Heaven

Heaven


15. Se acabó la clase

Página 17 de 38

15

Se acabó la clase

Una sonrisa distorsionó el rostro de Hamiel y mostró sus blancos dientes, brillantes al lado de su oscura piel. Su expresión no era de diversión, solo de victoria. Había ganado, me había hecho salir de mi escondite y me tenía en sus garras. Hamiel dio una palmada con ambas manos y todos los séptimos se quedaron inmóviles, mirándolo, a la espera de instrucciones. Eran como perros entrenados que actuaban a ciegas siguiendo las órdenes de su amo. Si Hamiel pronunciaba una sola palabra, acabarían conmigo.

Noté un movimiento a mis espaldas, y vi que Xavier se erguía a mi lado. Al ver que él, protector, se unía a mí, casi se me rompió el corazón. Lo que más quería en el mundo era que estuviera a salvo. Pero debería haber sabido que nunca me dejaría enfrentarme sola al peligro. Mi condena era su condena. Ahora ya no nos podían separar. Quise llorar, pero no quería mostrar ningún tipo de debilidad delante de Hamiel, así que cogí la mano de Xavier y los dos entrelazamos los dedos con fuerza. Xavier, al igual que yo, se negaba a dejarse intimidar. Se apoyó en el escritorio y tamborileó en él con los dedos de la otra mano.

—Chicos, necesitáis salir un poco más —dijo—. ¿Y qué son esas máscaras? Venga, esto no es Scream.

Yo decidí sonreír con expresión de desafío. Fueran cuales fueran los horrores que nos esperaban, lo único que se podía hacer era demostrar que no podían con nosotros por completo.

Hamiel achicó los ojos y nos miró. Estaba claro que no había esperado esa reacción y, aunque su rostro permaneció impasible, vi un brillo de rabia en sus ojos.

—¿Quién te crees que eres, chico?

Xavier se encogió de hombros y respondió:

—Estoy con ella.

—Eso me han dicho —repuso Hamiel, dirigiendo sus ojos hacia mí.

—¿Y qué piensas hacer al respecto? —pregunté, casi provocándolo.

De repente la sala se sumió en la oscuridad, y los estudiantes —de los cuales ya nos habíamos olvidado— empezaron a chillar de terror. Xavier y yo nos cogimos de las manos, dispuestos a enfrentarnos a lo que viniera, fuera lo que fuera. Estábamos preparados para soportar el dolor, el vacío e, incluso, la muerte, siempre y cuando pudiéramos hacerlo juntos. A pesar de que pareciéramos estar desarmados, nuestras mejores armas éramos nosotros mismos.

Las luces volvieron a encenderse y me di cuenta de que algo no iba bien. Hamiel parecía enfadado, incluso confundido. No había sido él quien había provocado esa oscuridad. Fue entonces cuando vi a Gabriel de pie, descalzo, en el pasillo central. Su cabello dorado caía a sus espaldas como una bandera ondeando al viento. Debería haber llevado puesta la túnica blanca que simbolizaba su jerarquía celestial, pero mi hermano había ignorado la etiqueta: solamente vestía un pantalón vaquero deslucido. La luz que su piel emitía caía sobre los estudiantes que estaban cerca de él, y estos tenían que apartar la vista para no ser cegados. La camiseta de manga corta de Gabriel brillaba con tanta fuerza que parecía una armadura blanca.

Se hizo un gran silencio y todo el mundo observaba al recién llegado. Los estudiantes se dieron cuenta de inmediato de que había llegado ayuda. Solo con mirar a Gabriel estaba claro de qué lado estaba. En él no había ni el más mínimo atisbo de oscuridad, y la expresión de su rostro mostraba un fiero instinto de protección: se encontraba allí para ayudar a las víctimas. Los chillidos dieron paso a los gemidos, rotos de vez en cuando por súplicas y murmullos de socorro.

De repente, Hamiel levantó un dedo. El gran techo abovedado se elevó y, con un profundo crujido, se arrancó de las paredes dejando solo un gran agujero. La parte desprendida empezó a caer sobre Gabriel, pero mi hermano solamente tuvo que levantar un brazo para detener la caída y lanzarlo contra un ángulo de la sala donde no pudiera hacer daño a nadie. Pasaron unos largos minutos durante los cuales no sucedió nada: Gabriel y Hamiel se miraban fijamente, y el polvo del yeso se fue depositando en el suelo, a su alrededor. Los séptimos, que todavía esperaban órdenes, permanecían quietos como estatuas.

