Heaven

Heaven


26. Llévame a casa

Página 28 de 38

26

Llévame a casa

Molly todavía estaba inquieta por lo que había sucedido en la capilla, y ni siquiera la tranquilizadora presencia de Gabriel logró que dejara de temblar.

—No pasa nada, Molly —le susurró—. Ya ha pasado todo. Wade no te va a hacer más daño.

—Quizá Molly debería quedarse con nosotros un tiempo —sugerí—. Hasta que las cosas se calmen.

—Bien pensado —asintió Gabriel—. No me gusta la idea de que se quede sola ahora.

—Gracias —dijo Molly con voz débil y suplicante—. Siento haber sido tan tonta con todo.

—No es culpa tuya —respondió Xavier—. Todos, a veces, nos equivocamos con la gente.

—Yo he cometido peores equivocaciones que tú —añadí—. Una vez creí que lo único que necesitaba Jake Thorn era una amiga.

Xavier me pasó el brazo por encima de los hombros en un gesto de consuelo, como si quisiera poder borrar esos malos recuerdos de mi pasado.

Antes de que llegáramos delante de casa, ya supimos que algo iba mal. El cubo de la basura estaba volcado en la acera y todo el contenido vertido en la calle, como si alguien lo hubiera pateado con violencia. Gabriel aminoró la velocidad. Mientras nos acercábamos a la casa, vimos cosas todavía más extrañas. La puerta delantera estaba completamente abierta y medio colgando de las bisagras. Xavier me apretó la mano al ver el suelo del porche lleno de los cristales de las ventanas rotas.

Mientras bajábamos del coche, Gabriel observó la calle. Sus ojos registraron todos los detalles a gran velocidad. Luego lo seguimos hasta el interior de la casa. El sofá estaba tumbado en el suelo y todos los armarios habían sido vaciados. Casi todas las pertenencias de Gabe e Ivy estaban maltrechas o rotas y esparcidas por el suelo. Había vino derramado por el suelo: una mancha abstracta sobre la alfombra blanca de la sala.

—No me lo puedo creer —gritó Molly—. ¡Os han robado! ¡Como si las cosas pudieran ir peor de lo que ya están! Voy a llamar a la policía —anunció, rebuscando en el bolso.

—Molly, espera. —Gabriel le cogió ambas manos para tranquilizarla—. Esto no parece un robo.

Xavier y yo observamos la sala siguiendo la mirada de Gabriel. En la pared habían escrito con un grueso rotulador rojo: PUTA.

—Oh, no —gemí.

Molly se cubrió la boca con las manos y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Molly, está loco. —Xavier procuraba tranquilizarla—. No puedes tomarte esto en serio.

—Oh, Dios mío. —Las manos le temblaban—. ¡Va a matarme!

—Nadie va a matar a nadie —dijo Xavier.

—Esto no es exactamente una sorpresa —apuntó Gabriel—. Siempre hemos sabido que Wade es inestable.

—¿Qué hacemos ahora? —gritó Molly.

—Salir de aquí —contesté.

Justo en ese momento, se oyó un portazo procedente del piso de arriba y una oscura figura apareció en el rellano. Wade se quedó inmóvil al vernos. Llevaba una cruz en una mano y sus ojos tenían un brillo enloquecido.

—Sí —dijo Xavier—. Decididamente, ha llegado el momento de irse.

Molly chilló al ver que Wade se lanzaba escaleras abajo corriendo. Gabe, con un rápido gesto de la muñeca, arrancó la barandilla y la tiró al suelo, lo que provocó que Wade tropezara y no pudiera avanzar.

—Vámonos —ordenó mi hermano haciéndonos salir de la casa.

Mientras corríamos hacia el coche y subíamos a él, me pregunté por qué Gabriel, un poderoso arcángel, huía de un humano, aunque estuviera loco. Y mientras mi hermano apretaba el acelerador, otra idea más preocupante se me pasó por la cabeza.

—¡Un momento! ¿Dónde está Ivy?

Xavier giró la cabeza hacia atrás, alarmado.

—¡Estaba en la casa cuando salimos!

