Hegel

Hegel


β) La realización de la autoconciencia racional por sí misma

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Hegel expresa la relación de tensión entre individualidad y espíritu colectivo, entre virtud y curso del mundo, con la metáfora de una lucha, donde las armas de los combatientes son ellos mismos, sus respectivas esencias. La virtud se encuentra, en un primer momento, en la situación de un proyecto. El Estado aún está por hacerse de acuerdo con la imagen que la virtud proyecta sobre él. El buen Estado aún no existe, tiene una preexistencia en los pensamientos de la individualidad. Es un fin puesto en una conciencia. Por otro lado, sin embargo, el buen Estado ha de existir ya, justo debajo de la terrible superficie del curso del mundo, en cuanto el interior verdadero, como la sustancia de la comunidad gubernamental, a la que el individuo que se sacrifica quiere elevarse. El buen Estado, que, en cuanto pensamiento del individuo, aún está fuera de la realidad efectiva y que es, por tanto, una cosa del pensamiento —y que, en cuanto esencia escondida del curso del mundo es, por el momento, solo interioridad que es en-sí—, debe pasar, a través de la «realización», de la materia del pensamiento a la dura materia de la realidad efectiva y del «interno», que solo es en-sí, a su manifestación «externa». Este estado de cosas, empero, puede contemplarse —según Hegel— «… en cuanto que el bien surge en la lucha contra el curso del mundo, se presente así como lo que es para

un otro, como algo que no es

en y para sí mismo, pues de otro modo no pretendería darse su verdad, ante todo, mediante el sojuzgamiento de su contrario» (276 s., 226). Lo bueno, interpretado como un fin (

Zweck) supuesto en una conciencia, o como un interior supuesto del Estado, que aún no ha salido a la luz del día de la realidad efectiva y de la acreditación, es, en ambos casos, una abstracción. A lo bueno le es asignado así el modo de ser correspondiente al

dynamei on, a ser algo en potencia, y de requerir de la realización efectiva y de necesitar, para ello, la individualidad. Pero, con ello, lo bueno queda remitido a un elemento ambiguo, a la autoridad hacedora, obradora y actuante del hombre, el cual puede realizar (

realisieren) aquello que es en potencia de esta forma u otra.

El hombre actúa positivamente cuando la ley de su corazón es pensada a partir de la virtud, esto es, a partir del anhelo de lo universal, es decir, a partir de la entrega en sacrificio a lo universal. En cambio, actúa negativamente cuando se entrega al curso superficial del mundo. Lo «universal» se convierte, desde esta perspectiva, casi en un fluido neutro, que adopta en cada caso los colores del respectivo agente que se sumerge en él. Un juego antagónico de abstracciones atraviesa la relación de la individualidad con el Estado. Hegel lo formula de este modo: «… es un instrumento pasivo gobernado por la mano de la libre individualidad, indiferente en cuanto al uso que de él se hace y del que puede también abusarse para hacer surgir una realidad que es su destrucción; una materia carente de vida y sin independencia propia, que puede conformarse de este modo o del otro, e incluso para su propia ruina» (277, 227).

Con ello se muestra una complicación dialéctica más. El Estado no solo tiene la doble faz de trastrocar la ley del corazón y de ser, al mismo tiempo, el único lugar de puesta a prueba para la autorrealización de la individualidad racional. No solo es, a la vez, la terrible superficie y el orden válido, la figura de sentido objetiva y supraindividual de la coexistencia a la par que el todo vital animado y puesto en movimiento por los sujetos individuales. El Estado, que ha devenido fijo y firme como orden dominante, lo ha hecho a partir de un material que antes era flexible y formable, más flexible y blando que la arcilla en manos del alfarero. Cuando la virtud se aventura en un combate con el curso del mundo, tiene como estandarte la convicción de la transformabilidad de la comunidad gubernamental existente. Empero, en la medida en que la virtud desea desindividualizar y estatalizar al individuo, el Estado en cuanto tal —y no este Estado determinado al que combate— tiene,

a priori, el carácter de lo bueno en sí.

