Heaven

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4. A cubierto bajo los árboles

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A cubierto bajo los árboles

Apesar de la dureza de sus palabras, los ojos de Gabriel dejaban entrever su tristeza. Yo tenía la impresión de que, en el fondo, se culpaba por mis actos. Recordé la mirada interrogadora que me había dirigido hacía tan solo unos días en el campo de Bryce Hamilton, cuando Xavier y yo nos empezamos a alejar de los estudiantes que, vestidos con sus capas y sus birretes, se habían reunido. Pero justo en ese momento, uno de sus jóvenes alumnos del coro lo distrajo con una pregunta y él tuvo que adoptar su papel de profesor de música y desviar por un momento su atención de nosotros. Cuando volvió a buscarnos con la mirada, ya habíamos desaparecido. A Gabriel le gustaba sentirse infalible. El error que había cometido al no ver lo que estaba pasando ante sus ojos debía de dolerle profundamente.

Xavier miró a mi hermano con exasperación.

—Estoy harto de todo esto —dijo, al final.

—No eres el único —replicó Gabriel en tono frío—. Pero Bethany no pertenece a este mundo, tal como tú insistes en olvidar.

—Oh, no lo he olvidado.

La manera en que Xavier lo dijo me preocupó. ¿Era que ya se estaba arrepintiendo de la decisión que habíamos tomado?

—Si hubierais tenido la sensatez de acudir a mí al principio, hubiéramos encontrado otra manera de hacer las cosas —reflexionó mi hermano.

—No somos niños —dijo Xavier enfáticamente—. Podemos tomar nuestras propias decisiones.

—Bueno, pues no lo hacéis muy bien —lo cortó Gabriel—. ¿Por qué no os lo pensáis mejor la próxima vez?

—¿Por qué no dejas de meterte en nuestra vida?

—Lo haría con gusto, si vuestras decisiones no tuvieran consecuencias para todos los que os rodean.

—Por favor —intervino Ivy—. Aquí estamos todos en el mismo bando. Tenemos que dejar de acusarnos mutuamente, y concentrarnos en encontrar la mejor manera de manejar todo esto.

—Tienes razón. Lo siento —se disculpó Xavier. Y, dirigiendo la atención hacia Gabriel, añadió—: Supongo que la pregunta importante es: ¿podrías vencer a uno de esos séptimos si tuvieras que enfrentarte a él?

Yo recordaba que los séptimos se consideraban a sí mismos un grupo de élite. Recogían información y se coordinaban perfectamente hasta que conseguían dar caza a su presa. Sabía que no podíamos esquivarlos de forma indefinida. Al final nos atraparían. Pero tenía la esperanza de que Gabriel estuviera elaborando un plan a largo plazo.

—Si me enfrentara a ellos de uno en uno, mis poderes serían superiores —respondió Gabriel—. Pero lo más probable es que me superen en número. Hay decenas de ellos, y son guerreros muy bien entrenados.

—Genial.

—¿Y, exactamente, qué sucederá si nos encuentran? —pregunté.

—Esa es una buena pregunta —respondió Ivy. Por su expresión supe que no tenía la respuesta.

—¡No puedes pensar que nos quedaremos sentados esperando a que aparezcan! —dije.

—No podréis quedaros aquí mucho más. Solo estamos ganando tiempo hasta que decidamos qué hacer —repuso Gabriel—. Mientras tanto, lo único que podéis hacer es permanecer alerta.

Me daba cuenta de que Xavier no dejaba de calcular mentalmente las posibilidades que teníamos.

—¿Puedes decirnos, por lo menos, qué aspecto tienen esos séptimos? —preguntó—. ¿Cómo podríamos distinguirlos?

—Tiempo atrás aparecían con túnicas y fajas —explicó Ivy.

—Vaya facha —ironizó Xavier.

Mi hermana soltó un suspiro de impaciencia.

