Heaven

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27. Rehén

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Rehén

El cielo nocturno era como una bóveda de terciopelo repleta de estrellas incrustadas. Una luna llena y clara iluminaba las calles con su suave luz. Era agradable estar en casa, donde todo resultaba tan familiar, donde en cada lugar había un recuerdo. Xavier y yo caminamos de la mano y llegamos al embarcadero en el que le había visto por primera vez, pescando, y de donde mis hermanos me habían alejado apresuradamente. ¿Ya entonces conocían la verdadera identidad de Xavier? ¿O habían percibido algo? Me pregunté si habrían tenido alguna intuición de lo que iba a suceder en nuestras vidas, de los acontecimientos que nos iban a arrastrar.

Ninguno de los dos queríamos regresar al hotel todavía. Esa era nuestra ciudad, y habíamos estado lejos demasiado tiempo. Necesitábamos tiempo para redescubrirla, para visitar nuestros lugares favoritos, pero, sobre todo, para asegurarnos de que no había cambiado demasiado durante nuestra larga ausencia.

—Sigue siendo tan silenciosa como siempre —murmuré—. Nuestra hermosa Venus Cove.

—Nada que hacer ni ningún lugar adonde ir —repuso Xavier—. Hasta que tú llegaste.

—Sí. —Suspiré—. Lo siento.

—No lo sientas. —Xavier me pasó un brazo por la cintura y me atrajo hacia él—. No lo cambiaría por nada del mundo.

Cuando llegamos a la orilla me quité los zapatos y hundí los dedos de los pies en la arena. Hacía mucho tiempo que no teníamos la oportunidad de disfrutar de un breve descanso. La playa parecía más irreal en ese momento que en mis recuerdos, a la luz del día. Las oscuras olas ganaban terreno en la orilla. Nos sentamos sobre la fría arena y permanecimos en silencio durante un rato. El horizonte y el agua se fundían en una oscuridad ondulante, y unos cuantos yates blancos se mecían delicadamente sobre el agua, al lado del embarcadero.

De repente, Xavier se puso en pie.

—Venga. Vamos al Peñasco.

—¿En serio? —pregunté, insegura—. Hace una eternidad que no vamos.

—Exacto —repuso él—. Y allí pasaron muchas cosas. Tengo la sensación de que necesitamos… cerrar algo. Vayamos por última vez; no volveremos más.

—De acuerdo. —Me puse en pie—. Trato hecho.

Caminamos por un trecho de la playa hasta que llegamos a las piscinas de piedra, que eran como minúsculos acuarios formados por el mar. Incluso a pesar de la oscuridad pude distinguir la forma de unas colas en el agua poco profunda, y vi las enredadas ramas de los corales muertos, como hermosos esqueletos en la arena. Dimos la vuelta a un saliente de la roca y allí estaba. Habíamos llegado: unos monolitos altos y oscuros bañados por la luz de la luna. Y de repente me encontré con la Bethany de dos años atrás. Era casi como si pudiera vernos a Xavier y a mí: éramos tan jóvenes, tan despreocupados; no teníamos ni idea de lo que nos esperaba. Nuestros sentimientos eran una mezcla de excitación y de nerviosas expectativas: teníamos prisa por saber cómo evolucionaría nuestra historia. Y ya lo había hecho, aunque no como habíamos esperado. Ahora nos sentíamos mucho más viejos, más pesados, agobiados por demasiadas preocupaciones.

El Peñasco estaba desierto, como era habitual. Nadie iba allí, excepto algún paseante que deseaba distanciarse del mundo o poder reflexionar sin ser interrumpido. El sonido de las olas al chocar contra las rocas borraba cualquier otro ruido que pudiera haber, excepto el del viento, que aullaba al entrar y salir de las cuevas que había por todas partes. Aunque hacía un tiempo cálido, esa imponente zona de sombras del Peñasco era fría, pues ahí nunca llegaba la luz del sol. Di un paso hacia atrás, apoyándome en Xavier y absorbiendo el calor de su cuerpo. Sus brazos me rodearon por detrás.

En algún lugar, lejos y por encima de nosotros, sonaron unas campanas que marcaban la hora. ¿Era posible que ya fuera medianoche?