De ahí —como señala Hegel— resulta una nueva ambigüedad. El combate de la virtud contra el curso del mundo no va en serio. No es ninguna lucha a vida o muerte, como cabría esperar. Se trata, ciertamente, de un combate en el que puede haber muchos muertos si la virtud se hace con la victoria y envía al patíbulo a los enemigos del pueblo, si depura el curso del mundo de los malvados que mancillan la esencia sustancial de éste. La virtud se sabe (o cree saberse) en unión con la esencia propia e interna del curso del mundo, se sabe en concordancia con el Estado verdadero cuando ataca su manifestación mala y miserable. Hegel describe, usando imágenes muy vivas, cómo la virtud ha empleado su fe en la identidad de lo que ella quiere y de lo que el Estado en su fundamento esencial es como tal «… como un ardid para caer sobre las espaldas del enemigo en el transcurso de la lucha y llevar en sí a este fin a su consecución, de tal modo que, de hecho, para el caballero de la virtud su propio

obrar y su lucha son, en rigor, una finta que él no

puede tomar en serio —puesto que pone su verdadera fuerza en el hecho de que el bien es

en y para sí mismo, es decir, se cumple por sí mismo—» (277, 227).

Con ello, para la posición de la virtud, el combate, que ella buscaba y que necesitaba para su realización como autocon-ciencia racional, se ha trastrocado en un combate aparente, en un obrar-como-sí. Y también se ha trastrocado para ella el adversario. El enemigo pierde la claridad unívoca de ser un malvado; el curso del mundo, el trajín universal, es, en el fondo, la comunidad gubernamental por la que la virtud está dispuesta a entregarse en sacrificio; únicamente en la actividad cotidiana de las personas es la superficial caza de la pequeña felicidad individual y de la ventaja astutamente aprovechada, o la caída en el goce sensible. En realidad, la esencia sustancial del Estado se abre paso por todas partes y sale a la luz del día en cuanto razón objetiva en medio del trajín carente de razón de los individuos. «Así, pues, allí donde la virtud prende en el curso del mundo hace siempre blanco en aquellos puntos que son la existencia del bien mismo, el cual se halla inseparablemente confundido en todas las manifestaciones del curso del mundo como el

en sí de él y tiene también su existencia en la realidad de la misma; el curso del mundo es, por tanto, invulnerable para la virtud» (278, 228). Esto lleva a la situación casi tragicómica de que la virtud, aparentemente en combate, no solo cuida de sus armas, sino que tampoco afecta al adversario mismo y a sus armas, y de que ha de tenerlo por invulnerable. O expresado de otra manera: la virtud, debido a su fe en que lo bueno es realizado efectivamente ya como Estado, queda impedida para combatir radicalmente este Estado determinado, ya sea el Estado estamental, el Estado por gracia de Dios o un poder absoluto.

Diferente al modo quebrado de luchar de la virtud contra el curso del mundo es el combate de éste contra la virtud. El curso del mundo se remite exclusivamente a la individualidad libre y soberana del individuo. Y el individuo examina, pondera, toma o rechaza lo que el orden público le exige respecto de la dirección de la vida conforme a reglas. No admite nada de antemano, ante nada se arredra. La dimensión de la posible autorrealización efectiva, el Estado, no es para él un bien incondicionado. No conoce nada sagrado y válido que esté a salvo de su crítica y libre de la misma. El individuo soberano puede poner y superar, reconocer y rechazar, y no está ligado por nada de antemano. Mediante esta carencia de atadura, es superior al caballero de la virtud. Con el individuo, con el principio de la individualidad, el curso del mundo triunfa sobre la virtud.

Hegel disuelve también esta victoria, la hace ambigua y cuestionable, puesto que la virtud, que está dispuesta a sacrificarse por el bien universal, entiende lo universal como una abstracción, como una cosa del pensamiento, que subsiste, ciertamente, en cuanto esencia oculta, pero no en cuanto algo objetiva y exteriormente real. «Pero [el curso del mundo] no vence sobre algo real (

etwas Reales), sino sobre la invención de diferencias que no lo son, sobre esas pomposas frases sobre el bien más alto de la humanidad y lo que atenta contra él, sobre el sacrificarse por el bien y el mal uso que se hace de los dones; —tales esencias y fines ideales se derrumban como palabras vacuas que elevan el corazón y dejan la razón vacía, que son edificantes, pero no edifican nada…» (280, 229). La severidad de las expresiones, que rechazan y desprecian, con las que Hegel caracteriza la autocomprensión de la virtud en el mundo moderno, su mera palabrería, se deriva de la tesis de que el mundo antiguo había tenido aún una ética y eticidad con validez verdaderamente universal, mientras que el hombre de los tiempos modernos, desarraigado, emancipado, ilustrado y dispuesto a la revolución, ya no la tiene. Aun cuando los jacobinos hablan como los antiguos romanos, no versan sobre una virtud que era universal antes de que ellos hablaran, sino de una virtud que justamente ellos quieren hacer y que creen poder hacer mediante altisonantes discursos.

