Heaven

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1. Hasta la muerte

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Hasta la muerte

Todo empezó a temblar.

Me agarré al borde de la mesa y vi que mi anillo de compromiso caía sobre las baldosas del suelo del café Sweethearts. El temblor duró solamente unos segundos, pero la máquina de discos dejó de funcionar, y las camareras, asustadas, trastabillaron procurando mantener las bandejas en equilibrio.

Me di cuenta de que, fuera, el cielo había cambiado a un oscuro tono violáceo, y las copas de los árboles vibraban como si una mano invisible las estuviera sacudiendo. La expresión de felicidad había desaparecido del rostro de Xavier, y ahora sus ojos comunicaban la dureza y el desafío que tantas veces les había visto en los últimos tiempos. Apreté su mano con fuerza y cerré los ojos, esperando que una cegadora luz apareciera de repente para devolverme a mi prisión en el Cielo.

Sin embargo, al cabo de unos momentos, la tierra se quedó quieta otra vez y a nuestro alrededor todo volvió a la normalidad. Todo el mundo había temido lo peor, y un suspiro de alivio nos relajó a todos, al darnos cuenta de que nada malo había sucedido. Empezaron a oírse risas y comentarios sobre lo impredecible que era la Madre Naturaleza, y las camareras se afanaban en limpiar las bebidas, que se habían derramado por todas partes. Nadie insistía en lo que acababa de suceder: probablemente sería motivo de conversación durante uno o dos días y, luego, todo el mundo lo olvidaría. Pero Xavier y yo no nos dejábamos engañar tan fácilmente: algo malo estaba sucediendo en el Reino. Nos dábamos cuenta.

Por un momento pensé en decirle a Xavier que, después de todo, lo que íbamos a hacer no era una buena idea, que debíamos devolver el anillo de su abuela y regresar a Bryce Hamilton para asistir a lo que quedara de la ceremonia. Si nos dábamos prisa, quizá llegáramos a tiempo de que él pudiera ofrecer el discurso de inauguración. Pero al mirarlo, me fallaron las fuerzas.

La parte responsable que había dentro de mí reconocía que lo adecuado era hacer caso de ese aviso, someterse a las reglas y no contravenir la voluntad de los Cielos. Pero, por otro lado, sentía otra parte mía, la rebelde, que me decía que era demasiado tarde para echarse atrás. Así que dejé a un lado a la chica tímida que había sido hasta ese momento, permití que se replegara en las sombras como una niña vergonzosa ante una pista de baile, y permití que la nueva Beth tomara el mando. Todavía no conocía muy bien esa parte de mí, pero, por algún motivo, sentía que había estado conmigo desde siempre, esperando entre bambalinas, como una suplente a la espera de que llegara su momento para mostrarse con toda su brillantez.

Fue esta parte de Beth la que se puso en pie y cogió el bolso.

—Vámonos.

Xavier dejó unos billetes encima de la mesa y me siguió hasta la calle. Al salir, levantó el rostro hacia el cielo, entrecerró los ojos ante la deslumbrante luz del sol recién reaparecida y soltó un largo suspiro.

—¿Crees que eso iba dirigido a nosotros?

—No lo sé —contesté—. Quizá le estemos dando demasiada importancia.

—Quizá —repuso Xavier—. Pero he vivido aquí siempre y nunca había sucedido nada igual.

Miré a un lado y a otro de Main Street. La gente parecía ocupada en sus asuntos, como siempre. Vi que el sheriff había salido a la calle para tranquilizar a unos turistas que mostraban cierto nerviosismo. Su voz llegaba hasta nosotros.

—No hay motivo para alarmarse, señora. Los temblores no son habituales por aquí, pero no hay por qué preocuparse.

Los turistas parecieron calmarse con sus palabras, pero yo sabía que ese temblor de tierra no podía ser una simple coincidencia. Estaba claro que se trataba de una advertencia llegada desde arriba, una advertencia que no pretendía causar ningún daño, pero sí llamar nuestra atención. Y lo había conseguido.

