Heaven

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6. Tenemos que hablar

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Tenemos que hablar

El séptimo se dirigía directamente hacia nosotros. Yo me sentía como en un sueño: hacía un segundo que se encontraba al otro lado del río, pero en ese momento estaba a pocos metros de nosotros. A lo lejos, su caballo blanco relinchó y agitó la cabeza, pero su jinete no le prestó ninguna atención.

Recordé lo que Gabriel nos había dicho: los séptimos eran cazadores, estaban entrenados para rastrear a sus presas. Pero este no parecía preocupado por el hecho de que lo estuviéramos viendo. Se limitaba a avanzar con calma. Era como si supiera que no tenía ninguna necesidad de apresurarse porque nosotros no podíamos eludirlo de ninguna manera. Esa actitud me hubiera alarmado mucho de no haber estado tan ocupada en encontrar una forma de huir de allí. El séptimo se detuvo un instante y ladeó la cabeza ligeramente, como si quisiera confirmar mi identidad. Su movimiento era un tanto mecánico, como el de una máquina en funcionamiento. Imaginé que su cerebro estaba programado para registrar cualquier cosa que tuviera el tamaño de mi cráneo o el olor de mi piel. No había nada humano en él. Pero tampoco había en él nada angelical.

Al igual que otros de su naturaleza, no tenía rostro. Sus labios y su nariz se difuminaban de forma tan imperceptible que era casi imposible distinguir lo uno de lo otro. No tenía ojos, solo se le veían las cuencas recubiertas por una lechosa membrana de piel. El perfecto contorno de su rostro me recordó al de los maniquís que se ven en los escaparates de las tiendas.

De repente noté que mis pensamientos se mezclaban, se confundían los unos con los otros. Intenté aclarar mi mente, pero no lo conseguí. Parecía que el séptimo me tenía atrapada en una garra invisible. Por suerte, no podía ejercer ese mismo poder en Xavier, y él pronto se dio cuenta de lo que sucedía. Sin intentar sacarme de mi trance, me cogió, me cargó sobre uno de sus hombros y arrancó a correr. Al cabo de unos instantes noté que el poder que el séptimo ejercía sobre mí se había debilitado. Bajé al suelo. Impulsados por la adrenalina, corrimos juntos sin volver la cabeza para ver a nuestro perseguidor.

Mis hermanos y yo podíamos comunicarnos telepáticamente, y siempre intentábamos mantenernos receptivos a las necesidades mutuas, así que pedí ayuda a mi hermano en silencio. «¡Gabriel! Están aquí. ¡Nos han encontrado!». No recibí ninguna respuesta.

En cuanto llegamos al camino de gravilla de delante de la cabaña, Xavier se detuvo y metió la mano en el bolsillo para sacar su móvil. Buscó torpemente en su lista de contactos con los dedos temblorosos por el estrés. Estaba a punto de pulsar el botón de llamada cuando nos detuvimos en seco. Yo ya había empezado a subir los escalones del porche y, al detenerme, choqué con Xavier. El teléfono se le cayó de las manos y, antes de que pudiéramos recogerlo, la puerta delantera se abrió. El séptimo ya estaba allí, esperándonos.

Miré a mi alrededor, frenética, buscando algún sitio donde escondernos, pero no vi nada que nos sirviera.

—¡Déjanos en paz! —grité, apartándome de esa pulcra e inmaculada figura.

Por toda respuesta, el séptimo dio un único paso hacia delante, como para recordarme que no recibía órdenes de nadie. Un tablón crujió bajo sus pies y el sonido me resultó increíblemente fuerte en el silencio de la tarde.

¿Dónde estaban Ivy y Gabriel? ¿No habían oído mi llamada de socorro? ¿O quizás había sido interceptada? Sentí un escalofrío por todo el cuerpo y pensé en cómo podían cambiar las cosas en cuestión de segundos. Lo único que podíamos hacer era mantener la calma. Supliqué mentalmente que Xavier no hiciera nada precipitado en un intento de protegerme, pues el séptimo podía arrebatarle la vida en un segundo. Las húmedas membranas que le cubrían las cuencas de los ojos impedían saber qué, o a quién, estaba mirando. De repente y de forma inesperada, el séptimo me ofreció la mano.

