Heaven

Heaven


32. Tormento

Página 34 de 38

32

Tormento

Joseph y sus acompañantes se fueron al cabo de un momento, después de prometerme que me encontrarían cuando llegara el momento adecuado. No me dieron ninguna pista acerca de cuánto tiempo tardarían. Emily continuaba a mi lado, y yo me había olvidado por completo de su presencia. Ella se hizo notar aclarándose la garganta. La miré e intenté encontrar la manera más educada de librarme de ella. Necesitaba estar un rato sola para prepararme mentalmente para lo que me esperaba. Emily pareció leer mis pensamientos.

—¿Ha llegado mi turno? —preguntó.

Sonreí con expresión de disculpa. No quería parecer desagradecida después de haber recibido su ayuda.

—Lo siento. Creo que necesito estar sola.

—Está bien. —Emily esbozó una media sonrisa—. ¿Hay alguna cosa que pueda hacer?

—Asegúrate de que Xavier esté bien hasta que yo regrese.

—Haré todo lo que pueda —dijo Emily.

—Gracias. Y gracias por ayudarme. No lo habría podido hacer sin ti.

—Al final, ya ves, me alegro de haberte conocido. No eres tan mala como creía. —Emily hizo una pausa y me miró a los ojos—. ¿Me harás un favor cuando llegues a casa?

Me gustó que diera por sentado que llegaría sana y salva. Su confianza me hizo sentir más fuerte.

—Claro.

—¿Le puedes decir a Xavier que estoy bien?

Pestañeé, sorprendida. Emily continuó:

—Todo este tiempo se ha estado culpando por lo que me sucedió. Solo quiero que su mente descanse.

Asentí con la cabeza sin decir nada. En ese momento, el pasado y el futuro de Xavier parecieron unirse. La muerte de Emily no había hecho que ella dejara de amarlo. Pensé que si las cosas iban según el plan, algún día los tres nos volveríamos a reunir.

Emily me dio un abrazo un tanto torpe y, luego, dio media vuelta para marcharse. Pero, de repente, oímos el sonido de unos tacones pisando mármol. Las dos nos quedamos paralizadas. El pasillo se formó en el aire antes de que ni ella ni yo pudiéramos pensar en escapar.

Eve apareció ante nosotras. Dio un paso hacia delante y echó un rápido vistazo a Emily sin darle más importancia. Sus gestos eran tan decididos que resultaban casi mecánicos. Ese día llevaba zapatos blancos de tacón alto, un traje de chaqueta de color verde claro y unos pendientes de perlas. Su pelo rubio estaba tan bien arreglado que deseé alargar la mano y despeinarla.

Se plantó delante con los pies ligeramente separados y los brazos cruzados sobre el pecho. Sus ojos se clavaron en los míos con expresión desconfiada. Su actitud me recordó a la de un guarda de prisiones, y en realidad eso es lo que era.

—¿Quieres hacer el favor de decirme qué has estado haciendo hoy? ¿Eh?

El tono de su voz era el de una profesora que lamentara la prohibición de ejecutar castigos físicos.

—Nada en especial —respondí—. Creí que te alegrarías de verme activa.

Eve se sonrojó un poco, tal como le sucedía cuando alguien se atrevía a criticarla.

—Tu estado es muy frágil —dijo—. Y resulta que yo soy la responsable de ti.

Hice una mueca con la boca procurando tragarme la amarga réplica que ya se me escapaba de los labios. Emily me dirigió una mirada de advertencia.

—No culpe a Beth, señora —dijo con voz aguda—. Ha sido culpa mía.

Eve volvió la cabeza y la miró, un tanto tranquilizada por el tono respetuoso de Emily. Cualquier persona que le hiciera la pelota le caía bien automáticamente.

—Eres Emily, ¿verdad? —preguntó—. Quizá tú puedas decirme qué está pasando aquí.

—No hay mucho que decir. —Emily era la viva imagen de la inocencia—. Hemos venido a ver a Zach. Él y Beth son viejos amigos.

La expresión de Eve se agrió:

—¿Y por qué, si puedo preguntarlo?

—Pensé que él quizá pudiera ayudarla —contestó Emily—. Ya sabe, recordarle a Beth cómo eran las cosas antes.