Los dos guerreros celestiales se estuvieron mirando durante un tiempo que pareció eterno. Cada uno intentaba adivinar cuál sería el siguiente movimiento del otro. Yo sabía lo delicada que era la situación. En ese momento, las fuerzas de poder estaban equilibradas, pero, si se decantaban, aunque fuera ligeramente, en cualquiera de las dos direcciones, podía suceder un desastre. Gabriel también sabía que si la situación iba a peor, el poder de los dos provocaría el derrumbe del edificio sobre nuestras cabezas. No se arriesgaría a que eso sucediera.

Observé a los estudiantes, que ya no sabían qué pensar y que solamente esperaban a que ese cataclismo cesara. Algunos de los chicos se esforzaban por consolar a las chicas sollozantes, protegiéndolas con sus cuerpos, mientras que otros se cobijaban inútilmente debajo de los asientos y se cubrían el rostro con las manos. No podía culparlos: debía de parecerles el fin del mundo.

—No tienes ninguna autoridad para invadir este lugar —dijo Gabriel en un tono duro como el acero—. Tu presencia aquí es injustificada.

—Igual que la tuya, hermano —repuso Hamiel—. Dime, ¿qué piensa el Cielo de los traidores hoy en día?

—Proteger a los inocentes no me convierte en un traidor —replicó Gabriel con tono de mofa—. Dime, ¿bajo las órdenes de quién actúas?

—Nosotros trabajamos al servicio del Reino —afirmó Hamiel con orgullo.

—No me mientas —bramó Gabriel. Con un gesto que abarcaba toda la sala, dijo—: Él no va a pasar esto por alto.

Hamiel me señaló con el dedo y sentenció:

—Ese ángel ha quebrantado la ley. Sus actos no serán perdonados.

—Tampoco lo serán los tuyos —repuso Gabriel.

—Hubieras podido evitar este juego del escondite —dijo Hamiel, riendo con satisfacción—. ¿Cuánto tiempo creíste que podías mantenernos lejos?

—Lo que te interesa es salvar las apariencias, ¿verdad? —lo acusó Gabriel con expresión disgustada—. El orgullo es una cosa peligrosa, hermano. Todos nosotros deberíamos saberlo.

—Se trata de justicia.

—Entonces, ¿por qué no te retiras? —sugirió Gabriel—. Deja que Dios haga con ellos lo que crea conveniente. Te aseguro que no será nada parecido a esto.

—No —se opuso Hamiel con arrogancia—. Él no puede ponerse al teléfono en estos momentos. El castigo es cosa nuestra.

El hilo de la conversación daba vueltas en el mismo círculo. Hamiel era hábil esquivando las preguntas de Gabriel sobre nuestro padre. Yo sabía que los séptimos estaban ejecutando su personal y desquiciada idea de lo que era la justicia, y me pregunté hasta qué punto los ejércitos que se ocupaban de mantener la paz en la Tierra no se habrían convertido en fuerzas rebeldes a las que había que temer en lugar de respetar.

Entonces Gabriel desplegó sus alas lentamente, y los estudiantes ahogaron una exclamación.

—No serás tú quien los juzgue —afirmó.

—Tú no tienes autoridad aquí, arcángel —replicó Hamiel.

—Sabes que puedo destruirte —se burló Gabriel.

—Sin duda, pero no sin provocar la pérdida de vidas humanas. Y sé lo mucho que eso te importa.

Y, por si no hubiera hablado bastante claro, Hamiel señaló a los indefensos adolescentes que estaban tumbados en el suelo.

—Entonces abre las puertas y que queden aquí solamente los implicados —dijo Gabriel.

Pero apelar al sentido de justicia del séptimo no pareció una buena estrategia:

—Demasiado tarde —contestó Hamiel—. Todos deben perecer.

Algunos de los estudiantes empezaron a gritar con más fuerza y a suplicar perdón. Otros cerraban los ojos con fuerza, deseando creer que todo eso no era más que una terrible pesadilla.

—Esta gente es inocente.

Pero la voz de Gabriel había perdido autoridad. Ahora parecía tan solo asombrado ante la indiferencia de Hamiel por las vidas humanas.