—Ivy sabe cuidar de sí misma —respondió Gabriel.

Mi hermano parecía tan seguro que no dudé ni un instante de ello.

Nos alejamos de la calle principal; al cabo de poco, ya habíamos dejado atrás las titilantes luces de Oxford. Al ver la oscura e interminable carretera por la que se internaba el coche, volví a sentir una profunda tristeza por estar huyendo de nuevo.

—¿Y ahora hacia dónde? —gemí, sin preocuparme por disimular el agotamiento—. No sé si puedo hacer esto otra vez.

—Sí puedes —repuso Xavier con firmeza—. Lo hemos hecho antes y podemos hacerlo otra vez.

—¿Por qué estamos huyendo, además? —protestó Molly, que parecía más confundida que alarmada—. ¿Por qué no podemos llamar simplemente a la policía?

—Wade no es nuestra única amenaza en esta ciudad —dijo Gabriel—. Algo me dice que él no ha hecho todo eso solo. Confiad en mí. Ahora mismo, es más seguro que nos marchemos.

—¿Y adónde, esta vez? —pregunté en voz baja, comprendiendo el motivo de su decisión—. ¿Nos queda algún sitio adonde ir?

Gabriel me miró por el espejo retrovisor y me pareció leerle el pensamiento.

—Quizás haya llegado el momento de que vayamos a casa —dijo.

En ese instante no había nada que me hubiera podido alegrar más. Casa. Me parecía tan lejos, como un recuerdo lejano o como un lugar del cual solo tuviera referencias por los libros. Sabía que la batalla contra los séptimos no había terminado, pero tenía la sensación de que estar en casa nos daría ventaja.

Me di cuenta de que habíamos llegado a casa antes incluso de que la pequeña ciudad de Venus Cove apareciera ante nosotros. El olor del mar llegaba hasta la carretera y penetraba en el coche por las ventanillas abiertas, abrazándonos como un viejo amigo. Mientras circulábamos por la ciudad vi que nada había cambiado: las calles continuaban siento tan tranquilas y silenciosas como la primera vez que las vi. Las cuidadas fachadas de las tiendas y el blanco ayuntamiento, con sus columnas y su torre del reloj, parecieron borrar como por arte de magia las inseguridades de los últimos meses.

Llegamos a Main Street a última hora de la tarde y buscamos un lugar para comer. Yo quería ir al Sweet Hearts, pero Gabriel dijo que allí había demasiada gente que podría reconocernos, y que era mejor pasar desapercibidos durante un tiempo. Así que elegimos un restaurante donde las camareras no nos conocían. Pero, al entrar, todos los clientes nos observaron con curiosidad. A Gabriel y a mí nos miraban con suspicacia, como si nos conocieran de algo.

—Creo que son vampiros —le susurró una clienta a su acompañante.

—Chica, tienes que dejar de ver True Blood —repuso su amiga, meneando la cabeza con fingida preocupación.

Molly y Xavier se rieron por lo bajo, pero Gabriel y yo no comprendimos nada. Xavier, dándome unas palmadas en la rodilla, dijo:

—Ya te lo explicaré luego.

Esperaba que, después de cenar, pasaría la noche en mi antigua habitación de Byron, pero Gabriel tenía otra intención.

—Me temo que es demasiado peligroso ahora mismo. Es el primer lugar donde nos buscarían.

—¿Quién nos está buscando? —preguntó Molly, asombrada.

—Luego te lo contaré todo —dijo Gabriel con seriedad.

—¿Y dónde pasaremos la noche, entonces? —pregunté.

—En un hotel. Por lo menos hasta que pensemos en cuál será nuestro próximo paso.

A pesar de que no me apetecía demasiado, sabía que el plan de Gabriel tenía sentido. No podíamos arriesgarnos a ir a Byron. Además, ¿qué sentido tenía volver a nuestra antigua casa para tener que salir huyendo otra vez cuando volvieran a atacarnos? No podía volver a pasar por eso; ya me parecía que no pertenecía a ningún lugar.