Tuve que admitir que era buena improvisando. Eve parecía haberse calmado un poco. Sabía que tenía prisa por que me «recuperara», para no tener que ocuparse de mí. Y mis alocados actos no la dejaban en buen lugar ante los ojos de sus superiores.

—Bueno, eso ha sido muy considerado —dijo Eve—. Pero deberías haberme pedido permiso antes.

—Lo siento. —Emily bajó la cabeza: parecía una muñeca abandonada—. No se me ocurrió.

—No pasa nada —dijo Eve en un tono más suave—. Pero procura que no vuelva a suceder.

Entonces dirigió la atención hacia mí. Sus negrísimos ojos mostraron un brillo de interés.

—Bueno…, ¿cómo ha ido?

Emily, que estaba detrás de Eve, frunció el ceño indicando que me tragara el orgullo y que siguiera el juego.

—Me ha gustado volver a ver a Zach —rezongué—. Creo que me ha ayudado. Me ha hecho recordar lo gratificante que puede ser trabajar como mentor.

—¡Bien! —exclamó Eve.

—¿Podríamos visitarlo de vez en cuando? —preguntó Emily, cruzando las manos y abriendo los ojos de tal manera que resultaba imposible responderle con una negativa.

—Bueno… —empezó a decir Eve—. Es poco ortodoxo, pero supongo que no hará ningún daño.

—Gracias, señora.

Emily le dirigió una mirada agradecida, pero Eve no había terminado.

—Bueno, Bethany…, ¿dices que te sientes capaz de volver al trabajo?

—Eso creo —contesté, apretando la mandíbula. Eve me desagradaba profundamente: era una engreída y una controladora; nunca había conocido a alguien tan falso. Solo quería que me pusiera bien para salvar su propia reputación. Pero se trataba de que yo jugara mi propio juego, y sabía que solamente funcionaría si fingía que me gustaba—. Ese es el objetivo —continué, procurando imitar la buena educación de Emily—. Quiero ponerme bien, y echo de menos mi antigua vida.

Era una mentira enorme, pero Eve no se dio cuenta.

—¿Y ese supuesto esposo tuyo? —continuó—. ¿Ese esposo sin el cual crees que no puedes vivir?

En ese momento me sentí temblar de rabia. ¿Cómo se atrevía a mencionar a Xavier? No tenía ningún derecho a hablar de él. Además, yo podía mentir sobre casi todo, pero ¿sobre él? No me parecía bien. Sin embargo, me dije que estaba haciendo todo eso por él. Si tenía que mentir, engañar y robar para poder regresar a la Tierra, lo haría.

No me sentía capaz de mirar a Eve directamente, así que bajé los ojos al suelo y dije:

—Solo es un ser humano.

—¿En serio? —Eve arqueó una ceja.

¿Me había excedido? Decidí dar marcha atrás.

—Bueno, siempre le amaré —dije, incómoda—. Pero ahora me doy cuenta de que no estuvo bien que estuviéramos juntos. Tengo que dejarlo en paz para que siga con su vida, y yo necesito continuar con la mía.

Se hizo un silencio. Eve inspeccionó mi rostro. De repente, oímos una carcajada de burla. Al principio me di la vuelta para ver quién se había unido a nosotros. Eve hizo una mueca con los labios que dejó al descubierto sus dientes blancos como perlas y empezó a aplaudir.

—Debes pensar que nací ayer.

—¿Perdón?

—Ha sido un buen intento, pero el juego ha terminado. —Señaló a Emily con el dedo índice y la miró con cierta admiración—. Ella es una pequeña actriz. No sé qué estáis tramando, pero se ha terminado. No conseguiréis saliros con la vuestra.

—No estamos tramando nada —repliqué con enojo—. Son imaginaciones tuyas.

Eve rio.

—Bien, Bethany, lo que tú digas —siseó—. Pero, a partir de ahora, estarás bajo supervisión las veinticuatro horas. Voy a encerrarte y nadie podrá ni entrar ni salir, ¿comprendes? —Eve había abandonado su actitud profesional. Ahora su expresión mostraba una dureza que delataba su auténtico carácter—. Lo he intentado —continuó—. Dios sabe que lo he intentado. Pero podría estar haciendo cosas más interesantes que controlar a un ángel inmaduro en rehabilitación. Y, francamente, no me importa en absoluto. ¿Quieres ahogarte en tu propia miseria? Adelante, pues. Dentro de unos años vendré para ver si has cambiado de opinión.