—El apego que sientes por estas criaturas de barro te debilita —dijo Hamiel—. Te aconsejo que dejes de pensar en ellos y que te preocupes por tu propio futuro. Además, no son inocentes. Llevan la culpa del pecado de Adán.

—¿Y por qué crees que Cristo fue enviado? —tronó Gabriel—. Él pagó sus deudas, sus culpas fueron lavadas por su sangre. ¿Por qué manipulas la verdad?

—¿Realmente vas a intentar detenerme? —dijo Hamiel, desafiante.

—Por supuesto —replicó mi hermano—. Esto lo vas a lamentar.

Mientras hablaba apareció una luz ámbar, a su lado, en el aire, que empezó a cobrar forma. Supe que era de Ivy antes de ver su mata de cabello rubio y sus ojos del color de la lluvia. Pertenecía a la más alta de las órdenes angélicas y era capaz de transformarse en una esfera brillante y viajar a grandes distancias en cuestión de segundos. Hamiel, al verla, dio un paso hacia atrás. Ivy levantó una mano y unos rayos de luz emergieron de su palma y atravesaron el aire hasta cada uno de los séptimos, prendiendo sus negras túnicas en llamas. Los séptimos se batieron rápidamente en retirada: levantaron el vuelo y, uno a uno, desaparecieron por el agujero que había en el techo. Solo Hamiel permaneció en su sitio, abandonado: él era el líder, y no se dejaba intimidar tan fácilmente.

—Te destruiré —rugió.

Ivy arqueó una de sus delicadas cejas doradas.

—¿Con qué ejército?

Hamiel apretó los dientes y se agachó con la espalda encorvada como un animal a punto de atacar. Pero, en lugar de ello, introdujo la mano bajo su túnica y sacó un cetro. Fue tan rápido que Ivy no tuvo tiempo de actuar. Hamiel sabía que no podía tocar ni a Gabriel ni a Ivy, pero podía castigarlos de otra forma. Apuntó con el cetro a una chica que se encontraba tumbada delante de nosotros; ella intentó cubrirse el rostro. Entonces, del cetro emergió un rayo de energía que hizo temblar toda la sala. El chico que se encontraba al lado de la chica intentó cubrirla con su propio cuerpo para protegerla, y el rayo de energía le dio en un costado. Se oyó un sonido parecido al de la carne al cocerse en la barbacoa. Tuve que ahogar un grito de horror al ver que sus brazos caían, inertes, a ambos costados de su cuerpo y que sus piernas quedaban completamente carbonizadas. El chico cayó al suelo, y vi que tenía el rostro ennegrecido y cubierto de quemaduras. Era Spencer. Lo único que había quedado intacto era su mata de pelo rubio y sus ojos. Los tenía abiertos y sin vida, clavados en el techo. En su rostro no había ni rastro de miedo, solamente una expresión de gran convicción.

Xavier miraba, asombrado, el cuerpo de su hermano de fraternidad.

—¡No! ¡Maldito seas! —gritó con la voz ahogada por la emoción.

Spencer había sido su compañero de habitación, su aliado, su amigo. Y ahora él también había muerto por nuestra culpa. Xavier dio un titubeante paso hacia atrás y se apoyó en un escritorio. Yo no estaba segura de si sería capaz de soportar alguna muerte más. En ese momento me pareció que la fuerza de luchar me abandonaba.

Me di cuenta de que la furia de Gabriel amenazaba con derrumbar el techo entero de la sala. Ivy parecía haberse encerrado en sí misma un momento; pero cuando abrió los ojos, lanzó rayos de fuego hacia Hamiel. El séptimo dio un gran salto en el aire y esquivó el ataque con agilidad, a pesar de su gran tamaño. Gabriel se concentró en proteger a los demás estudiantes: alrededor de cada uno de ellos empezó a formarse una red de luz azulada que parecía frágil, pero que, en realidad, era fuerte como una caja de acero. Pero Hamiel ya no tenía ningún interés en ellos. Ahora nos miraba a nosotros.

Yo deseaba con desesperación volver a reunir la fuerza que debía de estar dormida en algún lugar dentro de mí, pero me sentía tan aturdida por lo que acababa de presenciar que era incapaz de hacerlo. Hamiel alargó los brazos para cogerme y solamente fui capaz de levantar las manos en un intento de protegerme. Él me cogió las muñecas con sus enormes manos y las dobló hacia atrás, rompiéndolas como si fueran ramitas secas. El chasquido se oyó con toda claridad. De repente, salí disparada por el aire como una muñeca de trapo y rodé por encima de los escritorios, golpeándome la cabeza varias veces. Al final aterricé sobre las muñecas rotas y el profundo dolor que sentí me provocó arcadas.