—Gabriel e Ivy se van a enfadar —gemí.

Xavier rio y me frotó los hombros.

—Todavía piensas como si estuvieras en el instituto —dijo—. Ahora vas a la universidad, y estamos casados. Puedes hacer lo que quieras.

—Mmm. —Pensé en eso un instante y dije—: Supongo que sí.

—Es gracioso que no te preocupe enfrentarte a un séptimo, pero que todavía te pongas nerviosa a causa de tu hermano y tu hermana.

—¡Es que dan miedo! —protesté—. ¿No has visto nunca a Ivy enfadada? Tiene una lengua que escupe fuego.

—Eso no da miedo —dijo Xavier—. Más bien mola.

—Antes decías que era yo quien molaba —bromeé—. Siento no disponer de ningún truco celestial para impresionarte.

—Sí —asintió Xavier meneando la cabeza—. Me decepcionas. La verdad es que tienes que ponerte al día.

—¿Ah, sí? —repliqué, cruzando los brazos sobre el pecho—. Pues no esperes nada esta noche.

—¿Ya estamos utilizando el sexo como arma? —bromeó Xavier—. Bueno, yo también sé jugar a ese juego.

—Tú no puedes reprimirte, eres un chico —dije.

—Sí, con mucha fuerza de voluntad —se burló—. Apuesto a que tú te rendirías antes.

—Por favor —dije—. Soy un ángel.

Xavier me guiñó un ojo.

—Pues resulta que yo también.

Permanecimos en silencio durante un rato, observando las nubes que cruzaban por encima de la luna.

—Vamos —dije, cogiéndole de la mano—. Es más de medianoche, deberíamos volver.

Xavier estuvo de acuerdo. Se levantó y se sacudió los vaqueros. Estábamos recogiendo nuestras cosas cuando oímos un sonido parecido al chasquido que produciría una sobrecarga eléctrica de doce electrodomésticos. De repente, toda la playa se iluminó, como si hubieran estallado fuegos artificiales. Cuando el resplandor disminuyó, nos encontramos ante una imagen demasiado familiar: los séptimos. Estaban por todas partes, rodeándonos, encima de las rocas, como estatuas, e incluso dentro del agua. Esta vez todos vestían trajes negros y almidonados, como si imitaran bizarramente a los agentes del FBI. Algunos permanecían de pie, solos; otros iban en parejas. Como siempre, Hamiel ocupaba la posición más alta encima de las roca que coronaba el Peñasco; disponía de una perspectiva privilegiada de lo que sucedía por debajo de él. Hamiel dio un salto y aterrizó de pie como un gato. Xavier y yo estábamos tan abrumados que ni siquiera nos pusimos a la defensiva. Esta vez nos limitamos a permanecer de pie y esperar. Me pregunté si debía intentar utilizar los mismos poderes que había encontrado en mí durante el último ataque, pero, en esos momentos, ellos eran demasiados: sin ninguna duda, su número era mucho mayor. Pensé en intentar contactar con Ivy y Gabriel, pero ya les había metido en demasiadas batallas, y Gabriel ya había perdido las alas por mi culpa. Además, quizá mi hermano ya no tenía el poder de vencer a un ejército como ese. No quería arriesgarme.

—Hola otra vez. —Hamiel cruzó los brazos sobre el pecho con actitud complacida.

—¿Has vuelto? —pregunté—. ¿En serio? Creímos que estarías cansado de jugar al gato y al ratón con nosotros.

—La verdad es que creo que esto es un jaque mate —contestó Hamiel.

Yo ya no era capaz de sentir ningún miedo ante él. Solo odio puro. Me encontraba frente al hombre que había matado a Xavier simplemente para demostrar algo. Sabía que ese sentimiento iba contra mi naturaleza, pero lo único que quería en esos momentos era vengarme.

—¿Y eso por qué? —siseé.

—Bueno. —Hamiel parecía querer tomarse su tiempo—. Nos dimos cuenta de que no tenía mucho sentido luchar contra vosotros.

—Sí, porque nosotros ganaríamos —repliqué—. Y tú lo sabes.

Hamiel rio.

—Porque los daños colaterales no habrían valido la pena. Así que decidimos proponeros un trato.

