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28. Quisieron obligarme a ir a rehabilitación

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Quisieron obligarme a ir a rehabilitación

Las cosas se pusieron mal en el mismo momento en que llegué. Aunque no esperaba sentirme feliz al regresar, tampoco había imaginado hasta qué punto me sentiría como una exiliada allí.

Cuando finalmente abrí los ojos, ya estaba al otro lado de las puertas del Cielo. Eran unas puertas tan altas que se perdían de vista por encima de mi cabeza y desaparecían en un remolino de blancura. Me di la vuelta y me abalancé contra los barrotes dorados para mirar hacia abajo, hacia el mundo que había dejado atrás. La Tierra estaba muy lejos. Desde la altura a la que me encontraba parecía una esfera de mármol de color azul oscuro suspendida en el espacio y cubierta por un velo blanco. Era tan hermosa que resultaba difícil imaginar que alguna vez hubiera sufrido la devastación de la hambruna, la guerra o los desastres naturales. Parecía un lugar tranquilo y protegido, cómodamente arropado en la malla de vida de nuestro padre. Todo en mi interior deseaba regresar. Pero no existía ningún camino de vuelta.

Me giré otra vez y me enfrenté a ese paraíso blanco en el cual el aire encendía brillos opalescentes de tonos rosáceos y suaves luces verdosas, como la espuma del océano. Pero ya no sabía qué hacer conmigo misma. Veía que a mi alrededor había otros ángeles: parecían esferas de luz que flotaban en la bruma y que se deslizaban rápidamente de un lugar a otro para guiar a alguna alma o mandar algún mensaje a través de la red de comunicación del Reino. Todo el mundo parecía tener un objetivo…, excepto yo. El único lugar al que yo deseaba ir era al pasado.

Tampoco estaba segura de si mi situación era mala. Había esperado algún tipo de reacción: furia, castigo o condena. Pero todo el mundo actuaba como si yo no existiera. Permanecí allí, sintiéndome impotente e indecisa, sin saber qué hacer, hasta que una voz se dirigió a mí.

—Bethany —oí—. Ahí estás. Bienvenida a casa.

Miré hacia arriba y vi a un mujer delante de mí. Vestía un inmaculado traje blanco y se había recogido el cabello en un pulcro moño. Llevaba la manicura en las uñas y unas gafas de fina montura dorada reposaban en la punta de su nariz.

—¿Quién eres? —pregunté, sin detenerme a pensar si esa pregunta tan directa podría parecer grosera.

—Soy Eve —dijo la mujer mientras sacaba un bloc y empezaba a tomar notas sin dejar de mirarme por encima de la montura de sus gafas—. Ven conmigo.

La seguí, pues no tenía otra alternativa. No podía quedarme allí, ante las puertas, indefinidamente, y no sabía a qué división pertenecía. ¿Todavía era un ángel en transición? No creía que me consideraran con la suficiente estabilidad mental para relacionarme con las almas. ¿Qué se suponía que podía hacer, pues? Esa era la única vida que había conocido…, además de mi vida en la Tierra. Así que seguí a Eve y llegamos a un lugar que se parecía, sorprendentemente, a una oficina. Una oficina muy aséptica.

En un momento había pasado del marmóreo vestíbulo del Cielo a estar sentada en un mullido sillón blanco, con una alfombra blanca a mis pies, frente a Eve y su gato, que ronroneaba tumbado en su regazo. Ella estaba sentada en una silla de respaldo de cuero y me observaba en silencio.

—Bueno… —dijo, sonriéndome con una expresión de tranquila sapiencia, como si estuviéramos entrando en una conversación pendiente. ¿Esperaba, quizás, a que yo dijera algo?

—Bueno… —repetí, terca.

—Las cosas han dado un giro interesante, ¿no es cierto? —dijo Eve, asintiendo con la cabeza, como si simpatizara completamente con la situación—. Dime, ¿cómo te sientes ahora mismo?