—¿Qué? —grité—. ¡No puedes encerrarme indefinidamente!

—¿Quién dice que no puedo? —cortó Eve—. ¿Sabes lo que les pasa a los angelitos tozudos que no consiguen superar su adicción a la Tierra? —Sus ojos brillaban de la excitación, lo que le confería un aspecto más terrorífico—. Acaban en el basurero del Cielo. Los encerramos hasta que desaparecen en la nada, hasta que se convierten en polvo cósmico y nadie puede ni siquiera recordar su nombre. Pero no te preocupes, te quedan unos cuantos siglos antes de que te llegue ese momento.

—¿Por qué me dices esto ahora? —grité.

—Reservaba la mejor parte para el final. —Sonrió—. Cuando me vaya, escribiré un informe recomendando el aislamiento a causa de tu inestabilidad mental.

—¡Eso es mentira!

Empezaba a sentirme desbordada por el pánico. ¿Era posible que, después de todo, mi plan estuviera a punto de derrumbarse?

Eve metió la mano en el bolsillo, buscando algo. Sabía lo que eso significaba. Iba a llamar pidiendo refuerzos. Cuando los guardas llegaran, todo estaría perdido. Nunca podría escaparme de ellos, y Joseph no podría ayudarme. Di unos pasos hacia delante, decidida a hacerla cambiar de opinión, aunque no sabía cómo. Pero antes de que se me ocurriera qué decirle, Emily se abalanzó sobre Eve y la tiró al suelo. Eve soltó un chillido y luchó para deshacerse de la chica. Di un salto hacia atrás, pues me había pillado por sorpresa. Eve era fuerte y pesada, pero no era una buena luchadora, y no podía enfrentarse a una ágil y hábil adolescente. Al cabo de un momento, Emily la había inmovilizado boca abajo y se había arrodillado sobre su espalda.

—¿Cómo es posible que una rata de cloaca como tú llegara aquí? —dijo Eve sin resuello.

—No es cosa tuya —replicó Emily, cortante.

Eve hizo una mueca de rabia que distorsionó su habitual expresión de calma. Ahora, después de haber perdido un zapato y con el pelo revuelto, tenía un aspecto más patético que peligroso. Pero el tono de su voz no había perdido la frialdad:

—No creo que os deis cuenta del lío en que os habéis metido. Suéltame y así no tendré que mandarte al foso.

Emily no le hizo caso.

—¡Vete de aquí, Beth! —gritó—. ¿A qué esperas?

—Pero… —dudé—. ¿Estarás bien?

—No te preocupes…, sé cuidar de mí misma.

—¡Niña idiota e insolente! —chilló Eve—. Vas a lamentar esto. Cuando haya terminado contigo…

Al final, Eve decidió dejar de hablar y empezó a canalizar su poder angélico. Algunas partes de su cuerpo ya habían empezado a brillar como si fuera una lámpara. El ataque la había pillado por sorpresa, pero el equilibrio de poder estaba a punto de decantarse a su favor. Yo solo tenía una ínfima posibilidad de huir antes de que la situación cambiara. No esperé.

—Gracias, Emily —dije.

—Llámame Em —contestó ella casi sin resuello—. Mis amigos me llaman así.

Abrí las alas y me lancé a la amplia expansión del Cielo. Las alas vibraban de energía, como un coche que ruge al ponerse en marcha. Todos los músculos de mi cuerpo se estiraron y se flexionaron, pero no podía disfrutar de esa sensación. Era muy consciente de que esa podía ser la última vez que me deslizara por el aire. Volar en el Cielo era muy distinto que hacerlo en la Tierra. No había atmósfera con la que luchar, así que era un vuelo más cómodo, menos esforzado, como si yo fuera un globo que se elevara cada vez más alto sin tener ningún destino. Deseé que alguien pudiera avisar a Joseph de lo que había sucedido. Ahora éramos nosotros contra ellos.

Una nube de niebla me envolvió. No podía ver más allá de unos centímetros por delante de mí, pero continué avanzando a ciegas. De repente noté que dos ángeles volaban a mi lado, y sentí un gran alivio al comprobar que se trataba de los dos ángeles que acompañaban a Joseph. Me cogieron de la mano y me guiaron en la dirección correcta.

