Henry

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Henry

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Henry

Definitivamente he debido de perder la cabeza si ya tengo que andar suplicando a mi secretaria. No sé por qué me ha entrado ese ataque de pánico al pensar en quedarme solo aquí. La excusa del idioma es solo eso, una excusa. Bah, mejor no lo pienso.

Le dejo que elija habitación y escoge la más pequeña.

—Mi piso en Londres es pequeño, así me sentiré como en casa.

Me cierra la puerta en las narices.

Termino de deshacer las maletas y me meto en la ducha. Cuando salgo del baño me cruzo con ella en el pasillo. Se sonroja y gira la cabeza avergonzada.

—¡Por Dios, tápese!

—Pero si llevo una toalla.

Me mira de reojo y me recorre de arriba abajo. Yo pienso cosas desagradables para no empalmarme.

—Va usted medio desnudo, ¡cómprese un albornoz!

Se mete en su habitación resoplando. Pero yo me echo a reír porque me da la sensación que le ha gustado lo que ha visto.

—¡¡Y no se ría!! ¡Cómprese algo que le tape más o me voy echando leches en el primer avión que salga para Londres!

—Lo que usted diga...

Cuando salgo, ya vestido, vuelve a mirarme de arriba abajo.

—¿Y ahora qué? ¿También va a ponerle pegas a mi ropa?

—No, no. Es solo que se me hace raro no verle con el traje.

—¿No querrá también que esté por aquí con traje?

Se echa a reír.

—¡No, por Dios! Con esa ropa parece menos estirado. Lo prefiero así.

Abro los ojos como platos. Ella se lleva la mano a la boca.

—¡No es que yo lo prefiera así! Quiero decir... que... Está usted mejor con esa ropa. ¡No! Tampoco quería decir eso, es que le queda mejor... Mire déjelo. Porque todo esto está sonando bastante raro.

—La he entendido perfectamente.

Se mete corriendo en la cocina.

Abril se ha ocupado de que la nevera estuviera llena cuando llegáramos, eso sí que es ser eficiente vaya. Y como estoy cansado, y no me apetece salir a cenar fuera, me ofrezco a hacer la cena.

—¿Ah, pero sabe usted cocinar?

Paso por alto el comentario irónico y rebusco en el frigorífico algo que me sea familiar, y que no tarde mucho en hacerse. Encuentro unos filetes de pollo y varios ingredientes para hacer una salsa. Emily se apoya en la encimera y me mira mientras lo preparo todo.

—Realmente me está dejando alucinada.

La miro y me sonríe.

—Soy un buen compañero de piso, ya lo verá.

Le sonrío yo también.

—Ya veremos...

Pasa un rato y ninguno de los dos dice nada, así que pruebo yo a sacar tema de conversación.

—¿Qué le ha parecido la señorita Torres?

—Mejor no pregunte.

—¿Por qué?

Me vuelvo y la miro con ceja alzada.

—He dicho que mejor no pregunte.

—¿No le ha gustado?

—Señor Shelton, de verdad que lo que menos me apetece hacer ahora es hablar de la señorita Torres. Tengo hambre.

—Esto está casi hecho. Siéntese ya si quiere en la mesa.

—Usted no es mi criado, es mi jefe. Ya se ha ofrecido a hacer la cena, así que yo pondré la mesa y serviré los platos, ¿Entendido?

—A sus órdenes, mandona.

Pone los ojos en blanco pero sonríe.

Durante la cena está poco habladora, solo abre la boca para felicitarme por los filetes de pollo, que según ella son los mejores que ha comido en la vida, pero no vuelve a decir nada. La noto incómoda, yo tampoco estoy muy cómodo que digamos, pero imagino que tendremos que acostumbrarnos el uno al otro tarde o temprano. Y como no puedo dejar un tema a medias, cuando terminamos de recoger vuelvo a abordarla con Abril.

—¿Por qué no le ha gustado la señorita Torres?

—¿Otra vez con lo mismo? Me voy a la cama. Estoy cansada y no tengo ganas de discutir.

—Pero si no estamos discutiendo.

—No, aún no.

Se da la vuelta y se mete en su habitación, cerrándome la puerta en las narices por segunda vez.

—Hasta mañana, Emily...

Al día siguiente Abril se pasa a buscarnos para llevarnos a la sede española de Meaning Holdings. El edificio es más parecido al de Nueva York, pero más pequeño.

Nos montamos en el ascensor junto con un montón de gente. La señorita Torres se queda de espaldas a nosotros y Emily se acerca a mi oído para susurrarme.