—Ahora se han adaptado a los tiempos. Hoy en día aparecen vestidos de negro.

—¿Así que no podemos hacer nada para estar preparados? —insistió Xavier.

—Normalmente, su aparición se ve precedida de ciertos signos —continuó Ivy con expresión adusta—. Estad atentos a la luna llena del equinoccio de otoño, o a si veis el fantasma de un caballo blanco.

—¿Una luna llena y un caballo blanco? —preguntó Xavier, incrédulo—. ¿De verdad?

—¿Es que pones en duda que sea verdad? —repuso Gabriel, ofendido.

—No pretendía ser poco respetuoso, Gabriel, pero no es posible que creas que yo permitiría que un tipo montado en un caballo blanco se llevara a Beth, ¿no?

Gabriel dejó escapar un quejido de exasperación. Estaba a punto de decir algo cuando Ivy levantó una mano y nos hizo callar a todos. Mirando a Xavier con seriedad, dijo:

—Tu valor es admirable. Pero prométenos una cosa: si ves a uno de ellos, no intentes enfrentarte a él. Solo llévate a Beth lo más lejos que puedas.

—De acuerdo. —La mirada de Xavier también expresaba una seriedad mortal—. Lo prometo.

Al cabo de unos minutos, Gabriel e Ivy se marcharon de nuevo. Dijeron que iban a procurar averiguar alguna información que pudiera resultar de ayuda. Pero la verdad era que no teníamos ni idea de adónde iban ni de qué planes tenían. Xavier y yo éramos como niños que seguían las órdenes de los adultos sin recibir explicaciones. Yo sabía que eso era así por nuestro bien, pero a pesar de ello resultaba doloroso.

Esa noche, Xavier y yo subimos las escaleras hasta el dormitorio con el ánimo decaído. Nos sentamos en el sofá de terciopelo verde que había frente a la ventana y contemplamos las temblorosas y plateadas copas de los árboles del bosque. Se había levantado un viento inquietante que hacía que las ramas rascaran el tejado de la cabaña y hacía crujir las que colgaban sobre la pálida verja del porche.

—Me parece que esta noche no vamos a dormir mucho —dije.

—Lo dudo —repuso Xavier, que me dio un beso en la cabeza.

Me erguí en el sofá y observé la oscura silueta de los árboles, al otro lado de la ventana. Bajo la fría y azulada luz de la luna, el rostro de Xavier se veía pálido, casi irreal, y el color de su ojos muy vívido. Él me miró y dijo:

—Sé que lo último que necesitabas era algo así. Sobre todo después de lo que sucedió el pasado Halloween.

—No se puede hacer nada —contesté—. Las cosas malas nunca llegan en buen momento.

—Ojalá existiera algún lugar donde pudiera llevarte —dijo, mirando hacia el techo con cara de frustración—. Un lugar donde supiera que estarías a salvo.

—No debes preocuparte por mí —lo tranquilicé—. Ya he vivido mucho. No soy tan frágil, ya.

—Lo sé. —Me cubrió los hombros con una manta que había en el sofá—. No hemos hablado de ello, ya lo sabes —continuó, dubitativo, como si no se atreviera a hablar—. Del tiempo que pasaste en… —Se interrumpió. Pero yo no tenía miedo de decirlo.

—¿En el Infierno? No hay mucho que contar. Es tal como dicen que es.

—Algunas personas afirman que a veces uno no recuerda las experiencias traumáticas —apuntó Xavier—. Dicen que el inconsciente bloquea el recuerdo. Tenía cierta esperanza en que te hubiera sucedido a ti.

Negué con la cabeza, triste.

—Lo recuerdo —afirmé—. Lo recuerdo todo.

—¿Quieres hablar de ello?