—¿Beth? —Xavier se mostraba indeciso—. ¿Qué hacemos ahora?

Miré hacia el Chevy, que se encontraba aparcado al otro lado de la calle. Solo tardaríamos cinco minutos en llegar a la orilla del agua, donde el padre Mel nos estaba esperando, en la iglesia. Recordé que lo había visitado una vez con Gabriel e Ivy, al principio, cuando llegamos a Venus Cove, y a pesar de que no se había hablado de ello abiertamente, él supo quiénes éramos. La expresión de su rostro lo había dicho todo. Se me ocurrió pensar que si un hombre tan piadoso como el padre Mel había accedido a casarnos, debía creer en nuestra unión. Era un consuelo saber que, por lo menos, teníamos un aliado.

Durante un momento dudé. Entonces me fijé en una pareja mayor que se encontraba sentada en un banco de madera de la plaza. El hombre tenía la mano de la mujer en la suya y sonreía, disfrutando de la brisa, que le agitaba el cabello blanco, así como del sol, que le calentaba la nuca. Me pregunté cuánto debía de hacer que estaban juntos, cómo era el viaje vital que habían compartido. Era una tarde luminosa, y las hojas de los abedules del paseo brillaban bajo el sol. Observé a un corredor que pasó por delante de nosotros, conectado a su iPod, y a un niño pequeño que ponía caras a los transeúntes desde detrás de la ventanilla de un coche. Yo no había nacido en ese mundo, pero tenía la certeza de que me había ganado el derecho de quedarme en él. Y no estaba dispuesta a renunciar a ese derecho tan fácilmente.

Tomé el rostro de Xavier entre mis manos y le dije:

—Si no recuerdo mal…, me acababas de pedir que me casara contigo.

Me miró un momento con expresión de incertidumbre, pero al final su rostro se iluminó con una sonrisa. Entonces me tomó la mano con un fervor renovado y corrimos al otro lado de la calle, hacia el Chevy. En el asiento de atrás todavía estaban los birretes y las togas que habíamos dejado allí, pero ninguno de los dos los vio en ese momento. No dijimos nada. Xavier apretó el acelerador y el coche salió disparado en dirección a la orilla. Toda duda se había disipado. Pasara lo que pasara, continuábamos con nuestro plan.

Saint Mark era una capilla de basalto que había sido construida por los colonos europeos al terminar la guerra civil. Estaba rodeada por una verja de hierro forjado, y un camino de piedra flanqueado por campanillas conducía hasta la puerta, de roble y culminada con un arco de medio punto. Había sido la primera iglesia católica del condado, y en el jardín lateral se levantaba un muro conmemorativo en honor a los soldados confederados fallecidos. Saint Mark tenía un profundo significado para Xavier y para su familia. Allí había estudiado la Biblia desde niño, y también había participado en todas las representaciones navideñas hasta que creció y empezó a darle vergüenza hacerlo. El padre Mel conocía a todos los niños Woods. Dentro de pocas semanas casaría a Claire, la hija mayor, y Xavier, en calidad de hermano, sería uno de los padrinos.

En cuanto traspasamos el umbral de la puerta, todo el ruido del mundo exterior enmudeció. Nuestros pasos resonaron sobre el mármol rojizo del suelo de la capilla. A ambos lados, unas altas columnas de piedra se levantaban hasta el techo abovedado. Una estatua de Cristo en la cruz presidía la nave: el Cristo tenía la cabeza caída, pero sus ojos se levantaban hacia el Cielo. Desde el techo, unos santos mártires hechos con mosaico nos observaban. La capilla estaba inundada por la suave luz dorada que se reflejaba desde el sagrario de oro que guardaba el Santísimo Sacramento. Las paredes estaban cubiertas de unas pinturas con marcos muy trabajados que mostraban las diferentes etapas del vía crucis. Los bancos eran de pulida madera de secuoya, y el olor del incienso llenaba el ambiente. Tras el altar, unas coloridas cristaleras representaban a Gabriel, con la cabellera dorada, el rostro serio y una túnica roja, comunicando su mensaje a María, quien lo recibía de rodillas y con expresión de asombro. Me resultó extraño ver cómo un artista había representado a mi hermano, el arcángel. El Gabriel real era tan hermoso y formidable que no era posible captarlo. A pesar de todo, los colores de la cristalera eran vibrantes y conseguían que las figuras cobraran vida.