—¿Esto va a ser así todos los días?

Su aliento me provoca escalofríos deliciosos, tengo que pensar en algo desagradable. Joder, parezco un mono en celo.

—¿El qué señorita Smith?

—Que ésta nos traiga en su coche.

La miro con el ceño fruncido.

—¿Qué problema tiene con eso?

—Simplemente, que no quiero ir con ella todos los días a trabajar.

—No sea niña.

—A partir de mañana yo iré en taxi.

No me lo puedo creer. Es capaz. Resoplo.

—No se preocupe, le diré que vamos los dos en taxi a partir de ahora.

—No, usted puede seguir yendo con ella. Parece que se han caído bien.

—Señorita Smith, se está comportando usted como una cría. ¿A qué viene esto?

Las puertas del ascensor se abren en la cuarta planta y Abril nos indica que bajemos. Así que me quedo sin respuesta.

***

Abril nos conduce por un pasillo largo, lleno de cubículos en su parte derecha, y de despachos cerrados en la izquierda. Al final del pasillo abre una puerta que da a una sala que supongo es, la sala de reuniones. Un hombre de mediana edad se acerca a nosotros.

—Señor Shelton, el señor Manuel Benavent, director general de Meaning Holdings España.

Le estrecho la mano.

—Shelton, bienvenido a España.

—¿También habla inglés?

—No, ni una palabra. Lo que acaba de decirle se lo estuve enseñando yo ayer.

Me explica Abril con una sonrisa.

Siento no hablar inglés para poder comunicarnos. Day se empeñó en que su secretaria viniera con usted, aunque nos hubiéramos apañado con la señorita Torres.

Emily abre los ojos como platos.

—¿Qué ha dicho?

—¿Lo traduces tú o se lo traduzco yo, Emily?

—Llámeme señorita Smith si no le importa, señorita Torres. Y ya se lo traduzco yo, que para eso soy su secretaria.

Emily la mira con los ojos entornados. ¿Pero qué les pasa a estas dos?

—Pues no haga esperar a su jefe.

Emily coge aire y yo la sujeto del brazo.

—Señorita Smith, dígamelo.

La miro pidiéndole calma y milagrosamente me hace caso.

—El señor Benavent dice que no era necesario que yo viniera estando aquí la señorita Torres. Pero que Day insistió en que debía venir con usted.

—Dígale al señor Benavent que agradezco la ayuda de la señorita Torres, pero que mi secretaria es usted.

Me mira sorprendida y luego sonríe.

—¿Se lo traduce usted a su jefe o lo hago yo, señorita Torres?

Abril se pone rígida pero sonríe.

—No, no. Siga hablando, que por lo que veo le cuesta bastante mantenerse callada.

Le doy un apretón a Emily en el brazo para que no le siga el rollo. Espero que no tengan que pasar mucho tiempo juntas trabajando, o al final acaban tirándose de los pelos.

Habla con el señor Benavent y a continuación nos reunimos con el resto del equipo de dirección para ponernos al día. Cuando terminamos, Abril nos enseña nuestros despachos. Solo están separados por una mampara de cristal transparente, así que esta vez me va a tener que ver la cara durante toda la jornada de trabajo, no tiene puerta para cerrar. Pero no se queja. Abril se despide y me pregunta si comemos juntos. Yo le digo que sí, porque aún no conozco nada de por aquí. En cuanto Abril sale por la puerta Emily me mira ceñuda.

—¿Por qué tenemos que salir a comer con ella? ¿También le va a acompañar al baño cuando vaya a...?

—¡Emily!

Se lleva la mano a la boca.

—Lo siento, señor Shelton. Pero es que no me apetece mucho estar con ella y menos ir a comer.

—¿Pero se puede saber qué le pasa con ella?

—Pues no.

—Vale, no va a contármelo. Ahora respóndame a esto, entonces. ¿Tiene alguna idea de dónde íbamos a comer sin conocernos esto?

—Da la casualidad que yo si lo conozco.

—¿Ha estado usted antes aquí?

—Aquí en el Meaning, no. Pero en Madrid, sí.

—¿Y por qué no me lo dijo?

—Porque no me preguntó. ¡Ah! Gracias por lo de antes.

—¿Por qué?

—Por lo que dijo de que soy su secretaria.

—¿Y no lo es?

Se echa a reír y se sienta en su mesa. Yo me dejo caer en la silla resignado.

Comemos un poco más tarde de lo que es habitual en Londres. Mi estómago ya rugía desesperado.