—No tenéis nada que nosotros queramos —repuso Xavier con desprecio.

—Piénsalo bien —dijo Hamiel, señalando en dirección a alguien que se encontraba de pie, oculto en las sombras de una de las cuevas.

Dos séptimos avanzaron, acompañando a una joven. La chica iba descalza y tenía la cabeza cubierta por un saco.

—¿Qué…? —dijo Xavier—. ¡No puedes inmiscuir a desconocidos en esto! ¡Suéltala!

—Oh, pero no es una desconocida.

Hamiel caminó hacia la joven, dejando en la arena la huella de sus botas. Cuando llegó, alargó la mano hacia ella, que se debatía para soltarse, y le quitó el saco de la cabeza dejando al descubierto su identidad.

Al principio no la reconocí. Solamente vi un revoltijo de rizos castaños y una nariz ensangrentada. Pero tenía la misma silueta esbelta y los mismos delgados hombros que había visto en el Sweethearts. Era Nicola Woods. La hermana pequeña de Xavier.

Inhalé con tanta fuerza y tanta rapidez que el aire frío me dolió en los pulmones. Nikki continuaba debatiéndose, y todavía llevaba puesto el pijama: un pantalón corto de algodón y una camiseta. Ahora, sin el maquillaje y sin las botas Doc Martens, aparentaba mucho más su edad real. Y estaba asustada.

—¿Nikki? —Xavier palideció por completo y empezó a avanzar hacia ella, pero uno de los séptimos agarró a la chica por la garganta.

—No te muevas —ordenó Hamiel.

Xavier arrancó a correr, pero se detuvo en seco al cabo de un segundo y levantó las manos en señal de derrota. Fue como si se hubiera dado cuenta de que intentar algo en esos momentos era una locura.

—De acuerdo —dijo en voz baja—. No le hagáis daño.

—Xav —lo llamó Nikki—. ¿Qué está pasando?

Me di cuenta de que intentaba ser valiente, pero la voz le temblaba.

—No pasa nada, Nic —contestó Xavier. Pero tenía el cuerpo tenso, y yo deseé correr en su ayuda. Su instinto de hermano le impulsaba a hacer algo—. Todo va a ir bien, te lo prometo.

Nikki volvió la cabeza hacia su raptor y se debatió con fuerza.

—¡Suéltame!

—Estate quieta, Nikki —dijo Xavier casi sin aliento—. No hagas locuras.

—Xavier, ¿qué sucede? —chilló ella. Los séptimos la sujetaban por los brazos y ella intentaba librarse dando patadas, pero era como si pateara una pieza de hierro: los séptimos casi ni se daban cuenta—. ¡Me hacéis daño! —gritó.

Al oír a su hermana, Xavier no puedo reprimir una mueca de dolor; aquella frustración le dolía físicamente.

—¿Qué queréis? —gritó—. ¡Decidme qué es lo que queréis!

—Queremos que vosotros dos os separéis —contestó Hamiel—. Eso es lo que siempre hemos deseado.

—¿Nos estáis pidiendo que no nos veamos nunca más? —preguntó Xavier, como si fuera la mayor estupidez que hubiera oído en su vida.

—No —respondió Hamiel, negando con la cabeza despacio—. Tú debes venir con nosotros.

—Bien. —Xavier no dudó ni un momento en responder, y yo sentí que el corazón me pesaba como si se hubiera convertido en una piedra—. Iré con vosotros, pero soltad a mi hermana.

—Tú no. —Hamiel chasqueó la lengua y levantó un dedo hacia mí—. Ella.

—No. —Xavier apretó la mandíbula—. Dejadla en paz.

Me di cuenta de que se devanaba los sesos intentando encontrar una solución. Era una decisión imposible para él: su hermana o su esposa. Pero no estaba dispuesta a dejar que eligiera. Y no podía permitir que su hermana sufriera ningún daño. Xavier ya había perdido a una novia, a su mejor amigo, al sacerdote de su infancia y a su compañero de piso. Había visto más muertes de las que debería ver nadie, y solo tenía diecinueve años.

