Heaven

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3. Hombres de negro

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Hombres de negro

Sentí un repentino mareo, y me derrumbé en un sillón que había delante de la chimenea. Estaba en un estado de gran nerviosismo, y me pareció que iba a vomitar. Me castañeteaban los dientes, y no podía dejar de temblar de forma descontrolada. Debí de hacer algún ruido, porque Xavier se dio la vuelta y me miró como si acabara de recordar que yo también me encontraba allí. Rápidamente se arrodilló a mi lado.

—¿Estás bien?

—Estoy bien.

—Pues no lo parece. —Xavier me observaba con atención.

—Todo irá bien —dije, y lo repetí mentalmente para mí misma, como si fuera un mantra.

—Ya sabes cómo son Ivy y Gabriel —señaló, esforzándose por mostrarse optimista—. Siempre pintan el peor de los escenarios.

De repente, un crujido de hojas fuera de la cabaña me sobresaltó. Incluso el tictac del reloj en la repisa me parecía un sonido fatídico.

—Beth. —Xavier me había puesto el dorso de la mano en la frente—. Tienes que tranquilizarte… o te pondrás enferma.

—No lo puedo evitar —repuse—. Todo está saliendo tan terriblemente mal… Ahora mismo deberíamos estar de luna de miel, pero aquí estamos, encerrados en medio de la nada, y alguien… o algo nos está buscando.

—Lo sé. Ven. —Xavier se sentó en el borde del sillón y me abrazó. Yo apoyé la cabeza en su pecho—. Cariño…, ¿no estás olvidando algo? Has estado en el Infierno y has regresado. Has sobrevivido. Has visto morir a tus amigos y tú misma has estado a punto de morir varias veces. Ahora ya nada debería darte miedo. ¿Es que no sabes lo fuerte que eres…, lo fuertes que somos?

Tragué saliva y apreté el rostro contra el reconfortante tejido de su camisa. Oír el latido de su corazón y sentir su familiar olor me tranquilizaba. Funcionó: noté que iba recuperando el valor. Mis emociones eran como una montaña rusa: subían y bajaban sin previo aviso.

—Te quiero tanto, Xavier —susurré—. Y no me importa que el universo entero se ponga contra nosotros.

Juntos, sentados en el interior de la cabaña, contemplamos cómo la luz que se filtraba por una grieta de la puerta se hacía cada vez más débil. Desde fuera, la cabaña debía de parecer un lago de tranquilidad, pero dentro nosotros nos preparábamos para enfrentarnos a otra batalla, otro combate para defender lo que era nuestro.

Esa parecía ser la historia de nuestra vida. ¿Es que el destino nunca nos trataría con amabilidad, aunque solo fuera por un día?

Los pocos días que pasamos en la Cabaña del Sauce fueron de los más difíciles de mi vida. Las horas pasaban y los días se sucedían mientras nosotros permanecíamos cautivos en esa pequeña cabaña. En condiciones normales, hubiera sido el lugar soñado para estar a solas con Xavier: habríamos preparado chocolate caliente, nos habríamos acurrucado delante de la chimenea y nos habría parecido que el resto del mundo no existía. Pero ahora no queríamos más que regresar a la civilización y escapar a ese encierro absurdo. Había demasiadas preguntas sin respuesta para nosotros, así que no podíamos disfrutar de ese entorno maravilloso.

La Cabaña del Sauce se encontraba protegida por una cortina de árboles, tenía un tejado con grandes aleros y un porche muy acogedor. Unas cortinas estampadas y onduladas cubrían las ventanas de la fachada. En el salón había unos cómodos sofás y un cesto lleno de un ordenado montón de madera. Los muebles de la cocina eran de pino, y varios cazos de cobre colgaban de unos ganchos sobre la encimera. En el baño destacaba una bañera de hierro forjado y las paredes estaban recubiertas de un papel pintado de margaritas. Una pequeña escalera subía hasta el altillo donde se encontraba una gran cama con dosel y un cubrecamas estampado. En esa pequeña habitación, una única ventana se abría sobre las neblinosas copas de los árboles.