Xavier y yo nos detuvimos en la entrada y mojamos los dedos en el agua bendita para persignarnos. Antes de ver al padre Mel, oímos el suave roce de su sotana. Apareció ante nosotros con el hábito completo, largo hasta el suelo, y el susurro de sus ropajes marcaba el ritmo de su paso al bajar los escalones alfombrados.

—Os esperaba —nos dijo, en tono animoso.

Entonces nos condujo hasta la parte frontal de la iglesia, y ambos nos arrodillamos ante el altar. Él observó nuestros rostros para asegurarse de nuestra sinceridad.

—El matrimonio es un compromiso muy serio —nos dijo—. Los dos sois muy jóvenes. ¿Habéis pensado detenidamente lo que estáis a punto de hacer?

—Sí, padre, lo hemos hecho —contestó Xavier, con un tono que hubiera convencido a la persona más desconfiada del mundo—. ¿Nos ayudará?

—Hmmmm —murmuró el padre, con expresión de gravedad—. ¿Qué dicen vuestras familias de esto? Supongo que querrán estar presentes en una ocasión tan importante.

Al decirlo, el padre Mel me miró a los ojos con gran seriedad.

—Esta decisión es nuestra —repuso Xavier—. Desearía que pudieran estar aquí…, pero ellos no lo comprenderían.

El sacerdote asintió con la cabeza al oír las palabras de Xavier.

—No se trata de un capricho de adolescentes —intervine, ansiosa por acabar de convencerlo—. Usted no sabe por todo lo que hemos pasado hasta poder llegar aquí. Por favor, no podríamos soportar un día más sin pertenecernos el uno al otro ante los ojos de Dios.

Me di cuenta de que al padre Mel le costaba ignorar nuestra urgencia, pero también estaba claro que se creía en el deber de actuar con prudencia. Tendría que mostrar más convencimiento para conseguir que se decidiera.

—Es la voluntad de Dios —dije, de repente. El padre Mel abrió los ojos con asombro—. Él nos ha unido por un motivo. Usted debe de saber que él tiene un plan para cada uno de nosotros, y este es el nuestro. No nos corresponde a nosotros cuestionar su voluntad, solamente queremos aceptar el sentimiento que él ha creado entre los dos.

Estas palabras consiguieron zanjar la cuestión. No podía negarse ante lo que parecía ser una orden directa desde lo alto. El padre Mel hizo un ademán de consentimiento con las manos.

—Muy bien, pues. No serviría de nada haceros esperar más. —Hizo un gesto hacia alguien que se ocultaba en la penumbra—. Me he tomado la libertad de pedirle a la señora Álvarez que haga de testigo.

Miramos hacia atrás y vimos a una mujer que oraba en silencio sentada en el extremo de uno de los bancos. Cuando se levantó y se acercó al altar, me di cuenta de que era la gobernanta de la parroquia. La señora Álvarez se alisó la blusa: se la veía emocionada por tener un pequeño papel en lo que, a sus ojos, debía de ser una alocada y romántica aventura. Cuando habló, pareció que incluso le faltara un poco el aliento.

—Tú eres el hijo de Bernadette, ¿verdad? —preguntó con un marcado acento hispano. Xavier asintió con la cabeza y bajó los ojos, esperando una reprimenda. Pero la señora Álvarez se limitó a darle un apretón de complicidad en el brazo—. No te preocupes. Muy pronto todo el mundo se alegrará por vosotros.

—¿Empezamos? —preguntó el padre Mel.

—Por favor…, un momento.