Nikki continuaba debatiéndose y, para controlarla, uno de los séptimos le torció un brazo sobre la espalda. Ella esbozó una terrible mueca de dolor, y vi que todo el cuerpo de Xavier se tensaba de rabia al tiempo que se inclinaba hacia delante de forma instintiva. Era evidente que recurría a todo su autocontrol para no lanzarse contra ellos a la carrera.

Hasta ese momento, la amenaza siempre había estado dirigida a nosotros; alguien había intentado perjudicarnos. Pero esto era distinto. Había creído que no había nada a lo que Xavier y yo no pudiéramos enfrentarnos; se trataba de nosotros contra el mundo, de nosotros contra lo que parecían dificultades insuperables. Siempre habíamos optado por presentar batalla, por arriesgarnos, porque el hecho de estar juntos estaba por encima de todo. Pero ahora no era así. Estábamos preparados para cualquier cosa, pero no para eso.

—¡No! —repitió Xavier—. Ella no. Llevadme a mí en su lugar. ¿Por favor?

—No podemos —repuso Hamiel en tono neutro.

—¿Por qué?

—Porque tú eres uno de los «elegidos». Nuestro padre tiene grandes planes para ti. No podemos interferir en ellos. Si lo hiciéramos, las consecuencias serían muy graves.

Hamiel dirigió su oscura mirada hacia mí. Xavier dio un paso hacia delante.

—Es mi esposa. No podéis llevárosla.

Hamiel se limitó a sacar un puñal de hoja plateada de debajo de su abrigo y apoyó la punta en la garganta de Nikki. La chica soltó un grito, y uno de los séptimos le tapó la boca con la mano. Nikki tenía los ojos desorbitados a causa del pánico. Xavier se llevó una mano a la boca, como si estuviera a punto de vomitar. Su mirada dejaba ver tal angustia que no pude soportarlo. Sabía que él nunca me entregaría a Hamiel, pero, al mismo tiempo, no podía dejar que su hermana muriera.

—Ya basta. —Esta vez fui yo quien dio un paso hacia delante. Por dentro me sentía tan vacía como un tambor—. Es suficiente.

Si tenía que haber algún final para nuestra historia, tenía que ser ese. Había presenciado tragedias que podían durar una vida entera. Nadie más iba a morir por nuestra causa. Si había alguna cosa que pudiera quebrar mi voluntad de lucha, los séptimos acababan de encontrarla. Y ellos lo sabían. Además, no podíamos continuar huyendo y luchando durante el resto de nuestra vida mientras los cadáveres se amontonaban a nuestro alrededor. ¿Quién sería el siguiente? Alguien tenía que poner fin a todo eso. Y yo tenía la oportunidad de hacerlo. Miré a Xavier y vi que todo el sufrimiento que había vivido se reflejaba en sus ojos. Deseé que esto significara el final de ese sufrimiento.

—Soy vuestra —le dije a Hamiel—. Me entrego.

A mis espaldas, Xavier emitió un sonido desgarrador, entre un grito y un gemido.

—No —susurró—. Beth, no.

Pero yo me obligué a no escucharle.

—Primero suelta a la chica —dije, procurando que mi voz fuera tranquila—. Suéltala e iré contigo.

—¿Qué pasa, no confías en mí? —Hamiel parecía divertirse.

—Ni lo más mínimo —repliqué.

—Nosotros actuamos siguiendo un código de honor —dijo Hamiel—. Los soldados del Cielo saben mantener un trato. Pero no sabemos si se puede decir lo mismo de ti. ¿Cómo podemos estar seguros de que no mientes?

—Porque yo sé que tú podrías matarla en medio segundo —respondí—. Así que tú ganas. Suéltala, ¿de acuerdo? No voy a intentar nada.

Hamiel pensó un momento y luego hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza a los séptimos, que soltaron a Nikki. Ella corrió hacia Xavier y se dejó caer en sus brazos. Su hermano la cogió a tiempo de que no cayera al suelo y la estrechó contra su pecho, pero continuaba con los ojos fijos en mí. Se sentía con la obligación de cuidar de su hermana y de su esposa, y vi que sus ojos mostraban un sentimiento de fracaso. Me acerqué a él.

—¿Qué pretendes? —gruñó Hamiel.

—Dame un minuto para despedirme —dije—. Solo un minuto.

