Henry

Henry


Emily

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Emily

No me puedo creer que me haya encontrado con Adrián después de tanto tiempo. Le pregunto por su familia y me invita a que pase un día a saludarlos. Su madre seguro que se pondría muy contenta de verme.

Recordamos momentos de aquel verano. Como aquel día que nos metimos en la Cibeles a mojarnos los pies y casi acabamos en comisaría, o cuando montamos en una barca en el Retiro y casi volcamos.

—¡Dios, llegamos a caernos y yo creo que me muero!

—O te comen antes los peces, Em.

Me echo a reí a carcajadas.

—Creo que no he pasado más miedo en mi vida.

—Yo creo que pasaste más miedo aún la noche que subimos a la Sierra, con las curvas. Fue la noche que acabamos luego...

—¡Adrián!

Le miro con el ceño fruncido. Miro a Henry y desvía la mirada hacia otro lado, pero parece enfadado. Seguro que ya sabe a lo que se refiere Adrián. Me doy cuenta de que llevo ignorándole desde que nos hemos encontrado con él, y me siento un poco mal.

—Henry quiere que le enseñe algunos sitios bonitos. ¿Dónde crees que podría llevarle?

Al oír su nombre se vuelve para mirarme y yo le sonrío.

—Bajando por Plaza de España hay un monumento egipcio que se llama el Templo de Debod. Se ve muy bonito cuando lo iluminan por la noche. No sé por qué nunca te llevé allí.

Me siento un poco incómoda con el comentario y la forma en que me mira.

—Si quieres iremos allí mañana.

—Como quieras.

Me contesta secamente. Está cabreado. No quiero que lo esté, sobre todo ahora que empieza a caerme mejor, pero no sé cómo arreglarlo.

—Iremos primero a cenar por ahí, ¿ok?

—Ya te he dicho que como quieras.

¡Vamos! ¿Pero qué coño te pasa?

Adrián sigue con su cháchara y cada vez me va incomodando más. Y colocándose más cerca.

—Em, voy a salir fuera a fumar, ¿vienes?

Sí, por favor. Dame un respiro.

—No, me quedo aquí con Henry.

Y de paso intento averiguar lo que le pasa.

—Vale, ahora vengo.

Me vuelvo hacia Henry en cuanto lo pierdo de vista.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—No.

—¿Cómo que no?

Me mira con el ceño fruncido. Y de repente, no sé cómo, tengo sus labios apretando los míos en un beso. Me aparto de él enseguida.

—¡¿Pero qué estás haciendo?!

—Besarte.

—Eso ya lo sé, estúpido. ¿Por qué me besas?

—Porque quiero.

—¿Y que tú quieras crees que te da derecho? ¿Qué hay de lo que YO quiera?

—Creo que quieres lo mismo que yo. Solo que estás asustada y no te arriesgas. Y encima sobra alguien.

—Jajaja estás de coña, ¿no? Que no vuelva a repetirse.

Pero sus labios vuelven al ataque. Le doy un empujón para que se aparte.

—¡¿Es que no me has oído?!

—Claro que te he oído. Pero voy a seguir besándote hasta que te calles. O hasta que confieses que quieres lo mismo que yo.

—¿Y qué es lo que quiero, listo?

—Acostarte conmigo.

—¡¿Cómo dices?!

Me echo a reír.

—¿O prefieres acostarte con él?

—¿Con quién, con Adrián? ¿Estás loco?

—Él también te ha dado un beso en los labios y no te he oído quejarte.

—Era un beso de amigos.

—No sabía que los amigos se daban besos en la boca.

—Bueno, pues aquí en España hay gente que lo hace y... Espera un momento, ¿por qué coño te estoy dando explicaciones?

—Emily, vale ya.

—¡Pero si has empezado tú!

—Despídete de tu amigo y vámonos.

—Yo no voy a ir a ninguna parte. Me lo estoy pasando bien.

Pero en realidad no me lo estoy pasando bien. Adrián ya no es el mismo que conocí aquel verano. Solo lo hago para fastidiarle, por el beso.

—Bien, entonces cogeré un taxi.

—¿Y las llaves?

—Cuando llegues, toca al timbre. Me levantaré para abrirte.

Me quedo alucinada cuando veo que no es broma y se va. La parte buena de mí me dice que me vaya con él a casa, pero la parte mala me dice que me quede y a él que le jodan. Y como siempre, termino haciendo caso a la parte mala. No escarmiento.

Cuando Adrián vuelve me entran ganas de salir corriendo de aquí. No quiero estar a solas con él. Pero me aguanto.

A las tres de la mañana estoy aburrida ya de los intentos de Adrián para meterme en su cama, ahora el encuentro con él ya no me parece tan genial. Su ego parece que ha crecido tanto como su altura. Así que una de las veces que se distrae, me escabullo entre la gente y me voy. No quiero que me dé su teléfono siquiera. Prefiero volver a seguir recordándolo como aquel Adrián del que me enamoré en mi adolescencia. Nada más.

De camino a casa, en el taxi, pienso en Henry. No me hace mucha gracia tener que despertarlo ahora. Mientras subo las escaleras, pienso en Henry. El pobre llevará un buen rato dormido ya. Estará en esa parte a la que todos llamamos “lo mejor del sueño” cuando nos despiertan antes de tiempo, soñando con Abril... Pongo el dedo en el timbre como si se me fuera la vida en ello, y lo dejo presionado hasta que me aseguro de que está despierto y le he jodido el supuesto sueño con la señorita Torres. Abre la puerta y me agarra de la muñeca para quitarme el dedo del timbre.

—¡¿Estás loca?! ¡¿Quieres despertar a todo el vecindario?!

—Pensé que no me oías, como tardabas en abrir...

—He llegado en veinte segundos a la puerta, no me fastidies.

Paso por su lado y le sonrío. El me mira extrañado. Me agarra del brazo.

—¿Por qué has llegado tan pronto?

—Son las tres y media de la mañana. ¿Eso es pronto?

—En Londres seguro que dabas tumbos hasta más tarde.

Quiero contestarle de malas maneras pero me entra la risa floja.

—¿Eres mi jefe o mi padre?

—Pues te juro que a veces me gustaría ser tu padre, para darte unos cuantos azotes.

Dejo de reírme.

—Eso no tiene gracia.

Le dejo en el pasillo plantado y me meto en mi habitación dando un portazo.

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