Heaven

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2. Corre, cariño, corre

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Corre, cariño, corre

Hasta que el ángel de la Muerte por fin desapareció no me sentí suficientemente segura para soltar a Xavier. Él corrió hasta el padre Mel y cayó de rodillas al lado de su cuerpo inerte. El sacerdote todavía tenía los ojos abiertos, aunque estaban velados, sin vida.

La señora Álvarez, acongojada, salió de detrás del altar. Temblaba y todavía nos miraba con expresión de terror. Se detuvo en medio de la nave y agarró con manos temblorosas el crucifijo con piedras incrustadas que llevaba colgado del cuello.

—¡Santo Cielo! Que Dios se apiade de nosotros —exclamó, y salió precipitadamente de la iglesia.

—¡Espere! —grité—. ¡Señora Álvarez, por favor!

Pero ella no miró atrás: lo único que quería era alejarse lo antes posible de allí y perder de vista lo que acababa de suceder.

Cuando se hubo marchado, Xavier me miró con una expresión de dolor desgarradora.

—Beth, ¿qué hemos hecho? —murmuró—. Hemos matado a una persona.

—No, no lo hemos hecho. —Me arrodillé a su lado y lo tomé de la mano—. Escúchame, Xavier, esto no ha sido culpa nuestra.

—Se lo han llevado como venganza —repuso él en voz baja, volviendo la cabeza para ocultar su tristeza—. Por haber accedido a casarnos. Si no hubiera intentado ayudarnos, todavía estaría vivo.

—Nosotros no lo sabíamos. —Le tomé la barbilla e hice que girara la cabeza hacia mí de nuevo, para mirarlo a los ojos—. Nosotros no somos los asesinos.

Pasé la mano por encima de los ojos del padre Mel para cerrárselos para siempre. Notaba el pecho lleno de rabia ante la injusticia que acababa de producirse, pero sabía que esa rabia no nos ayudaría en nada. Recé en silencio para que el alma del padre Mel encontrara reposo. Xavier todavía miraba con desolación el cuerpo del sacerdote, tendido en el suelo.

—Es solamente su vida terrenal la que ha terminado —le dije—. Ahora se encuentra en paz. Lo sabes, ¿verdad?

Xavier asintió con la cabeza e intentó reprimir las lágrimas que anegaban sus largas pestañas.

De repente oímos el chirrido de los frenos de un coche fuera, delante de la iglesia. Inmediatamente se oyeron las puertas al cerrarse y unos pasos decididos sobre la gravilla del camino.

Ivy y Gabriel entraron en Saint Marks y no tardaron ni un segundo en comprender lo que había sucedido. Cruzaron la nave de la iglesia a tal velocidad que solo se hicieron visibles al detenerse delante de nosotros. Gabriel se pasó una mano por el cabello con gesto de frustración; su hermoso rostro dejaba ver un gran dolor. Ivy, por el contrario, tenía su larga cabellera alborotada y su expresión era tan funesta como un cielo enfurecido.

—En nombre de Dios, ¿qué es lo que habéis hecho?

Ivy habló en un tono que nunca antes le había oído. Su voz se había vuelto varias octavas más grave y parecía brotarle directamente del pecho. Gabriel se limitaba a apretar la mandíbula sin decir nada.

—Hemos llegado demasiado tarde —dijo él.

Sus ojos se posaron sobre nuestros anillos de boda y se desviaron hacia el cuerpo que yacía en el suelo. Ni siquiera parpadeó. Era evidente que no se sentía sorprendido ante aquella primera baja causada por nuestro desafortunado amor.

—Esto es ridículo. —Ivy meneó la cabeza con exasperación—. Esta rebeldía no puede ser ignorada.

Sus ojos grises y fríos habían adquirido una extraña tonalidad ámbar. Incluso me pareció ver que unas pequeñas llamas ardían en sus iris.

—Ahora no —dijo Gabriel, haciendo un gesto en dirección a la salida—. Debemos irnos de aquí.

Gabriel e Ivy nos agarraron a los dos por los hombros y casi nos arrastraron por toda la nave de la iglesia. Xavier y yo estábamos demasiado perplejos para resistirnos. Un todoterreno negro nos esperaba fuera. Ivy abrió las puertas con un gesto excesivamente enérgico, y el coche se inclinó hacia la derecha.

