Henry

Henry


Emily

Página 25 de 49

Emily

Respira Emily, respira. No puedo, de verdad que no. Ahora mismo lo único que quiero hacer es gritar con toda la fuerza de mis pulmones. ¡¿PERO CÓMO PUEDE ESTAR TAN BUENO?! Se me está yendo la cabeza, lo sé. Tanto tiempo juntos me está afectando al cerebro. Y mira que he intentado pasar el mayor tiempo posible fuera de casa, para no estar con él. Y ahora se me viste así...

—Emily.

Me agarra del brazo.

—Cierra tú la puerta.

Me suelta y echa la llave. Yo mientras voy bajando por las escaleras. A ver si con un poco de suerte llego con tiempo a la calle, y se calma este ardor en mis mejillas con el frío. Él me mira con curiosidad, yo lo ignoro e intento aparentar calma. Pero joder, qué difícil es viéndolo con esos vaqueros ajustados y la maldita y perfecta cazadora de cuero.

—Hoy cogeremos el metro.

—¿El metro?

—Sí, ese transporte que va bajo tierra. ¿Sabes a cuál me refiero? No me puedo creer que seas tan pijo que no hayas cogido nunca uno. Los taxis son aburridos.

—¿Y el metro es divertido?

—Sí, nunca sabes si puedes encontrarte allí al hombre de tu vida.

—O a Adrián.

—No me hables de Adrián...

Pongo los ojos en blanco y sigo caminando.

—¿Te acostaste con él?

—¡¿Cómo?!

Me paro de golpe y le miro alucinada por la pregunta.

—Vale, no he debido preguntar eso.

—No, claro que no has debido. Si me he acostado o no con él, no es asunto tuyo.

—Lo sé. Perdona.

No sé si enfadarme o sentirme halagada, porque obviamente esa pregunta no la ha hecho al azar. O a lo mejor es lo que yo quiero creer. Me quedo callada pensando. Pero al final respondo.

—No me acosté con él. Si te soy sincera, ni siquiera me lo estaba pasando bien.

—¿Te hizo algo?

Se vuelve y me agarra del brazo.

—No, no. Pero ya no es el mismo Adrián que conocí. Por eso volví tan pronto a casa.

Sigue andando y no me contesta.

Me echo a reír cuando bajamos a la estación de metro. Lo mira todo con curiosidad.

—Tú de verdad nunca has cogido un metro, ¿no? ¿Ni en Nueva York?

—No, no. Nunca.

Le dejo que siga con su asimilación del concepto de transporte público, mientras yo cuento las estaciones que nos quedan para llegar. Cuando volvemos a salir a la calle le pregunto.

—¿Qué te ha parecido la experiencia?

—Bueno, un taxi huele mucho mejor, por regla general. Pero no ha sido tan mala.

Me echo a reír.

—Venga anda, vamos a buscar un sitio para cenar y luego iremos a ver el templo.

Bajamos dirección Plaza de España, pero no me convence ninguno. Hasta que veo la entrada del 40 Café, con todos esos luminosos llamativos.

—Aquí.

—¿Aquí se puede comer?

—¿No ves que tienen carta?

—¿Hamburguesas con el pan de colores? ¿En serio? Emily, eso no debe ser nada bueno...

—No me seas tan tiquismiquis. Además este sitio pega con tu look de hoy.

Le agarro del brazo y tiro de él.

—Te estás cachondeando de mí.

—No, no. Te lo digo enserio.

Me mira alzando una ceja.

—Qué sí, Henry. Que estás...

—¿Cómo estoy?

Oh, Dios... ¿Qué vas a hacer, Emily? Es que si no se lo suelto, reviento.

—No debería decirte esto porque eres mi jefe, y no sé si voy a poder a volver a mirarte en la vida peeero... qué estás muy bueno. Jodidamente bueno, la verdad. Así vestido, y eso... Y ya me callo.

El corazón me late a mil por hora. La cara me arde. Ya me estoy arrepintiendo de habérselo dicho. Me muerdo el labio nerviosa. Él me mira y sonríe. Ahora mi corazón bate el record de latidos por minuto con esa sonrisa.

—Gracias, Emily. ¿Sabes qué?

—No, en estos momentos no sé nada.

—Yo también pienso que eres preciosa. Así que no tienes por qué avergonzarte. ¿Ves como sigo mirándote a la cara?

—Sí...

—Entonces, tú también puedes seguir haciéndolo. Vamos a cenar.

Mi cara es un horno a temperatura máxima. ¿De verdad piensa eso de mí? Haciendo un esfuerzo, sigo mi camino hasta el restaurante, y nos sentamos a cenar.

Gracias a Dios, Henry tiene tema de conversación para rato, y pronto olvidamos el momento incómodo. No se fía mucho de las hamburguesas, así que pide un salteado tailandés, pero yo si me pido una de color azul. Y de postre los dos pedimos natillas de chocolate, que resulta que están de muerte. Como él. Calla, calla, calla ya.

—¿Siempre has vivido en Nueva York?

—No, nací en Jersey. En el Canal. Terminé mis estudios y me mudé a Nueva York. Después del accidente de mis padres no quería quedarme allí, me traía demasiados recuerdos.

—¿Cómo...?

—Murieron en un accidente de coche si es a lo que te refieres. Chocaron contra un kamikaze cuando volvían de una fiesta de antiguos alumnos de clase.

—Oh, Dios mío... Lo siento.

Se me pone un nudo en la garganta de pensarlo.

—Gracias, Emily.

Un jadeo involuntario se me escapa cuando me acaricia la mano. Intento volver a pensar con claridad.

—¿Y aún te quedan ganas de conducir después de todo? Yo odiaría a muerte los coches.

