Heaven

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5. Caminar sobre las aguas

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Caminar sobre las aguas

Por la mañana, me desperté en medio de un coro de cantos de pájaros y en un ambiente perfumado por el aroma de los pinos. Medio dormida, tanteé a mi lado en busca de Xavier; al no encontrarlo allí, me asusté. Pero inmediatamente el sonido de la tetera me indicó que había bajado y estaba preparando el desayuno.

Xavier había encendido una vieja radio de baquelita y sonaba una emisora de rock clásico.

—Buenos días —dije.

Tuve que sonreír al verlo batir los huevos al ritmo de Blue Suede Shoes. Llevaba unos pantalones cortos y una camiseta blanca. Todavía tenía el pelo revuelto de haber dormido. El hecho de haber vivido esos últimos días bajo el mismo techo que Xavier me había permitido ver una parte de él que, antes, solamente había percibido en contadas ocasiones. Desde que lo conocí y hasta que se vio involucrado en nuestros problemas sobrenaturales, había llevado una vida llena de más actividades de las que podía realizar. Pero ahora me daba cuenta de que, en el fondo, era una persona hogareña.

—Espero que tengas hambre.

A pesar de que llevaba puesto un enorme pijama de franela, estaba temblando. Cogí una manta que había encima del sofá y me cubrí los hombros con ella antes de sentarme en una de las sillas de la cocina. Xavier me sirvió una taza de té; yo la cogí para calentarme los dedos.

—¿Cómo es posible que no tengas frío?

—Ha llegado la hora de que sepas la verdad: soy un hombre lobo —bromeó, hundiendo la espalda y achinando los ojos.

—Un hombre lobo muy hogareño —me burlé—. ¿Por qué no me has despertado?

—Pensé que te iría bien dormir. Hemos pasado un par de días difíciles. ¿Cómo te sientes?

—Bien.

Xavier me observó con detenimiento.

—Te sentirás mejor cuando hayas comido algo.

—No tengo mucha hambre —dije, esperando no parecer poco agradecida.

—¿Pasas del famoso desayuno Woods? —repuso él.

No podía frustrar su entusiasmo. Además, hacía mucho tiempo que no veía a Xavier tan despreocupado, y no quería que el humor le cambiara.

—No me atrevería. —Sonreí—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Miré a mi alrededor y vi que el beicon ya se estaba friendo en la sartén. La mesa estaba preparada con unos platos rústicos y unos cubiertos de plata.

—No, señora. Siéntese y disfrute del servicio.

—No sabía que te gustaba cocinar.

—Claro que sí —repuso él—. Y cocinar para mi mujer lo hace más divertido.

Xavier cascó un huevo y lo dejó caer en la sartén.

—Un buen esposo no haría huevos fritos si a su mujer le gustan los huevos revueltos —dije, bromeando, mientras hacía tamborilear los dedos sobre la encimera.

Xavier levantó los ojos y me miró con expresión divertida.

—Y una buena esposa sabría apreciar la especialidad de su esposo y no se quejaría.

Sonreí y me recosté en la silla. Deseaba abrir las ventanas para que el aire fresco de la mañana entrara en la cabaña. El ambiente empezaba a estar verdaderamente cargado.

—Anoche me llamaste señora Woods —dije de repente, al recordar la conversación que habíamos tenido.

—¿Sí? —Xavier me miró—. ¿Y?

—Todavía no me he acostumbrado —respondí—. Me resulta difícil pensar que ahora lo soy.

—No tienes que adoptar mi nombre si no quieres. Eso es decisión tuya.

—¿Estás de broma? —contesté—. Por supuesto que quiero. Tampoco es que haga tanto tiempo que soy Bethany Church. Además, he cambiado tanto que a Bethany Church ya no la conozco.

—Bueno, pues yo sí —dijo Xavier—. Es la chica con quien me he casado. Y aunque tú la pierdas de vista, yo nunca lo haré.

El fuego no había conseguido templar el ambiente, así que fui al salón para calentarme. No me sentía capaz de pasar otro día en el sofá sin hacer nada.

—¿Podemos ir a la ciudad en coche, hoy? —pregunté levantando la voz e intentando parecer despreocupada.

Xavier vino hasta el salón. Tenía el ceño fruncido.

—¡Beth, no puedes hablar en serio! Es demasiado peligroso que nos vean en público. Ya lo sabes.

—Ni siquiera tenemos que salir del coche. Me pondré una sábana sobre la cabeza, si quieres.

—Imposible. Es demasiado arriesgado. Además, Gabriel se saldrá de sus casillas si se entera.

—Quizá le siente bien —rezongué, y el rostro de Xavier se iluminó.

—Aunque eso pueda ser verdad, no creo que debamos tentar a la suerte. No te preocupes, ya encontraremos algo para hacer aquí.

—¿Como qué?