—Entrad —ordenó—. Ahora.

—No —repliqué, apartándome de ellos—. ¡Estoy harta de que todo el mundo nos diga lo que tenemos que hacer!

—Bethany, hubieras debido consultarme antes —dijo Gabriel con un tono de profunda decepción—. Te hubiera podido ayudar a tomar la decisión adecuada.

—Esta es la decisión adecuada, Gabe —afirmé, decidida.

—Has transgredido las leyes del Cielo y has provocado la muerte de un religioso —interrumpió mi hermana con severidad—. ¿Es que no te arrepientes?

—¡No sabíamos que sucedería esto!

—Por supuesto que no —repuso Ivy, y de repente comprendí lo que era que te fulminaran con la mirada—. ¿Es que esperas que te defendamos sin importar lo que hagas?

—No, es solo que me gustaría que pudierais ver las cosas desde nuestro punto de vista.

—Solamente queríamos estar juntos —intervino Xavier—. Eso es todo.

Pero esa explicación no consiguió más que avivar el enojo de mi hermana.

—¡Entrad en el coche! —gritó.

La brusquedad de Ivy nos tomó a todos por sorpresa. Ella nos dio la espalda y se apoyó en la puerta del acompañante. Tenía los hombros contraídos por la rabia.

—Iremos con vosotros —afirmé tranquila, en un intento de poner un poco de calma en medio de esa situación cada vez más tensa—. Pero decidnos adónde vamos.

—Tenéis que abandonar Venus Cove. Ahora mismo. No hay tiempo que perder —contestó Gabriel—. Os lo explicaremos por el camino.

De repente me di cuenta de que Gabriel tenía las venas del cuello hinchadas. Ivy no dejaba de retorcerse las manos y miraba a un lado y a otro de la calle con nerviosismo. ¿Qué estaba pasando? Podía comprender que se sintieran molestos por nuestra precipitada decisión de casarnos, pero era evidente que había algo más que eso. Si no los conociera bien, hubiera creído que estaban asustados.

—Gabe, ¿qué sucede? —le pregunté, alarmada, poniéndole una mano en el hombro.

Nunca había visto esa expresión en el rostro de Gabriel. Era una expresión de derrota.

—Aquí ya no estáis a salvo.

—¿Qué? —Xavier me pasó un brazo por encima de los hombros, en un gesto instintivo de protección—. ¿Por qué no?

—Sé que hemos complicado las cosas —dije—. Y nunca me perdonaré por lo que le ha sucedido al padre Mel, ¡pero no lo comprendo! Esto solo debería tener que ver con nosotros. Solo queríamos casarnos. ¿Por qué está tan mal?

—Ante los ojos del Cielo, lo está —repuso Ivy, y sus ojos grises me miraron con calma por primera vez.

—No es justo —protesté, notando que empezaban a brotarme lágrimas de los ojos.

Subí al asiento trasero del coche con una sensación de gran abatimiento: nuestra felicidad se había hecho añicos demasiado pronto.

Gabriel, en el asiento de delante, se dio la vuelta y miró a Xavier con dureza.

—Escuchadme con atención.

Xavier palideció y tragó saliva.

—No es solo que tengáis que marcharos —dijo Gabriel—. ¡Tenéis que huir!

Mi hermano puso en marcha el coche y salimos de la ciudad en dirección a las colinas a gran velocidad. Ivy se mordía el labio inferior mientras se sujetaba al salpicadero. A pesar de que habían prometido contarnos lo que sucedía, ninguno de los dos decía ni una palabra. Xavier y yo nos habíamos abrazado e intentábamos no pensar en lo peor. Esa no era exactamente la luna de miel que yo había deseado. Solo esperaba que Xavier no tuviera dudas sobre nuestro matrimonio.

Volví la cabeza y por el cristal trasero observé cómo se alejaba nuestra querida ciudad. Lo último que vi fueron las agujas de la torre del reloj de Bryce Hamilton, que se elevaban por encima de las sinuosas colinas. Entonces mi hermano giró de repente y enfiló un deteriorado camino de tierra. Venus Cove desapareció definitivamente de la vista. ¡El único lugar que yo consideraba mi casa ya no existía! No sabía cuánto tiempo pasaría hasta poder verlo de nuevo, o si lo vería otra vez. La cabeza me daba vueltas solo de pensarlo.