—¿Es una pregunta con trampa? —pregunté—. ¿Cómo te parece que me siento?

—Comprendo. —Eve volvió a sonreír y anotó algo en su bloc—. ¡Bueno, parece que tenemos unas cuantas cosas de las que ocuparnos!

Hablaba como si fuera una monitora de campamento que intentara motivar a los estudiantes.

—Quiero ir a casa —declaré levantando la voz, como si al hablar fuerte pudiera conseguir que recibiera mi mensaje.

—No seas tonta. —Eve dio unos golpecitos en el bloc con el otro extremo del lápiz—. Ya estás en casa.

—¿Quién eres? —volví a preguntar—. ¿Por qué estoy aquí, hablando contigo? Si me vas a excomulgar, hazlo y punto.

—¿Excomulgarte? —se extrañó, tomando nota inmediatamente de lo que acababa de decir, por si acaso—. Hoy no se va a excomulgar a nadie. Estoy aquí para ayudarte.

—¿En serio? —pregunté con escepticismo—. ¿Y cómo piensas hacerlo, exactamente?

—Con nuestras sesiones —contestó Eve, mientras abría un cajón que parecía invisible en la mesita blanca de la mesa de café y me ofrecía un cuenco lleno de caramelitos—. ¿Quieres uno?

—¿Has dicho «sesiones»? —pregunté, sin hacer caso de su ofrecimiento y apartando el cuenco con la mano—. ¿Es que vamos a encontrarnos regularmente?

—Oh, sí, cada día —respondió Eve—. Tienes que verme como tu mentora.

—Eres una psicóloga, ¿verdad? —pregunté con enojo—. ¿La versión que tiene el Cielo de lo que sería una médica de cabecera?

—Prefiero el término «mentora» —respondió Eve con amabilidad.

Estaba claro que no sabían muy bien qué hacer conmigo. No había ningún precedente de mi caso, ni ninguna experiencia en que basarse. Yo era una anomalía, así que habían decidido someterme a terapia con Eve, quien me resultaba más irritante a cada minuto que pasaba. Ella se negaba a responder a cualquier pregunta mía, pero esperaba que yo contestara todas las suyas. Afirmaba que su trabajo consistía en ayudar a que me «readaptara» hasta que me sintiera preparada para retomar mis antiguas responsabilidades. Tal como lo decía, parecía muy sencillo: pronto todo volvería a ser como antes. Solo que había un problema considerable: yo quería regresar a la Tierra, deseaba regresar al lado de Xavier. Ese era mi único objetivo, mi única ambición.

—Tengo entendido que vivías con un serafín y un arcángel, ¿es eso correcto? —preguntó Eve.

—No finjas que no lo sabes —repliqué.

Eve arqueó sus finas cejas.

—Procura responder la pregunta, por favor.

—Sí —contesté con tono sarcástico—. Vivía con ellos y con mi marido, ¿recuerdas?

—Hmmmm —hizo Eve con gesto pensativo, y anotó la información en su valioso bloc de notas.

—¿Quieres dejar de hacer eso? —pedí.

—Solo estoy anotando unas observaciones —contestó ella con amabilidad.

Y nuestra conversación prosiguió de la misma forma, en círculos: Eve sin decirme nada; yo replicándole con impertinencia de vez en cuando. Después de un tiempo que me parecieron largas horas, al final me despidió y me dijo que nos encontraríamos en la próxima sesión, al día siguiente. Si en el Cielo hubiera existido un acantilado desde donde tirarme, hubiera ido directamente allí. Pero ahora había vuelto a cobrar mi auténtica forma y, por supuesto, no podía morir. Tampoco podía dormir, así que no había ninguna forma de escapar. No podía comer. No podía hacer nada. Solo existir. Y ser un ángel en el Cielo y no tener nada en que ocupar el tiempo era una buena forma de perder la cabeza. Nuestra existencia estaba dedicada a servir y a proteger el Reino, así como a las creaciones de nuestro padre. Siempre estábamos ocupados, porque siempre había algún ser humano que necesitaba ayuda. Pero a mí se me había prohibido tener relación con nadie que no fuera mi mentora hasta que se decidiera que me encontraba en condiciones de volver a trabajar.

