Heaven

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9. Una noche muy, muy estrellada

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Una noche muy, muy estrellada

Pronto anocheció, y al final Xavier tuvo que dejarme para ir a ver a sus compañeros de habitación. Como era nuevo, tenía que vivir en un apartamento fuera del campus, pero sabía que no estaría muy lejos de donde me encontraba yo.

Después del aislamiento que habíamos vivido en la cabaña, me resultaba extraño oír el movimiento y la vida de los adolescentes por los pasillos. Salí a inspeccionar los baños y descubrí que no estaban tan mal como había imaginado, a pesar de que no tenían nada que ver con los cromados dorados y las decoraciones de mármol a las que me había acostumbrado en Byron, mi casa en Venus Cove. Pero conseguí no dejarme invadir por lo que me rodeaba y dirigí mi atención hacia mi interior: el Hades me había enseñado a hacerlo.

Mientras llenaba de agua caliente la pila para lavarme la cara, me miré en el espejo, que era tan grande como la pared. Pensé que podía hacerme pasar por una universitaria si conseguía revolverme el pelo y ponerme un poco de bronceado en crema en el rostro. La única cosa que no encajaba era la expresión de mis ojos, una expresión que parecía decir: «Yo sé algo que tú no sabes». Era un gesto sutil, y me hacía parecer un tanto ajena a todo. Seguramente, alguien podría malinterpretarla como aburrimiento, mientras que otros podrían pensar que yo era, sin más, una soñadora. A pesar de mis vínculos terrenales, en realidad todavía me sentía ligada a mi vida sobrenatural, y mi alma —mi esencia— no era humana. Y eso era imposible de ocultar.

Cuando regresé al dormitorio descubrí que Mary Ellen no había perdido el tiempo y ya había invitado a nuestras vecinas a la habitación para que nos conociésemos. Las chicas, Missy y Erin, eran del mismo pueblo, situado cerca de Fort Worth, Texas. También sentían un gran entusiasmo por empezar la vida en la universidad y se mostraban ansiosas por ofrecer una buena impresión. Missy era vivaracha, amante de los Rebels, sonreía todo el tiempo y, según Erin, el único motivo por el que estaba en la universidad era encontrar marido. Mary Ellen decidió en ese momento que íbamos a ser las mejores amigas del mundo y, de inmediato, adoptó la costumbre de entrar en el dormitorio sin llamar a la puerta.

Resultó que yo no tenía ningún vestido adecuado para asistir a una fiesta de fraternidades, así que me vi obligada a tomar prestadas algunas cosas de Mary Ellen. Si, en la universidad, las chicas iban vestidas de cualquier manera durante el día, por la noche se acicalaban concienzudamente: calzaban tacones altísimos y faldas muy cortas. Mary Ellen me prestó un vestido azul oscuro y unos zapatos altos con tiras de satén. El vestido era muy suelto, y me hacía parecer muy alta y esbelta. El cabello me caía sobre la espalda en rizados mechones de color castaño.

—Estáis guapísimas —dijo Erin—. Conseguiremos que esta primera noche sea memorable.

Las chicas pasaron mucho tiempo frente al espejo, arreglándose, y no conseguimos salir hasta después de las diez de la noche. Para entonces yo ya estaba cansada y con ganas de irme a la cama, pero no estaba dispuesta a admitirlo. Así que me dediqué a retocarme el cabello y volver a pintarme los labios mientras me unía a sus quejas sobre el aspecto.

—Con este vestido se me ven unos muslos muy grandes.

—Por lo menos no estás tan blanca como yo, que parezco brillar en la oscuridad.

—¿Habéis visto mi foto del carné? ¡Y tendré que llevarla durante todo el año!

—No consigo evitar que el cabello me quede aplastado —me quejé yo.

Las chicas asintieron con complicidad, y Mary Ellen me atacó de inmediato con un bote de laca.

Cuando por fin llegamos a Fraternity Row, vi que las casas eran muy bonitas. Nos detuvimos ante una elegante casa blanca de arquitectura sureña que tenía las letras doradas ΣN en, su parte superior. En el porche, unos chicos comían pizza y bebían cerveza sentados en unas mecedoras. Dentro de la casa, una enorme mesa de roble ocupaba el salón y una ancha escalera conducía a los dormitorios y a la sala común. Había universitarios por todas partes: tumbados en los sofás, charlando en el pasillo, tirados en las camas y en el porche trasero. Debajo de la mesa de billar había un barril de cerveza y unos cuantos vasos de plástico tirados por el suelo, que ya estaba manchado por la cerveza.