Empiezo a entender porque Emily no quiere estar con Abril, la ignora absolutamente cuando habla. Así que de vez en cuando me vuelvo hacia ella y la meto en la conversación. No me gustan estas cosas entre compañeros de trabajo.

Cuando volvemos a estar solos en nuestros despachos se acerca a mi mesa.

—Tengo que darle otra vez las gracias, y ya van dos veces hoy. Es afortunado.

Me echo a reír.

—¿Esta vez por qué, señorita Smith?

—Por intentar que no fuera ignorada en las conversaciones. Pero aunque se lo agradezco, no hace falta que lo vuelva a hacer. Deje a la señorita Torres que hable todo lo que quiera, la mayoría del tiempo ni presto atención a lo que dice...

Vuelve a su escritorio y me sonríe a través de la mampara.

A la hora de salir tengo que decirle que no a los planes de Abril de quedar para cenar. No quiero que Emily monte un numerito ahora que parece que está un poco menos hostil conmigo.

***

Pero la tregua dura poco, una semana en el Meaning y ya vuelve a su comportamiento contestón e impulsivo.

Menos mal que en el apartamento, la mayoría de las veces, está encerrada en su habitación y apenas me hace caso. Cenamos juntos, pero hablamos lo justo. El fin de semana se sienta a ver películas en el sofá mientras yo trabajo con el ordenador.

El octavo día de haber llegado a Madrid, recibe una llamada de teléfono al salir de trabajar que la pone más insoportable todavía, y la noto nerviosa. Cuando paso por delante de su cuarto, la veo sentada en la cama llorando en silencio.

—Señorita Smith, ¿se encuentra bien?

Levanta la mirada y se seca los ojos.

—Sí, sí, estoy bien. ¿Por qué no iba a estarlo?

Se levanta y me cierra la puerta en las narices.

A la hora de la cena sigue sin salir. Me acerco a su puerta y golpeo con los nudillos.

—Señorita Smith, ¿va a cenar?

—¡No! ¡No me espere!

—Tiene que cenar algo. Venga, salga de la habitación.

—No, no tengo hambre.

—Vamos, estoy oyendo sus tripas sonar desde aquí.

Silencio. Espero. Se abre la puerta.

—Tiene razón. Yo no valdría para anoréxica.

Me echo a reír.

En la cena pienso algo de lo que hablar para que el silencio no sea tan incómodo. Empiezo a estar un poco harto de que parezcamos los dos un mueble más de la casa.

—Así que ya había estado antes en España.

—Sí, un verano. De intercambio.

—Entonces conocerá sitios bonitos.

—Sí.

—¿Me llevaría...?

—No.

—Emily, ¿por qué tiene esa actitud tan hostil hacia mí?

—Dígamelo usted.

Se cruza de brazos.

—Vale, sé que yo tampoco me he comportado de la manera más correcta, pero podríamos pensar en una tregua.

—Usted no me quería como secretaria.

La miro alucinado.

—¿Eso cómo lo sabe?

—¡Oh, vamos! ¿Tan tonta se cree que soy? Day, necesito hablar con usted, a solas.

Intenta imitar mi voz y yo tengo que aguantarme la risa.

—¿Y por eso está usted así conmigo? Creo que ya le he dejado más que claro cuánto valoro su trabajo.

—Pero usted me juzgó antes de tiempo.

—Lo sé, me dejé llevar por mi estado de ánimo...

—¡¿Su estado de ánimo?! ¡¿Solo por tener un mal día quería usted despedir a una persona a la que ni siquiera conocía?!

—No, no era solo un mal día.

—¿Entonces?

—Es algo más complicado de lo que no quiero hablar ahora.

Me mira fijamente sin decir nada.

—Pero si el próximo fin de semana me enseña un sitio bonito, y me deja que la invite a cenar, a lo mejor luego podría emborracharme y contárselo. ¿Qué le parece?

Frunce el ceño y me mira como si estuviera loco. Después se echa a reír.

—Está bien. Pero, por favor, vamos a dejar ya de llamarnos de usted. Es estresante y me da la sensación de que nunca dejamos la oficina.

Me echo a reír.

—Trato hecho, Emily.

Le tiendo la mano y ella se lo piensa un momento antes de darme la suya. Cuando mis dedos rozan los suyos noto un ligero hormigueo que me recorre el brazo. Ella suspira. Se sonroja. Y se levanta corriendo de la mesa a recoger los platos.