La señora Álvarez meneó la cabeza y me miró con cierta expresión de tristeza. De repente, se excusó y se fue. Esperamos, un tanto confundidos, hasta que ella regresó y me ofreció un ramillete de margaritas que acababa de cortar del jardín de la parroquia.

—Gracias.

Sonreí, agradecida. Con las prisas por llegar hasta allí, Xavier y yo no habíamos prestado ninguna atención a los detalles. Todavía llevábamos nuestros inmaculados uniformes de la escuela.

—De nada —repuso ella con ojos chispeantes de emoción.

La luz que se filtraba a través de la cristalera bañaba a Xavier con sus tonos dorados. Aunque hubiera llevado puestos los pantalones cortos de gimnasia, no me hubiera importado, pues su mera presencia era deslumbrante. Por el rabillo del ojo me vi un mechón de cabello castaño, bañado de tonos cobrizos. Parecía brillar por sí solo. Tímidamente deseé que esa imagen fuera una señal de que nuestra unión encontraría el favor del Cielo. Después de todo, la tierra había dejado de temblar y no parecía que el techo fuera a desplomarse. Quizá, solo quizá, el nuestro era un amor que incluso el Cielo tendría que aceptar.

Al mirar a Xavier me di cuenta de que algo en mí había cambiado. No me sentía desbordada por la emoción, como era habitual. No me sentía desbordada por ese amor tan intenso que me hacía temer que mi cuerpo estallara, incapaz de contenerlo. Por el contrario, me sentía llena de paz, como si mi mundo se estuviera colocando exactamente en el lugar que le correspondía. A pesar de que conocía el rostro de Xavier tan bien como la palma de mi mano, cada vez que le miraba el rostro me parecía verlo por primera vez. Sus rasgos expresaban una gran profundidad y complejidad: la línea de sus labios se curvaba dibujando media sonrisa, sus mejillas se marcaban con elegancia, y sus ojos almendrados tenían el mismo color turquesa del océano. Unos rayos de luz solar parecían bailar sobre su cabello dorado, haciéndolo brillar como un metal pulido. Su uniforme escolar, la chaqueta azul oscuro con el escudo de Bryce bordado en el bolsillo, parecía adecuado para esa ocasión solemne. Xavier se ajustó la corbata rápidamente. Al verle hacer ese gesto no supe si se sentía nervioso o no.

—Hoy tengo que tener mi mejor aspecto —me dijo, guiñándome un ojo con expresión juguetona.

El padre Mel abrió los brazos y levantó ambas manos con expresión ceremoniosa.

—Os habéis reunido en esta iglesia para que el Señor consagre y selle vuestro amor en el santo matrimonio. Ambos tendréis que asumir los deberes del matrimonio con respeto mutuo y fidelidad eterna. Y por ello, ante esta iglesia, os pido que declaréis vuestras intenciones. ¿Os amaréis y os honraréis el uno al otro como marido y mujer durante el resto de vuestras vidas?

Xavier y yo levantamos los ojos al mismo tiempo, repentinamente conscientes de lo sagrado que era ese momento. Pero no dudamos ni un instante en contestar al mismo tiempo, como si nuestros yoes individuales ya se hubieran hecho uno.

—Lo haremos.

—Juntad vuestras manos derechas y declarad vuestro consentimiento ante Dios y su Iglesia. Xavier, repite conmigo.

Xavier pronunció cada una de las palabras con gran detenimiento, como si todas ellas fueran portadoras de un profundo significado y no pudieran ser dichas apresuradamente. Su voz era como música. Eso me produjo tanta emoción que sentí cierto mareo, y me sujeté con fuerza a su mano con miedo, como si pudiera empezar a flotar en el aire de un momento a otro. Xavier no me soltó ni un instante mientras hablaba.

—Yo, Xavier Woods, te tomo a ti, Bethany Church, como esposa, y te seré fiel a partir de este momento en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte nos separe.