Como resultado de su reflexión dialéctica acerca de la relación entre la virtud y el curso del mundo se dan, para Hegel, las siguientes intuiciones: 1. La autoconciencia que insta a la efectiva realización racional ha de despedirse de la representación según la cual existe un bien en sí sin que éste tenga ya una realidad efectiva histórico-social; 2. El curso del mundo, al que la mirada de la virtud miraba de reojo, no es tan malo como se había dicho al difamarlo como el afanarse egoísta de los individuos singulares; 3. El sacrificio del individuo por el Estado, por la comunidad gubernamental, no es, en modo alguno, un medio adecuado para dar lugar a lo bueno; 4. La individualidad misma es la realización efectiva, en cuanto efectuación por la que meros fines se tornan subsistencias. «Por tanto,

el obrar y el afanarse de la individualidad es fin en sí mismo; el empleo de las fuerzas, el juego de sus exteriorizaciones es lo que les infunde vida a ellas, que de otro modo serían el en sí muerto; el en sí no es un universal no desarrollado, carente de existencia y abstracto, sino que él mismo es de un modo inmediato la presencia y la realidad del proceso de la individualidad» (282, 231). Esta proposición contiene, en su formulación suave y carente de patetismo, todo un mundo de pensamientos sobre la enajenación, la Ilustración y la revolución.

γ)

LA INDIVIDUALIDAD QUE ES PARA SÍ [SIC[86]] REAL (REELL) EN Y PARA SÍ MISMA

3

1

.

Penetración y comprensión de lo universal y de la individualidad. Movimiento del obrar en el obrar mismocomo movimiento circular

El movimiento que ha recorrido la razón en el camino hacia sí misma —primero en cuanto razón observante que se buscaba en la materia, en el organismo animal, sin encontrar allí ley alguna; luego en cuanto razón que se autorrealizaba efectivamente y se enredaba en la relación contrapuesta, múltiplemente cambiante, de lo interno y lo externo y, finalmente, en cuanto razón activa, actuante haciendo (

tathandelnd), que aspiraba a realizarse (

sich realisieren) en el campo de la historia—, este movimiento de la razón desemboca en una autocomprensión que se hace expresa en el título de la tercera parte de la doctrina hegeliana sobre la razón. La razón se concibe como «La individualidad que es para sí real (

reell) en y para sí misma». La dimensión del problema es difícil de detallar. Y es que la autocomprensión de la razón queda aquí referida a una situación en la que el individuo humano se da de bruces con el riesgo de la formulación de leyes. La relación entre

polis e individuo, entre Estado y hombre singular, fue considerada desde el punto de vista de la época moderna, esto es, de la Ilustración y la revolución. El individuo no está ya resguardado por un mundo ético, solo lo tiene ya como recuerdo de algo pasado. Pero o sabe qué hacer con su libertad vacía. Busca darse «realidad» efectiva aferrándose al placer, buscando hacer de la existencia sensible el sentido de la existencia o sacrificándose, en un noble impulso, al bien general, poniendo la ley del corazón frente a la ley muerta y esclerotizada de la tradición y tomando parte en el combate de la virtud contra el curso del mundo. Sin embargo, en esto vive la experiencia de cómo se trastrocan todas sus buenas intenciones y de cómo se evapora lo bueno mismo en medio de los modos idealistas de hablar. El resultado de esta experiencia estriba en que la contraposición de la individualidad y la universalidad de la

polis desaparece en una unidad que engloba a ambos. Esto hace que el camino hegeliano del pensamiento sea tan extraordinariamente difícil y enrevesado, de tal manera que la razón comprensora del ser y la razón comprensora de la existencia, la razón teórica y la práctica, se entrecrucen y se expliquen mutuamente en sus movimientos.

El resultado que se ha alcanzado con los cursos del pensar recorridos hasta ahora es caracterizado por Hegel como una «… compenetración dotada de movimiento de lo universal con la individualidad» (283, 231). De una compenetración de tales momentos hemos tratado ya una y otra vez. La lábil tensión entre ser individual y ser universal fue siempre de nuevo impulso y estímulo del pensar dialéctico. Aquí, sin embargo, la mutua compenetración es pensada como entera y acabada. Lo universal no va más allá del individuo. Todo lo universal es plenamente individualizado y la individualidad es, sin más y sin que nada quede fuera, universal.