De repente me di cuenta de por qué Gabe tenía tanta prisa por alejarse de la carretera. Quería ocultarnos. Ni siquiera en el camino aminoró la velocidad. Había un montón de baches, las piedras salían despedidas de debajo de las ruedas y las ramas de los árboles rascaban los laterales del coche. Incluso los árboles parecían conspirar contra nosotros. En el cielo, las nubes parecieron hacerse más elásticas, empezaron a retorcerse y a formar extrañas imágenes. Una densa masa de nubes se alargó hasta que cobró la forma de una mano cuyo dedo índice pareció señalarnos. Al cabo de un segundo, el dedo se convirtió en una masa de nubes otra vez. Fueran imaginaciones o no, sabía que eso era un símbolo de nuestro juicio. Así era como se consideraba mi matrimonio con Xavier: un acto de rebeldía, una traición al Cielo que podía ser castigada con leyes que yo era demasiado joven para comprender. Además, mis características humanas eran tan dominantes ahora que todas las leyes del Cielo me hubieran parecido extrañas. El conocer a Xavier había hecho que cambiara mi lealtad: ya no sentía ningún vínculo con mi lugar de nacimiento.

Supe que empezábamos a ascender porque el aire que entraba por las ventanillas era cada vez más fresco. Me dediqué a contar los caballos que pastaban en los campos para evitar pensar en lo que nos esperaba. Deseé que mis hermanos dirigieran su ira contra mí y no contra Xavier. Sabía que debía disculparme y aceptar que había cometido un error. Pero no me arrepentía de lo que había hecho. Por lo menos, todavía no.

Ese día, que unas horas antes había prometido ser tan perfecto, ahora se había arruinado. Estuvimos tanto tiempo en el coche que perdí la noción del tiempo. Me preguntaba cuántas horas llevábamos allí. ¿Habíamos cruzado alguna frontera con algún estado? Tenía la sensación de que habíamos dejado el límite de Georgia atrás. El terreno había cambiado por completo: los árboles eran más robustos y más altos, y el aire más frío. Parecía que nos dirigíamos hacia el norte. Se podía ver la brumosa y azulada silueta de unas montañas a lo lejos, pero no pregunté cuáles eran. Xavier miraba por la ventanilla sin decir nada. Yo sabía que continuaba pensando en el padre Mel, que no podía apartar la escena de su muerte de su cabeza y que se preguntaba si no podría haber hecho algo de manera diferente. Deseé poder consolarlo, pero nada de lo que pudiera decirle serviría para hacer desaparecer el dolor y la culpa que lo llenaban.

Finalmente nos detuvimos delante de una cabaña que quedaba tan bien integrada en el paisaje que no la vi hasta que nos encontramos delante de la puerta verde de la entrada.

—¿Dónde estamos? —pregunté, respirando el olor de los pinos que nos rodeaban.

—En las Smoky Mountains. —Mi hermano habló en voz baja y grave—. En Carolina del Norte.

No había tenido tiempo más que de oír el nombre de la cabaña, Cabaña del Sauce, y de ver las dos rústicas mecedoras del porche, cuando mi hermano ya había sacado unas llaves del bolsillo y nos había hecho entrar. El suelo era de madera de pino y en la sala había una chimenea de piedra con repisa.

Sabía que debía sentirme agradecida con Gabriel por haber venido a rescatarnos, pero en ese momento estaba cansada y su actitud me resultaba cada vez más irritante. Se comportaba como el Gabriel de antes, nos miraba como si fuéramos criminales, nos reñía como si fuéramos niños. Aunque yo fuera una de sus sirvientes legales, ¿qué derecho tenía él a dictaminar sobre la vida de Xavier? Xavier era un ser humano y en su mundo nuestros actos eran legítimos, incluso loables. Y, ahora, ese mundo era el único que me importaba. Quizá Xavier y yo habíamos actuado de forma precipitada e impulsiva, pero eso no justificaba que nos estuvieran mirando tan mal. ¿Qué derecho tenían mis hermanos a juzgarnos? No teníamos por qué sentirnos avergonzados.