Así que no había nada con que llenar ese interminable espacio de tiempo que se abría ante mí. El aburrimiento era insufrible. Deseé arañar las paredes de mi mente. Quise correr, llorar, pelear, pero no podía hacer ninguna de esas cosas. Deseaba dejar de existir. Además del doloroso vacío que sentía en el pecho por echar tanto de menos a Xavier, también añoraba todo lo que había en la Tierra: el olor a café o a césped recién cortado, el romántico tono que adquiría la luz a la puesta del sol, el contacto con otro cuerpo o sentir el agua sobre la piel.

Notaba que había otros ángeles a mi alrededor, afanándose con sus tareas, pero ninguno se acercó a mí ni hizo ningún esfuerzo por hablar conmigo. ¿Me tendrían miedo? ¿O quizás habían recibido la advertencia de no acercarse a mí? Me sentía perdida, vagabundeaba sin saber adónde ir, hablaba conmigo misma, completamente alienada, recordando mi vida anterior. Todos creían que me estaba derrumbando. Y era cierto, me estaba viniendo abajo. Pero no me importaba. Ahora no había nada ni nadie por quien mantenerme cuerda. Así fue como me convertí en la excéntrica del Cielo. Estaba segura de que si Eve lograba lo que se proponía conmigo (y me parecía que era muy persistente) y me rehabilitaba, no quedaría ni rastro de humanidad en mí. Pero en mi interior yo seguía siendo la chica de Venus Cove, y no estaba preparada para dejar de serlo. No creía que lo pudiera estar nunca.

—Me pregunto si Xavier habrá ido a ver a sus padres —dije un día durante una sesión con Eve.

Ya había aprendido a hacer comentarios que no vinieran a cuento, porque sabía que eso la molestaba. Ella me había hecho una pregunta que yo ni siquiera había oído. Me sentía irritada con ella sin motivo aparente. Detestaba su pulcro aspecto, con su pelo castaño, casi de color caramelo, brillante como el cristal y recogido en un moño sobre la nuca. Su traje blanco siempre estaba inmaculado, y su rostro era suave y de expresión benévola. Por supuesto, Eve no era su nombre de ángel, pero quería que la llamara de esa forma para establecer «contacto» conmigo. Si la tuviera que comparar con la edad de los seres humanos, tendría alrededor de unos cuarenta años, y su rostro era el que uno espera encontrar en una directora de colegio.

—No tiene ningún sentido hablar de tu época en la Tierra —dijo Eve con firmeza—. Ahora ya pertenece al pasado.

La miré. Estaba allí, tranquilamente sentada, con ese tranquilo aire nórdico. Tenía que admitir que siempre parecía tener una respuesta para todo; seguramente, yo podía hacerle la misma pregunta cien veces y continuaría recibiendo la misma tranquila y sensata respuesta. Pero también tenía cierto aire de institutriz que me hacía desconfiar de ella. No creía que estuviera de mi parte, y no me gustaban sus ojitos, que nunca pestañeaban. Ella estaba de parte del orden, y yo representaba el caos.

—Tus recuerdos son cargas muy pesadas. Debes soltarlos.

—Cállate —dije. Eve apretó los labios y escribió algo en su pequeño bloc de notas—. Casi creo que el Infierno era mejor —dije para mí misma.

—¿Qué? —preguntó Eve—. ¿Qué has dicho?

—He dicho que me parece que echo de menos el Infierno —repetí, como si nada—. Por lo menos, allí había algo que hacer.

—No creo que sepas muy bien lo que estás diciendo.

—No creo que sepas muy bien lo aburridos que sois —repliqué.