Dicho así a la ligera esto suena absurdo. Parece que con una afirmación como ésta superamos y anulamos el decir en cuanto tal. Así sería si quisiéramos aprehender la equivalencia entre universalidad e individualidad al modo de una proposición ingenua, como una proposición dentro del horizonte de una comprensión del ser fija y estancada. Lo que dice Hegel tiene experiencias «a sus espaldas», es resultado de una larga y movida historia del pensamiento que nosotros hemos «deletreado» con gran esfuerzo. Por lo visto, no es posible entender los conceptos de «lo universal» y «lo singular» sin la remisión al camino del pensar que ha habido hasta este momento. Lo «universal» lo conocemos habitualmente como lo específico y genérico, como estructura del ser-cosa en cuanto tal, como aquellas determinaciones peculiares del ente como tal (

ens, unum, verum, bonum), o también como los caracteres del ser-en-cada-caso (el ser-esto en cuanto tal, la

haecceitas, etcétera), y finalmente, lo universal como la totalidad, esto es, en cuanto conjunto universal por antonomasia. Con todos estos significados ha operado Hegel. Lo «singular» lo entendemos, por lo general, a partir de la contraposición con lo universal, a saber, como esta cosa concreta, este «cortaplumas» presente ante nosotros, esta «tabaquera» inmediatamente dada y visible, en este lugar y en este tiempo, ante mí, este yo. Lo singular —se entiende habitualmente— es, según su naturaleza, en efecto «real», lo universal, según su naturaleza, «pensado». La seguridad ingenua que, por lo general, ponemos en práctica al distinguir entre lo singular y lo universal se desvanece con la pregunta de si lo universal existe solo en la mente humana, siendo ésta, ciertamente, algo individual y efectivamente real, y de si lo individual precede a lo universal o al revés. La «individualidad» de los individuos es un rasgo universal. Por ello, todo decir sobre individuos está ya sumergido en el medio universal del lenguaje. Solo el señalar, el tocar demostrativo, es individualizante como gesto comunicativo: yo, este yo, señalo este objeto concreto, singular y dado visiblemente. Sin embargo, en la medida en que no lo señalo para mí, sino para mis congéneres, lo entiendo ya como un objeto que no está solo para mí, sino también para muchos otros y, con ello, tiene ya una referencia universal en sí mismo. Con estos conceptos de lo individual que asume rasgos universales en el señalar y en el decir opera Hegel en muchos lugares de su curso del pensar.

En lo que nos ocupa aquí, universalidad e individualidad son entendidas de un modo particular. Ambos conceptos son pensados como únicos. La razón, en la certeza de ser toda realidad (

Realität), es lo único universal y es el único individuo. Visto desde fuera, no desde la filosofía hegeliana, se presentan aquí caracteres mundanos en la razón. Ella es única, universal e individual como el cosmos, distinguida de éste, ciertamente, por el momento de tener, en cuanto totalidad, una autoconciencia. La razón de Hegel, en el estadio del camino que tenemos ante nosotros, es la «compenetración dotada de movimiento de lo universal con la individualidad[87]» y es la unidad de ser y autoconciencia, de saber-de-sí interno y realidad efectiva objetiva. Todas las relaciones antagónicas que hasta el momento habían sido registradas y examinadas, como «interno y externo», sí mismo y objeto, se hacen ahora presentes en el interior del individuo-razón, que, en cierto modo, es un mundo. Si antes la razón estaba inquieta por la pregunta de cómo se situaba respecto de la realidad externa o cómo exteriorizaba su fin (

Zweck) interno, cómo sacaba a la luz sus pensamientos, ese problema ahora ya no existe. La razón no se comporta de manera ni comprensiva ni actuante haciendo (

tat-handelnd) de cara a algo que ella no es. Tiene todo ser en sí, su obrar es ya su realidad efectiva. «Ha ajustado, pues, las cuentas con sus figuras anteriores; éstas yacen en el olvido tras ella y no se enfrentan como el mundo con que se ha encontrado, sino que se desarrollan solamente dentro de ella misma, como momentos transparentes» (284, 232).

La entera comprensión del ser y de la acción de la razón se ha trastrocado, no se refiere ya a una realidad efectiva ajena, en la que busque sus huellas, no se refiere ya de modo planificador a un estado de cosas fuera de sí que haya de establecer. La realidad efectiva, en la que se aventuraba, reside en ella misma; el fin (

Zweck) es su propio movimiento; la materia en la que quería actuar efectivamente y, en general, todo lo que supuestamente era externo, es la razón misma, que abarca todo esto. La razón no se comporta ya de cara al mundo, ella es mundo, es el lugar único del mundo y es, al mismo tiempo, el saber de sí como «toda realidad (

Realität»). Para ella no existen ya auténticas contrapartes a ella, no hay ya condiciones externas, todo lo que parecía ajeno y diferente recayó de nuevo en la razón, justo por volverse ella verdaderamente sobre sí misma, trastrocar su «trascendencia» y entenderse como «idealismo».