Pero el viernes, al final, no podemos ir a ver nada porque salimos muy tarde del trabajo. Aún así, Emily quiere que salgamos a cenar por ahí. Yo acepto porque no tengo ganas de ponerme a cocinar.

—Pero primero tenemos que pasar por el apartamento.

—¿Por qué?

Me mira con la boca abierta.

—Está de coña, ¿no?

La miro sin entender nada.

—No, no está de coña. Vamos a ver, ¿no se creerá usted que la gente aquí sale con traje?

—Oh, ya.

Resopla. Me echo a reír.

—Estoy tan acostumbrado que ya hasta se me olvida que lo llevo puesto.

—Érase un hombre a un traje pegado...

—¿Cómo dice?

—Que nos vayamos ya. No quiero que se queje luego que tardo en arreglarme.

Le cedo el primer turno de la ducha mientras aprovecho para llamar a Lily. Cuando le cuento que voy a salir con Emily a cenar se pone tan preguntona, que tengo que colgarle el teléfono con la excusa de tener que ducharme y que tengo prisa. Y eso que aún no se ha enterado que vivimos en el mismo piso...

Me ducho sin entretenerme mucho. Salgo con el albornoz. Sí, al final tuve que comprarme el dichoso albornoz... Paso por delante de su habitación y tiene la puerta ligeramente abierta. Me quedo clavado en el sitio cuando la veo a ella. Está de espaldas. Tiene una pierna apoyada en la cama mientras se sube las ligas y se las engancha en el ligero. Son de color negro, como el culote de encaje con volantes en la parte de atrás. No respiro. Y no sé si es porque no quiero que me pille mirándola, o porque directamente me ha dejado sin aire. Coge el sujetador que tiene encima de la cama y se lo pone, después hace un gesto para colocarse las tetas y tengo que apoyarme en la pared. Cojo aire, y me meto en mi habitación antes de me pille en el pasillo con media polla fuera del albornoz, por lo dura que me la ha puesto.

Cuando termino de vestirme y dominar mi estado de ánimo, bueno más bien el de mi desesperada polla, ella está otra vez encerrada en el baño.

—Emily, ¿te queda mucho?

—¡No! ¡La culpa es tuya por haber tardado tanto en ducharte!

—¡Pero si apenas he tardado cinco minutos...!

La dejo por imposible. Voy a la nevera para picar algo porque tengo un hambre horroroso. Cojo una manzana y me siento en el sofá.

—¿Ahora estás comiendo una manzana? Eres peor que un niño pequeño que no se aguanta las ganas de comer.

Doy un respingo y me doy la vuelta. Tiene los brazos apoyados en su cintura y me mira con la ceja alzada. Vuelve a dejarme boquiabierto y ni siquiera respondo a su comentario. Si la veo por la calle apenas la reconozco. Sin gafas, maquillada y vestida de esa manera me deja sin respiración, otra vez. Lleva un vestido rojo que se le ajusta al cuerpo, dejando ver las bonitas curvas que su ropa de trabajo esconde.

—¿Por qué me miras así? ¿Henry?

Salgo de mi ensueño sobre arrancarle la ropa y follármela en el sofá.

—¿Qué?

—Que no me mires así.

—¿Así cómo?

—No sé, me estás mirando raro.

Me doy la vuelta y me quedo mirando la tele. Me estoy cabreando ya con mi actitud.

—Yo no te estoy mirando de ninguna manera.

—Lo que tú digas. ¿Vas a quedarte viendo la tele o podemos salir a cenar?

Por Dios, espérate un minuto a que me calme, y a que “esto” se calme. Maldita sea y maldita seas, Emily.

—Voy a bajar a ver si pillo un taxi. Cuando te dé la gana, bajas tú. Pero que sepas que si tardas mucho, a lo mejor ya me he ido. Tengo mucha hambre.

—No, no. Ya bajo contigo, espera.

Me lleva a un restaurante mejicano que está cerca de Plaza de España. Yo protesto. No creo que cenar comida mejicana sea lo más acertado.

—¿Y entonces los mejicanos no cenan? No pidas nada picante y ya está.

Pone los ojos en blanco. Es que tiene respuesta para todo.

El sitio está decorado con viejas fotos de Méjico, sombreros, banderas y demás.

—Aquí hacen la mejor comida mejicana de todo Madrid.

—Dejaré que seas tú la que pidas porque en mi vida la he probado. Me fío de ti. No pidas mucho picante.

Sonríe con malicia.

—Emily...

—¡No, no! Lo prometo.