Pero eso no significaba nada para nosotros. En otras circunstancias, ese hubiera sido el refugio más romántico del mundo. Pero en ese momento parecía más bien una prisión.

Xavier y yo estábamos abrazados en uno de los grandes sillones. Adivinaba lo que él estaba pensando: que nos habíamos metido en ese lío por culpa de su poco sentido común. Me miró a los ojos y me sonrió ligeramente, como si me pidiera perdón. Pero no tenía por qué preocuparse: yo no me arrepentía de nada.

—Para ya —le dije, muy seria—. Deja de culparte a ti mismo.

—Fue idea mía —contestó con tristeza.

—La idea fue nuestra —lo corregí—. Y nada va a conseguir que me arrepienta de haberme convertido en tu esposa. Si tenemos que luchar, lo haremos.

—Vaya, te estás convirtiendo en un pequeño soldado, ¿eh? —dijo Xavier.

—Eras tú quien decía «o te atreves, o te vas a casa».

—Me refería al fútbol —repuso él—. Pero supongo que también vale aquí.

—Podemos pensar en esto como si fuera un partido —dije—. Ganarnos el derecho a estar juntos…, ese es nuestro objetivo, y lo único es que estamos jugando contra un equipo que nos lo pone especialmente difícil.

Xavier no pudo evitar sonreír ante esa analogía.

—¿Crees que podemos vencerlo? —murmuró, mientras me colocaba un mechón tras la oreja.

Sentir el tacto de sus dedos me reconfortó y me hizo olvidar mi miedo. Cerré los ojos, concentrada en el contacto de sus dedos.

—Por supuesto —dije—. No tienen ninguna posibilidad.

Nuestros cuerpos se apretaron el uno contra el otro, y Xavier me acarició los labios con el dedo pulgar. Noté que estos se me abrían de forma involuntaria. La situación estaba a punto de cambiar. Los dos nos dimos cuenta, así que nos separamos un poco. Xavier se agachó en el suelo, poniendo una distancia de seguridad entre ambos. «No hay nada que despierte tanto el deseo como el miedo —pensé—. Especialmente cuando el miedo consiste en que tu amado sufra algún daño».

—Esto es horrible —exclamé—. Gabriel no debería habernos pedido esto.

—Podemos hacerlo —repuso Xavier.

—Tienes tanto autocontrol que creo que tú deberías ser el ángel.

—No, gracias —contestó él—. No me gustan las alturas.

—¿En serio? Nunca me lo habías dicho.

—Intentaba impresionarte. Tenía que guardar algún secreto.

—¿Y ahora ya no me tienes que impresionar? Es un poco pronto para tanta relajación. Solo hace unos días que nos hemos casado.

—Para lo mejor y para lo peor, ¿recuerdas?

—No esperaba que lo peor apareciera tan pronto.

Xavier me acarició la cabeza para apaciguarme un poco, pero solo consiguió despertar otras emociones.

—Quiero besarte —dije entonces—. Quiero besar a mi esposo.

—Creo que necesitas distraerte —suspiró Xavier.

—Estoy totalmente de acuerdo…

—No me refiero a esa clase de distracción.

Se puso en pie y empezó a mirar los armarios de ambos lados de la chimenea. Estaban llenos de números antiguos del National Geographic y del Reader’s Digest; también había un viejo trenecito de madera.

—Por aquí tiene que haber algo que sirva —murmuró. Pronto encontró un par de viejos tableros de juegos de mesa y me los mostró con expresión de triunfo—. ¿Trivial Pursuit o Monopoly? —preguntó, satisfecho.

—Trivial Pursuit —contesté, triste.

—Oh, no es justo —protestó Xavier—. Tú eres como una enciclopedia andante.