¿Qué sentido tiene entonces hablar del movimiento de la razón cuando ésta ha arribado a sí misma, cuando ha suprimido toda apariencia de estar rodeada y circunvalada por lo ajeno, cuando ya no puede realizar proyectos fuera, en una materia carente de razón? Hegel ofrece la siguiente respuesta: «La conciencia se ha despojado, así de toda oposición y de toda condición de su obrar; sale lozana fuera

de sí, y no tiende hacía

un otro, sino

hacia sí misma… El obrar presenta, por tanto, el aspecto del movimiento de un círculo que por sí mismo se mueve libremente en el vacío, que tan pronto se amplía como se estrecha sin verse entorpecido por nada y que, perfectamente satisfecho, juega solamente en sí mismo y consigo mismo» (284, 232). En estas frases destacan, ante todo, dos palabras cuyo sentido es difícil de captar: círculo y juego. El movimiento de la razón, que no tiene ya nada ajeno ante sí y no puede sacar fin (

Zweck) alguno de sí en un campo externo, que está sola con su comprensión del ser y con su libertad, que solo puede referirse a sí misma, queda caracterizada como un movimiento circular. ¿Qué clase de modelo es éste? ¿Se trata de un símil matemático o vegetal o, aún más moderno, del modelo de un circuito de regulación? Los círculos matemáticos no se mueven, los ciclos del crecimiento natural son procesos de intercambio entre los organismos y su entorno. Aunque la razón es vista por Hegel una y otra vez en la imagen de un organismo o, si no, de un proceso orgánico, prescinde precisamente del momento del organismo vegetativo-animal, que reside en el metabolismo, en el intercambio con el entorno, en la asimilación y el desecho de elementos materiales. Pensado con rigor, el círculo de movimiento de la razón, que es todo para sí, no puede estar orientado según los ciclos naturales. Se podría estar tentado de apuntar a la forma móvil del saber y poner de relieve, por ejemplo, un movimiento circular en el saber apriórico, en cuanto, con la intuición expresa de las estructuras aprióricas, lleguemos a conocer únicamente algo que había permanecido ya largamente conocido, si bien de forma inexpresa. Sin embargo, el saber apriórico es solo un momento del saber que posibilita la experiencia, que la acompaña y que se acredita en ella. El experimentar, la

empiria, no tiene, empero, ningún carácter de movimiento circular. Antes bien hay que compararla con un movimiento que se prolonga infinitamente, con una progresión lineal. Quizás pueda decirse que Hegel aprehende el movimiento de la razón autárquica, que reúne toda realidad (

Realität) en sí, al modo de un autoconocimiento del yo, el cual, en sus muchos e inútiles intentos de conocimiento, ha tenido, ante todo, «experiencias» consigo mismo y sabe ahora limitarse a sí mismo. Lo único es que también esta comparación yerra al hablar de una limitación. Y es que la razón no está «limitada» cuando va en exclusiva a sí misma. En verdad, no hay nada fuera de ella, lo que parece externo está contenido en ella. Su autoconocimiento estaría restringido si dejara algo fuera de sí. En su autorreferencia está verdaderamente carente de restricción y de estrechamiento a causa de algo otro, algo ajeno, algo que fuese fuera-de-ella. El movimiento circular del movimiento de la razón es un atravesar todo lo que es y una vuelta de la razón, que inútilmente buscaba leyes afuera, en sí misma como totalidad.