Me pareció que habíamos estado volando durante horas. Ninguno de nosotros dijo nada ni hizo ademán alguno de bajar la velocidad. Justo cuando ya empezaba a pensar que estaba demasiado agotada para continuar, la niebla se aclaró y vi una escalera que se elevaba por encima de nosotros. La escalera no tenía barandilla, y los escalones desaparecían a nuestro paso. Me apresuré tras los ángeles, que no me habían soltado las manos.

Cuando llegamos arriba, vi que nos encontrábamos en medio de un anfiteatro de cristal suspendido en el vacío. Por debajo de nosotros ya no se veían los sinuosos caminos blancos del Cielo. Esa estructura emitía una extraña energía que pareció disolver el miedo que había sentido hasta ese momento. Tenía una gran belleza y grandiosidad, y no pude evitar preguntarme para qué servía. ¿Conocerían los demás ángeles ese lugar? Me pareció un sitio clandestino, un valioso escondite que solamente unos cuantos elegidos podían encontrar.

De repente noté una fuerte corriente de aire y, al darme la vuelta, vi a un jinete que galopaba en silencio hacia nosotros. El caballo era negro, con la crin trenzada, y la silla y la brida brillaban como si fueran de plata. Sus cascos no hacían ruido al pisar el suelo. Cuando llegó, el jinete saltó del caballo y se acercó a nosotros con paso decidido. Joseph iba vestido de forma distinta a la primera vez que lo había visto. El largo abrigo, las sandalias que calzaba y las brillantes joyas de la empuñadura de la espalda que le colgaba del cinturón le otorgaban un aire de realeza. Su presencia imponía respeto.

—Arrodíllate donde estás —ordenó Joseph—. No tenemos mucho tiempo.

Lo hice sin dudar. Me arrodillé y me cubrí la cara con ambas manos. Noté un olor a lluvia y a rocío sobre la hierba: era el olor de mis alas. Me despedí de ellas en mi corazón, y pronuncié las únicas palabras que en ese momento tenía en la mente.

—Padre, perdóname.

Necesitaba hacer las paces con él. Lo amaba tanto, y a pesar de ello iba a renunciar a la vida eterna en su Reino. Había sido desobediente, y había fracasado en la tarea que me había encomendado. ¿O no había sido así? Lo único que sabía con certeza era que mi padre nos conocía a cada uno profunda e íntimamente, al igual que conocía a cada hombre y a cada mujer de la Tierra. Él conocía nuestro destino antes de crearnos, así que quizás el duro camino que había recorrido con tanto esfuerzo estaba destinado a conducirme justo hasta donde me encontraba en ese momento. Yo confiaba en él sin ninguna reserva, y en lo más profundo de mi corazón sabía que no me haría ningún daño. En ese momento, en lugar de la ira de Dios que había esperado, solo sentí compasión y amor a mi alrededor. Fue un momento de pura claridad. No sería rechazada por lo que estaba a punto de hacer. Mi padre no me repudiaría. A pesar de mi gran obstinación, no le había vuelto la espalda. Continuaba amándole con todo mi corazón y deseaba servirlo. ¿Cómo habría podido llegar tan lejos si esa no hubiera sido su voluntad?

De repente ya no me sentí una inadaptada en el Cielo, sino que supe que era una de las hijas de Dios, al igual que todo el mundo.

—Si mantienes los ojos cerrados será más fácil —oí que decía Joseph a mis espaldas—. No sentirás dolor. En el Cielo no existe el dolor. Eso vendrá después.

Solté un profundo suspiro de alivio. Por lo menos Xavier estaría allí para ayudarme a superarlo, igual que hacía siempre. Tenía que creer que conseguiría regresar con él, y recé para no ser una carga, para no sufrir un cambio que me hiciera irreconocible.

Me estremecí al notar que Joseph me apartaba el cabello y lo colocaba encima de mi hombro para dejarme las alas al descubierto. Noté su suave latido, después del largo vuelo. Joseph colocó una mano sobre mi cabeza y bajó la suya en un gesto de reverencia. Al sentir el tacto de su mano, tuve una visión que apareció en medio de las filas de asientos vacíos. Vi a Xavier. Llevaba una camisa de franela; reconocí las botas llenas de barro que calzaba. Su rostro parecía distinto, pero no supe por qué. Parecía mayor, y su cara se veía un poco ensombrecida por una incipiente barba. Sus ojos turquesa mostraban una expresión ausente: su vitalidad había sido vencida por el dolor. Parecía cansado y completamente rendido. Su rostro continuaba siendo hermoso, pero tenía una belleza marchita, muy distinta al encanto juvenil que recordaba en él. Su expresión era la del hombre en quien se convertiría según su destino…, la del hombre que ya era. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Un año, quizá más. En el Cielo el tiempo no existía de la misma forma que en la Tierra. No podía calcularlo. Vi que Xavier todavía llevaba el anillo de casado.