—No sabría por dónde empezar. —Cambié de postura y me enrosqué con su cuerpo, encajando con él como en la pieza de un puzle. El calor que desprendía me dio valor para continuar—. Lo peor de todo fue que tuve que dejar a mis amigos…, a Hanna y a Tuck. Resulta difícil creer que se puedan hacer amigos en el Infierno, ¿verdad? Pero ellos eran como mi familia allí abajo. Hanna era la chica más cariñosa que he conocido, y Tuck fue quien me enseñó a proyectarme para que pudiera venir a visitarte.

—Me gustaría poder darle las gracias —dijo Xavier.

—Es horrible pensar en lo que les han hecho —señalé, haciendo una mueca de dolor sin querer—. Cuando se enfadan, son capaces de cualquier cosa.

Xavier tragó saliva con fuerza.

—¿Te…, te hicieron algo a ti?

—Quisieron quemarme en una pira.

—¿Qué? —Xavier se quedó completamente rígido. Su expresión cambió de repente. Supe que mis palabras debían de haberle suscitado dolorosos recuerdos: pocos años atrás, Emily, su antigua novia, había muerto en un incendio causado por los demonios.

—No pasa nada. —Le cogí el brazo con suavidad para que volviera a dirigir la atención hacia mí—. Las llamas no me tocaron. Creo que algo me protegía, algo de arriba.

—Vaya. —Xavier dejó escapar un fuerte suspiro—. No es fácil imaginar algo así.

—Lo sé. Pero eso no fue lo peor.

—¿Quieres decir que hay algo peor que ser quemado en una pira?

—Vi el foso.

—¿El foso? —repitió Xavier con los ojos muy abiertos—. Te refieres a una especie de foso de fuego medieval donde…

—Donde se tortura a las almas.

—Terminé la frase por él.

—Beth, lo siento tanto…

—No tienes por qué —lo interrumpí—. No fue culpa tuya, y no era un problema que pudieras solucionar por mí. Solamente es algo que sucedió, y yo tengo que aprender a vivir con ello.

Xavier me miró y en el fondo de sus ojos percibí una expresión extraña.

—Eres mucho más fuerte de lo que la gente cree.

Sonreí débilmente.

—Si algo aprendí durante el tiempo que estuve ahí abajo es que nada es permanente. Todas las cosas y todas las personas que uno conoce pueden cambiar en cualquier momento. Así es como ahora veo las cosas…, excepto a ti. Tú eres lo único constante en mi vida.

—Sabes que nunca cambiaré, ¿verdad? Siempre estaré aquí. —Xavier apretó su frente contra la mía—. Puedes apostar lo que quieras. Además, después de todo lo que has pasado, espantar a esos séptimos será coser y cantar.

Pensé en eso durante unos segundos y decidí que tenía razón. ¿Qué podía ser peor que ser arrastrada hasta el Infierno y quedar atrapada en un mundo subterráneo donde mis seres queridos no podían encontrarme? Seguro que había un ejército de séptimos buscándonos por todas partes, pero Xavier y yo todavía estábamos juntos. Y contábamos con Gabriel y con Ivy, que ahora estaban buscando todas las posibilidades imaginables para hallar una solución.

—Deberíamos intentar dormir un poco —sugirió Xavier.

Fuimos hasta la cama, nos quitamos los zapatos y nos enroscamos sobre ella. Después de lo que Gabriel había dicho, ninguno de los dos nos sentíamos cómodos como para meternos dentro de la cama. Cerré los ojos, pero tenía la cabeza demasiado llena de cosas. No podía detener los pensamientos. Ese pequeño dormitorio me resultaba asfixiante y me hubiera gustado abrir un poco la ventana para dejar que el aire de la noche entrara, pero no podía arriesgarme. ¿Podrían los séptimos detectar nuestro olor? ¿Serían capaces de oler el miedo y la incertidumbre que desprendíamos? No lo sabía, pero no estaba dispuesta a arriesgarme. Cuando, finalmente, llegó el amanecer, no sabía si había conseguido dormir o no, pero resultó un descanso no tener que continuar esforzándome por dormir. Además, la oscuridad aumentaba mi sensación de claustrofobia. No podíamos saber quién podía haber ahí fuera… esperándonos.