Resultaba fácil distinguir a las chicas de primer año. Se las veía aterrorizadas, de pie, formando círculos, temerosas de beber e incluso de hablar por miedo a molestar a las temidas chicas de las sororidades. Solamente charlaban entre ellas, y cuando un chico pasaba por su lado, enderezaban el cuerpo y se retocaban el peinado. Esas cosas, que para mí eran insustanciales, eran problemas vitales para ellas. Por un momento me hubiera gustado estar en su lugar: que la vida fuera así de sencilla.

—Señoritas, ¿qué tal están?

Los chicos del porche se habían dirigido a nosotras con sonrisas encantadoras, y las chicas empezaron a soltar nerviosas risitas mientras se acercaban a ellos.

Cuando Xavier llegó, parecía una persona completamente distinta. Me había acostumbrado a verle con su actitud defensiva, enfrentándose a los problemas del universo. Pero en ese breve espacio de unas cuantas horas, Xavier había cambiado y yo me di cuenta de que se encontraba en su elemento. Llegó con un grupo de muchachos, todos muy elegantes con sus camisetas y sus colonias caras. Estaba claro que esos chicos no tenían miedo, que sabían quiénes eran, adónde iban, y que tenían una clara sensación de pertenecer a ese mundo. A su paso, los demás dejaban de hablar y los observaban. Ellos iban saludando a sus amigos, como si llevaran allí años, en lugar de unas cuantas horas.

—Oh, Señor —murmuró Mary Ellen, apretándome con fuerza el brazo—. Son de primero. Tienes que conseguir que tu hermano nos los presente.

—¿Cuál es tu hermano?

Missy y Erin estiraban el cuello, ansiosas por distinguirlo.

—El que va de blanco…, el del pelo rubio.

Mary Ellen frunció las cejas con expresión traviesa.

—No. ¿Ese es tu hermano?

Missy ahogó una exclamación.

—Uau.

—Sí —dijo Mary Ellen—. Y es un Sigma Chi.

Xavier nos saludó con la mano y se dirigió hacia nosotras con paso tranquilo.

—Hola, hermanita —me saludó, dándome un leve golpe con el codo en las costillas mientras sonreía a las demás—. ¿Qué tal os estáis instalando? Estos son mis compañeros de habitación, Clay y Spencer.

—No veo ningún parecido —comentó Spencer, observándome con detenimiento.

—Siempre hemos sospechado que fue adoptada —bromeó Xavier.

Las chicas estallaron en risas, como si él hubiera contado el chiste del siglo. En ese momento, un chico que llevaba una nevera pasó por delante de nosotros y se detuvo para charlar con los chicos.

—¿Queréis algo? —preguntó.

—No, gracias, no bebo —respondí.

Missy y Erin aceptaron unas cervezas, pero quisieron verterlas en los vasos para que las chicas de las sororidades creyeran que bebían soda.

Tuvimos que esperar un poco, pero, al final, Xavier y yo encontramos el momento de escaparnos de la fiesta sin que nadie se diera cuenta. Mientras nos acercábamos a una gran camioneta de color negro, él sacó unas llaves de su bolsillo.

—Vaya…, ¿es que vas a robar un coche? —pregunté.

—Sí —repuso Xavier—. La universidad ya me ha convertido en todo un criminal.

—¡Xavier!

—Relájate, Beth —dijo riéndose—. Es mío. Ivy y Gabriel lo dejaron para mí.

—¿Ah, sí?

—Sí. Se sentían mal por el hecho de que hubiera tenido que dejar mi Chevy. Y si tenemos que salir corriendo, no podemos fiarnos mucho de que los Rebels nos ayuden.

—¿De que nos ayuden?

—No importa. Vámonos de aquí.

Xavier arrancó la camioneta y salimos del campus por una carretera de frondosos márgenes. Cuando estuvimos seguros de que ya no nos podían ver, Xavier aparcó en un camino polvoriento, apagó los faros inmediatamente y se aseguró de que la camioneta quedara oculta bajo la sombra de los árboles. Caballeroso como era, saltó de su asiento y fue a abrirme la puerta del copiloto.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—No lo sé —dijo Xavier—. A algún lugar donde nadie nos pueda encontrar.