El movimiento de la razón fue enunciado, en la cita anterior, como juego. Esto es bastante asombroso. La inmensa elaboración espiritual de una realidad efectiva que en apariencia se contrapone a la razón, el combate con los conceptos equívocos de ser-en-sí y ser-para-sí, el amor apasionado por la iluminación de la oscuridad de la noche del mundo que nos acosa a los hombres, el encuentro con la muerte como el modo de ser de lo esclerotizado y desgarrado en distinciones fijas, todo este movimiento, que se muestra como trabajo, lucha, amor y trato con la muerte, es determinado en su carácter total como juego. ¿Qué comprensión del juego está operando aquí? Nos resultará cuestionable que se tenga aquí en mente el juego humano. Y es que el juego en sentido antropológico, ciertamente, se ejecuta en una esfera cerrada, en la apariencia de un mundo del juego, en aquella imaginaria provincia de nuestra fantasía; pero, con todo, requiere del contraste con la realidad simple y masiva. Cuando, sin embargo, la razón omniabarcante juega en su movimiento, esto no significa que se esté presuponiendo una esfera imaginaria al lado de la realidad efectiva, esfera que sería el correspondiente espacio de juego. Con estas consideraciones, no reproducimos los pensamientos hegelianos, sino nuestras anotaciones pequeñas o mezquinas a un gran texto. Para Hegel se plantea también, seguramente, la pregunta de cuál es el tipo de movimiento que la razón efectúa en sí, en cuanto su vida, su ser y su obrar. ¿En qué medida es esto siquiera una pregunta? Nuestra comprensión habitual de movimiento y obrar conoce el automovimiento de los seres vivos y el actuar humano. Los automovimientos de los seres vivos no están rodeados ya solo por el vacío, por la nada. Tienen lugar sobre la tierra o en los medios elementales del agua y el aire. El actuar humano parte de un cuerpo vivido y es obrar de una libertad encarnada también sobre otras cosas externas. En todo rigor, no es posible referir ninguno de los dos al movimiento de esa razón toda solitaria, que es la única en ser universal e individual. Y es que su movimiento no se juega en un medio circundante, tampoco transforma otra cosa; se juega en la razón y únicamente transforma la razón misma. Hegel lo formula del siguiente modo: «… es simplemente la luz del día bajo la cual pretende mostrarse la conciencia. El obrar no altera nada ni va contra nada; es la pura forma de la traducción del

no ser visto al

ser visto, y el contenido que así sale a la luz y se presenta no es otra cosa que lo que tiene ya en sí este obrar» (284 s., 232). Podríamos decir también que el movimiento de la razón es el aparecer, el

phainesthai, precisamente de la «fenomenología del espíritu». Sin embargo, mientras que la expresión «aparecer» significa por lo general «devenir objeto para otro», aquí solo puede pensarse en la aparición de la razón para sí misma.

γα)

El reino animal del espíritu y el engaño, o la cosa misma

(Individualidad como naturaleza originaria; carencia de significado de las categorías empleadas hasta ahora para el automovimiento de la razón; la «obra de la razón»; la cosa misma)

Hegel divide el texto que tiene por tema el aparecer para sí de la razón a un tiempo universal e individual en tres secciones, de las que la primera lleva por título: «El reino animal del espíritu y el engaño, o la cosa misma». El título ha de entenderse a partir del desarrollo del texto. En primer lugar, hemos de dejar claro que el movimiento jugado por la razón no es, ciertamente, un movimiento hacia fuera, hacia una realidad efectiva ajena a la razón. Tiene lugar como autoarticulación interna del modo como la razón entiende el ser desde múltiples puntos de vista, el ser, empero, que está solo y es único, y del modo como la razón se clarifica su propio obrar y efectuar en un pensar minuciosamente el efectuar como un efectuar la obra. El sustrato, en cierto modo, del movimiento, que nosotros llamamos «aparecer» y Hegel «traducción de sí mismo de la noche de la posibilidad al día de la presencia[88]» es la individualidad como naturaleza originaria.

Estamos acostumbrados a distinguir entre una cosa natural y su aparecer, a abrir un foso entre una cosa (

Sache) que es y la circunstancia en la que una cosa (

Sache) deviene objeto para un observador. Habitualmente, tratamos la diferencia entre subsistir y el automostrarse exponiéndose de manera acostumbrada. Podemos hablar de esto empleando términos contundentes: así, por ejemplo, distinguimos, sin poner reparos y sin pensar, entre la planta que crece por encima de la tierra y florece a la luz del día y sus raíces escondidas bajo tierra. ¿Puede distinguirse, del mismo modo, entre la individualidad racional, su naturaleza, por un lado, y su manifestación producida por haber trabajado en sí mismo, por otro? O preguntando en términos de principios: ¿es posible emplear, para la comprensión del ser y de la acción de la individualidad racional, justamente aquellos conceptos con los que, por lo general, se entienden el ser para la razón, la acción y la obra de la razón en la materia externa del mundo? La experiencia decisiva que hace en ello sobre todo consigo misma la razón que reflexiona dando vueltas es una intuición de la inaplicabilidad de todos los conceptos y modelos de comprensión empleados hasta el momento.

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