—Tenemos que hablar —me dijo. Su voz era atonal, una sorda vibración en el aire—. ¿Quieres entrar, por favor?

Dio un paso a un lado, dejándome espacio para entrar. La faz de su rostro era tan suave que debía de estar hecha de yeso. Su olor me resultó extraño: era una mezcla de colonia barata mezclada con el olor de la gasolina. Ese hedor me quemaba en las fosas nasales.

—Piénsalo bien, colega —intervino Xavier—. Beth no va a ir a ninguna parte contigo.

—Xavier, por favor —susurré—, deja que yo me ocupe de esto.

El séptimo ni siquiera pareció darse cuenta de que Xavier había hablado. Yo, a pesar de que nunca me había cruzado con ninguno de ellos, me daba cuenta de cuán peligroso sería enfrentarme a él abiertamente.

—No tardaremos —continuó el séptimo con fingida educación.

Ambos sabíamos que si lo seguía dentro de la cabaña nunca volvería a salir. Di un paso adelante, dudando; los pies me pesaban como si fueran de cemento.

—¡Beth, espera! —Xavier me cogió el brazo y me miró. Sus profundos ojos azules estaban llenos de terror—. No pensarás de verdad entrar ahí con este… bicho raro, ¿no?

El rostro del séptimo no delató para nada sentirse ofendido. Su expresión se mantuvo perfectamente inexpresiva, como si fuera una fotografía digital.

—No hagas esto más difícil de lo necesario —advirtió.

Tenía el rostro vuelto hacia mí. Yo debía pensar deprisa. Tenía que hacer algo para detenerlo, para pillarlo con la guardia baja. No dejaba de preguntarme: «¿Qué diría Gabriel?». Pero sabía que él no tendría que pensárselo. Tal vez esa fuera la clave.

—Te estás volviendo contra los de tu propia especie —le dije, de repente—. Lo sabes, ¿verdad?

Me pregunté cuán astuto sería. ¿Se daría cuenta de cuál era mi estrategia? Si conseguía retrasar mi charla con él, aunque fuera durante unos pocos minutos, quizá Gabriel e Ivy pudieran llegar a tiempo.

—Lo siento, señorita Church. No soy yo quien se ha vuelto contra los de su propia especie.

Su tono desprendía un autoritarismo tan frío que mi confianza se resquebrajó. Pero no estaba dispuesta a permitir que se diera cuenta.

—La verdad es que ahora soy la señora Woods —le dije con atrevimiento.

Sus labios parecieron esbozar una ligera sonrisa, su primera muestra de emoción hasta ese momento. ¿Se estaba burlando de mí?

—Le aconsejo, «señora Woods», que acepte mi petición, y se pueda evitar un baño de sangre —respondió, mirando rápidamente hacia donde se encontraba Xavier.

Yo sabía que detrás de esa actitud cortés y profesional se encontraba un soldado cuyo único objetivo era cumplir su misión… al precio que fuera. Otra vez volví a notar que mis pensamientos se confundían.

—Por supuesto —respondí mecánicamente—. Lo comprendo.

Xavier me cogió de la mano.

—No voy a permitir que vayas.

—No pasa nada —mentí—. Solo vamos a hablar.

No parecía convencido, pero antes de que pudiera reaccionar, me solté de su mano y me acerqué al séptimo. Sabía que Xavier no podía protegerme. Ahora me tocaba a mí protegerlo a él. Si no me quedaba más remedio que ascender con el séptimo, tendría que asegurarme de que Xavier se quedaba en tierra sano y salvo. Pero mi marido no estaba dispuesto a correr ningún riesgo con respecto a mi vida: de repente, corrió hacia delante, me dio un empujón y se colocó delante del séptimo.

—Si quieres hablar con alguien, hazlo conmigo.

El séptimo se vio obligado a dirigirse a él.

—Chico, ¿qué te hace pensar que podrás oponerte a la voluntad del Cielo?

—Pura arrogancia, supongo.

—Apártate. No es asunto tuyo.

—Los asuntos de Beth son los míos.

El séptimo soltó un suspiro de impaciencia. ¿O era de aburrimiento?

—No digas que no te he advertido.

—¡No le hagas daño, haré lo que digas! —grité, pero ya era demasiado tarde.