Pero sus promesas no valen nada por lo que veo, porque me engaña con lo que parece un pepinillo y resulta ser un jalapeño que pica como su puta madre. Me lloran hasta los ojos. Ella se ríe a carcajadas.

—Y con esto ya estas perdonado.

—¿Perdonado por qué?

Apenas puedo separarme el vaso de agua de los labios. Yo creo que podría hasta echar fuego por la boca.

—Por no quererme de secretaria.

—¿Todavía sigues con eso?

—Ahora ya está olvidado. Me dijiste que me contarías el por qué.

—Te dije que si me emborrachaba, te lo contaría.

—¿Pido tequila entonces?

—¡¿Estás loca?! ¡¿Quieres matarme?!

Vuelve a reírse.

—Venga, cuéntamelo. ¿Por qué tiene que ser cuando estés borracho?

—No quiero amargarme la cena, Emily. A pesar de lo mal que lo estoy pasando con el jodido jalapeño, lo demás está delicioso.

—¿Vamos a ir luego a tomar algo?

—Sí tú quieres, sí.

—¿Quieres tú?

Yo te quiero a ti en mi cama, ya.

—Bueno, podríamos tomarnos un par de copas.

—Entonces bajaremos andando hasta La Latina. Y podrás contarme tu misteriosa historia.

—Si a cambio me cuentas la tuya.

Da un respingo en el asiento y le cambia la cara.

—La mía no será tan interesante como la tuya. No merece la pena ni contarla.

—¿Tan aburrida fue tu visita a España?

—¡Ah! ¿Te referías a eso? No, no fue aburrida, no. Pero volví con el corazón roto.

Sonríe.

Caminamos por las calles de Madrid llenas de gente. El paso de Emily es lento, como si quisiera alargar el tiempo. Me mira de vez en cuando, pero yo miro al frente. Pensando. ¿Es lo correcto contarle tu historia a una completa desconocida? Bueno, no es una completa desconocida ahora. Pero apenas la conozco. Quizá sí, quizá sea más fácil hablar de lo que pasó con alguien que no tiene una idea preconcebida de tu anterior vida, a pesar de que piense que soy un estirado y demás. La miro y sonrío.

—Sé que estás impaciente porque te lo cuente. No es una historia bonita, te advierto.

—No me importa, estoy acostumbrada a las historias con finales trágicos. Cuéntamelo.

Y le cuento un resumen de mi historia. Cómo conocí a Helena, como me enamoré de ella como jamás lo había hecho de nadie. El tiempo que compartimos juntos. Nuestras esperanzas, nuestros sueños. Le cuento nuestra ruptura, y ese año maldito que desperdicié con una zorra que me engañaba con palabras de amor, mientras se acostaba con otro. Le cuento mi accidente, aunque de aquello recuerdo poco, mi mente ha encerrado las partes más dolorosas muy hondo. Le cuento cómo le pedí a Helena que se casara conmigo, y cómo luego me dejó plantado por la persona que la hizo feliz el año que estuvimos separados. Y cuando termino de contárselo, una lágrima solitaria se desliza por su mejilla.

—¿Por qué lloras?

—Tenías razón, no es una historia bonita. Es dolorosa. Y ahora me arrepiento un montón de lo del jalapeño.

Me echo a reír a carcajadas.

—No te rías.

—No te guardo rencor, tranquila.

Le guiño un ojo.

—¿Y supongo que ahora querrás que te cuente la mía...?

—Soy todo oídos.

—Pues vamos a tener que dejarlo para otro día porque ya hemos llegado.

—¡Ah, no! Nos sentamos en una de estas mesas que tienen fuera y me lo cuentas.

—Pero aquí hace frío.

—Tienen estufas. No pongas excusas.

—¿Vas a darme el coñazo sino te lo cuento, no?

—Mucho.

Resopla. Me da un empujón para que nos sentemos en la primera terraza que nos encontramos. Ella se pide un cóctel con un nombre muy raro. Yo cerveza. No quiero terminar la noche dando tumbos por Madrid.

—Tampoco es muy interesante la cosa.

—Da igual, quiero oírla.

—Eres demasiado insistente, Henry. Háztelo mirar.

—Oye, yo te he contado la mía. Es lo justo.

Arruga la nariz pensando.

—Vale, tienes razón. Vine el verano que cumplí los dieciséis. Yo quería salir de la puñetera burbuja en la que me tenían mis padres encerrada, y empecé a buscar información sobre intercambios.

—¿No tienes hermanos?

