Heaven

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17. Un mal inquilino

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Un mal inquilino

Me llevé las manos al estómago, como si me hubieran clavado una puñalada. Quizá pareciera una reacción infantil, pero recibir ese veneno de Xavier fue como si me hubieran dado un golpe.

Me aparté de él y caminé, aturdida, hasta la ventana. Fuera, el sol continuaba brillando y los coches que pasaban parecían borrones de colores; sus conductores ignoraban lo que estaba sucediendo a poca distancia de ellos. Pensamientos contradictorios llenaban mi cabeza y colisionaban entre ellos como en una tormenta de meteoritos. ¿Cómo había podido suceder? ¿Qué íbamos a hacer? ¿Había alguna manera de liberar a Xavier antes de que algo peor pudiera suceder? Pero ¿qué podía ser peor que lo que había sucedido durante las últimas veinticuatro horas?

—¿Cómo ha podido pasar esto? —pregunté en voz alta, dándome la vuelta para mirar a mis hermanos—. No lo comprendo.

—Todo el mundo puede ser víctima de una posesión —dijo Ivy, esforzándose por hablarme en tono tranquilizador.

—No —repliqué, negando vigorosamente con la cabeza—. Ese tipo de cosas no les suceden a las personas como él. Se supone que su fe lo protege. ¡No es posible que su cuerpo haya sido invadido de esa forma!

—Bethany, piénsalo bien —intervino Gabriel en tono cariñoso—. Xavier había muerto… Esos minutos entre la vida y la muerte pueden haber sido tiempo más que suficiente para permitir la entrada de la oscuridad.

—Pero… —Noté una fuerte opresión en el pecho y los ojos se me llenaron de lágrimas. Sabía que mi hermano tenía razón—. Si justo acabo de recuperarle.

—No abandones la esperanza —dijo Ivy—. Esto solo significa que la lucha todavía no ha terminado.

Casi no la escuchaba. Pensar que Lucifer nos había estado observando, esperando la oportunidad para asestar su golpe, me hacía temblar. Habíamos estado tan preocupados por escapar de la ira del Cielo que me había olvidado de que éramos el objetivo de otro depredador quizá más peligroso. El Cielo quería separarnos, pero parecía que el Infierno quería ejecutar su venganza. Los séptimos sin rostro no eran nada comparados con lo que estábamos a punto de enfrentarnos. Terribles recuerdos aparecieron en mi mente: el rostro de la hermana Mary-Clare, la monja del convento de Tennessee. En medio de la sangre y las heridas, de los labios sangrantes y los dientes apretados, recordaba cómo me miraron sus ojos: con una mirada completamente vacía que indicaba que ella no se encontraba en ese cuerpo. El demonio había destrozado su cuerpo, su mente y su espíritu. A pesar de que yo me encontraba en mi forma astral, y aunque no conocía a la víctima en persona, presenciarlo ya había sido una experiencia dolorosa. Pero esta vez le estaba sucediendo a Xavier, y no estaba segura de tener el coraje necesario para enfrentarme a eso.

No quería mirar a Gabriel y a Ivy: sabía que podían adivinar mi estado de ánimo con gran facilidad. No era tan inocente como para pensar que podría esconderles mis sentimientos, pero necesitaba unos momentos para asumir lo que estaba pasando y para controlar mis emociones.

—Vamos —dijo Ivy—. Tenemos que ponernos en marcha. No podemos quedarnos aquí.

Ivy se esforzaba por mantener una actitud resolutiva, pero había algo diferente y nuevo en su voz.

—¿Adónde vamos? —preguntó Xavier con tono alegre.

Su actitud jocosa era casi infantil, y me resultaba extraña viniendo de él.

—Te llevamos a nuestra casa —respondió Gabriel, mirando a Xavier con expresión analítica—. Podrás quedarte ahí hasta que… te sientas mejor.

—Un momento: ¿tenéis una casa? —interrumpí—. ¿Dónde?

—Aquí —contestó Ivy—. En Oxford.

—¿Desde cuándo? —pregunté.

—Desde que llegasteis. Hemos estado más cerca de vosotros de lo que creíais, vigilando cómo iban las cosas.

—¿Por qué no me lo dijisteis?

—Creímos que sería más seguro si no lo sabíais. Estar en contacto más a menudo nos habría delatado. Solo queríamos tener un lugar cerca por si teníais problemas. Y ha sido una suerte que lo hiciéramos.