Antes de ir al hotel, Xavier y yo nos ofrecimos a ir a un drugstore para comprar cepillos de dientes y utensilios básicos que no habíamos podido coger de la casa, ya que habíamos salido a toda prisa. Gabriel y Molly fueron al hotel Fairheaven, en la explanada, para reservar habitaciones. Después, intentaríamos averiguar qué había sido de Ivy. Gabriel no parecía muy preocupado, pero yo sabía que se sentiría mejor cuando nuestra hermana volviera a estar con nosotros.

El trayecto hasta el Walgreens fue tranquilo y corto, y ni siquiera nos preocupamos mucho por lo que comprábamos. Al salir, Xavier me sorprendió dando un rodeo y regresando a Main Street. Adiviné lo que pensaba en cuanto detuvo el coche delante de nuestra vieja guarida, el Sweethearts.

—¿Te apetece hacer un viaje en el tiempo? —preguntó.

Al mirarlo, con una mano sobre el volante y la otra apoyada con gesto relajado sobre mi asiento, me vi catapultada a nuestra primera cita. Nada había cambiado. Se veía la parte trasera del cine Mercury desde el coche, tan anticuada que parecía un decorado de teatro. El chico que había a mi lado tampoco había cambiado. Continuaba luciendo el mismo cabello suave y dorado, que le caía sobre la frente; llevaba la misma cruz colgada del cuello; sus ojos seguían del mismo color turquesa que parecía reflejar todos los tonos del océano. Pero su expresión era más sabia, y quizá más grave que antes. Ahora tenía mucha más experiencia, y había tenido que luchar por su vida y por la de aquellos a quienes amaba. Me pregunté si los demás podían apreciar ese cambio en él.

—¿Crees que es una buena idea? —pregunté, prudente.

—No estaremos mucho tiempo.

El Sweethearts no había cambiado nada. Pero nosotros sí. Resultaba extraño ver caras nuevas en las mesas, tomando soda y patatas fritas. Había pasado mucho tiempo desde que llegué a Venus Cove por primera vez. Los días de Molly y su grupo habían terminado. En la máquina de discos todavía sonaba rock and roll y las camareras continuaban llevando patines, pero en todo el local no había ni una sola cara conocida: nuestros compañeros de escuela se habían ido a universidades de todo el país. Nosotros ya no pertenecíamos a ese lugar.

—¿Soy yo o…? —empezó a decir Xavier.

—No —contesté, cogiéndole la mano—. Es muy raro. Me siento mayor.

Nos dirigimos hacia nuestra vieja mesa, pero la encontramos ocupada, así que nos quedamos un momento de pie, sin saber qué hacer, hasta que oímos que alguien se dirigía a nosotros.

—¡Eh, cariño, cuánto tiempo! —Era una de las antiguas camareras, que había reconocido a Xavier—. Siempre es agradable que los viejos clientes de la escuela vengan a visitarnos.

—Eh. —Xavier le dirigió una sonrisa—. He echado de menos este sitio.

—Y él también te ha echado de menos —dijo ella guiñándole un ojo con picardía—. Si buscas a tu hermana, ha vuelto a salir —añadió, señalando la puerta con el pulgar y arqueando las cejas con expresión significativa.

Xavier frunció el ceño.

—¿Nikki está aquí? —se extrañó, mirando la hora en su reloj—. Son más de las once.

Reconocí la voz de Nicola en cuanto cruzamos la cocina de la cafetería y salimos al callejón de atrás. Era una voz aguda, melodiosa y que expresaba una gran confianza. Fuera, había un grupo de estudiantes de décimo curso sentados en la parte trasera de una polvorienta camioneta que se encontraba aparcada entre los contenedores de basura. Todos hablaban y mandaban mensajes a la vez. Algunos bebían cerveza enlatada y se pasaban cigarrillos. Al volante de la camioneta había un chico con pecas que no parecía tener edad suficiente para conducir, a pesar de los tatuajes que mostraba en los bíceps y del palillo que masticaba. Xavier cruzó los brazos y frunció el ceño.

—No puede ser —dijo en voz baja.