Una vez dentro de la cabaña, fue Gabriel quien perdió la compostura. De repente, me sujetó por los hombros y me dio una brusca sacudida.

—¿Cuándo vas a madurar? —dijo—. ¿Cuándo vas a darte cuenta de que estás viviendo una vida que no es la tuya? ¡Tú no eres un ser humano, Bethany! ¿Por qué no te entra en la cabeza?

—Tranquilo, Gabriel. —Xavier había dado un paso hacia delante, a la defensiva—. Ella ya no es responsabilidad tuya.

—¿Ah, no? ¿Y de quién es responsabilidad? ¿Tuya? ¿Cómo piensas protegerla?

—Yo no soy responsabilidad de nadie —afirmé. Lo último que necesitaba era que se produjera un enfrentamiento entre mi hermano y mi marido—. Yo he tomado una decisión, y estoy dispuesta a afrontar las consecuencias. Xavier y yo nos queremos y no vamos a permitir que nadie nos impida estar juntos.

Decir esas palabras en voz alta me hizo sentir fuerte, pero Gabriel soltó un gruñido.

—Estás loca.

—Yo no puedo vivir como vosotros —repliqué—. No puedo ocultar mis emociones y fingir que no las tengo.

—Tú no experimentas emociones, Bethany: te regodeas en ellas, te dejas controlar por ellas, y todo lo que has hecho ha sido solamente en tu propio interés.

—¡El hecho de que tú no seas capaz de comprender lo que es el amor no significa que esté mal!

—Esto ya no tiene que ver con el amor. Tiene que ver con la obediencia y la responsabilidad. Y estos son dos conceptos que no pareces comprender.

—¿Queréis tranquilizaros todos? —interrumpió Ivy.

Parecía que siguieran turnos para expresar su frustración. Ahora que Gabriel perdía los nervios, Ivy se mostraba más calmada, como si quisiera contrarrestar el mal humor de él.

—Discutir no nos va a conducir a ningún lado. Lo hecho, hecho está. Ahora tenemos que encontrar la manera de ayudar a Beth y a Xavier.

Su actitud impasible hizo que todos nos paráramos y prestáramos atención. Gabriel la miró con ojos interrogadores y el ceño fruncido, y me di cuenta de que entre ellos se comunicaban, que compartían un secreto. Pero eso no duró más que un momento. Entonces Gabriel habló en un tono mucho más comedido.

—Ivy y yo nos tenemos que ir, pero volveremos pronto. Mientras, no os dejéis ver y, Beth, no te acerques a las ventanas. Tu presencia sería detectada muy pronto por… —Gabriel se interrumpió.

—¿Quién me busca? —pregunté.

—Luego.

La brusca respuesta de Gabriel era un claro indicio de lo mal que estaban las cosas. Me di cuenta de hasta qué punto su preocupación era real. De repente sentí un aguijonazo de culpa. No podía culparle por estar irritado. Él siempre estaba resolviendo mis líos, siempre tenía que consultar con las altas autoridades y pedir disculpas por las faltas de otros. Nuestra decisión de escapar para casarnos había provocado una situación que no convenía a nadie en ese momento, justo cuando las cosas empezaban a ponerse de nuevo en su lugar.

—Y una última cosa —añadió Gabriel con la mano ya en el pomo de la puerta—. Si lo que te voy a pedir no se encuentra más allá de tu capacidad de control, te sugiero que reprimáis… todo contacto físico.

Lo dijo como si lo que nos pidiera fuera lo más natural del mundo, como si acabara de pedirnos que no olvidáramos apagar la luz.

—¿Qué? —pregunté, con enojo—. ¿Podemos, por lo menos, saber por qué?

Gabriel frunció el ceño y dudó un momento.

—Quizá recibas un trato más amable si el matrimonio no se consuma —respondió Ivy en su lugar.

—Quizá no sirva de nada —dijo Gabriel—. Pero la intuición me dice que sería prudente que Bethany y Xavier enviaran un mensaje de… —Se interrumpió, como buscando la palabra adecuada.