—Ahora me encuentro bien —dijo Xavier de repente, sin preocuparse de seguir nuestra conversación.

Y, para demostrarlo, empezó a flexionar las piernas como un atleta que calentara antes de una carrera. Su actitud era un tanto exhibicionista, muy distinta a como Xavier se comportaba habitualmente. Verlo me ponía los pelos de punta y me hacía sentir incómoda. Xavier dirigió su atención hacia mí.

—Soy muy afortunado de tener una chica que no me abandonará.

Su tono era de burla y la sonrisa que me dirigió no mejoró las cosas.

—Tienes razón, tenemos que sacarlo de aquí —me limité a decir. Las cosas estaban tan mal que no me quedaba más remedio que estar de acuerdo con mis hermanos—. Antes de que haga algo que llame la atención.

—¡Vaya! —exclamó Xavier levantando la voz—. Esto por estar juntos. Qué mala vida.

Miré a Gabriel y asentí con la cabeza. Mi hermano cruzó la habitación en dos pasos y sujetó a Xavier por los hombros.

—Ivy… —dijo—. Necesitaré tu ayuda.

—Oye, oye, tómatelo con calma, papá oso —dijo Xavier con voz cantarina, levantando las manos como para demostrar que no oponía resistencia—. No me voy a escapar, me estoy divirtiendo demasiado para perderme esto. —Se rio y empezó a cantar—: «Me quedo contigo como si estuviera pegado con pegamento».

Xavier lo empujó sin contemplaciones hacia la puerta, donde Ivy esperaba con actitud inquieta. ¿Querría escapar? Pero, por algún motivo, no creí que fuera a hacerlo. Los demonios deseaban hacernos daño, y la mejor manera de conseguirlo era quedarse con nosotros. Xavier se dirigió hacia la puerta, pero, a medio camino, se detuvo y me miró. Sus ojos azules se llenaron repentinamente de una expresión que me resultó familiar, y me sentí desarmada.

—¿Tú también vienes, verdad, Beth? —preguntó—. ¿No irás a dejarme con ellos?

Al mirarme de esa manera, con esa expresión de sinceridad y los ojos tan abiertos, no supe si era él quien hablaba o no.

—Yo también voy —repuse, esforzándome por no mostrar ninguna emoción.

Pero mis manos me traicionaban: no podía dejar de retorcérmelas. Caminé en silencio, con mis hermanos, hasta el aparcamiento, con Xavier detrás de mí, entonando una irritante canción. Me parecía que era como una bomba de relojería a punto de estallar en cualquier momento. Entonces me di cuenta de lo importante que era ocultarle. No podía quedarse en un hotel y no podíamos dejar que se acercase al campus. La verdad era que no tenía ni idea de qué haríamos a partir de ese momento.

Durante el viaje en coche hasta la casa, el comportamiento de Xavier continuó siendo impredecible. A pesar de que había expresado su deseo de que me quedara con él, durante el trayecto se comportó como si yo fuera su peor enemiga. Se sentó atrás, tan lejos de mí como fue posible. Apoyó el mentón en las manos y permaneció encorvado hasta tal punto que su postura parecía una contorsión. Durante todo el rato mantuvo la mirada fija en los edificios que dejábamos atrás, y de vez en cuando miraba hacia mí por encima de su hombro y con expresión maligna.

Decidí poner a prueba su reacción. Alargué el brazo y le coloqué la mano encima de la rodilla. De inmediato, todo el cuerpo se le puso rígido y emitió un gruñido bajo y grave, como el de un animal herido. Creí que iba a morderme, así que aparté la mano rápidamente.

Al cabo de poco tiempo, Gabriel condujo el coche hasta una amplia calle y aparcó delante de una casa con la fachada azul pálido y con un gran porche que la rodeaba por los cuatro costados. En la entrada había macetas llenas de hermosos crisantemos. Hasta ese momento no había visto nunca a mis hermanos vivir en ninguna parte. La verdad era que ni siquiera había pensado en ello. La casa era vieja y, al igual que la mayoría de las casas del sur, daba la clara impresión de pertenecer a otra época, de que tenía su propia historia. Allí dentro era posible imaginarse a la esposa de un soldado confederado despidiendo con la mano a su marido al marchar a luchar por el Sur. Pero, al mismo tiempo, la casa tenía un aire familiar y acogedor, como si nos diera la bienvenida. Después de entrar, recorrimos un corto pasillo hasta una cocina rústica con armarios blancos y paredes azules. Unas lámparas antiguas colgaban sobre la mesa central y encima del fregadero había estantes blancos llenos de piezas de porcelana antigua. Vi la guitarra de Gabriel apoyada contra uno de los armarios, y por un momento me permití sentir nostalgia de los tiempos en Byron y de la felicidad que habíamos compartido allí. Pero pronto volví a dirigir mi atención al presente.