Yo esperaba que fuera un encuentro emotivo, pero me equivoqué por completo. Nikki, en cuanto vio a su hermano, se quedó inmóvil, pero su rostro expresó todas las emociones: desde la sorpresa al alivio y a la rabia. Había cambiado durante ese tiempo que habíamos estado fuera: había perdido peso, y se le veían las piernas más largas. Llevaba el rizado cabello suelto sobre los hombros y se había pintado las uñas de color negro. Su falda era demasiado corta y los cordones de sus Doc Martens estaban desatados. Había convertido su habitual descaro en una actitud. Nikki miró a Xavier con frialdad mientras fumaba y balanceaba las piernas por encima de la camioneta.

Xavier caminó hasta ella con calma y sin descruzar los brazos. Se miraron el uno al otro durante un largo momento. Yo me hubiera empequeñecido bajo la intensa mirada de Xavier, pero Nikki dio una larga y profunda calada al cigarrillo y expulsó el humo en la cara de su hermano.

—Mira quién ha vuelto.

Xavier no contestó. Por mi parte, sabía que debía dejarle eso a él, que parecía saber instintivamente cómo manejar a su rebelde hermana pequeña: le quitó el cigarrillo de la boca antes de que ella pudiera protestar y lo apagó aplastándolo en el suelo con la suela de su bota.

—¿Me has echado de menos? —preguntó con una sonrisa de burla.

La expresión de Nikki se ensombreció.

—No puedes presentarte aquí de esta manera e ir de hermano mayor. ¿Dónde diablos has estado?

—Beth y yo teníamos asuntos que atender.

—¿«Asuntos que atender»? Habéis estado fuera seis meses. Mamá se ha vuelto loca.

—No podía ponerme en contacto con ella. No podía ponerme en contacto con ninguno de vosotros.

—¡Idioteces! ¡Es la peor excusa que he oído en mi vida!

Xavier suspiró. El resto de las chicas reían por lo bajo, disfrutando de la escena.

—Nikki, es complicado de explicar.

—Claro que lo es. ¡Eres tan increíblemente egoísta! —contestó, enfadada.

—No hables de lo que no sabes —cortó Xavier—. No tienes ni idea de dónde he estado ni de por qué me tuve que marchar.

—Pues explícate…, te escucho —replicó ella con sarcasmo.

Xavier se mostró abatido: no había forma posible de darle una explicación que le hubiera resultado inteligible.

—No puedo contártelo ahora.

—¡Pues que te den!

—Creo que será mejor que te lleve a casa.

—No he terminado aquí.

—Sí, sí has terminado.

El conductor del coche escupió el palillo al suelo y se giró hacia Nikki en un gesto de solidaridad con ella.

—Puedo llevarte a casa —se ofreció el chico.

Xavier lo miró con cara de querer fulminarlo.

—No lo necesita.

El chico se hundió en su asiento. Nikki sabía que su hermano no iba a echarse atrás, y no deseaba una confrontación en público, así que saltó de la camioneta mientras soltaba un exagerado gruñido de queja.

—Esto no acabará así —rezongó mirando a Xavier de reojo, pero nos siguió hasta el coche.

—Siento haberte puesto en ridículo —dijo él. Estaba claro que no quería pelearse con su hermana tan pronto después de haber regresado—. Pero mamá y papá estarán preocupados por ti.

—Eso tiene gracia. —Nikki se rio—. No creo que saltarse el toque de queda sea remotamente comparable a irse de la ciudad sin avisar a nadie.

Touché.

—¡Y tú! —exclamó, girándose hacia mí—. No creo que sea buena idea que aparezcas por nuestra casa. Ahora mismo, nuestra madre no es que sea tu mayor fan.

Miré a Xavier, ansiosa.

—No te preocupes. Hablaré con ella.

—¿Estás seguro? —susurré.

—Seguramente no se dará ni cuenta de tu presencia —intervino Nikki—. No después del regreso del hijo pródigo.

Recordaba la casa de dos pisos, con su amplio patio delantero y sus ventanas, iluminadas y brillantes como si fueran lámparas. En el camino de entrada había dos todoterrenos aparcados el uno al lado del otro. Me resultó extraño lo cómoda que me sentí en cuanto llegamos allí.

