cuatro paredes de la cocina.

Pero como siempre, al día siguiente vuelvo a perdonarle cuando se presenta en casa con un ramo de rosas y pidiéndome perdón de rodillas. Es que soy gilipollas, lo sé. Pero me da miedo dejarle y que quiera matarme. Viendo de lo que es capaz ahora, creo que tengo el noventa y nueve por ciento de posibilidades.

—Puedes salir esta noche con Miranda. Según estás, no creo que te vayas a ir con otro.

¡Serás desgraciado! Intento no mirarle con el odio que me corre por las venas ahora mismo.

—Además, yo también voy a salir esta noche con los chicos.

Estupendo, vete y no vuelvas. Vete y muérete, cabrón.

—¿A qué hora te vas?

—A las 7, ¿por qué?

—No, por nada. Yo hasta las 8 no he quedado con Mir.

—Mejor, así no tengo que verle la cara a esa zorra pelirroja. Creo que me odia.

Y seguro que te mataría con sus propias manos si supiera lo que me haces, George. Pero no voy a discutir con él, así que ni le contesto.

Cuando se va me meto en la ducha. Sigo sin sangrar y ya me duele algo menos, pero me tomo un analgésico o no voy a poder sentarme en toda la noche.

Miranda llega puntual, así somos los británicos. Lleva un vestido de cuero negro con una cazadora roja a juego con su pelo. De repente me siento sosa, sin gracia. Vestido negro, abrigo negro... ¡Si hasta las bragas las llevo negras!

—¡Em, qué guapa estás!

—Miranda, siempre te he admirado por tu sinceridad...

Alzo una ceja.

—Lo digo en serio.

—A tu lado parezco una viuda sin gracia.

—Anda, ven conmigo. Seguro que encontramos algo con lo que adornarte un poco.

Encuentra un collar en mi armario que en cuanto me lo pone, ya me siento mejor.

—¡Si parece otro vestido, Mir!

—Los complementos lo hacen todo, cariño. Es solo que tú los compras y no te los pones.

—George dice que parezco una señora mayor con los collares.

—George se puede ir a la mierda. ¿Qué es estilista o algo así?

Me mira alzando una ceja.

—Es repartidor a domicilio.

—Con perdón de todos los repartidores del mundo, encima tiene un trabajo de mierda. ¿Me puedes decir por qué estás con él, Em? Y no me vengas con la excusa de que te trata bien, porque sé de sobra cómo te trata, aunque tú no me lo cuentes.

—Mir, es complicado. Ya lo hablamos otro día, ¿vale? Hoy solo quiero divertirme un poco.

—Vale, te libras porque tenemos que recoger a las demás.

Sonrío.

—¿Y a qué estamos esperando?

***

Son las dos de la mañana y casi no me tengo en pie de la borrachera que llevo. Me duele tanto la tripa de reírme que casi he olvidado el otro dolor.

—Mir, creo que voy a irme ya a casa.

—¿Por qué?

—Voy bastante borracha.

Me echo a reír.

—Es que has bebido como si no hubiera mañana, Em. No bebas más y ya está.

—No quiero llegar muy tarde.

—¿Qué pasa que tienes toque de queda o qué?

Se cruza de brazos.

—No, pero no me gustaría llegar más tarde que George.

Pone los ojos en blanco.

—Espera que le digo a Bree que te acerque.

—No, no hace falta.

—¡¡Brianna!!

La morena de pelo castaño y ojos negros se da la vuelta en la barra. Es la mejor amiga de Miranda y un encanto de chica. Ya me gustaría a mí tener un grupo de amigas como el suyo, con tan buen rollo. Gracias a George, a mí ya no me queda ni una...

—¿Puedes acercar a Emily a casa?

—¡Qué no! Cojo un taxi.

—No te preocupes, Emily. No me importa acercarte.

Me sonríe.

—No, por favor. Lo digo en serio. Cojo un taxi. Gracias, Brianna.

—¿Estás segura?

—Sí.

Miranda me abraza y me da un beso.

—Cuídate y descansa mañana esa borrachera. No quisiera estar en tu pellejo cuando despiertes, Em.

Se echa a reír.

—Pienso quedarme en la cama todo el día.

Me despido de las demás y salgo a la fría noche londinense.

Me bajo de la acera para parar al primer taxi que pase, pero todo me da vueltas y me tropiezo sin querer...

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