—Tus hermanas dicen que siempre haces trampas en el Monopoly.

—Hipotecar propiedades cuando uno se queda sin liquidez no es hacer trampas. Es que mis hermanas detestan perder.

Fuera, empezó a caer una lluvia muy fina; de vez en cuando, se oía el eco distante de un trueno. No podíamos ver la lluvia, pero sí la oíamos caer sobre los escalones de la entrada. Cambié de postura en el sofá y empecé a juguetear con los flecos de los cojines.

—Ni siquiera sabemos quién nos está buscando —susurré.

—No importa —repuso Xavier con firmeza—. No nos encontrarán. Y si lo hacen, huiremos.

—Lo sé —contesté—. Pero me gustaría saber qué es lo que está pasando exactamente. Nadie nos dice nada. Y no soporto pensar que alguien intente separarnos de nuevo…

—No pensemos en eso ahora —cortó Xavier antes de que nuestro humor se ensombreciera aún más.

—Tienes razón. Juguemos.

Xavier asintió con la cabeza y, en silencio, empezó a desplegar el tablero del Monopoly. Durante un rato conseguimos dirigir la atención hacia el juego, pero me daba cuenta de que los dos lo hacíamos de forma mecánica. Nos sobresaltábamos cada vez que se oía el más ligero roce de una hoja o el chasquido de una ramita. Al cabo de un rato, Xavier cogió el móvil y vio que tenía doce llamadas perdidas y varios mensajes frenéticos de sus padres y de su hermana. El mensaje de Claire decía: «Xav, no sé dónde estás, pero tienes que llamarnos en cuanto recibas esto». El mensaje de Nicola, por otro lado, era un fiel reflejo de su carácter batallador: «¿Dónde co…? ¿Dónde estás? Mamá está histérica. Llámala». Frustrado, Xavier lanzó el móvil contra el sofá, y el aparato se metió entre dos de los cojines. Yo sabía lo difícil que le resultaba no hacer caso a su familia, cuando unas simples palabras habrían evitado su sufrimiento. No sabía qué decirle, así que no pronuncié palabra. Me limité a lanzar los dados y moví mi ficha hasta Trafalgar Square.

Hasta que oímos el todoterreno no nos dimos cuenta del frío y el hambre que teníamos. Por suerte, Ivy y Gabriel habían traído provisiones.

—Esto está helado. ¿Por qué no habéis encendido el fuego? —preguntó Ivy.

Me encogí de hombros. No podía decirle que toda nuestra energía se había concentrado en distraernos para no consumar nuestro matrimonio y, así, no provocar una mayor ira del Cielo.

Gabriel hizo un ademán ante la chimenea y una llama prendió de inmediato. Me acerqué y me froté los brazos: tenía la piel de gallina. Mis hermanos habían traído comida china, y nos la comimos directamente de las cajas de cartón acompañándola con sidra. Si alguien nos hubiera espiado por la ventana, sin percibir la sombría expresión de nuestros rostros, hubiera creído que éramos un grupo de amigos disfrutando de una escapada de fin de semana. Todos sabíamos que había una conversación pendiente, pero ninguno de nosotros quería abordar el tema.

Debería haber adivinado que sería Ivy quien rompería el silencio.

—La Séptima Orden ha tomado el control —anunció, apoyando las palmas de las manos sobre sus muslos en busca de autorrefuerzo—. ¡Siempre están metiendo las narices en lo que no les importa!

Sabía más o menos a qué se refería. La Séptima Orden era una facción de ángeles que había sido creada para que actuaran como guardianes sobre las naciones del mundo. Pero todavía no comprendía qué tenían que ver con nosotros.

—¡No puedo creer que esto esté sucediendo! —exclamé, sin dirigirme a nadie en especial.

Gabriel se volvió para mirarme.

—¿Qué esperabas? ¿Una suite de luna de miel en el Four Seasons?

—No, pero es difícil imaginar que vayan a venir aquí. Por nuestra culpa.