Ivy terminó la frase:

—¿Arrepentimiento? —apuntó. Gabriel bajó la cabeza, indicando que había acertado.

—¡Pero eso sería una mentira! —exclamé sin pensármelo dos veces—. No estamos arrepentidos. —Pero el recuerdo del padre Mel me obligó a matizar—: Aunque en ningún momento queríamos hacer daño a nadie.

—Tienes que ser inteligente —me aconsejó Gabriel—. Se trata de un pequeño sacrificio.

Estaba claro que no quería discutir más el tema.

—No creo que estés en posición de hacer ningún comentario al respecto, ¿no te parece? —dijo Xavier mirándolo con desafío.

—Estamos intentando ayudaros —intervino Ivy en tono cansado—. Necesitamos averiguar qué está pasando.

Aquel comentario me puso más nerviosa que todo lo que había sucedido hasta ese momento.

—¿Quieres decir que no lo sabéis?

Estaba asombrada. Gabriel e Ivy siempre conocían la voluntad del Cielo.

—Apenas existe precedente sobre esto —explicó mi hermana—. Solo ha pasado una vez antes, y de eso hace mucho tiempo.

Xavier y yo estábamos desconcertados. Si quería que comprendiéramos algo, Ivy tendría que explicarse mejor. Gabriel acudió en su ayuda.

—Ivy se refiere a los nefilim —explicó, directo al grano.

—¡Oh, vamos! —exclamé, exasperada—. Esto es totalmente distinto.

—¿Qué demonios son los nefilim? —intervino Xavier.

—Fueron una generación muy antigua, hijos de unos «hijos de Dios» que bajaron del Cielo y se dejaron cautivar por la belleza de «las hijas de los hombres» —expliqué—. Se aparearon con ellas y crearon una raza de medio ángeles y medio hombres.

—¿En serio? —exclamó Xavier, arqueando las cejas por la sorpresa—. En la clase de Religión se saltaron ese capítulo.

—No es una doctrina aceptada, en general —repuso Gabriel con sequedad.

—¿Y qué tiene que ver todo esto con nosotros?

—Nada —afirmé enfáticamente—. Esto «no» es lo mismo. Esos ángeles que se aparearon con seres humanos habían perdido la gracia. Se habían rebelado contra Dios. No es posible que el Cielo considere lo nuestro una seria transgresión… ¿o sí?

—No lo sé —respondió Ivy con calma—. Tú te has vinculado con el mundo de los seres humanos igual que hicieron ellos.

Debía admitir que Ivy tenía razón. En ese momento mi lealtad estaba con el mundo de los mortales. Gabriel me observó mientras yo acariciaba el anillo que llevaba en la mano izquierda. El suave destello de los diamantes se mezclaba con la luz de fuera, que ya empezaba a disminuir. Ya lo sentía como una parte de mí, como si estuviera destinada a llevarlo siempre. Desde luego, no pensaba separarme de él, no sin luchar.

—Probablemente deberías guardarlo en un cajón —dijo Gabriel sin piedad.

—¿Perdona?

—Seguramente sea más prudente no mostrarlo. —Gabriel tenía una expresión impenetrable en el rostro.

—No pienso quitarme el anillo —afirmé con determinación—. No me importa que eso enfurezca al Reino entero.

Gabriel empezó a discutir, pero Ivy pasó por su lado y le murmuró algo al oído, algo que no pudimos oír. Solo pude descifrar lo último que dijo.

—Déjalo, Gabe —dijo Ivy—. Que se quite el anillo no cambiará nada.

A pesar de mi bravata, noté que empezaba a temblar. Xavier, que me había pasado un brazo por la cintura con gesto protector, también lo notó.

—¿Estás bien? —me preguntó, preocupado.

Él no lo sabía, pero los ángeles responsables de haber creado a los nefilim habían encontrado un destino terrible. Acababa de recordarlo en ese momento. ¿Me había sentenciado a muerte…, nos había sentenciado a muerte a los dos? Mi hermano y mi hermana adivinaron lo que estaba pensando.

—No saques conclusiones de forma precipitada —dijo Gabriel, en un tono más amable esta vez—. Todavía no hay nada seguro.