Entonces llegó mi turno. Debía de estar nerviosa, porque noté que me temblaba la voz mientras pronunciaba el mismo juramento bajo la atenta mirada del padre Mel. La señora Álvarez se sacó un pañuelo con puntillas de la manga y se secó los ojos. No pude evitar que unas lágrimas me rodaran por las mejillas mientras pronunciaba cada palabra. En ese momento comprendí lo que era llorar de felicidad. Noté que Xavier me acariciaba la palma de la mano con la yema del pulgar y sentí que me perdía en la profundidad de sus ojos. La voz del padre Mel me hizo reaccionar:

—Ha llegado el momento de los anillos, que os entregaréis el uno al otro como símbolo de vuestro amor y fidelidad.

Xavier me tomó la mano y me colocó el anillo de su abuela en el dedo anular. El anillo me encajó perfectamente, como si estuviera hecho para quedarse conmigo siempre. Deseé que hubiéramos tenido más tiempo para realizar los preparativos, pues yo solo podía ofrecer mi anillo de clase a Xavier. Intenté ponérselo en el dedo anular, pero era demasiado pequeño, así que tuve que deslizarlo en su dedo meñique. Ambos estábamos tensos, y sentimos que ese descuido lo había arruinado todo. Pero en cuanto oímos que la señora Álvarez se reía por lo bajo cubriéndose la boca, los dos nos relajamos.

—Que vuestra unión reciba la aprobación del Señor —terminó el padre Mel—. Que os aporte paz y armonía a vuestras vidas. Ahora os declaro marido y mujer.

Y eso fue todo. La ceremonia había concluido: Xavier y yo estamos casados.

Toda mi vida me había sentido una extraña, siempre había sido testigo de un mundo del cual nunca podría formar parte. En el Reino yo había existido, pero nunca había vivido de verdad. Conocer a Xavier había hecho que todo eso cambiara. Él me había acogido, me había amado y me había cuidado. Nunca le importó que yo fuera distinta, y su mera presencia había conseguido que mi mundo cobrara vida. Yo sabía que nos esperaban dificultades, pero mi alma ahora se encontraba unida a la suya, y nada, ni el Cielo ni el Infierno, nos podría separar.

Sin esperar instrucciones del padre Mel, nos fundimos en un beso, y en esa fusión se produjo algo completamente distinto a todo lo que habíamos experimentado hasta ese momento. Esta vez fue un acto sagrado. Noté que mis alas empezaban a vibrar bajo mi camisa, y sentí que la emoción recorría toda mi piel y llenaba mi cuerpo con una cálida luz. De repente, la luz que emanaba mi cuerpo se fundió con la luz del sol que se filtraba a través de las cristaleras de la ventana y, al hacerlo, se produjo un potente destello que nos rodeó a ambos en un brillante remolino luminoso. El padre Mel y la señora Álvarez ahogaron una exclamación de sorpresa, pero al cabo de un segundo el sol se ocultó tras una nube y el destello se apagó.

La pobre mujer estaba tan desbordada por la emoción que prorrumpió en una sarta de felicitaciones en español y empezó a besarnos a los dos con gran energía, como si fuéramos unos parientes recién reencontrados. Solo se detuvo cuando el padre Mel nos arrastró a un lado del altar para firmar el acta.

Justo acababa de dejar la pluma cuando oímos que las puertas de la parroquia se abrían con un estruendo tan potente que nos sobresaltó a todos.

Al mirar, vimos la silueta de un delgado adolescente de rostro afeminado, con un mechón rebelde en la cabeza. Llevaba puesta una capa negra con capucha y de su espalda se desplegaban tres pares de alas negras. Con gran formalidad, se inclinó haciendo una reverencia ante nosotros, pero sin apartar los ojos del padre Mel ni un momento. Luego se acercó al altar con un paso tan estudiado que parecía que estuviera desfilando por una pasarela. Acompañaba el paso con el balanceo de una guadaña. Enseguida supe quién era: se trataba de un ángel de la Muerte entrenado por la misma Muerte. La señora Álvarez empezó a chillar y corrió a refugiarse detrás del altar. Tradicionalmente, solo la persona a la que venía a buscar el ángel de la Muerte podía verlo, pero en este caso «se había saltado la normativa». Todos sus movimientos parecían deliberados, como para comunicarnos un claro mensaje. Teníamos la muerte sobre nuestras cabezas.