—No es aburrido estar en paz —me informó Eve—. Ser uno con la energía cósmica más grande de lo que uno es capaz de comprender.

—Como quieras —rezongué—. No quiero formar parte de tu platea cósmica. ¿No has visto El señor de los anillos? Elijo una vida mortal.

—¿Quién te ha dado a elegir? —preguntó Eve, pero al ver que la fulminaba con la mirada, cambió de táctica—. A veces debes confiar en que los demás saben qué es lo mejor para ti. Intentamos ayudarte.

—¿Por qué tengo un cuerpo, todavía? —pregunté—. ¿Y por qué lo tienes tú? No es así como yo recuerdo el Cielo.

—Hemos hecho algunas concesiones —repuso Eve—. Estamos intentando reincorporarte a esta vida de forma progresiva. Creímos que darte un cuerpo durante unos años y arrebatártelo de golpe podría ser nocivo.

—Cuánta consideración —dije—. ¿Estás casada?

Eve frunció el ceño: se esforzaba por seguirme, a pesar de que yo cambiaba de un tema a otro sin sentido.

—Por supuesto que no. No nos permiten casarnos. Ya lo sabes.

—No podréis retenerme para siempre —le dije—. Encontraré la manera de salir. Aunque tenga que hacerme volar en pedazos con criptonita cósmica.

—¿Ah, sí? —preguntó Eve, asombrada.

—Sí —repuse—. Y si no puedo salir, causaré tantos problemas que desearéis no haberme traído aquí nunca.

—Veo que todavía nos queda algo de trabajo por hacer.

El hecho de que hablara en plural me molestó: me pareció un acto de condescendencia.

—¿Hasta cuándo? —pregunté en tono grosero.

—Hasta que comprendas que los placeres terrenales no son nada comparados con la eternas riquezas del Cielo.

—Bueno, pues en tal caso tendréis que mejorar vuestro juego —dije—. Porque de momento ganan los placeres terrenales.

—No siempre pensarás así —repuso Eve.

—¿Por qué hacéis esto? —pregunté—. ¿Por qué no me castigáis, simplemente? ¿Por qué no me lanzáis al abismo con Lucifer? Sería más fácil.

—Estamos intentando enmendarte —repuso Eve—. Dudo que Lucifer resultara de mucha ayuda para eso.

—¿Y si yo no quiero que me enmienden?

—No puedes vivir así siempre.

—No —asentí—. Y no tengo intención de hacerlo.

Estaba claro que teníamos diferentes soluciones in mente. Pero yo tenía una ventaja sobre ellos: me daba absolutamente igual lo que me sucediera. Ya no había nada con lo que pudieran asustarme. Había oído lo que habían dicho los séptimos: Xavier era valioso, no podían hacerle daño. Así que me podía permitir causar todos los problemas que quisiera. Y pensaba hacerles pasar un infierno. Solo que todavía no sabía cómo.

Se me ocurrió que podía emplear algún truco psicológico.

—Los demonios me contaron cosas, ¿sabes? —dije, recostándome en el sillón y hundiéndome entre los cojines de seda—. Cosas de todo tipo.

—¿Como qué? —preguntó, e hizo un gesto con la nariz, como si le picara. Por su mirada me di cuenta de que sabía que en el Cielo todo el mundo debía llevar su propia cruz, y que yo era la suya.

—Como, por ejemplo, de qué forma abrirles la entrada en el Cielo. —Sonreí de la forma más angelical que pude—. Cómo abrir las puertas para que entren.

—Eso es absurdo —se burló Eve—. Nunca había oído nada tan ridículo.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté—. Yo estuve en el Infierno. Viví allí durante meses. ¿Crees que no aprendí un par de cosas? Y ellos van a por vosotros. Lo único que necesitan es tener a alguien dentro.

—No mientas —dijo Eve—. Los demonios no pueden entrar en el Cielo.

—Yo soy un ángel y entré en el Infierno —repliqué, observándome las uñas con actitud de indiferencia.