Bernadette Woods abrió la pulida puerta de la entrada y, al vernos, el trapo de cocina que llevaba en la mano cayó al suelo. Se quedó rígida, con los ojos clavados en Xavier.

—¿Mamá? —dijo él, intentando anticipar cuál iba a ser su reacción.

Ella alargó la mano y agarró a su hijo por el brazo sin decir nada. Nikki pasó por nuestro lado como un huracán y subió las escaleras ruidosamente para ir a su habitación. Enseguida oímos el portazo. Ni siquiera entonces reaccionó Bernie: parecía no acabar de creer lo que estaba viendo. Nikki tenía razón, pues parecía que yo no existiera en absoluto, y me sentí agradecida por ello. El padre de Xavier salió de la cocina para saber a qué se debía aquel escándalo, y su presencia fue un alivio. En cuanto nos vio, reprimió un grito, pero sonrió rápidamente. Parecía haber comprendido la situación en un segundo.

—No hagas caso a tu madre —dijo, apartándola a un lado con suavidad—. Vamos adentro. Cariño, ¿por qué no preparas un poco de té?

Bernie, todavía con los ojos muy abiertos, se apartó un poco para dejarnos pasar.

—Bueno, Nikki no ha cambiado mucho —comentó Xavier con tono despreocupado.

—Tiene prisa por crecer —contestó su padre.

Era como si hubieran estado hablando el día anterior. La situación debería haber sido tensa, pero no lo era. Los vínculos de aquella familia eran demasiado profundos para que el tiempo los borrara. Al igual que mi amor por Xavier, que duraría toda la eternidad.

Nos sentamos el uno delante del otro en los mullidos sofás del elegante salón. Estaba demasiado nerviosa y no me atrevía a mirar directamente a nadie, así que fijé la vista en los juguetes que Madeline y Michael habían dejado por el suelo. En un rincón había un gato de color anaranjado, dormido sobre un cojín, al igual que la primera vez que había estado allí. De eso parecían haber pasado siglos.

—Creímos que no volveríamos a verte.

Bernie casi se ahogó al pronunciar esas palabras, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Por mi parte, tuve que morderme el labio inferior para controlar la emoción; Xavier era quien debía manejar esa situación. Su madre se secó los ojos con el dorso de la mano y dijo:

—He rezado por ti cada día. Rezaba para que estuvieras a salvo y para que volvieras a casa.

—Lo sé, mamá. Lo siento.

—¿Dónde has…? —empezó, pero Peter levantó una mano como diciendo «no es el momento».

El alivio por ver a su hijo sano y salvo era superior a cualquier necesidad de recibir explicaciones. Bernie hizo caso a la señal de su esposo, tosió y cambió de tono:

—Lo único que importa es que ahora estás aquí. ¿Has comido? ¿Te preparo algo?

—Estamos bien.

—¿Y os encontráis bien? —preguntó Peter.

—Sí —asintió Xavier—. Y quiero que sepáis que no tenía ninguna intención de haceros daño…, a nadie de la familia.

Creí que Bernie diría algo, pero había vuelto a quedarse callada. Xavier siguió su mirada con los ojos y se dio cuenta de que su madre acababa de ver el diamante que yo llevaba en el dedo anular: el antiguo anillo de su madre. Pareció que el rostro de Bernie se ensombrecía, y yo me encogí en el sofá e intenté ocultar las manos bajo las rodillas.

—Mamá, papá, hay una cosa que tenéis que saber —dijo Xavier, aunque no podía hacer gran cosa para suavizar la sorpresa.

—Oh, Dios mío. —Su madre se cubrió la boca con las manos—. No, no puede ser cierto.

—No te pongas nerviosa —dijo Xavier—. Ya sé que no lo esperabais.

—¿Estáis casados? —Bernie parecía desconsolada—. ¿Mi hijo está casado?

—Queríamos decíroslo —explicó Xavier—. Pero no había tiempo.

De repente, Bernie se volvió hacia mí y me habló por primera vez esa noche:

—¿Estás embarazada? ¿Es eso lo que ha sucedido?