Me senté en uno de los taburetes que rodeaban la mesa y esperé a que alguien rompiera el tenso silencio que había en la habitación. Gabriel observaba a Xavier como un águila a su presa.

—Buena queli —apuntó Xavier paseándose por la habitación y cogiendo libros, tazas y velas de cualquier parte para inspeccionarlas—. ¿Qué tenemos para beber? ¿Dónde guardáis la trilita? —preguntó, tumbándose en un banco que había debajo de la ventana, junto a la mesa del desayuno, sin hacer caso de la mirada de desaprobación de Ivy.

—Aquí no hay alcohol —repuso mi hermana, abriendo la nevera y sacando una botella de soda.

Y, sin previo aviso, lanzó la botella hacia Xavier como si fuera un disco y apuntando a su cabeza. La botella silbó en el aire, pero Xavier levantó la mano rápidamente y la cogió antes de que le golpeara. Ni siquiera había necesitado cambiar de postura. Ningún atleta humano, ni siquiera uno tan hábil como Xavier, hubiera tenido los reflejos necesarios para hacer eso.

—Buen lanzamiento.

Xavier abrió la botella y vació la mitad de su contenido sin respirar. Cuando terminó, se puso en pie y tiró la botella al suelo.

—¿Dónde está el baño? —preguntó con una sonrisa de triunfo—. Necesito una buena ducha.

—Arriba, la primera puerta a la izquierda —respondió Ivy, mirando a Gabriel, intranquila.

Pero Xavier no salió de la cocina. Gabriel, rápido como un rayo, desplegó las alas, con lo que tiró todos los objetos que había sobre la mesa. Enseguida se lanzó contra Xavier, lo agarró por la cintura y ambos cayeron al suelo. Gabriel consiguió sujetarlo rápidamente, pero Xavier no se dejaba dominar con tanta facilidad: con una fuerza que parecía sobrenatural, empujó a Gabriel con las piernas y lo lanzó al otro extremo de la cocina. Mi hermano impactó contra el mármol con tanta fuerza que provocó una grieta en él. Al cabo de un momento ambos estaban de pie, frente a frente, como dos antiguos enemigos dispuestos a enfrentarse de nuevo cara a cara.

—¡Basta! ¿Qué estáis haciendo? —grité.

Di unos pasos hacia delante con la intención de interponerme entre ambos y obligarlos a recuperar el sentido común. Pero Gabriel me miró y la intensidad de su expresión me hizo parar en seco.

—No te pongas en medio. Te hará daño.

Sin quererlo, había distraído a Gabriel, y Xavier aprovechó la ventaja. Se lanzó contra mi hermano y le dio un puñetazo en la barbilla. Gabriel, pillado por sorpresa, quedó aturdido durante un momento, pero rápidamente le devolvió un fuerte golpe en las costillas. Xavier se plegó sobre sí mismo con los pulmones vacíos, pero pudo recuperarse a tiempo. Al ver que la puerta de la entrada había quedado abierta, salió corriendo hacia ella con intención de escapar. Gabriel se precipitó tras él, obstaculizado por las alas, que golpeaban las paredes. Pero las plegó de nuevo y consiguió atrapar a Xavier por los tobillos. Los dos cayeron contra la puerta mosquitera, rodaron por encima de la barandilla del porche y aterrizaron sobre las hojas muertas del patio delantero.

Ángel y ser humano se enfrentaron en medio del polvo. Ivy y yo observamos, inquietas. Al otro lado de la calle, dos señoras que se encontraban sentadas en sus mecedoras, tomando el té en el porche, alargaron el cuello como grullas para ver a qué se debía aquel escándalo. Pensé que en ese barrio no debían de producirse muchas peleas, y tuve la sensación de que aquel era el primer altercado que nadie viera en una calle tan respetable. Una de las señoras se había quedado inmóvil, con una mano sobre el pecho; la otra esbozó una mueca y desapareció dentro de la casa.