—¿Por qué no echas un vistazo mientras termino de preparar el desayuno?

De repente me di cuenta de que debía parecer una irresponsable.

—De acuerdo.

—Esa es mi chica.

Me daba cuenta de que Xavier soportaba mejor que yo aquella inactividad. Yo no podía dejar de quejarme por el hecho de estar encerrada. Pero no debería notar la pérdida de una vida «normal», ni siquiera me pertenecía una vida normal. Pero el aislamiento en que nos encontrábamos me desconcertaba. Desde que había venido a la Tierra, siempre había tenido gente a mi alrededor: gente que caminaba por la plaza del pueblo, que paseaba a sus perros, que comía helados en el embarcadero o que saludaba con la mano a algún conocido mientras continuaba cortando el césped de su casa. Y ahora la ausencia de gente cerca me resultaba incómoda. Deseaba con desesperación oír el murmullo de voces humanas, o ver personas a lo lejos, aunque no pudiera hablar con ellas. Pero las órdenes de Gabriel habían sido claras: no dejarse ver.

Me resultaba odioso que, después de todo lo que habíamos pasado, Xavier y yo todavía no pudiéramos ser una pareja normal. Eso era lo único que queríamos. Intenté decirme a mí misma que, por difíciles que estuvieran las cosas, por lo menos ahora estábamos juntos. Cuando Gabriel e Ivy nos habían encontrado en la iglesia, estaba casi segura de que nos separarían. Y no me encontraba en situación de discutir con ellos, así que sentí un gran alivio al ver que no era así. Seguramente, mis hermanos se habían dado cuenta de que ni Xavier ni yo podríamos soportar estar separados.

Decidí seguir el consejo de Xavier y buscar algo que nos ayudara a pasar las horas y que, por lo menos, nos hiciera creer que vivíamos con cierta normalidad. Busqué entre el montón de revistas que había encima de la repisa de la chimenea, pero la mayoría eran números antiguos y solo sobre decoración. Entonces me fijé en un viejo arcón que había en el salón y que hacía la función de mesita de centro. Hasta ese momento no se me había ocurrido abrirlo, y al hacerlo encontré unos cuantos DVD debajo de un montón de amarillentos periódicos. La mayoría de ellos eran películas de Walt Disney, así que supuse que la familia propietaria de la cabaña debía de tener niños. Intenté imaginarlos sentados en esa misma sala, tomando chocolate caliente y mirando sus películas favoritas.

—Eh, Xavier, he encontrado algo —anuncié.

Él sacó la cabeza por la puerta y luego vino a ver mi hallazgo.

—No está mal.

—No, ¿verdad? ¿Cómo nos podemos aburrir con una película de…? —Cogí uno de los DVD con curiosidad—: ¿Peces?

—No te cargues Buscando a Nemo —se burló Xavier, cogiéndome el DVD—. Es un clásico moderno.

—¿De verdad va de peces?

—Sí, pero son peces que molan mucho.

—¿Y qué me dices de esta? —pregunté, mostrándole una vieja copia de La bella y la bestia—. Parece romántica.

Xavier arrugó la nariz.

—Disney… No creo.

—¿Por qué no?

—Porque si alguien se entera, no lo soportaré.

—No se lo diré a nadie si tú tampoco lo haces —supliqué, y él meneó la cabeza con gesto de derrota.

—Qué cosas hago por ti —dijo, soltando un exagerado suspiro.

Después de desayunar conseguimos poner en marcha el reproductor de DVD, al encontrar el cable que nos faltaba. Yo interrumpía constantemente con preguntas que Xavier iba contestando con una paciencia infinita.

—¿Qué edad se supone que tiene Bella?

—No lo sé. Probablemente la nuestra.

—Creo que la Bestia es muy tierna, ¿no te parece?

—¿Tengo que contestar a eso?

—¿Cómo es posible que la vajilla hable?

—Porque, en realidad, se trata de los sirvientes del príncipe, bajo el hechizo de una mendiga. —De repente Xavier frunció el ceño y se mostró exasperado—: No puedo creerme que yo sepa todo esto.

A pesar de que aquella mágica historia me había cautivado y de que no paraba de cantar mentalmente Qué festín, en cuanto la película terminó volví a sentirme inquieta. Me levanté y empecé a dar vueltas por la habitación como un pájaro enjaulado. Al igual que Bella, yo quería salir al mundo y vivir mi vida. Además, Ivy y Gabriel todavía no habían venido, así que ni siquiera teníamos noticias sobre cómo iban sus «negociaciones». Yo sabía que ellos estaban trabajando tanto como podían para conseguir algún tipo de salvación para mí, y yo estaba muy agradecida por todo lo que estaban haciendo, pero deseaba saber qué iba a suceder un día u otro. Por lo menos, si supiera cuál debía ser mi destino, podría prepararme para afrontarlo.