El séptimo levantó una mano y un rayo de luz surgió de su palma. Era un rayo muy fino, pero yo sabía que era tan fuerte como el acero. El rayo se enroscó alrededor de la garganta de Xavier. Con los ojos casi desorbitados, este se llevó las manos hasta su garganta, pero fue en vano. Se estaba ahogando. No podía ganar esa pelea. Xavier cayó de rodillas al suelo y, rápidamente, su cuerpo se debilitó. Había perdido la conciencia.

—Nadie puede resistirse a la voluntad del Cielo —dijo el séptimo.

Mientras observaba esa escena, la confusión mental que había sentido desapareció. En su lugar, me invadió un sentimiento mucho más poderoso: la rabia. Era una rabia que me recorría todo el cuerpo, rechazando todo obstáculo interno; parecía una crecida después de una lluvia torrencial, capaz de rebasar todo límite.

—Te he dicho que no le hagas daño.

No levanté la voz, pero el tono era envenenado. Algo en mi interior había cambiado.

A menudo la rabia distorsiona la percepción de la realidad, pero en ese momento yo veía las cosas más claras que nunca. Esa rabia me había liberado del poder que el séptimo estaba ejerciendo sobre mí. Era capaz casi de percibir mis propios mecanismos mentales, y por un instante me pareció ver el mundo a través de unas gafas de rayos X. Percibía la composición molecular de la cabaña, podía decir cuáles eran sus partes débiles, y notaba los puntos por donde la humedad penetraba en sus paredes. En ese momento supe cosas que nadie en el mundo podía saber, como, por ejemplo, dónde había caído la última gota de una lluvia de verano.

Continuaba mirando al séptimo, pero ahora mi visión lo penetraba. Todo lo que había de humano a mi alrededor desapareció de mi percepción y me sentí unida al universo entero: yo era aire, roca, madera, tierra. Supe lo que debía hacer, lo que era capaz de hacer.

Rápida como un rayo, me agaché y cogí uno de los ladrillos que se guardaban al final de las escaleras y lo lancé como si fuera un frisbee, con tal rapidez que impactó en el cuello del séptimo antes de que él se diera cuenta de lo que sucedía. Sus rápidos y finos reflejos deberían haberle permitido coger el ladrillo al vuelo y devolvérmelo con fuerza suficiente para acabar conmigo. Si hubiera sido capaz de expresar algún sentimiento, me hubiera mirado con sorpresa. Pero el séptimo no pudo responder: mi ataque lo había pillado desguarnecido. Su cuello pareció doblarse hacia atrás; dio un par de pasos hacia el interior de la casa. Sin perder un instante, alargué la mano y cerré la puerta tras él. Entonces noté un fuerte cosquilleo en la punta de los dedos y, de inmediato, el techo de la cabaña empezó a desprender humo. Lo que sucedió a partir de ese momento escapó por completo a mi control. El fuego prendió ante mis ojos, envolviendo el porche y haciendo estallar las ventanas. En cuestión de segundos, la Cabaña del Sauce se vio engullida por las llamas. Mientras las paredes se derrumbaban, vi que el séptimo permanecía de pie, envuelto en un traje de llamas. El fuego no podía matarlo…, seguramente ni siquiera le dejaría una marca. Pero sí lo había detenido, por el momento. No sabía por cuánto tiempo, y no tenía intención de quedarme allí para averiguarlo.

Solo tenía una idea en la cabeza: llevar a Xavier a un lugar seguro. Si el séptimo nos atrapaba ahora, probablemente lo mataría solo por venganza. Corrí hasta Xavier, que continuaba inconsciente, pero que todavía respiraba. No pude hacer que volviera en sí, y llevarlo a rastras no era posible. Entonces vi que el séptimo ya se dirigía hacia la puerta, envuelto en llamas.

Desplegué las alas con un sonoro chasquido que resonó en todo el bosque y que provocó que los pájaros huyeran de las copas de los árboles. Abracé a Xavier por la espalda y levanté el vuelo. Mis alas eran tan fuertes que ni siquiera notaba su peso en mis brazos. Me dirigí hacia la carretera en un vuelo muy bajo para evitar ser vista: los pies de Xavier rozaban las copas de los árboles.