—¡No! —exclamé, notando que me ruborizaba intensamente—. Nada de eso.

—Entonces, ¿por qué? —preguntó Bernie haciendo un gesto con la mano en dirección al anillo—. ¿Y por qué no nos lo dijisteis?

—Estoy seguro de que tenían sus motivos —intervino Peter con tono suave.

Estaba impresionada por cómo el padre de Xavier manejaba la situación. Seguro que tenía un montón de preguntas en la cabeza, pero estaba haciendo un gran esfuerzo para ser nuestro aliado y hacer que ese encuentro fuera lo más fluido posible. Se puso en pie y dio un apretón de manos a Xavier.

—Felicidades, hijo —dijo, y sin perder tiempo me hizo levantar del sofá y me dio un fuerte abrazo—. Bienvenida a la familia, Beth. Estamos orgullosos de que seas parte de los Wood.

—Eh…, gracias —respondí, atónita.

Seguramente, debían de haberme culpado por haber alejado a su hijo de ellos, pero no noté el menor rastro de enojo ni de acusación en el rostro de Peter: solo mostraba buena disposición y una felicidad auténtica. Ahora yo era la esposa de Xavier, era parte de él y de su familia. Por fin sentí que pertenecía a algún lugar y que nada podía cambiar eso.

—Tenemos que celebrarlo con un poco de champán —anunció Peter, frotándose las manos.

—Papá, no nos podemos quedar.

Bernie pareció angustiada:

—¡Pero si acabáis de llegar!

—Regresaremos tan pronto como podamos.

—Esto no me gusta —dijo Bernie—. No me gustan tantos secretos. ¿Qué está pasando? ¿Por qué no dejas que os ayudemos?

—Vosotros sois lo más importante para mí —dijo Xavier—. Y no hay nada en el mundo que quisiera ocultaros. Pero Beth y yo tenemos que manejar esto nosotros solos. Y necesito que confiéis en mí. Nunca os he mentido, nunca os he defraudado. Confiad en mí, ¿de acuerdo?

Su madre asintió con la cabeza sin decir nada. En sus ojos vi que no conseguía comprender qué podía empujar a su hijo a abandonar su casa, pero comprendía que no podía discutir con él.

—¿Estáis en la ciudad? —preguntó, ansiosa.

—De momento, sí.

—¿Hay alguna cosa que tu padre y yo podamos hacer? Si tenéis problemas, conocemos a gente que…

—No es ese tipo de problema, mamá.

—¡Tiene que haber alguna manera! ¡Me siento tan inútil!

—La hay —repuso Xavier, poniéndose en pie y dándole un beso en la frente—. Podéis estar a salvo.

Aparte de mí, no había nada que Xavier quisiera más en el mundo que a su familia. Ese era uno de los motivos por el que lo amaba. Por eso, en ese momento, no me importaba que los séptimos pudieran localizarnos; no me importaba que nuestro futuro fuera incierto ni que todo pudiera echarse a perder en un segundo. En ese momento no había nada más importante que ese encuentro y lo que eso significaba para su familia. Valía la pena correr el riesgo.

Cuando llegamos al coche, ambos permanecimos unos instantes sentados observando la conocida calle. Por primera vez en mucho tiempo los dos nos sentíamos profundamente cómodos. Yo no sabía cuánto tiempo duraría ese sentimiento, pero sabía que quería disfrutarlo. Lo más probable era que nunca quedáramos verdaderamente libres del acoso de nuestros perseguidores. Nuestra unión había molestado tanto al Cielo como al Infierno. Quizá nunca llegara el momento en que pudiéramos descansar. No lo sabía. Lo que sí sabía era que cada día que nos despertábamos el uno en brazos del otro era una bendición. Así pues, si el destino nos ofrecía aunque fuera un fugaz momento de felicidad, teníamos que aprovecharlo.

Y, por primera vez en meses, la expresión de culpa que acompañaba siempre el rostro de Xavier había desaparecido. Por lo menos de momento, parecía feliz.

Ir a la siguiente página

Report Page