Los dos días y noches siguientes transcurrieron de la misma manera. Perdimos la noción del tiempo. Ese constante estado de alerta nos hacía estar ansiosos y agitados, pero, al mismo tiempo, nos invadía una mortal sensación de letargo. Por la noche, nuestro sueño era irregular. Lo que necesitábamos —un sueño auténtico y reparador— continuaba sin suceder, lo cual no era de extrañar, ya que nos pasábamos el día tumbados en el interior de la cabaña sin nada que hacer, excepto esperar noticias de Ivy y Gabriel. Mis hermanos acostumbraban a aparecer a media tarde con provisiones, pero con pocas noticias. Yo empezaba a impacientarme, y la afirmación de Gabriel según la cual «no tener noticias es una buena noticia» no consiguió tranquilizarme. Xavier, que durante casi toda su vida había hecho algún tipo de deporte, empezaba a volverse loco a causa de la inactividad.

Además, estar encerrada me suscitaba recuerdos dolorosos. En los escasos momentos en que me quedaba dormida, me despertaba bañada en lágrimas en medio de una terrible pesadilla. Soñaba con que la cabaña se encontraba enterrada y que nos quedábamos sin aire. Si intentaba abrir la ventana, una avalancha de tierra se precipitaba en el interior y amenazaba con sepultarnos vivos. Al mismo tiempo, yo sabía que escapar no servía de nada, porque lo que nos esperaba arriba no era mejor. Mis sollozos me despertaban siempre primero a mí y luego a Xavier, que se giraba y me tranquilizaba acariciándome el cabello hasta que volvía a dormirme.

A la tercera noche el sueño cambió. Ejércitos de séptimos sin rostro galopaban cruzando el cielo, empuñando espadas de fuego. Los caballos tenían los ojos desorbitados; el sonido de sus cascos resonaba en el aire. Los jinetes, encapuchados, los conducían hasta nuestra cabaña y, cuando llegaban, se detenían formando largas hileras, como filas de dominó. Había tantos que era imposible contarlos. Y entonces, cuando cargaban contra nosotros, me desperté. Me agarré a la manga de Xavier, que se despertó. Su brazo, que ya estaba sobre mis hombros, hizo más fuerte su abrazo. Sentir ese peso sobre la espalda me hacía sentir protegida, así que me acurruqué contra él.

El temor a las pesadillas hacía difícil que me pudiera relajar y, a la cuarta noche, no paraba de dar vueltas y de cambiar de postura en la cama sin conseguir sentirme cómoda.

—Sé que es difícil, pero intenta relajarte —me aconsejó Xavier—. Todo va a ir bien, Beth.

A pesar de la escasa luz de la luna que se filtraba por la ventana, podía distinguir sus ojos azules. La firmeza de su mirada me hizo recordar que estaba dispuesta a seguirle hasta el fin del mundo.

—¿Y si sucede algo mientras estamos durmiendo?

—Nadie va a encontrar este lugar en medio de la noche.

—Quizá no un ser humano…, pero ¿un ángel soldado?

—Debemos confiar en que Gabriel se haya asegurado de que no sea así. Si tenemos cuidado, todo irá bien.

Yo deseaba creerle, pero ¿y si esta vez Gabriel no había acertado? ¿Y si el mero hecho de tener cuidado no era ninguna garantía de que todo fuera a salir bien? La verdad era que yo no sabía lo que iba a suceder de un día a otro. Entonces decidí dirigir mi atención a nuestro futuro, en lugar de preocuparme por cosas que estaban más allá de nuestro control. Me obligué a imaginar qué tipo de conversación estaríamos teniendo Xavier y yo si nos encontráramos en circunstancias normales:

—Xavier. —Me acurruqué más contra él y apreté la mejilla en su hombro suave y cálido—. ¿Estás durmiendo?