No tenía las ideas muy claras, pero tenía pensado aterrizar en algún lugar y hacer que algún coche se detuviera. Pero, de repente, mi corazón palpitó de alegría al ver el familiar todoterreno negro por el polvoriento camino que llevaba a las montañas. Mi hermano y mi hermana me vieron en el mismo momento en que yo los vi a ellos. El coche se detuvo en seco y Gabriel vino de inmediato hasta mí. Cogió a Xavier y lo dejó con cuidado en el asiento de atrás.

—¿Dónde estabais? —exclamé, con el rostro sucio de cenizas cubierto por las lágrimas.

—Hemos venido en cuanto hemos podido —respondió Ivy, que parecía estar sin resuello.

Señalando a Xavier, pregunté:

—¿Puedes ayudarlo?

Ivy colocó una de sus frías manos sobre la frente de mi marido y, al cabo de un momento, recobró la conciencia. Con un gemido, se llevó la mano a la cabeza.

—Estás bien —le aseguré—. Ambos estamos bien.

Xavier, al recordar lo que había sucedido, se puso en tensión y se incorporó en el asiento.

—¿Adónde ha ido? —preguntó—. ¿Dónde estamos?

—Ivy y Gabriel están con nosotros —respondí—. Hemos escapado.

—¿Cómo? —preguntó Xavier—. El séptimo se te iba a llevar…

—Creo… —repuse, dudando—. Creo que le prendí fuego.

—¡No puede ser! —Xavier se mostró perplejo un segundo, pero no pudo reprimir una carcajada—. Es increíble. La verdad es que se lo merecía.

Pero Ivy tuvo una reacción un tanto diferente:

—¿Es que has perdido la cabeza? —Sus ojos plateados adquirieron un brillo metálico a causa de la sorpresa—. No se puede utilizar ese tipo de poderes con un séptimo. Es una traición al Reino.

—No tenía intención de hacerlo —protesté—. ¡Intentaba matar a Xavier!

—Bueno, ahora que le has prendido fuego, estoy seguro de que estamos en el camino de la reconciliación —replicó Gabriel, irónico.

Entonces se oyó el susurro de las copas de los árboles empujadas por el viento y recordé que el séptimo debía de estar por allí, en algún lado.

—¿Creéis que intentará seguirnos?

—No, ahora ha perdido el rastro. Tiene que empezar de nuevo. Pero, de todas maneras, debemos irnos.

Gabriel puso en marcha el motor del coche y dio media vuelta.

Yo no podía evitar sentirme un tanto orgullosa: había conseguido frustrar los planes de uno de los más poderosos agentes del Cielo. Pero Gabriel pareció leer mis pensamientos:

—No te confíes demasiado: has conseguido rechazar a uno, nada más. Hay ejércitos enteros. No podemos luchar contra todos ellos.

—¿Y cómo vamos a hacerlo?

—Nos hemos reunido con los serafines y el Coro Angélico —anunció Gabriel—. Por eso hemos llegado tarde a la cabaña.

—¿Y? ¿Cuál es el veredicto?

Al ver que Gabriel guardaba silencio, supe que eran malas noticias.

—Los séptimos solo quieren sangre. No quieren llegar a un acuerdo —repuso Ivy—. Quieren que vuestro matrimonio se anule.

—Creí que los ángeles eran justos y buenos —dijo Xavier—. ¿Desde cuándo van por ahí matando gente? ¿Y desde cuándo el Cielo lo aprueba?

—¿Qué te hace pensar que el Cielo lo aprueba? —preguntó Gabriel con dureza.

Pero Xavier no pensaba echarse atrás.

—No están haciendo gran cosa para detenerlos.

—Lo que debes saber de los séptimos es que fueron creados como perros guardianes, fueron diseñados para mantener el orden. No comprenden el comportamiento humano, así que es fácil que su poder escape de su control.

—¿Los estás defendiendo? —Xavier se mostró escandalizado.

Yo no podía culparlo por eso: todo lo que le habían enseñado sobre el Cielo y sobre sus habitantes se estaba derrumbando.

—No los estoy defendiendo —respondió Gabriel—. Solo intento explicar cómo trabajan. Lo único que tienen en su cabeza es cumplir con su trabajo.

—Bueno, pues alguien debería despedirlos.

—El Cónclave está buscando maneras de limitar su poder.