—Sé que debería tenerles miedo, pero en esta vida hay que superar y enfrentar a los miedos, Emily. De nada sirve vivir con ellos.

Qué razón tiene. Es lo más sensato que he oído nunca. Yo debería haber tomado ejemplo de eso hace tiempo. Cuando George me dio el primer tortazo.

El camarero nos explica amablemente cómo llegar hasta el Templo de Debod, aunque Henry no entiende nada porque habla en español.

Caminamos en silencio porque hace frío y cualquiera abre la boca. Tengo las manos heladas, se me han olvidado los guantes en casa. Y encima esta mierda de abrigo no lleva bolsillos. Me las froto para calentármelas.

—¿Tienes frío en las manos?

—No, estoy frotando a ver si sale el genio de la lámpara. ¿Tú qué crees?

Se echa a reír.

—Tienes contestación para todo. Ven, anda.

Me coge de la mano y agarrada a la suya, las mete en el bolsillo de su cazadora. Yo no protesto, porque tiene las manos tan calentitas que lo agradezco. Pero entonces empiezo a pensar en toda la gente que trabaja con nosotros y que podría vernos. En los cotilleos que podrían circular por las oficinas el lunes, y me suelto de su mano.

—¿Qué pasa?

—¿Tú has pensado en la gente de la oficina?

Me mira extrañado.

—¿Por qué tengo que pensar en la gente de la oficina, ahora?

—Podríamos encontrarnos con alguien de la oficina.

—¿Y qué?

—¡Pues que eres mi jefe! Creo que no es muy correcto que el jefe vaya por la calle agarrado de la mano con su secretaria, ¿no?

—Emily, a mi me da igual si es correcto o no es correcto. Que piensen lo que quieran. En mes y medio nos vamos y no van a volver a vernos las caras. Así que, ¿crees que me importa que me vean de la mano de mi secretaria?

Vuelve a cogerme de la mano y se la mete en el bolsillo. Bueno, pues si a él no le importa que es el jefe, a mí menos.

Sonrío cuando llegamos y miro a Henry.

—Vaya, sí que es bonito.

—Sí...

Pero él me mira a mí. Y está empezando a ponerme nerviosa.

—¿Me haces una foto para mandársela a Miranda?

Con la excusa de coger el móvil del bolso saco la mano de su bolsillo. Su dedo pulgar me estaba acariciando y me estaba gustando demasiado lo que me hacía sentir. Demasiado.

Le hago un gesto a Henry para que se coloque más alejado y salga todo el templo, y me coloco para la foto. Pero me siento tonta con cualquier postura que ponga.

—¡No sé cómo ponerme!

—¡Da igual cómo te pongas, Emily! ¡Vas a salir preciosa!

¡¿Cómo?! ¡¿Pero qué está pasando aquí?! Una pareja se acerca a Henry y le dice algo. Él se gira y me mira.

—¡¿Puedes venir?! ¡No entiendo lo que dicen!

Me acerco hasta ellos.

Le decíamos al joven que si quería que os hiciéramos una foto a los dos juntos.

—Dice que si nos hacen una foto a los dos juntos.

—Sí, ¿por qué no?

Asiento con un gesto y Henry les da el móvil.

Gracias.

Nos colocamos uno al lado del otro y Henry me echa el brazo por los hombros.

—¡Oye! ¡Esta no se la podré mandar a Mir!

—Calla y sonríe a la cámara.

Nos hacen un par de fotos y les damos las gracias otra vez.

—¿Por qué no vas a poder enseñársela a Miranda?

—¿Con tu brazo por encima de mis hombros? ¡Ni de coña!

—¿Pero por qué? Vaya tontería.

—Porque seguro que empezaría a fantasear con esa cabeza suya y ya inventaría que tenemos un lío, o que estoy locamente enamorada de ti o que tú suspiras por mis huesos.

Bueno, lo de suspirar por mis huesos es una fantasía mía en estos momentos.

—Confío en la discreción de la señorita Mitchell.

—Pues respecto a temas amorosos no confíes mucho en ella.

—¿Es que ahora tú y yo somos un tema amoroso?

Se acerca a mí despacio.

—Yo no he dicho eso.

Sonríe de medio lado.

—¿Sabes qué, Emily?

¿Por qué está tan cerca? Me encanta el olor de su colonia...

—¿Qué?

—Que a mí no me importaría ser un tema amoroso.

No puedo articular palabra. Se ha vuelto loco. Le pongo las manos en el pecho para que no se acerque más.

—Henry...

—Antes tengo que hacerte una pregunta.

Frunzo el ceño.

—¿Qué pregunta?

—El chico de la foto en tu escritorio, ¿es tu novio?

—Bueno, sí. Lo era, ya no.

—Bien. Entonces no tendré remordimientos.

Y antes de que pueda preguntarle por qué, me besa. Esta vez no es un beso solo en los labios. Esta vez presiona y se abre paso con su lengua a través de ellos hasta que encuentra la mía. La acaricia con suavidad mientras mi cuerpo se estremece con pequeños escalofríos. Mi mente se nubla y lo mando todo a la mierda. Le cojo de las solapas de la cazadora y le acerco a mí. Él me agarra de la cintura y me estrecha contra él. Y durante los escasos minutos que dura el beso, juro que he podido ver hasta fuegos artificiales. Estoy loca, estoy loca... Nos separamos con la respiración agitada y nos miramos a los ojos, esperando reproches. Yo no abro la boca, él tampoco. Me coge la cara entre las manos y vuelve a besarme. Y lo siguiente que recuerdo es coger un taxi y llegar a casa besándonos, y subir en el ascensor besándonos y abrir la puerta sin despegar nuestros labios...

Ir a la siguiente página

Report Page