—Sí, tengo dos hermanos mayores. Por eso me tenían en una burbuja, la pequeña y encima niña... imagínate. A mis padres casi les da algo cuando se enteraron que quería venir a España a pasar los tres meses de verano. Pero me dio igual, les dije que, o me dejaban venir o me iba de casa.

—¿Y se lo creyeron?

—Me hubiera ido de casa en serio, Henry. Pero sí, se tragaban todo lo que les contase. Además, les dije que una chica vendría por mí y que no iban a echarme tanto de menos. Así que, aquel verano, una chica de dieciséis años llamada Lidia, y a la que solo conozco por fotografía, y yo, nos intercambiamos familias. Llegué a España nerviosa, pero feliz por dejar por unos meses el agobio de mis padres atrás. Lo que no esperaba era llegar aquí y encontrarme con Adrián.

—¿Adrián?

—El hermano súper macizo de Lidia.

Se me empieza a revolver el estómago.

—Y te enamoraste de él, claro.

Solo de pensarlo me pongo enfermo. ¿Qué me pasa? Me revuelvo incómodo en el asiento, no sé si quiero escuchar más.

—Pues claro que me enamoré. Tenía dieciocho años, una moto enorme, y los mejores abdominales que he visto en mi vida. Aparte de los tuyos, claro.

Abre los ojos y la boca de golpe, para después cerrarlos y ponerse de un rojo chillón.

—Dime que no has oído lo último que he dicho.

—¿El qué?

Sonrío por dentro. Ella coge aire hondo y lo suelta de golpe.

—Bueno pues poco más que contar. Nos terminamos liando, pasamos el verano juntos con la moto de aquí para allá, perdí mi virginidad por el camino, y volví a Inglaterra con el corazón roto por ese amor imposible de verano.

Intento que no se me noten las ganas que tengo de estrangular al tal Adrián con mis propias manos. Nos quedamos un rato callados.

—¿No vas a preguntarme nada?

—No, creo que has dado bastantes explicaciones. Me hago una idea.

—¿Por qué tienes el ceño fruncido?

¡Mierda! Al final no he podido disimular la mala hostia que tengo ahora mismo.

—Tenías razón, hace frío para estar aquí sentados. Espera que pague y nos vamos.

—No, deja que pague yo. Tú has pagado la cena.

Se levanta y entra dentro del bar. Yo mientras intento aplacar un poco mi mal genio. Pero el intento me dura poco...

***

La zona está llena de gente, gente en los bares, gente en la calle. Emily me lleva a un bar que tiene un pasillo largo con una barra en un lateral, y un espacio pequeño para bailar al final. Tenemos que abrirnos paso a empujones de lo lleno que está.

—Emily, ¿no sería mejor buscar otro que esté menos lleno?

—Van a estar todos igual. La Latina siempre está hasta los topes.

Nos hacemos hueco como podemos al final de la barra y volvemos a pedir lo mismo de beber. Cuando terminamos, me agarra del brazo y me arrastra hasta otro bar lleno de gente.

—¿Así es como se sale en España?

—Sí, ¿qué te parece?

—No sé, demasiada gente...

—¿Emily?

Me doy la vuelta al oír su nombre en una boca que no es la mía.

—¡¿Adrián?! ¡Adrián!

Emily se abraza al tío que ha dicho su nombre.

—¡No me lo puedo creer! ¡Mi inglesita!

¿Su inglesita? Le coge la cara entre las manos y le estampa un beso en los labios. Aprieto los puños con tanta fuerza que me hago daño. Emily se sonroja.

—¿Cómo tú por aquí, inglesita?

Ahora baja las manos hasta su cuello y sigue sin soltarla.

—Me han destinado a España un par de meses por trabajo. ¡Vaya casualidad!

—El destino vuelve a juntarnos, inglesita.

Se sonroja y se gira hacia mí.

—Mira, te presento a mi jefe, Henry. Henry, este es Adrián.

Se me revuelven las tripas de pensar que este fue el tío con el que perdió la virginidad. Bueno, ni que fueras tú un santo, Shelton. Me estrecha la mano con una sonrisa.

—Vaya, ¿sales de fiesta con tu jefe? Debe ser un tío enrollado, entonces. Un gusto conocerte, Henry.

Encima el tío parece simpático, así que le cojo más manía aún. Yo le contesto con un gesto parecido a una sonrisa.

—Venid que os invito a una copa.

Emily me mira entusiasmada.

—¿Vamos?

Genial...

—Claro.

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