—Y mientras tanto, ¿están fuera de control? —pregunté yo, sin poder creerlo.

—Sí —respondió Ivy—. Su visión de la justicia se ha pervertido. Cuando se encuentran en una misión, no tienen en cuenta nada más.

—Pues yo diría que tienen cosas mejores que hacer —rezongó Xavier—. Preocuparse por la paz mundial o algo parecido.

—Exacto —lo apoyé—. ¿Por qué nuestro matrimonio es tan importante para ellos?

—No lo sé —se limitó a responder Ivy.

Pero yo tuve la clara sensación de que nos estaban ocultando algo. Ivy cruzó los largos dedos de sus manos y fijó la mirada en el asiento que tenía delante.

Gabriel estaba concentrado en la carretera. Su expresión era tensa, como si estuviera librando una batalla interna. Me acerqué a los asientos delanteros y le miré a la cara.

Al fin, él apartó los ojos de la carretera y me devolvió la mirada. Al ver la expresión de su rostro, adiviné de inmediato lo que no quería decirme.

—Te han pedido que nos entregues, ¿verdad?

Gabriel frunció el ceño y cerró los ojos un instante. Yo le hubiera dicho que se limitara a mirar la carretera, pero sabía que era capaz de conducir con los ojos vendados.

—Sí —admitió, apretando los labios—. Eso es exactamente lo que me han pedido.

—¡Cómo se atreven!

Me sentía indignada por él.

—Alegan que cualquier fiel sirviente del Reino no dudaría al respecto.

—¿Así que ahora ponen en cuestión tu fidelidad?

—Nos han dicho que entregarte es la única opción que tenemos.

—No puedo creer que te hayan puesto en esa situación —afirmé, enojada.

—Un momento. —Xavier levantó ambas manos y, en tono inseguro, preguntó—: Gabriel, ¿qué les has respondido?

Mi hermano guardó silencio.

—¿Gabe? —repitió Xavier, ahora con aprensión.

Finalmente, Gabriel contestó con pesar:

—Les dije que lo haría.

Se hizo un silencio mortal.

—¿Les dijiste qué? —pregunté en voz baja.

—Ahora mismo nos están esperando. Piensan que te he venido a buscar para llevarte hasta ellos.

El pánico me invadió al momento.

—¡No! —grité—. ¿Cómo has podido?

En ese instante me di cuenta de que las puertas del coche se habían cerrado automáticamente. No había forma de salir, a no ser que intentáramos romper la ventanilla.

—Bethany, por favor —dijo mi hermano con gran calma—. Tú no puedes ser mi prisionera.

Giró la cabeza, y en cuanto vi su rostro me ruboricé de vergüenza por haber dudado de él. Me sentí llena de culpa.

—Quieres decir que no… —no pude continuar.

—No te voy a entregar al Cónclave. No te he traicionado.

—Un momento. —Me cubrí los labios con la mano, sorprendida—. ¿Eso significa que les has mentido?

Esa posibilidad resultaba imposible de creer, pues contradecía todo lo que sabía sobre mi hermano. No podía creer que se hubiera colocado de forma voluntaria en esa difícil posición.

—No tuve otra alternativa.

El sacrificio que había hecho me había dejado impresionada.

—Pero te pueden echar por esto. No puedo permitir que lo hagas.

—Ya está hecho.

Mi hermano hablaba en un tono muy grave, como si alguien acabara de morir…, quizás una parte de él mismo. Nunca había visto una expresión de vacío como esa en sus ojos. Desde tiempos inmemoriales, Gabriel había sido uno de los arcángeles más sensibles y sinceros del Reino. Su fidelidad se remontaba a miles de años. Muchos sucesos habían puesto a prueba su carácter, pero él siempre había sido honesto. Él y Miguel eran los dos pilares sobre los cuales se apoyaba el Coro Angélico. ¿De verdad iba Gabriel a dar la espalda a todo solo para protegerme?

¿Cómo podría nunca compensarle por ello?

—Así que piensas renunciar al Coro —pregunté en un susurro, horrorizada.

No podía imaginar qué futuro esperaba a mi hermano si perdía su identidad angélica. No quería ni pensarlo.

—No —repuso Gabriel—. Pero ellos me echarán en cuanto se den cuenta de que no he cumplido con mi deber.

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