Noté que Eve cambiaba de postura en su asiento, incómoda, y que empezaba a darse tironcitos del collar que llevaba. Desde luego, yo mentía. Nunca caería tan bajo como para llamar a los demonios en mi ayuda y poner el Reino de mi padre en riesgo. Aunque yo ya no perteneciera a él, todavía continuaba siendo la Tierra Prometida. Pero sí podía convencer a Eve de que estaba tan loca como para hacerlo. Quizás entonces empezaría a tomarme en serio.

—Bueno, en ese caso sí serías enviada al Infierno —dijo Eve.

—Adelante, hacedlo —repuse—. Gabriel encontraría la manera de sacarme de ahí. Quizás él no pueda cuestionar al Cielo, pero el Infierno no ejerce ningún poder sobre él.

—Todo esto resulta muy decepcionante, Beth —dijo Eve, como si riñera a una niña traviesa—. Muy decepcionante.

¿Quién era ella para juzgarme? ¿Cómo se atrevía a permanecer allí sentada, con su pulcro traje, y fingir que comprendía alguna cosa sobre mi vida? Sin darme cuenta de lo que hacía, me puse en pie y empecé a chillarle, a soltarle todas las obscenidades que se me ocurrieron, la maldije con el Infierno y le solté todo tipo de amenazas. Lo único que yo sentía era una rabia roja e intensa como el fuego, una rabia que no podía controlar. Mi vida había sido destrozada por esa gente. Y habíamos luchado mucho para acabar siendo separados por la fuerza.

Eve se puso en pie y caminó hacia mí. Ni siquiera parecía alarmada. Tuve que admitir que era bastante poco impresionable, dado mi estallido de rabia. Entonces alargó una mano para tocarme y sucedió algo incomprensible: al rozar mi piel, saltaron chispas azules y las puntas de los cabellos se le erizaron. Eve soltó un gemido agudo y extraño, y se apartó de inmediato. Yo estaba tan sorprendida que me callé de inmediato. Y antes de que pudiera alegar nada en mi defensa, dos hombres que parecían guardaespaldas aparecieron en la sala y me acorralaron entre sus musculosos brazos. Al cabo de unos segundos me encontré sola, confinada en una habitación blanca.

No podía hacer nada más que tumbarme en el suelo y esperar. Esa blancura era como un peso físico que me sofocaba. Ese no era el Cielo que yo recordaba. En mis recuerdos, era como una brillante pirámide de colores, espacio y libertad en el cual reinaba la sensación de que el cielo, la tierra y el agua se unían en una armonía perfecta. Pero ahora me sentía como si me hubieran metido dentro de una caja demasiado pequeña para mi tamaño. A pesar de la vastedad inconmensurable del Cielo, me sentía en la celda de una prisión.

Oí que Eve me hablaba desde el otro lado de las paredes de la celda, como un Gran Hermano.

—Creía que estábamos en el buen camino. No es muy amable querer electrocutar a la gente que quiere ayudarte.

—No lo hice a propósito —dije con indiferencia y sin levantar la cabeza del suelo.

—Bueno, no estoy enfadada —repuso Eve—. Solo te estoy dando un poco de tiempo para que te tranquilices.

—Genial. Gracias.

—No tienes por qué castigarte, ¿sabes? —dijo.

—La verdad es que intentaba castigarte a ti.

Oí que Eve suspiraba, pero su actitud recuperó muy pronto su insulsa amabilidad.

—Pronto volverás a estar en el buen camino.

—¿Qué eres, una especie de entrenadora? Lárgate de aquí.

—De acuerdo —dijo—. Volveré más tarde.

—Ahórrate la molestia —repliqué.

Oí los pasos de Eve alejarse. De repente, se detuvo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Le estaba hablando a un intruso a quien yo no podía ver—. No deberías estar aquí. ¿Quién te ha dejado entrar?

—¿Dónde está?

La voz era la de mi hermano, Gabriel.

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