—La señorita Bishop va a llamar al sheriff —dijo Ivy, y por el tono parecía que ella hubiera estado pensando en hacer lo mismo.

—¿No deberíamos intentar impedirlo? —pregunté, temerosa.

—Ahora no. Gabriel nos necesita.

En ese momento, Gabriel levantó a Xavier y lo lanzó de cabeza al suelo. Quise correr en su ayuda, pero Ivy me lo impidió.

—¡Gabriel le está haciendo daño! —grité—. ¡Haz que pare!

—Está intentando ayudarle. —Ivy me cogió por los hombros y me dio una sacudida—. Si Xavier se va, no sabemos qué va a hacer…, a cuánta gente puede causar daño, incluido a sí mismo. Tienes que confiar en nosotros, Bethany.

Miré sus fríos ojos grises y asentí. Procuré mantener la mirada lejos de la pelea. Nunca había sentido un conflicto de lealtad tan grande. No podía negarle casi nada a mi hermano, si me lo pedía. Pero, al mismo tiempo, no era posible que abandonara a mi esposo cuando más me necesitaba.

Xavier se levantó con aspecto de estar mareado, y eso ofreció a Gabriel la oportunidad que necesitaba. Se colocó rápidamente detrás. Me pregunté qué se proponía, pero enseguida vi que deslizaba ambos brazos por debajo de las axilas de Xavier y que entrecruzaba los dedos de las manos detrás de su nuca. En esa posición, mi hermano podía mantener a Xavier inmóvil el tiempo suficiente para hacerle entrar en la casa otra vez. Xavier pronunciaba tales insultos que me pregunté si las pobres hermanas Bishop se recuperarían alguna vez del susto.

—Sois unas putas —chillaba mientras Gabriel lo arrastraba hacia la casa—. ¡Unas putas con alas! Os veré en el Infierno.

—Eh…, es un primo lejano —dijo Ivy en voz alta dirigiéndose a las dos mujeres que, desde el otro de la calle, nos miraban con la boca abierta y con aspecto de caer desmayadas de un momento a otro—. Tiene un mal día. Lo siento.

Y, rápidamente, mi hermana cerró la puerta.

—¡Abrid la puerta del sótano! —gritó Gabriel cuando hubimos entrado en la casa.

Ivy hizo lo que le pedía, y Gabriel y Xavier bajaron a trompicones los estrechos escalones de cemento que conducían hasta las entrañas de la casa. Miré hacia esa oscuridad con nerviosismo: no me gustaba estar bajo tierra.

—¿No podemos hablar aquí arriba? —pregunté.

—¿Con todo el jaleo que está armando? —Ivy negó con la cabeza—. Sería mejor que lo anunciara en las noticias de las siete.

Bajé con desgana los escalones detrás de mi hermano, pero procurando mantener cierta distancia de Xavier, que no dejaba de patear. Sus esfuerzos por desasirse de mi hermano no estaban causando ninguna reacción en Gabriel, cuyo cuerpo parecía haberse vuelto de piedra.

Yo temblaba. El sótano era frío y olía a humedad. Ese espacio, con el suelo sucio y las telarañas colgando del techo, parecía una tumba. No había ninguna ventana, ninguna ventilación, y era demasiado estrecho para que entrara algo más que un débil rayo de luz del día. Las paredes y el suelo eran de cemento reforzado, típico de muchas de las casas de la zona, diseñadas para soportar la fuerza de un tornado. También había las cosas que uno espera encontrar en un lugar como ese: cajas de almacenamiento, una lavadora-secadora y un congelador. Pero también había una vieja cama de hierro con un colchón carcomido por las polillas, cuyos muelles sobresalían pronunciadamente. De la cabecera y de los pies de la cama colgaban unas argollas que, al verlas, me provocaron náuseas.

Parecía que Ivy y Gabriel habían previsto una emergencia como esa, porque ambos sabían exactamente qué hacer. Gabriel se encargó de sujetar a Xavier mientras Ivy le ataba las muñecas y las piernas. Xavier se debatía con fuerza ciega y siseaba como un animal salvaje. Por fin, Ivy y Gabriel pudieron apartarse de la cama. Xavier también debía de estar agotado porque ahora yacía con las piernas y los brazos abiertos encima de la cama, completamente quieto y con la mirada clavada en el techo.

—Ivy, ¿puedes ir a encargarte de eso? —preguntó Gabriel.