Gabriel me rodeó con sus brazos de inmediato. Yo tenía la mente nublada, pero todavía era capaz de recordar lo que era importante.

—Xavier —susurré, esforzándome por incorporarme.

Pero el agudo dolor que sentía en las muñecas me recordó que ya no era capaz de ayudarle. Xavier había quedado desprotegido.

—¡Beth!

Xavier había olvidado por completo la presencia de Hamiel. Lo único que le preocupaba era mi seguridad, pero se encontraba al otro lado de la sala de conferencias y no podía llegar hasta mí. Cada vez que yo estaba en peligro, se olvidaba de todo y se concentraba solamente en mí. Yo, desde donde me encontraba, podía ver todo lo que sucedía. Vi que la amenazadora figura de Hamiel, con una expresión ávida en el rostro, aparecía detrás de Xavier. La victoria había llegado antes y con mayor facilidad de lo que había esperado. De repente, quise hacer muchas cosas: suplicar, rogar, gritar a Xavier que huyera, que luchara. Pero al abrir la boca solo fui capaz de emitir un débil gemido, porque todo aquello que para mí tenía significado en este mundo estaba a punto de serme arrebatado. Hamiel apartó sus oscuros ojos de mí y, con una sonrisa de satisfacción, apuntó el cetro hacia Xavier; un rayo de energía lo hirió en la espalda.

Xavier se llevó una mano al corazón y se quedó inmóvil. Con una expresión de confusión en el rostro, cayó de rodillas lentamente hasta el suelo. Todavía me miraba fijamente a los ojos, y en su mirada vi primero la conmoción, luego el dolor, y al final, la aceptación. Al cabo de un instante, sus párpados se cerraron y cayó al suelo.

Al ver que Xavier se desmoronaba delante de mí, grité con tanta fuerza que me dolieron los pulmones. Todo había sucedido tan deprisa que casi no había tenido tiempo de comprenderlo, pero su corazón dejó de latir; sus ojos habían perdido la luz de la vida. Ivy miró a Hamiel con una fiera expresión de ira, pero el líder de la orden de los séptimos se agachó un instante para darse impulso y saltar. Al momento, se elevó en el aire y desapareció por el agujero del techo. Lo último que vi de él fue su túnica arremolinada alrededor de su cuerpo y una expresión de triunfo en el rostro. A nuestro alrededor cayó una lluvia de trozos de yeso que nos envolvió en una polvorienta nube blanca.

Gabriel todavía me sujetaba. Desplegué las alas con tanta fuerza que lo tumbé de espaldas al suelo y volé hasta Xavier. Enseguida coloqué mis manos sobre su pecho para sacudirlo, sin prestar atención al dolor que sentía. Noté que Ivy y Gabriel llegaban a mi lado y oí que hablaban rápidamente entre ellos, pero no comprendí sus palabras. Me sentía como si me encontrara lejos, muy lejos, y tenía un pitido tan fuerte en los oídos que todos los demás sonidos me resultaban inaudibles. Mi mente se negaba a comprender lo que acababa de suceder. Me sentía engullida en una niebla que me llenaba la cabeza, y lo único que sentía era un terrible agujero en mi interior.

Gabriel colocó una mano sobre el cuello de Xavier para tomarle el pulso. Al cabo de un segundo levantó la mirada hacia Ivy y negó con la cabeza casi imperceptiblemente. A mí me pareció que nada de eso era posible, pero en lo más profundo de mi ser sabía que lo era.

Xavier estaba tumbado de espaldas; su rostro era hermoso y perfecto a pesar de que tenía la inmovilidad de la piedra. Esos ojos turquesa que yo tanto amaba miraban hacia el techo sin ver nada. Toqué su mano, todavía caliente, y nuestros anillos sonaron al chocar. Lo agité con fuerza, pero no respondió. Lo llamé una y otra vez, pero no obtuve respuesta. Y me di cuenta de que ya no podía llegar hasta él.

Hamiel lo había matado deliberadamente y sin piedad delante de mis ojos. Xavier se había ido.

Ir a la siguiente página

Report Page