—Me gustaría que mi vida se pareciera más a una película de Disney —dije con pesadumbre.

—No te preocupes. Ya se parece. ¿Es que no has visto por todo lo que han tenido que pasar esos dos antes de poder estar juntos?

—Eso es verdad. —Sonreí—. Y siempre hay un final feliz, ¿verdad?

Xavier me miró con ojos brillantes.

—Beth, cuanto todo esto acabe, tú y yo vamos a vivir un montón de aventuras. Te lo prometo.

—Eso espero —contesté, intentando mostrarme más optimista de lo que me sentía.

En ese instante, un rayo de luz atravesó las cortinas y se posó sobre la mesa de la cocina. Parecía estar tentándome, seduciéndome para que saliera de la cabaña.

—Xavier, mira, fuera hace sol —dije, incitándolo.

—Ajá. —Se mostró indiferente, pero yo sabía que no le gustaba verme infeliz.

—De verdad que necesito salir de aquí.

—Beth, ya hemos hablado de esto.

—Solo quiero dar un paseo. Es algo muy sencillo.

—Pero es que nuestras vidas no son sencillas. Por lo menos, ahora no.

—Eso es ridículo. ¿No podemos salir fuera solo unos minutos?

—No creo que sea una buena idea —respondió Xavier.

Pero me di cuenta de que le faltaba convicción: deseaba tanto como yo ser capaz de tomar una decisión y ejercer cierto control sobre su vida.

—¿Quién nos va a ver aquí? —insistí.

—Supongo que nadie, pero ese no es el tema. Gabriel e Ivy fueron muy claros al respecto.

—Solo iremos hasta el patio y volveremos —dije.

La idea de disponer de un poco de libertad, por efímera que esta fuera, me había animado tanto que Xavier no pudo negarse.

—De acuerdo —asintió, soltando un profundo suspiro—. Pero te cubrirás para asegurarnos de que no te puedan reconocer.

—¿Quien? —pregunté con sarcasmo—. ¿Los paparazzi?

—Beth… —dijo Xavier en tono de reproche.

—¡Vale! ¡Vale! ¿Qué me puedo poner?

No me respondió, sino que salió de la habitación y oí que rebuscaba en la habitación de arriba. Al volver, me mostró una cazadora militar muy grande para mí y una gorra de cazador.

—Ponte esto. —Lo miré, incrédula—. Y no discutas.

Yo sabía que Xavier actuaba por precaución, pero hasta ese momento no había sucedido nada extraño. Sí, es cierto que había visto esas misteriosas luces en el cielo, pero yo no le había dicho nada a Xavier sobre ellas. Él ya estaba bastante tenso sin saberlo y, además, lo más seguro era que no fuera nada importante. No habíamos visto ningún caballo blanco y ningún visitante había llamado por sorpresa a nuestra puerta. La verdad era que los últimos días habían sido tan aburridos que resultaba difícil creer que estuviéramos en peligro. Incluso había empezado a preguntarme si mis hermanos no se habrían equivocado. Quizá no tenían tan buena sintonía con el Cielo como creían.

Pero debería haber sabido que, en nuestras vidas, un periodo de calma siempre precedía a la tempestad.

Recorrimos el camino hasta el descuidado patio que había en la parte trasera de la cabaña, donde encontramos una tina llena de malas hierbas que crecían en desorden en su interior, así como una cuerda que colgaba de la gruesa rama de un roble. Un destartalado puente cubierto de musgo conducía hasta el lago que cerraba la parte posterior de la parcela.

Respiré profundamente y sentí que todo el cuerpo me vibraba, lleno de renovada energía. Nos agachamos en la orilla, que estaba cubierta de tréboles, y nos mojamos las manos en la límpida agua helada, tan transparente que se veían las pulidas piedrecillas del fondo. Se oía el fuerte zumbido de las abejas y una brisa suave nos envolvía. El sol calentaba nuestros rostros y, después de estar tantos días encerrados, la luz nos parecía tan brillante que casi nos dañaba la vista.

Caminamos sin prisas. En ese momento parecía difícil creer que alguien nos estuviera persiguiendo. Pensar que yo era un ángel a cuya cabeza habían puesto precio resultaba casi absurdo. Ambos mirábamos a nuestro alrededor como si estuviéramos viendo el mundo por primera vez. Entonces, Xavier cogió unas piedrecillas del suelo para probar cuán lejos podía lanzarlas en el lago. Al ver que había conseguido hacer rebotar una de ellas varias veces sobre la superficie del agua, intenté imitarle. Pero mi piedra tocó la superficie y se hundió al momento.