—Solo tienes que ser paciente y esperar —afirmó Ivy—. Averiguaremos lo que podamos y os lo diremos todo en cuanto regresemos.

Ivy alargó la mano para coger las llaves del coche que estaban encima de la mesa, pero Gabriel puso su mano sobre la de ella.

—Dejémosles el coche. —Debió de haber leído los pensamientos de Xavier, porque ambos se miraron con complicidad—. No os preocupéis: si tenéis algún problema, nos enteraremos. Si así sucede, marchaos deprisa. Os encontraremos.

—De acuerdo —asintió Xavier, más dispuesto a aceptar órdenes que yo, mientras atravesaba la habitación y corría las cortinas.

—Volveremos en cuanto podamos —anunció Gabriel—. Recordadlo: no os acerquéis a las ventanas y cerrad las puertas por dentro cuando hayamos salido.

—Eh, esperad —dijo Xavier; se le acababa de ocurrir algo—. ¿Qué se supone que tengo que hacer con mis padres? Deben de estar muy preocupados.

Gabriel bajó la vista al suelo un momento, y supe que pensaba con pesadumbre en la familia Woods. ¿Volverían a ver a su hijo algún día?

—Ya me he ocupado de eso —respondió.

—¿Y cómo? —Xavier dio un paso hacia delante, repentinamente molesto. Hasta ese momento su familia se había mantenido al margen de nuestros problemas, y yo sabía que él quería que todo continuara igual—. Se trata de mi familia. ¿Qué has hecho?

—Lo único que saben es que la última vez que te vieron fue en Bryce Hamilton, antes de la graduación —repuso Gabriel, tenso—. Desapareciste, y no se conoce tu paradero. Dentro de veinticuatro horas, el Departamento del Sheriff emitirá un informe de desaparición. Dentro de dos semanas darán por supuesto que no quieres que te encuentren.

Xavier lo interrumpió.

—Debes de estar bromeando… ¿Quieres que mis padres crean que me he escapado?

—Es lo mejor.

—De ninguna manera.

—Llámalos, si quieres —intervino Ivy, en un tono de indiferencia poco habitual en ella—. Pero si lo haces, los pondrás a todos en peligro. Cualquiera que sepa dónde os encontráis corre peligro.

—¿Corren peligro? —Xavier abrió los ojos desorbitadamente, alarmado.

—No, mientras no sepan nada —respondió mi hermana—. Si se enteran de algo, serán útiles. ¿Comprendes? De momento, ellos no disponen de ninguna información valiosa.

Gabriel e Ivy hablaban como si fueran los personajes de una película de espionaje.

Nada de eso parecía tener sentido. Pero, aunque Xavier se sentía muy confuso, tragó saliva y no dijo nada. No le quedaba más alternativa que aceptarlo. Lo último que quería era poner en riesgo a su familia…, aunque eso significara que ellos tuvieran que preocuparse y llorar por una pérdida imaginaria.

—Los volverás a ver —murmuró Gabriel antes de salir.

Yo sabía cuánto me amaba Xavier; pero hubiera deseado que no tuviera que pagar un precio tan alto por su amor. Se le veía tan desesperado que deseé hacer algo para que desapareciera su dolor, pero él volvió la cabeza y dirigió la atención hacia el reloj que había encima de la repisa de la chimenea.

Supe que se había encerrado en la intimidad de su dolor.

Sentía curiosidad por saber adónde iban Ivy y Gabriel, y si tenían pensado levantar el vuelo a plena luz del día, así que me agaché delante de la puerta y miré por el ojo de la cerradura. Vi que mis hermanos, de la mano, desaparecían en una pequeña arboleda que rodeaba la cabaña. Entre los troncos de los árboles detecté un repentino destello, y dos rayos luminosos salieron disparados hacia el cielo y desaparecieron entre las apretadas nubes. Gabriel e Ivy ahora solo eran visibles por unos intermitentes chispazos de luz, como los que emiten las luciérnagas. Al cabo de un instante desaparecieron de la vista por completo. Me di la vuelta y me apoyé contra la puerta: lo único que deseaba era desaparecer. Sin la protección de mis hermanos me sentía vulnerable, como si esa misma cabaña fuera un indicador luminoso que delatara nuestra presencia.

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