Era una noche cálida y oscura. Los árboles eran frondosos y nuestros pasos se ahogaban sobre el suelo cubierto de musgo. De vez en cuando se veía el destello de unos faros de coche por entre los troncos de los árboles, y yo no podía disimular una sonrisa al pensar que nadie podía saber que nos encontrábamos allí. Me alegraba de haber escapado del ruido y del sofoco de la fiesta.

—¿Te está gustando ser Ford McGraw? —le pregunté.

—No está mal. —Xavier se puso detrás de mí y me acarició los hombros. La tensión que había sentido se disolvió en un momento—. Pero creo que ser Xavier Woods me otorga más privilegios.

—¿Como cuáles?

Xavier me acarició el cuello con sus labios.

—Como este…

—Este comportamiento no es propio de un hermano —le dije, mientras enredaba los dedos en su cabello.

Noté que la respiración se me hacía más profunda en cuanto nuestros cuerpos se ciñeron el uno contra el otro y Xavier deslizaba las manos hacia mi cintura.

—¿Estás seguro de que podemos hacer esto? Espero que no nos estemos pasando de la raya.

—Ya no me importa —murmuró Xavier a mi oído, lo cual me provocó un escalofrío en toda la espalda—. Quiero demostrarle a mi mujer cuánto la amo.

Entonces Xavier se detuvo un instante y me hizo dar la vuelta. Luego tomó mi rostro entre sus manos. Sus ojos color turquesa mostraban una emoción tan intensa que casi me parecía imposible soportarla.

—¿Cómo me has llamado?

—Mi esposa —repitió él en voz baja.

Xavier me bajó uno de los finos tirantes del vestido. El contacto de sus dedos, habitualmente tan familiar, me sobresaltó. Era como si me tocara por primera vez, y eso me hizo dar cuenta de lo precavidos que habíamos sido hasta entonces. Habíamos conseguido evitar todo contacto íntimo. Pero esa noche, mientras nuestros cuerpos se abrazaban, fui consciente de lo fácil que hubiera sido ceder. No sabía cómo habíamos conseguido evitarlo durante tanto tiempo, cómo habíamos demostrado ser capaces de tanto control. ¿Cómo habíamos podido ignorar la chispa que nacía a cada contacto entre nosotros? ¿Cómo había podido yo fingir que el fuego que sentía en el vientre no existía? Resultaba extraño sentir esa electricidad en el aire y saber que, esta vez, no teníamos que ignorarla. Cogí la mano de Xavier y la puse encima de mi pecho para que notara los latidos de mi corazón. Él cerró los ojos, y me pareció que la expresión de su rostro era casi de dolor.

A nuestro alrededor, unos majestuosos robles se levantaban hacia el cielo y el delicado perfume del ambiente parecía abrazarnos. Sentir la brisa sobre mi piel enfebrecida era muy agradable y, por un momento, la emoción fue tan intensa que creí que iba a desmayarme en sus brazos.

—No pasa nada —susurró él—. El cielo no va a descargar ninguna lluvia de fuego sobre nosotros.

Ahora nuestros pechos se tocaban, y yo sentía latir su corazón y el mío. Xavier enterró el rostro en mi cuello e inspiró profundamente. Me pareció que mi cuerpo desfallecía, y él me sujetó entre sus brazos e hizo que me tumbara en el suelo cubierto de musgo. Era tan mullido que pensé que unas sábanas de seda no habrían sido tan suaves. Se puso encima de mí con suavidad y nuestros cuerpos encajaron como si fueran piezas de un puzle. Entonces supe que nunca más me sentiría como un ser aislado. Por primera vez en mi existencia, tanto angelical como humana, me sentí verdaderamente completa.

—¡Mierda! —exclamó Xavier, incorporándose rápidamente y apartándose de mí.

—¿Qué sucede?

De repente me sentí dolorosamente consciente de mí misma. ¿Había hecho algo mal? Me devané los sesos intentando recordar todos los movimientos que había hecho hasta entonces, pero había estado tan concentrada en el momento que no me acordaba.

—No tenemos protección. No creí que la necesitáramos.

—Olvídalo.

Lo atraje hacia mí, buscando sus labios; no quería que ese momento mágico se disolviera. Todo había sido tan perfecto hasta entonces. Pero las cosas ya empezaban a cambiar. Xavier se resistió con determinación.

—Beth, no podemos olvidarlo; tenemos que ser responsables.

Suspiré profundamente y me senté en el suelo. Había estado bajo los efectos de un hechizo tan fuerte que mi mente había quedado en blanco. Odié la forma en que esa noche tan perfecta acababa de hacerse pedazos.