No tenía ninguna duda de que cambiaría mi inmortalidad por la posibilidad de hacerme vieja con Xavier. Deseaba que Ivy y Gabriel lo comprendieran. Por supuesto, no tenía ninguna esperanza de que los séptimos lo hicieran. Nunca podría explicárselo. Me los imaginaba como una manada de lobos hambrientos en busca de su presa. Aquel que consiguiera capturarme y llevarme hasta el castigo que me esperaba sería considerado un héroe en el Reino.

A pesar de que todos los ángeles habían sido creados sin ego, los séptimos eran la excepción que confirmaba la regla. Se decía que actuaban por la necesidad que tenían de ser reconocidos. Al pensar en cuánto había cambiado Zach justo antes de su promoción, me di cuenta de que esa teoría era posible. Yo sabía que las jerarquías que existían en la Tierra tenían su reflejo en el Cielo, y también sabía hasta dónde podían llegar algunos —tanto ángeles como seres humanos— para alcanzar el poder. Me había enfrentado a demonios y había ganado. Las motivaciones de estos seres eran claras: manipular a los humanos y llevarlos por el mal camino. Pero un ambicioso ejército de ángeles motivados por la sed de justicia sería mucho más difícil de manejar.

No debíamos de llevar más de diez minutos caminando cuando me di cuenta de que Xavier echaba un vistazo al reloj. Había notado que, en esa parte del mundo, el sol salía temprano y se ponía pronto. De repente también me di cuenta de que la luz empezaba a disminuir.

—Vamos, Beth. Será mejor que regresemos.

—¿Ya?

—Sí. Hemos estado fuera demasiado tiempo.

—De acuerdo, ya voy.

Aunque sabía que Xavier me estaba esperando un poco más adelante, quise demorarme unos segundos más para disfrutar de lo que tenía alrededor antes de regresar a la prisión de la cabaña. El denso bosque que nos rodeaba tenía un aire mágico, y deseaba explorarlo. Los rayos del sol atravesaban las finas nubes y caían sobre el agua. Eché un último vistazo a mi alrededor: ¿quién sabía cuándo podría volver a disfrutar del esplendor de la naturaleza? Si Gabriel se enteraba de nuestra escapada, quizá decidiría no dejarnos solos nunca más.

Di la espalda a esa escena idílica y me dirigí hacia donde Xavier me estaba esperando. Él alargó una mano para ayudarme a trepar la empinada orilla del río. Cuando llegué arriba, me ajustó la gorra, que me había caído sobre los ojos.

—¿Crees que puedo quitarme el gorro ya? —pregunté en tono juguetón.

Xavier no respondió. Al principio creí que era porque se oponía a lo que acababa de sugerirle, pero entonces me di cuenta de que palidecía y de que apretaba la mandíbula. Tenía la vista clavada al otro lado del lago. Entonces, casi sin mover los labios, dijo:

—No te des la vuelta.

—¿Qué? ¿Por qué? —Noté una oleada de pánico y me agarré a su mano.

—Hay alguien al otro lado del lago.

—¿Un vecino? —susurré, esperanzada.

—No creo.

Me dejé caer sobre mis rodillas, como si estuviera buscando algo que se me hubiera caído al suelo. Al incorporarme, giré la cabeza un instante y eché un rápido vistazo al otro lado del lago. A cierta distancia de donde nos encontrábamos, entre dos grandes árboles, había un caballo blanco. Tenía el pelaje y la crin de un color plateado que parecía sobrenatural, y pateaba el suelo con sus cascos dorados.

—Un caballo blanco.

Las palabras parecieron brotar de mis labios, que sentía helados por el terror.

—¿Dónde? —preguntó Xavier incrédulo mientras escudriñaba el bosque.

Él no había visto el caballo porque se había concentrado solo en el jinete. Este, de una imagen inmaculada, iba vestido como si asistiera a un funeral. A pesar de que tenía las cuencas de los ojos vacías, sentí que me miraba directamente. Nunca había visto un séptimo, pero supe que ese ser que me observaba era uno de ellos. No tuve ninguna duda al respecto.

Lo que me había dicho a mí misma que nunca sucedería acababa de ocurrir. Finalmente me encontraba frente a un miembro de la Séptima Orden, unos seres que, hasta ese momento, solo conocía de oídas.

El séptimo estaba de pie al otro lado del lago, por la parte más ancha. Recordé las palabras de Ivy y supe que debía escapar, pero no era capaz de moverme. Me sentía inmovilizada. El séptimo tenía las blanquísimas manos entrecruzadas, en un gesto de calma, y nos observaba. De repente, sin previo aviso, empezó a acercarse. Hacía un instante que se encontraba de pie al otro lado del agua, pero ahora ya avanzaba hacia nosotros rápidamente; sus pies parecían rozar con suavidad la superficie del agua.

—Beth, ¿estoy soñando o está…?

Xavier se interrumpió y retrocedió unos pasos, tirando de mí para que lo siguiera.

—No estás soñando —susurré—. Está caminando sobre el agua.

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