—No van a venir —dijo Ivy en tono grave—. «Ya están» aquí.

—¿Qué quieren? —preguntó Xavier, yendo directo a la cuestión—. Sean quienes sean, no permitiré que se acerquen a Beth.

—Siempre tan exaltado —dijo Gabriel, mirando el fuego.

Ivy continuó sin hacerle caso.

—Los dos tenéis que ser discretos y continuar escondidos. Se dice que ya han iniciado la caza.

—¿Caza? —repitió Xavier—. Estamos hablando de ángeles, ¿no es así?

—Pero primero y ante todo son soldados —respondió Ivy—. Solo tienen un único objetivo…: encontrar a los renegados.

Tardé un segundo en darme cuenta de que yo era la renegada.

Me concentré en recordar lo que sabía sobre los séptimos. Ese era el mote que nosotros, los guardianes, les habíamos puesto. Formalmente eran conocidos como los principados —o, a veces, los príncipes— a causa de su estatus. Después de pasar unos años como guardianes, se permitía que un ángel solicitara ser admitido como séptimo, pero eso no lo podían hacer todos. Era como el servicio militar en el Cielo: una existencia de riguroso entrenamiento con poca o ninguna interacción con las almas humanas…, así que su atractivo era limitado.

Hablar de ellos me hizo recordar algo de mucho tiempo atrás. No había vuelto a pensar en Zach desde que había regresado a la Tierra, pero en el Reino él había sido amigo mío. Zach había sido un guardián de grandes dotes. En broma lo llamábamos el flautista de Hamelín, porque siempre lo seguía un ejército de almas de niños. Por motivos que nunca nos contó, pronto se decepcionó con su papel y dirigió sus ambiciones hacia miras más altas. Quizá fuera el deseo de obtener prestigio lo que lo indujo a unirse a los séptimos. Nunca me lo dijo. Y nunca lo volví a ver después de eso. No pude evitar pensar en la gran pérdida que los nuestros habían sufrido cuando Zach se marchó. Hizo que la transición desde la existencia mortal hasta la existencia celestial pareciera un mero juego, y los niños confiaban en él plenamente. No muchos guardianes podían decir lo mismo. Y a pesar de todo, eso no había sido suficiente para que se sintiera satisfecho. No me podía imaginar a Zach como soldado, así que no sabía qué aspecto tendría ahora.

De repente, la voz de Gabriel me hizo volver a la realidad.

—La única oportunidad de que disponemos consiste en confundirlos —estaba diciendo—. Continuar moviéndonos, cambiar de sitio.

—¿Esa es tu solución? —pregunté, sin poder creérmelo.

—De momento —respondió mi hermano con frialdad—. ¿Es que tienes una idea mejor?

Yo conocía bien a Xavier y sabía que no se iba a dar por satisfecho con aquello. Él siempre necesitaba conocer todos los datos, y parecía que mis hermanos nos estaban ocultando algo.

—No acabo de comprenderlo —insistió Xavier, esforzándose por que su voz no traicionara la frustración que sentía—. Mira, ya sé que no pedimos permiso arriba para hacer lo que hicimos, pero ellos una vez nos dieron luz verde para que estuviéramos juntos. Lo único que hemos hecho ha sido dar el siguiente paso.

—Sí, pero no erais vosotros quienes debíais decidir darlo —dijo Ivy. Yo casi no la reconocía. Hablaba como un serafín, no como mi hermana—. Vuestra relación se toleraba. No deberíais haber dado ese paso sin recibir autorización.

—El compromiso que Beth ha contraído es una transgresión muy grave —añadió Gabriel, por si no lo habíamos entendido del todo—. El matrimonio es una alianza indisoluble entre un hombre y una mujer. Esta vez, habéis tentado demasiado a la suerte…, os habéis pasado de la raya. Así que preparaos para la reacción del Cielo. Y no creo que sea muy agradable.

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