—Lo intento.

—Te quiero —le dije.

—Yo también te quiero.

Todo parecía ir mejor siempre después de oír esas palabras.

—Xavier.

—¿Sí? —respondió con voz dormida.

—¿Cuántos hijos quieres tener?

Con cualquier otro adolescente, ese tipo de pregunta hubiera disparado todas las alarmas. Pero, como siempre, Xavier permaneció imperturbable.

—Probablemente no más de doce.

—Responde en serio.

—De acuerdo. En serio, ¿de verdad es un buen momento para hablar de esto?

—Solo tengo curiosidad —respondí—. Además, eso me impide pensar en otras cosas.

—Vale. Creo que tres es un buen número.

—Yo también. Me encanta cuando estamos en la misma onda.

—Eso está bien.

—¿Crees que hay posibilidades de que suceda?

—¿De que suceda qué?

—Que tengamos hijos.

—Claro. Seguro. Algún día.

—¿Podemos llamar a nuestro primer hijo Waylon, si es un niño?

—No.

—¿Por qué?

—Porque no pararán de burlarse de él, por eso.

—Vale, ¿qué nombres te gustan?

—Nombres normales, como Josh o Sam.

—De acuerdo, pero yo pondré el nombre de las chicas.

—Solo si lo haces a partir de un lista que hayamos acordado.

—Creo que me gustaría que mis hijas tuvieran nombres fuertes…, fuertes pero bonitos, ¿sabes?

—Suena bien. ¿Podemos dormir ahora?

Xavier se dio la vuelta y me abrazó. Noté que su respiración se hacía más lenta, pero yo todavía estaba completamente despierta. Sabía que debía dejarlo dormir, pero no podía separarme de él todavía.

—Si te doy algunos ejemplos de nombres de chicas, ¿puedes decirme si los incluimos en la lista?

—Si insistes… —Xavier parpadeó con fuerza y se apoyó sobre un codo, de cara a mí, intentando tomarse en serio ese juego.

—¿Caroline?

—Sí.

—¿Billie?

—Nunca, no se sabe si es de chico o de chica.

—¿Isadora?

—¿Es que es de la Tierra Media?

—Vale. ¿Y Dakota?

—Los nombres de lugares no entran.

—Eso no es justo —protesté—. Casi todos mis nombres favoritos son de lugares.

—Entonces tengo derecho a proponer algunos yo también.

—¿Por ejemplo? —pregunté con curiosidad.

—¿Qué te parece Ohio? —preguntó Xavier—. O, mejor, Milwaukee.

Tuve que reírme.

—De acuerdo, no aceptamos nombres de lugares.

—Gracias.

Xavier bostezó con fuerza y se tumbó de espaldas. Yo fingí indignarme.

—¿Acabas de bostezar? ¿Es que tus hijos te aburren?

—No, es solo que me dan sueño.

—De acuerdo —repuse riendo—. Ya paro. Buenas noches.

—Buenas noches, señora Woods.

Eso me hizo recordar que ya era la señora Woods. La esposa de Xavier. Sentí un irrefrenable impulso de abrazarlo con todo mi cuerpo, de absorber todo su calor y encontrar consuelo en su contacto. Pero me contuve, pues sabía que era demasiado arriesgado. No quería complicar aún más las cosas. Así que me di la vuelta y me abracé a la almohada. Ya había hecho muchos sacrificios. ¿Cuánto tiempo más podríamos pasar viviendo como si fuéramos hermanos?

Antes de cerrar los ojos, no puede evitar echar un vistazo por la ventana y mirar el cielo nocturno. Unos destellos de luz iluminaban las nubes. Me pregunté si habría una tormenta a lo lejos. Entonces vi un rayo de luz que no parecía un rayo. Pensé en despertar a Xavier, pero él ya dormía tan profundamente que no me pareció justo hacerlo.

El rayo de luz recorría poco a poco las copas de los árboles… buscando algo.

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