—¿De verdad tiene importancia? —pregunté.

—¡Por supuesto que la tiene! ¿De verdad quieres quedarte embarazada ahora? ¿No te parece que tenemos que resolver algunos temas antes?

—Xavier, probablemente no me pueda quedar embarazada.

—Tienes un cuerpo humano, Beth —me contradijo—. Hay una gran posibilidad de que suceda.

—De acuerdo —asentí—. Tienes razón. —Hice una pausa, pues se me había ocurrido algo más preocupante—: Siempre y cuando no haya otro motivo…

—¿A qué te refieres? ¿Qué otro motivo puede haber?

—Bueno, hace tanto tiempo que estamos evitando esto que… ¿Todavía…, todavía me ves de esa forma?

Xavier soltó un gruñido.

—¿Estás loca? Por supuesto que te veo de esa forma. He tenido que esforzarme mucho para no verte de esa forma.

Levanté la cabeza y lo miré directamente a los ojos.

—Quiero que me lo demuestres.

—Beth, por favor… —empezó a decir Xavier, pero le puse un dedo sobre los labios para hacerlo callar.

—No —dije—. Sin excusas. Ahora soy tu esposa, ¿recuerdas? Y te pido que me demuestres cuánto me quieres.

Él me miró a los ojos unos instantes y, luego, con un ágil movimiento, me izó y me puso encima de su cuerpo. Esta vez su beso fue profundo y directo. A pesar de que, técnicamente, yo no tenía alma, me pareció que las nuestras se fundían. Cada vez que me tocaba sentía un cosquilleo en la piel. Notaba sus músculos tensos y su respiración acelerada. Ese beso pareció durar una eternidad. Nos apretábamos el uno contra el otro mientras el tiempo parecía detenerse. Al final nos separamos. Xavier deslizó sus labios por la curva de mi cuello dándome pequeños besos.

—¿Todavía te queda alguna duda? —murmuró.

Negué con la cabeza y mis labios buscaron otra vez los suyos, cálidos, llenos y perfectos. Me besó con suavidad y provocación y, como siempre, yo quise más. El tiempo y el espacio parecieron disolverse mientras nos perdíamos el uno en el otro. Me pareció que la intensidad de nuestra pasión nos envolvía y hacía desaparecer todo el mundo y sus problemas.

—No quiero que pares —murmuré con mis labios junto a su cuello.

—Yo tampoco quiero parar.

Se apartó un poco y me miró. Sus ojos turquesa brillaban, hermosos. Esta vez me pareció decididamente absurdo resistir un impulso tan fuerte.

—Pero… ¿y si…?

No quise terminar la frase por miedo a que Xavier volviera a mostrarse tan prudente. Estaba tan excitada que casi no podía pensar de forma coherente. Xavier me observó y, al cabo de un momento, dijo:

—Tendré cuidado.

Nuestra primera noche como marido y mujer fue como explorar un mágico mundo subacuático en el cual únicamente existiéramos él y yo. Yo solo percibía su cálida piel en las yemas de mis dedos y el contacto de sus labios mientras exploraban mi cuerpo. El bosque se convirtió en nuestro reino privado, un lugar donde nadie podía entrar. Esa noche todo cobró vida ante mis ojos. Los troncos cubiertos de musgo y los helechos que cubrían el suelo del bosque brillaban con destellos plateados bajo la luz de la luna. El aire parecía estar vivo y bailar a nuestro alrededor ofreciéndonos el dulce aroma de la tierra.

Después, cuando abrí los ojos, vi un enorme manto de estrellas que cubría el cielo. Al pensar en esa noche, más tarde, recordaba imágenes sueltas y felices, nunca una secuencia de sucesos. Recordé mi brazo pálido como la piedra apoyado sobre el suelo de musgo. Recordé los dedos de Xavier, que recorrían mis hombros y palpaban el sobrenatural pálpito de mis venas. Recordé la camiseta de Xavier arrugada en el suelo, y mis manos sobre su suave pecho. Recordé haberme sentido llena como un enorme globo a punto de explotar. Y, por encima de todo, recordé que no habría podido saber dónde terminaba la piel de Xavier y dónde empezaba la mía.

Cuando un dique se rompe, ¿qué se puede hacer para detener el torrente de agua? Quizás el agua se pueda redirigir, pero nunca podrá volver atrás. Así es como me sentí entonces…, como si el Cielo me hubiera quitado un peso de encima, unida a Xavier por unos vínculos que ni la muerte podría romper.

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