Sin pensarlo, tiré a Xavier al suelo de un empujón y desplegué las alas por encima de él para protegerlo. Un ángel de la Muerte no podía llevarse ningún alma mientras su guardián se encontrara con ella. Pero pronto me di cuenta de que no era a Xavier a quien ese joven ángel había venido a buscar.

Sus ojos continuaban clavados en el padre Mel. Lo señaló con uno de sus delgados dedos. El sacerdote, confuso, parpadeaba de incredulidad y retrocedía hacia el altar con las gafas torcidas sobre el arco de la nariz.

—Solo quería ayudar. Solo quería ayudar —repetía una y otra vez.

—Tú intención es irrelevante —repuso con frialdad el ángel.

El padre Mel se calló un instante y, luego, se enderezó.

—Recibí una llamada del Señor, y yo respondí.

—¿Sabes quién es ella? —le preguntó el ángel de la Muerte—. No es una humana.

El padre Mel no pareció sorprenderse ante esa afirmación. Había sabido desde el principio que yo era diferente, aunque nunca me había hecho preguntas ni me había tratado como a una extraña.

—Los caminos del Señor son inescrutables —replicó con valentía.

El ángel de la Muerte asintió con la cabeza.

—Desde luego que sí.

Entonces, levantó una mano y el padre Mel se dobló sobre sí mismo mientras se apretaba el pecho con fuerza y caía al suelo luchando por respirar.

—¡Déjalo en paz! —gritó Xavier, intentando desprenderse de mí.

Yo lo sujetaba firmemente, con una fuerza que no sabía que tenía. El ángel de la Muerte nos miró como si fuera la primera vez que nos veía y luego dirigió una lánguida mirada hacia Xavier. Sonreía, pero el gesto de sus sensuales labios era casi insolente.

—El asunto que me ha traído aquí no tiene nada que ver con vosotros —afirmó, acercándose hacia el padre Mel, que yacía postrado sobre el suelo de mármol.

—Beth, suéltame —suplicó Xavier—. ¡El padre Mel necesita ayuda!

—No podemos ayudarlo ahora.

—Pero ¿qué te pasa? —preguntó, mirándome con una expresión extraña, como si no me reconociera.

—No puedes enfrentarte a un ángel de la Muerte —susurré—. Él sigue instrucciones. Si te interpones en su camino, también te llevará con él. No me conviertas en una viuda cuando hace solo unos minutos que soy tu esposa.

Aquello pareció llegarle al alma. Xavier dejó de debatirse y se quedó en silencio, pero su mirada seguía reflejando la angustia que sentía por no poder ayudar al sacerdote y mentor de su infancia. El ángel de la Muerte se acercó a la cabeza del padre Mel. Yo sabía lo que estaba esperando. De repente, una sombra gris como el humo salió por la boca abierta del sacerdote y se quedó flotando en el aire: era una réplica exacta del cuerpo sin vida que yacía en el suelo.

—Sígueme —ordenó el ángel de la Muerte con indiferencia. Parecía casi aburrido.

El alma del padre Mel pareció sentirse perdida durante unos instantes, como si no supiera en qué dirección ir, pero luego obedeció. Juntos, el ángel y el alma mortal ascendieron hacia el techo abovedado de la parroquia.

—¿Adónde te lo llevas? —pregunté, temiendo que el padre Mel tuviera que sufrir el Infierno por habernos ayudado.

—Sus motivos eran puros, así que su lugar en el Cielo se mantiene intacto —contestó el ángel de la Muerte sin mirar atrás y sin detenerse—. Pero sus días en la Tierra han terminado.

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