—No más.

Fue el minuto más difícil de toda mi vida. Allí, en el Peñasco, mirando a Xavier, realmente sentí que el mundo había terminado. Por lo menos, mi mundo. Ese era el lugar donde todo había empezado, y parecía adecuado que fuera también allí donde todo terminara. Le cogí de la mano y me concentré en memorizar la sensación que me producía el contacto con su piel. Luego me incliné y besé su anillo de boda.

—Beth… —empezó a decir él.

—Chis. —Le puse un dedo sobre los labios—. No digas nada. No olvides que te quiero.

Le acaricié el cabello con ambas manos, por última vez. Nunca antes me había dado cuenta de la cantidad de matices de azul que había en sus ojos. Sus lágrimas eran como gotas de brillante cristal sobre sus mejillas.

—No puedo perderte otra vez —dijo Xavier.

—No me perderás —le aseguré—. Siempre te estaré vigilando. Seré tu ángel de la guarda.

—No. —Xavier tenía la voz ahogada a causa del llanto—. No es así como se suponía que tenía que acabar esto.

—Siempre supimos que no podríamos estar juntos para siempre.

El corazón me latía con tanta fuerza que su sonido casi apagaba el de la voz de Xavier, pero no podía dejar que él supiera cuánto me costaba hacer lo que estaba haciendo. Ya sufría bastante sin saberlo.

—Íbamos a encontrar una manera —dijo Xavier—. Íbamos a luchar.

—Lo hemos hecho —dije en voz baja mirando hacia Hamiel—. Pero esta vez no hemos ganado.

—Por favor —replicó él, cerrando los ojos—. No me hagas esto. No puedo seguir adelante sin ti.

—Si alguna vez me necesitas, cierra los ojos —susurré. Sentía el corazón partido en dos, y casi no me podía tener en pie—. Me encontrarás en el lugar blanco.

Xavier abrió los ojos de repente y me sujetó por los hombros con tanta fuerza que casi me hizo daño.

—Tienes que encontrar la manera de regresar.

—Lo haré —dije, esforzándome por parecer que lo decía convencida. ¿Cómo se suponía que podía escapar del Cielo?

—Prométemelo —pidió—. Prométeme que encontrarás la manera de regresar conmigo.

—Te lo prometo —murmuré—. Si hay un camino de regreso, lo encontraré.

La voz de Hamiel sonó cortante como el acero.

—Se ha terminado el tiempo.

Mi mente se llenó de imágenes procedentes del pasado. Vi nuestro descenso a Venus Cove, mi antigua habitación en Byron, a Molly llorando, a Jake riendo, a Phantom durmiendo encima de mi cama. Vi a mi hermano y a mi hermana envueltos en una gloriosa luz dorada. Vi las llamas del Infierno y los cuerpos de los condenados. Y entonces vi a Xavier: Xavier en el embarcadero, Xavier sentado ante el volante del Chevy, Xavier en clase de literatura francesa con una media sonrisa en los labios. Lo vi en la playa y en la mecedora del porche, y también de pie ante el altar, esperándome. Me pareció que me ahogaba en el azul de sus ojos.

Mi realidad empezaba a desmoronarse. Sabía que todavía tenía las manos de Xavier en las mías, pero, de repente, ya no estaban, y mis manos agarraron el aire vacío. La arena que tenía bajo los pies empezó a arremolinarse como si se hundiera, y vi una luz en la distancia que se hacía cada vez más brillante. Todo a mi alrededor se tornó borroso y difuso, como una fotografía sobreexpuesta. Los rostros que me rodeaban perdieron su definición, las voces se mezclaron y se convirtieron en un pitido agudo en mis oídos. La luz era cada vez más brillante y lo iba absorbiendo todo a su alrededor. Pronto me absorbería a mí también. Y, de repente, ya no noté el suelo bajo mis pies. Ya no sentía ni oía nada, solo el rugido del viento que me revolvía el pelo y me azotaba la cara.

Entonces supe, de forma instintiva, que la Tierra estaba muy lejos y que los Cielos se estaban abriendo para recibirme. Había llegado el momento. El momento que tanto había temido desde la primera vez que había puesto los pies en tierra firme: me iba a mi casa.

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