No comprendí a qué se refería hasta que oí las sirenas. Xavier rio para sí mismo, encantado de los problemas que estaba ocasionando.

—¿Estás seguro de que todo está bien aquí? —quiso asegurarse mi hermana.

Gabriel asintió con la cabeza.

—Pero no tardes.

Ivy salió en silencio del sótano, pero Xavier, animado por la posibilidad de escapar, empezó a gritar con tanta fuerza que Gabriel tuvo que ponerle una mano en la boca para acallarlo. Oímos las puertas de los coches al cerrarse y unas voces en la puerta de entrada. También oí la voz de Ivy, amable, que se disculpaba. Pude captar trozos de la conversación: Ivy les contaba que su joven primo había sufrido una recaída después de pasar un tiempo en rehabilitación. Mentía bien: aseguró que su primo había frecuentado malas compañías. También prometió que lo tendría bien vigilado hasta que se recuperara del todo. La voz del sheriff comunicaba que comprendía bien la situación. Era evidente que se sentía seducido por ella y no dejaba de chasquear la lengua y de llamarla «valiente jovencita». Le dijo que lo llamara en caso de que necesitara ayuda. Ivy le dio las gracias con gran educación y cerró la puerta con firmeza.

Cuando regresó al sótano, Ivy tenía una expresión dura como la piedra. Llevaba un montón de potes de sal que había cogido de la cocina y, rápidamente, empezó a dibujar un círculo en el suelo, alrededor de la cama, con la sal.

—¿Qué haces? —pregunté, asombrada.

—La sal y el hierro repelen a los demonios —respondió ella—. Necesitamos hacer todo lo posible.

Quise decirle que no se trataba de un demonio normal, pero no creí que eso resultara de ninguna ayuda.

—¿Recuerdas por qué? —preguntó mi hermana.

Entonces recordé lo que había estudiado como ángel.

—Porque son sustancias puras; y los demonios, al ser impuros, no pueden soportar estar cerca de ellas —dije.

—Bien —asintió Ivy con la cabeza.

—Pero no será suficiente, ¿verdad? No puede ser tan sencillo.

—Por desgracia, no. El demonio ya se encuentra dentro de él. Pero esto evitará que escape hasta que encontremos la forma de destruirlo.

—¿Puedo quedarme con él?

—Por supuesto que no —contestó Gabriel con aspereza.

—¡¿Por qué no?!

—¿Es que no es evidente? Estás demasiado involucrada emocionalmente. Eso te hace vulnerable. No podemos arriesgarnos a que te engañe.

—No permitiré que eso suceda.

—Bethany… —dijo Gabriel, y su tono de advertencia fue suficiente para saber que debía ceder.

—De acuerdo —asentí con sequedad—, pero no puedes evitar que hable con él.

Gabriel no intentó impedir que me acercara a la cama. Xavier todavía tenía la mirada fija en el techo, y su rostro estaba lleno de los arañazos provocados por la gravilla del patio. A pesar de que tenía el cuerpo maltrecho y los ojos perdidos, su aspecto todavía me resultaba dolorosamente familiar: incluso en esa situación, mi corazón se detenía al acercarme a él. Me incliné despacio con intención de comunicarle, en susurros, aunque fuera una parte de lo que sentía, pero las palabras me fallaron: la persona que estaba tumbada en esa cama era desconocida para mí. ¿Qué podría decirle que le ayudara en su lucha? Todavía me estaba esforzando por encontrar las palabras adecuadas cuando Xavier, repentinamente, volvió la cabeza y su mirada era tan penetrante que no pude apartar la vista de sus ojos. Observé su profundidad azul en busca de alguna señal de reconocimiento, y por un segundo algo extraño sucedió: lo vi a «él». La expresión de sus ojos se dulcificó y me pareció ver en ellos algo del chico a quien amaba. Me di cuenta del esfuerzo que le estaba costando. Era como observar a un hombre que se estuviera ahogando intentar salir a la superficie para, de nuevo, volver a ser arrastrado hasta el fondo por una fuerza más poderosa que su voluntad de sobrevivir. Xavier se había ido, y sus ojos volvieron a mostrarse vacíos. Pero no me importaba. Sabía que estaba ahí, en alguna parte, y esa era la única motivación que necesitaba. A pesar de que todas las células de mi cuerpo me empujaban a salir huyendo, sabía que nunca dejaría que se enfrentara a eso él solo.

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