Estaba de pie, empapado por el agua de lluvia de la tormenta. Miraba hacia abajo, hacia el violento océano, desde una gran altura. Observé su entorno y reconocí el familiar paisaje del Peñasco. Xavier estaba en el mismo sitio en que yo me había mostrado a él. Las olas rompían incesantemente contra las rocas de abajo y mecían con violencia unas pequeñas barcas amarradas en el embarcadero. Parecía hipnotizado por el vacío que se abría ante él. Por la expresión de su rostro supe que ya no le importaba lo que le pudiera suceder. Estaba un poco inclinado hacia delante y las gotas de lluvia lo acribillaban como si fueran pequeñas saetas.

Metió la mano en el bolsillo interior de su camisa y sacó algo dentro del puño. De alguna manera supe de qué se trataba antes de que abriera la mano. Era una pluma perfecta y blanca, con la punta rosada. Era la pluma que se me había caído en su coche durante nuestra primera cita, la pluma que él había guardado como un tesoro durante todo ese tiempo. Deseé que la volviera a guardar en su bolsillo: eso era lo único que le quedaba de mí. Pero en lugar de eso, alargó el brazo y la entregó a los elementos. En cuestión de segundos, la lluvia la destrozó y el viento la arrastró lejos. Vi cómo caía en espiral. Xavier siguió su trayecto con los ojos, inclinándose más hacia delante. De repente, su imagen se hizo borrosa y tuve que ahogar una exclamación de miedo. Pero pronto me di cuenta de que se trataba de las nubes que acababan de cubrir la luz de la luna. Cuando esta volvió a aparecer, Xavier se había movido. Ahora se encontraba en el mismo borde del acantilado. Unas piedras se soltaron del suelo, bajo sus pies, y cayeron al vacío.

Sentí un dolor agudo en el pecho a causa del pánico. ¡¿No iría a saltar?! La tormenta arreciaba a su alrededor; el viento azotaba su pecho. El más ligero movimiento en la dirección equivocada podía resultar fatal.

—No lo hagas —susurré—. Espérame. —Miré a Joseph con ojos implorantes—. Hazlo, ¡ahora!

—Una última cosa antes de que te vayas. —Hablaba deprisa, pues se había dado cuenta de la urgencia—. Debes hacer un solemne juramento ahora que todavía posees tu forma celestial. En caso de que sobrevivas y despiertes convertida en un ser humano, ¿harás todo lo que esté en tu poder para contribuir a la mejora de la humanidad y a la gloria de Dios?

—Por supuesto —grité—. ¡Lo juro! —Ni siquiera tenía necesidad de pensarlo—. Lo juro por la vida de Xavier. ¡Y ahora, hazlo!

Al principio no noté nada, excepto un hormigueo suave y cálido, como si hubiera expuesto las alas demasiado tiempo al sol. Luego todo el anfiteatro se llenó de una luz cegadora que emanaba de su acristalada superficie y cuyos rayos se proyectaban a nuestro alrededor en una danza frenética.

Joseph tenía razón. No notaba ningún dolor, y me sentía unida a esa luz, que me consumía y penetraba cada una de mis células, insuflándoles nueva vida. Luchaba por comprender con la mente lo que me sucedía, sin lograrlo. De repente oí un chasquido que me resultó tan desagradable que deseé cambiar de opinión: fue como un gemido profundo y tembloroso, como el profundo grito de una ballena. Abrí los ojos un instante y vi que Joseph blandía el filo encendido de una espada: solo tenía tiempo de comunicar mi último pensamiento antes de que mi ser fuera destruido por completo. Reuní todas mis fuerzas para gritarlo, con la esperanza de que resonara en el tiempo y el espacio:

—¡Xavier…, ya voy!

Ir a la siguiente página

Report Page